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HECATOMBE: POSESION

HECATOMBE: POSESION

08-03-2022

Terror novela

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Dilan es el portador de un grimorio de invocación de criaturas oscuras que fue arrastrado por las olas del tiempo hasta sus manos. El libro maldito parece tener vida propia y reclama la atención de su portador. Dilan está perdidamente enamorado de la encantadora Alessia Larousse, una estudiante europea que se ha sumado recientemente a su salón de clases. Su vida da un giro sin precedentes cuando la chica de sus ojos es secuestrada por una cruel banda de narcotraficantes. El joven se irá hundiendo poco a poco en la desesperación al ver que el tiempo pasa y el esfuerzo de los agentes de ley por encontrar a Alessia es totalmente ineficaz, viéndose obligado a invocar un demonio a través del libro maldito para pedirle que lo ayude en la búsqueda de su amada, haciendo un pacto diabólico que abrirá las puertas de su alma al ente oscuro procedente de otra realidad. Las cosas se complican aún más cuando unas brujas milenarias aparecen en escena a reclamar el libro maldito, sin escatimar el uso de sus poderosos hechizos para recuperarlo. ¿Estás listo para ser testigo de la batalla entre narcotraficantes, demonios y brujas? Este es el libro que abre la puerta a otro mundo, ¿eres lo suficientemente valiente para él?

Leer primer capítulo

 

Primer capítulo

Fue seducido por el gélido suspiro de un demonio a la distancia. Con una brisa le susurró su voluntad, él obedeció sin rebeldía.El pequeño Dilan regresa de la escuela repitiendo obstinadamente una melodía infantil en su mente, brincando y surcando los baches de una destartalada carretera lastrada. Carga un morral rebosante de cuadernos y utilería de estudiante. Sus mejillas sudadas reflejan el fulgor del sol que reposa impasible sobre el cielo despejado. Arroja un avión de papel hacia el infinito, que se eleva planeando entre suaves corrientes de aire con sus endebles alas, ladeándose de derecha a izquierda, perdiendo altura paulatinamente hasta estrellarse contra la maleza que bordea el sendero.Una brisa helada interrumpe sus pensamientos infantiles, acariciándole la nuca, abriéndose paso abruptamente entre la sofocante temperatura vespertina, domando su rebelde atención, obligándolo a tiritar a pesar de la antaña calidez tardía. Se paraliza, presa de un terror inexplicable y repentino que empieza a recorrer cada centímetro de su cuerpo, como si fuese un insecto gárrulo de patas espectrales. Frente a él, junto a unos matorrales marchitos que parecen tejer rostros cadavéricos, descansa un carruaje viejo y destartalado. Una de las ruedas se ha desprendido de él y yace como una criatura muerta abandonada a mitad del camino.Dilan se queda pasmado ante tan peculiar escena, no recuerda haber visto aquel artilugio en la mañana cuando bordeaba el camino de ida a clases, aunque lo que realmente acapara su atención es el esqueleto ataviado con atuendos de un mercader árabe que duerme en el puesto del conductor, con sus cadavéricos dedos sosteniendo aún el dogal y, en concreto, un grimorio abandonado a los pies del cadáver y que parece sonreír con los pliegues disformes de su portada. El niño pelirrojo, embelesado en su curiosidad, se acerca con una indescifrable vehemencia, como si una presencia ajena a él lo estuviera obligando a caminar hacia aquel temible e irreal escenario. Llega al lugar y se para junto a la calavera en descomposición a la que no le hace el menor caso, su alma está entregada al objeto que ahora sostienen sus manos: un vademécum de invocación demoniaca. Ciertamente el infante no sabe su función, pero el alma inocente alcanza a descifrar una verdad esotérica que sus pensamientos tardarían años en comprender: aquel libro, más allá de lo que pudieran contener sus páginas, es el relicario de una bestia. No puede comparar una sensación al tacto que fuese parecida. Le da completa satisfacción. Las yemas de sus dedos acarician con ímpetu la pasta oscura del libro, deslizándose entre los relieves grabados de varias