Comienza a leer

Iniciar sesión con Entreescritores

¿Has olvidado tu clave?

Crear una cuenta nueva

Libros publicados

Relatos Perturbadores

Relatos Perturbadores

03-11-2021

Terror cuento o relato

  • Estrella vacía
  • Estrella vacía
  • Estrella vacía
  • Estrella vacía
  • Estrella vacía
0
  • Estrella llenaEstrella vaciaEstrella vaciaEstrella vaciaEstrella vacia  0
  • Estrella llenaEstrella llenaEstrella vaciaEstrella vaciaEstrella vacia  0
  • Estrella llenaEstrella llenaEstrella llenaEstrella vaciaEstrella vacia  0
  • Estrella llenaEstrella llenaEstrella llenaEstrella llenaEstrella vacia  0
  • Estrella llenaEstrella llenaEstrella llenaEstrella llenaEstrella llena  0

Cuando se cruza la delgada linea roja entre la cordura y la locura, pueden ocurrir cosas realmente escalofriantes. Estás a punto de entrar en la mente oscura de seres perturbados, ahí donde habitan las sombras. Pero antes de cruzar el umbral recuerda que: “Los monstruos son reales y los fantasmas son reales también. Viven dentro de nosotros y a veces ellos ganan”

Leer primer capítulo

 

Primer capítulo

CUCHILLOS JAPONESES

El señor Pérez regresó a casa del trabajo un lunes por la tarde, solo dos horas antes de lo habitual.  Fue un gran error.

Le dolía mucho la cabeza, y su secretaria, después de ofrecerle un analgésico muy potente, le había dicho:

—¿Por qué no se toma el resto del día libre, señor Pérez?

Todo el mundo le llamaba señor Pérez. Los otros de la oficina eran pedro o Juan o Carlos, pero él era el señor Pérez. Le gustaba así. A veces pensaba que incluso su esposa debería llamarle señor Pérez.

En cambio, cuando llegó, estaba rezando.

Su voz procedía del piso de arriba. Del dormitorio. No parecía sentir dolor, pero el señor Pérez podría remediarlo.

No estaba sola; alguien gemía en armonía con sus gritos al Creador. El señor Pérez se sintió amargado por esto.

Sin esperar a colgar su chaqueta, caminó de puntillas hacia la cocina, y sacó del anaquel magnético uno de los cuchillos japoneses que su esposa había pedido después de verlos anunciados en televisión. Estaban diseñados para cortar las cosas en pequeños trozos, y estaban garantizados de por vida, por muy larga que ésta fuera. El señor Pérez se encargaría de que su esposa no tuviera lugar a quejas. Se apartó del anaquel, se detuvo para suspirar profundamente, luego retrocedió y seleccionó otro cuchillo. El primero era para la que quería reunirse con Dios, y el segundo para quien hacía aquellos ruidos grotescos.

Después de un momento de profunda reflexión, decidió subir las escaleras. Lo haría con sumo cuidado para que su esposa y su acompañante no vieran interrumpida sus fervientes oraciones.

¡Que considerado era el señor Pérez!

Tuvo una erección por primera vez en semanas, y su dolor de cabeza desapareció.

Se movió con todo el cuidado y la prisa que pudo, cruzando el parquet y subiendo de dos en dos los escalones con lentas y dolorosas zancadas. Sabía que un escalón crujía, pero no podía recordar cuál era, y sabía que lo iba a pisar de todas formas.

Aquello apenas importaba. Los gemidos y jadeos llegaban in crescendo, y el señor Pérez sospechó que ni siquiera el estruendo de una fuerte explosión los habría distraído de su asunto. Estaban a punto de conseguir algo, y quería estar allí antes de que lo hicieran.

El dormitorio ocupaba casi todo el piso superior de la casa. Había sido un capricho suyo halagar a su joven esposa con todo el espacio que su salario pudiera permitir; la escalera alfombrada con buen gusto conducía inexorablemente hacia él.

El señor Pérez pisó el escalón que crujía, maldijo en voz baja y abrió la puerta.

Los ojos de su mujer, girando, eran como canicas mojadas. Sus labios resoplaban mientras se apartaba el pelo húmedo de la cara. Los hermosos pechos que le habían convencido para casarse con ella estaban cubiertos de sudor, y no todo era suyo.