runas de un lenguaje extinto, que fulguran un aura carmesí, fingiendo ser las heridas abiertas de un espíritu.Le parece que su alma se eleva hacia un mundo oscuro y desconocido. «Ábreme», le sugiere la nada. Resistirse es casi imposible. Abrir aquel libro sin la debida consideración sería anatema ¿Qué encontraría en el estómago de aquella criatura? No quería mancillarla de ese modo. Lo supo al instante y una parte de él quiso huir desesperadamente. ¿Lo hizo? Tuvo pesadillas durante años en las que corría despavorido intentando escapar del esqueleto guardián que cobraba vida y exigía su alma por considerarlo un cobarde.El cráneo se desprende de las vértebras que lo sostienen con un crujido, abandonando la kufiya que lo resguarda, cayendo como una fruta podrida que deja el estoque que la amamantó durante su vida entera. El ruido seco del hueso chocando contra las piedrillas trae de regreso al niño a su realidad. Da un brinco asustado y sus ojos se cruzan con las cuencas vacías de la calavera, que parecen mirarlo con desprecio desde hoyos de profunda negrura. Aquella mirada espectral le acusa: «eres un ladronzuelo despreciable», le parece escuchar decir al viento cuando sopla nuevamente. Corre por un momento con los ojos cerrados, con el grimorio en brazos, cubriéndolo como si fuese su propia vida, intentando dejar atrás el peculiar instante en que las pesadillas se personificaron en su mundo para extenderle una invitación a degustar un banquete de ultratumba. En el ocaso amargo, cuando el día agoniza a merced del último aliento anaranjado del sol, dos invocadores inexpertos profanan con su presencia un viejo granero abandonado para realizar un ritual execrable y prohibido, protegidos por las alas de la efímera soledad que les da la bienvenida con un disimulado abrazo materno, sintiéndose realmente como el estrujón de un muerto. Las letras del alfabeto latino se encuentran pulcramente repartidas sobre la superficie marchita de una enclenque mesa colonial, cubriendo un rastro carmesí de un pentagrama invertido con un tinte claramente demoniaco. Restos óseos de algún desafortunado animal, sellados en el delicado papel de una biblia roída, son parte de la macabra eficacia estética del rito. Lucen caracteres indescifrables, arracimados en cada vértice de la levemente inclinada estrella de David. En el centro del pentagrama se posiciona una frase afirmativa y negativa, acompañadas por dos velas grises encendidas que se derriten perezosamente mientras intentan evocar algo de luz a la vez que se ahogan en abruptas mareas de oscuridad, como si algo quisiera engullir sus llamas. Un joven de cabello rojizo presiona firmemente con su índice derecho la base de una copa invertida colocada en el interior de aquel círculo ceremonial. Se ve sangre fresca que deja un rastro en torno a las venas de su brazo, goteando recalcitrante sobre la vieja superficie de madera, la misma que se usó para remarcar las líneas del símbolo demoniaco. Junto a él se encuentra una chica de cabello corto color castaño, con un rostro brillante por varios accesos de acné. Lleva gafas enormes con cristales ovalados cuyo único reflejo es la luz de las ondulantes flamas que continúan siendo devoradas por una negrura infinita. Al igual que el varón, tiene la yema de su dedo índice sobre el borde de la copa vidriosa. En los límites del tablero usado para el ritual, reposa un cuadernillo espiralado abierto en el que se aprecian diversas anotaciones. Junto a él se encuentra, como un animal salvaje en reposo, el grimorio de invocación demoniaca. Tiene una portada oscura impregnada de una plétora de pliegues que trazan decenas de diminutos rostros agónicos que parecen quemarse en el infierno y que pueden hipnotizar a cualquier semoviente que advierta su atención sobre ellos. La pasta tiene rasgos escarlatas de varias runas de un idioma muerto, idénticos a la marca de nacimiento de un anticristo. El pelirrojo recita con fervor una frase en un idioma inentendible, quizá céltico, aprendida poco antes de iniciar el ritual, mientras el filo de una pequeña daga se hunde en la carne de su puño izquierdo, drenando más de su sangre, que fluye sin presentar objeción alguna y se funde con las energías inmateriales del rito. La chica acota con estilo lacónico unas cuantas palabras en ese misterioso dialecto que parece traído del inframundo, entrando y saliendo de un estado de conciencia turbada. Sostiene un espejo elíptico en su mano izquierda que no duda en romper al finalizar el aparente conjuro, golpeándolo sin piedad contra la orilla astillada del tablero. Varios trozos de cristal caen en una lluvia vidriosa, bañando los zapatos deportivos de la invocadora. Los dos jóvenes sienten un chispazo eléctrico que escala hasta sus cerebros y, en vez de contrariarse, se lanzan una mirada de complicidad y satisfacción. En aquel instante, la copa cobra vida, deslizándose lentamente mientras la sostienen con sus dedos. Se mueve en círculos sobre la desgastada superficie del mesón de caoba. El cáliz se detiene en la letra ese y, zigzagueando, continúa hacia otras consonantes hasta formar el saludo latino “salve”. Están a punto de replicar, pero sus intenciones son acalladas cuando el objeto cobra vida nuevamente y guía sus manos bajo las sombras fluctuantes que nacen de la escasa luminosidad feneciente, arrastrándolas inclementemente a través del pentagrama, deteniéndose instantes sobre aquellas letras que el espectro quiere remarcar. La chica se acerca el cuadernillo con su mano libre y anota con atención las grafías deletreadas por el invitado fantasmal: “S-O-Y E-L H-E-R-A-L-D-O. O-S T-R-A-I-G-O S-A-L-U-D-O-S Y M-U-E-R-T-E” Reza así la primera frase proveniente de un inframundo desconocido, invocado, al parecer, con cierto éxito. Se percibe que el trasfondo de la oración está engalanado con un atuendo amenazante. Larisa lanza un pequeño grito cuando una fuerza mística hace presión desde el interior de la copa para volcarla. Dilan intenta detenerla con aplomo mientras un escalofrío le recorre la espalda. Las venas en sus bíceps se remarcan por la enorme tensión que sus músculos ejercen, ya que cada célula de su cuerpo sabe a la perfección que lo que sea que esté dentro de aquel cubículo de cristal no saldrá de allí para otorgarles un apretón de manos amistoso. Sus pálidos rostros se bañan en sudor y expresan el miedo que intenta someterlos esbozando diferentes gestos de preocupación. El ruido agitado de su respiración se esparce en aquel viejo y sombrío granero. Transcurren treinta segundos intentando impedir que la copa se voltee y les parece una eternidad, hasta que, de manera abrupta, la presión se detiene. Han anticipado dicho acontecimiento y están preparados para seguir adelante.—Resistimos. ¡Somos dignos! —celebra el varón pelirrojo plasmando cierta emoción en cada una de las palabras. Larisa se limita a asentir, guardándose para sí los encontrados sentimientos que su turbada alma alberga. El cáliz empieza un nuevo zigzagueo a través del alfabeto, esparciendo la sangre del muchacho por los lugares que recorre, como si se tratara de una babosa sangrienta. “N-A-D-I-E E-S D-I-G-N-O, P-E-R-O T-O-D-O-S S-O-N Ú-T-I-L-E-S. S-I S-U M-O-T-I-V-O N-O E-S D-E M-I A-G-R-A-D-O, M-O-R-I-R-Á-N”. El instrumento de comunicación sobrenatural adquiere más fluidez que al inicio, guiándolos sin tantas pausas, transmitiendo un nuevo enunciado desafiante y exasperadamente largo, pero los jóvenes tienen un profundo temor que los obliga a concebir una paciencia inaudita. Si la criatura espectral deletreara el Salmo 119 (el más largo de la sagrada escritura), ellos harían de secretarios constantes sin vacilar hasta la última consonante. —Queremos hablar con tu Señor —solicita Dilan, despojándose de la aprensión que lo posee, intentado mantener una dignidad ausente. “E-L S-E-Ñ-O-R E-S P-E-L-I-G-R-O-S-O”, forja el deletreo en respuesta, acompañado de un viento frío que acaricia sus piernas y lame sus estómagos, provocando que se encojan pavoridos. El agudo aullido de un perro desgarra sus oídos, asustándolos sobremanera. El animal corre exasperado alrededor del viejo granero, deteniéndose únicamente a raspar con desesperación la vieja puerta de madera mientras profiere ladridos que martillan la mente de los invocadores. Aquel chucho, atraído por el magnetismo maléfico del lugar, parece intentar rescatar a los dos prisioneros en el interior. Ellos creen que, con cada aullido, él profiere un grito de auxilio.