El señor Pérez ni siquiera reconoció al hombre; no era nadie. ¿El lechero? ¿Un registrador del censo? Era gordo, y necesitaba un corte de pelo con urgencia. Aquello le decepcionó enormemente. Ponerle los cuernos con un Adonis al menos habría sido comprensible, pero esto era una afrenta personal.

El señor Pérez dejó caer un cuchillo al suelo, agarró el otro con las dos manos y lo dejó caer sobre el lugar donde la espina dorsal se encuentra con el cráneo.

Funcionó de inmediato. El hombre emitió un gruñido más y cayó de espaldas, la hoja rechinó contra el hueso mientras la cabeza y el mango golpeaban el suelo.

La señora Pérez estaba allí, sofocada y manchada, completamente desnuda sobre las sábanas empapadas. Sus ojos querían salir de sus cuencas.

El señor Pérez recogió el otro cuchillo, éste era mucho más grande que el primero. Lo había escogido especialmente para ella.

La agarró por el pelo y la apuñaló en la cara. Ella borboteó sangre. Loca, pero metódicamente, hundió el agudo acero en todos los lugares que pensaba le gustarían menos.

La mayoría de sus experimentos tuvieron éxito.

Ella murió de forma desgraciada.

La última expresión que pudo musitar fue una mezcla de dolor, reproche y resignación que le excitaron más que ninguna cosa que le hubiera mostrado desde su noche de bodas.

Aún no había acabado con ella. Nunca había sido tan sumisa.

Se hizo de noche antes de que soltara el cuchillo y se vistiera.

El señor Pérez había creado un desastre terrible. Limpiar era siempre una lata, como ella le había recordado tan frecuentemente, pero se dedicó igualmente a la tarea. Lo peor fue que había apuñalado la cama de agua, otro caprichito de la señora Pérez, pero al menos aquello había diluido parte de la sangre.

Los enterró en lugares separados del jardín, y llegó tarde al trabajo. Aquello era algo sin precedentes. Los ceños burlones de sus colegas le crisparon los nervios.

Por alguna razón no le apetecía volver a casa aquella noche. En cambio, fue a un motel. Se puso a ver la televisión. Vio una película de alguien que se dedicaba a matar a varias personas, pero aquello no le divirtió tanto como había esperado. Sintió que era de mal gusto.

Dejó colgado el cartel de «No molesten» en el pomo de su puerta todos los días; no deseaba que le molestaran. Sin embargo, empezaba a molestarle volver cada noche a la cama sin hacer. Le recordaba su casa.

Después de unos cuantos días, el señor Pérez sintió vergüenza de volver a la oficina. Aún llevaba puestas las mismas ropas con las que salió de casa, y estaba seguro de que sus colegas la olerían. Nadie había ansiado nunca el fin de semana tan apasionadamente como él.

Entonces tuvo dos días de paz en la habitación del motel, acurrucado bajo las mantas en la oscuridad, y viendo a la gente matándose mutuamente bajo un brillo fosforescente, pero el domingo por la noche miró sus calcetines y supo que tendría que regresar a casa.

Aquello no le hacía feliz.

Cuando abrió la puerta principal, recordó su última entrada. Sintió que el escenario estaba preparado. Sin embargo, todo lo que tenía que hacer era subir la escalera y coger algunas ropas. Acabaría en cuestión de minutos. Sabía dónde estaba todo.

Subió nuevamente las escaleras, como aquella tarde. La alfombra hacía los escalones más silenciosos, y de alguna manera sentía la necesidad de emplear cautela.

A mitad de camino, advirtió dos cuadros de rosas que su esposa había puesto allí. Los quitó. Ésta era su casa ahora, y los cuadros siempre le habían molestado vagamente. Por desgracia, los espacios blancos que dejaron en la pared le molestaron también.

No sabía qué hacer con las pinturas, de modo que se las llevó al dormitorio. Allí no parecía haber manera de librarse de ellas. Tuvo miedo de que esto pudiera ser un presagio, y durante un segundo consideró la idea de enterrarlas en el jardín. Esto le hizo reír, pero no le gustó el sonido. Decidió no volver a hacerlo.

El señor Pérez se paró en medio del dormitorio y miró a su alrededor, críticamente. Había hecho un buen trabajo. Estaba abriendo un cajón de la cómoda cuando oyó un golpe sordo debajo. Miró sus calzoncillos.

Un roce siguió al golpe, y entonces oyó el sonido de algo que subía por la escalera trasera.