—Queremos hablar con él, con el demonio mayor —insiste Larisa, algo nerviosa, sin poder ignorar los ruidos escalofriantes que la rodean, buscando concretar una audiencia con un ente maligno de estratos más dignos y, muy en el fondo, deseando que todo esto termine. “H-S-E H-P H-P-M H-A-D H…”, Larisa escribe apresurada cada letra en la libreta, aunque no entiende nada en esta ocasión. —No es latín —puntualiza, a la vez que desesperadamente intenta encontrar alguna especie de anagrama. —Por favor, permítenos hablar con tu Señor, necesitamos su ayuda para rescatar a una amiga. Nos ponemos a su servicio —suplica insistente Dilan, con la desesperación creciendo segundo a segundo en su interior, como una llama que se agranda para consumirlo todo y que no tendrá control si no es sofocada a tiempo. “I-U-E-L-L-R-B-D-B-S-P-R-A-L-B-O-P-L”, se plasma un nuevo balbuceo de grafías sin sentido para ellos.—Cascos —señala Larisa, al notar un nuevo ruido en el trasfondo de los chillidos perrunos.—¿He? —Le mira él, a pesar de estar embelesado en la copa que contiene al ser oscuro. Arruga su frente ancha y abre de par en par sus ojos verdosos, cubriendo con la sombra de su perfilada y recta nariz la zona de invocación, parpadeando en espera de alguna respuesta. Larisa ignora la expresión de turbación de Dilan y continúa atenta al sonido que provocan las pezuñas de un rumiante que se unen a la ronda del perro. Se escucha un chapoteo en el barro húmedo. El can deja de aullar y de corretear, como si la nueva presencia maligna le hubiese ordenado quietud. El espectro que deambula fuera, sin contemplación a ser cauteloso, hiela el tuétano de los jóvenes. La escasa vellosidad de Dilan se yergue en todo su cuerpo. ¡En su vida había prestado atención a los folículos de su epidermis, pero en ese instante, podría ponerles nombres a todos!—¡Está aquí! ¡Larisa! ¡Está aquí! —manifiesta el joven frenéticamente, anunciándolo casi a gritos, con una incalificable imprudencia. “V-A-L-E-T-E”, se despide el demonio en latín, arrastrando los temblorosos dedos que sostienen el relicario demoniaco.—Es una despedida —explica la hace poco experta en lenguas antiguas.—No te vay… —Dilan intenta detenerlo, pero Larisa lo interrumpe haciéndole un gesto de stop con la mano izquierda. El silencio desgarra el teatro ocultista. Las endebles llamas de las velas negras se extinguen, dejando a los invocadores a oscuras. No hay bisagra alguna que pueda filtrar algo de la escasa luz lunar de aquella noche de sábado. Presos del pánico, son incapaces de emitir siquiera una palabra a pesar de toda su preparación para realizar la invocación. Cuando elaboraron el plan, en complicidad juvenil, avistaron un sinfín de posibilidades, sin pensar siquiera en que vivir la experiencia en carne propia sería aterradoramente mortal. Un ojo diabólico de iris carmesí se abre en medio de la pasta del grimorio, pasando totalmente desapercibido debido a la oscuridad que lo rodea.2El libro anatema que contiene las instrucciones para pactar con demonios le pertenece a Dilan desde niño. Se lo encontró de camino de regreso de la escuela, en un carruaje antiguo de mercader abandonado, cuyo cochero era un triste y pútrido esqueleto, que parecía llevar una antigua vestimenta árabe. Las incontables pesadillas que tuvo con aquel cadáver lo atormentaron durante su infancia, cesando poco a poco con los años hasta convertirse en devanaciones esporádicas de un adolescente. La picardía infantil impulsada por la extraña energía del grimorio impidió que se lo enseñara a sus padres. La reacción natural hubiera sido correr al ver la escena surrealista, sin embargo, fue hechizado al observar el extraño libro tendido en medio del barro, a los pies del cadáver. Lo levantó con esfuerzo, haciendo acopio de toda su voluntad para no mirar al cráneo que parecía llamarlo con sus fauces huecas. Estuvo de pie, ensimismado con el libro durante una cantidad de tiempo indescifrable, hasta que un susto lo sacó de ese estado catatónico, haciendo que se echase a correr como un cervatillo que huye de un feroz depredador hambriento. Cuando finalmente se sintió a salvo, bajo la fresca sombra de un ciprés al borde de la carretera llena de vegetación estival, guardó el extraño libro en su mochila infantil, mezclándolo con los textos escolares, como quien sazona con un poco de arsénico una comida cualquiera. Llegó arrastrando el morral en el último tramo porque ya no le quedaba energía para cargarlo ni un segundo más. Antes de entrar a casa, se puso en cuclillas alcanzando el alféizar de una ventana con la cortina descorrida e intentó ubicar con sus contraídos ojos glaucos a su madre por si deambulaba en la pulcra sala de estar. No deseaba que lo viera llegar con su nueva adquisición, aunque reposase oculta en su morral escolar. Algo en su interior lo hacía sentir como un burdo ladrón vagabundo que escarbó en un basurero, ensuciándose sin alevosía, para conseguir un pendiente de diamantes, desafiando a la suerte de la más loca lotería callejera. Confirmado el camino despejado, sintió la urgente necesidad de llevar “La Cosa” (así llamaba a su reciente hallazgo) y esconderla en su cofre personal que cerraba con llave. Su madre se lo compró para que aprendiera pequeñas lecciones sobre el espacio personal. Ella de ningún modo violó ese espacio y “La Cosa” estuvo guardada allí durante varios años, añejándose como un vino viejo con la supervisión de un sommelier novato. Sacar el libro del claustro para darle un respiro conllevaba un gran esmero de su parte. Una vez vencía sus temores y acunaba al grimorio entre sus brazos, se dejaba embriagar por un placer inaudito que transitaba las yemas de sus dedos mientras acariciaba los pliegues de la portada. No se atrevía a abrirlo aún. En esas ocasiones, una extraña paranoia embadurnaba los engranajes de su cerebro y se sentía observado a la distancia por algún ente invisible. Recurría en su pensamiento una idea que rezaba que algún día encontraría “La Cosa” pudriéndose en el baúl, como un trozo de carne olvidado, perteneciente al repertorio de algún fantasma. Despertó una mañana con la imagen difusa de una pesadilla que se perdía en una neblina formada de pensamientos que arribaban a darle los buenos días. Decidió en ese momento, sin razonamiento previo alguno, echar un vistazo al interior del libro; finalmente, mancillar la silenciosa castidad que se guardaban mutuamente. Se aseguró que sus padres estuviesen dormidos y echó el pestillo de seguridad a la puerta de su habitación, aunque tenía prohibido hacerlo, quedándose a solas con la resplandeciente luz matutina en pleno alumbramiento a través de una rendija entre las cortinas de su ventana. Con el libro en su regazo, sentado frente a su desordenado escritorio de estudio, mantenía su concentración en “La Cosa” hasta que finalmente se perdió en algún sótano impoluto escondido en las negruras de su cognición, cambiando el verdor de sus ojos por unos usurpadores luceros albinos. Trascurrido dos minutos, volviendo en sí, apartando momentáneamente sus manos de la magnética portada llena de runas demoniacas, arremetió en su cometido. Abrirlo fue una experiencia escalofriante que desnudó su talante circunspecto para sumirlo en una telaraña de terrores. Página tras página era abofeteado con un guante de horror que dejaba una marca candente en su tierna psique. Discurrían en los iris del pequeño distintas representaciones de grotescos demonios en lo que parecía ser el desfile de un carrusel infernal repleto de bestias maléficas. Se detuvo en una de las páginas sin sentir el temblor que poseía sus manos. “El demonio sabio”, leyó con dificultad en la traducción escueta al pie del título en latín “Sapiens daemonium” que presentaba una aberración de astas robustas, en posición de asecho sobre un pentagrama diabólico, con filosas cuchillas en vez de dedos, las mismas que sostenían una cabeza humana con la mandíbula desencajada. Con estremecimiento, sus yemas