No se preguntó qué era; ni siquiera por un instante. Cerró el cajón y se dio la vuelta. Su párpado izquierdo temblequeó; pudo sentirlo. Caminó sin pensarlo hacia la escalera, cuando oyó que la puerta se abría. Sólo un sonido débil, un cerrojo descorriéndose. De repente, sintió el interior de su cabeza tan grande como el dormitorio.

Sabía que venían por él, uno de cada lado. ¿Qué podía hacer? Corrió por la habitación, golpeando todas las paredes y descubriendo que eran sólidas. Entonces se apostó junto a la cama y se llevó una mano a la boca. Una risita histérica se le escapó entre los dedos, y esto le puso furioso, porque era un momento importante.

Venían por él.

Pasará lo que pasase con él (no más trabajo, no más televisión), había inspirado un milagro. Los muertos habían vuelto a la vida para castigarle. ¿Cuántos hombres podían decir lo mismo? ¡Vengan, sonidos reptantes! Esto era un triunfo.

Se apoyó contra la pared para tener mejor visión. Cuando la puerta se abrió sus ojos oscilaron de un lado a otro. Se pasó la lengua por los labios. Experimentó un éxtasis de horror.

El desconocido, por supuesto, entró primero.

Había intentado olvidar qué amasijo había hecho con ellos, especialmente con su esposa. Y ahora estaban aún peor.

Y, sin embargo, mientras ella se arrastraba por el suelo, hubo algo en su pálida piel, manchada de púrpura donde la sangre se había secado, que le llamó la atención como rara vez había hecho antes. Su piel estaba salpicada de rica tierra marrón. «Necesita un baño», pensó, y empezó a resoplar con una risa que pronto sería incontrolable.

Su amante, que se aproximaba desde el otro lado, estaba apenas marcado. No había sentido ningún deseo de castigarle, sólo de detenerle. No obstante, el golpe del cuchillo le había cortado la espina dorsal, y su cabeza colgaba desagradablemente. La extraña decepción que el señor Perez había sentido por la gordura del hombre se intensificó. Después de seis días bajo tierra, lo que se arrastraba hacia él era positivamente rechoncho.

El señor Perez trató de sofocar sus risas hasta que los ojos se le anegaron de lágrimas y resopló. A pesar de que su fin se aproximaba, vio su imposible ansia de venganza como su reivindicación definitiva.

Sin embargo, sus pies no estaban tan dispuestos a morir como él. Corrieron por la alfombra hacia la puerta del ropero.

Su esposa le miró como pudo. Los ojos dentro de las órbitas parecían encogidos, como pasas inquisidoras. Una parte de ella, donde había cortado profundamente, cayó al suelo.

Su amante se arrastró hacia adelante apoyándose en manos y pies, dejando una especie de rastro detrás.

El señor Pérez  arrastró la cama para hacer una barricada. Dio un paso atrás hacia el ropero. El olor del perfume de ella y de su sexo le envolvían. Estaba enterrado en sus ropas.

Su esposa llegó a la cama primero, y agarró las sábanas con los pocos dedos que le quedaban. Se encaramó a ella. La sangre manchó las sábanas. Desde luego, éste era el momento de cerrar la puerta del ropero, pero quería mirar. Estaba absolutamente fascinado.

Se arrastró sobre las almohadas, sacudiendo los brazos, y luego quedó tumbada de espaldas. Hubo un borboteo. ¿Podía estar muerta por fin?

No.

No importaba. Su amante llegó arrastrándose por el otro lado. El señor Pérez quiso ir al cuarto de baño, pero el camino estaba bloqueado.

Dio un respingo cuando el amante de su esposa (por cierto, ¿quién era ese cadáver que se arrastraba?) estiró unos dedos gordezuelos, pero en vez de buscar venganza los dedos cayeron sobre lo que habían sido los pechos del cuerpo que tenía debajo. Empezaron a moverse suavemente.

El señor Pérez se ruborizó cuando empezó el ritual. Oyó sonidos que le habrían hecho sonrojarse incluso cuando la carne estaba viva: sacudidas líquidas, gemidos cadavéricos y gritos sobrenaturales.

Se encerró en el ropero. Lo que tenía lugar en la cama ni siquiera se tomó la molestia de mirarle. Estaba enterrado en seda y poliéster.

Era peor de lo que había temido. Era insoportable.

Después de todo, no habían venido por él.

Habían venido a buscarse mutuamente.

Una vez más tendría que usar los cuchillos japoneses.


Comentarios