se escurrieron entre unas cuantas hojas más, observando las ilustraciones delineadas con la pluma colorida de algún Lorenzetti, en un aparente arte del medievo, con aires prerrenacentistas. Se zarandeó al ver una representación de humanos empalados siendo incinerados al aplauso de pequeños duendecillos. Fue atrapado por una plana especial, libre de anotaciones y rayaduras, en la que se apreciaba el dibujo de un anciano enjaulado. Los ojos del viejo parecían cobrar vida, creyó ver que sus manos se movían apretando los barrotes de su prisión justo antes de pasar página. Cerró el libro tras contemplar varias escenas explícitas de ejecuciones humanas, siendo la última, la de una mujer con un amplio sombrero puntiagudo con las partes de su cuerpo esparcidas sobre estrafalarias runas demoniacas. Un ardor le estrujó el estómago y sintió que se deslizaba hasta su garganta. Volteó su cabeza al alfombrado gris sin poder evitar devolver una mezcla verduzca de jugos gástricos con los restos de su cena. Cerró el libro y lo arrojó sobre el escritorio como si se tratara de una araña peluda de la que apenas se percataba reposaba en su mano. El grimorio se deslizó sobre la superficie de vidrio templado, como si patinara en un lago de hielo, deteniéndose al chocar contra un estante lleno de esferográficos que temblaron ligeramente al contacto. Por breves segundos, pareció apreciar que los pliegues de la pasta se desfiguraban para formar un ojo pérfido que lo contemplaba con rudeza. No quedaba duda alguna de la energía maligna que se cernía sobre aquel extraño compendio de demonología. Ciertamente, el niño fue atrapado por él desde que intercambiaron miradas la tarde que apareció en un carruaje maldito conducido por las olas del tiempo. Se espabiló, controlando sus emociones. Tomó el grimorio en un intento de reconciliación por haberlo arrojado con aspereza. Nuevamente sentía llenarse de una droga metafísica que calmaba sus sentimientos al simple contacto con aquella pasta rugosa. Guardó su tesoro en el cofre personal y le apremió una gran necesidad de cerrar con llave, no por el temor de que su madre lo descubriera, esta vez era porque realmente creía que el libro podría escapar en un descuido. En su poco formado instinto infantil, decidió ir por artículos de aseo con total discreción para intentar borrar el desastre que dejó esparcido. Tras una larga sesión de limpieza en la que el papel sanitario se empecinaba en embarrar más la mezcla verdosa, advirtió que una gran mancha permanecería en la escena del crimen. Desistió. Se inventaría algo si su madre le hacía preguntas. Su atención volvió al cofre que reposaba bajo varios peluches de felpa, y retornaron a la luz de su memoria una combinación de horrores que su inocente mente no podía digerir sin sentir un enorme disgusto. Le causaba especial emoción aquel viejo hombre de cabellera blanca. A pesar de todo, no quiso deshacerse del grimorio, la necesidad de tenerlo le era superlativa.3—l’heure bleu —habla Larisa en un perfecto francés, en medio de la oscuridad en el interior del viejo granero, anunciando el advenimiento de la hora azul, que el grimorio definía como el momento en que el demonio mayor se pondría en manifiesto.—¿Estás hablando en lenguas? —inquiere él, con el corazón en la boca, muerto de terror.—Claro que no, mi querido Dilan —niega sin aportar una explicación, con un tono condescendiente. Los pasos equinos se esfuman. En apariencia, el ser diabólico abandona su trote en las inmediaciones del granero. En el acto, sienten la presencia maligna junto a ellos, respirándoles un hedor a muerte por encima de sus hombros. Se quedan quietos, cubiertos por una cortina de sobrenaturalidad, cual telón de fondo que se alza para dar inicio a la función macabra. Las mechas de las velas grises brillan con una flama vivaz, enfocando los rostros en suplicio de los dos jóvenes. El perro vagabundo reanuda los ululantes aullidos, intercalados con ladridos intensos. La copa vuelve a temblar bajo la carne de ambas falanges. “S-A-L-V-E-T-E”, saluda el nuevo demonio a través del alfabeto de la ouija.—Salve —replica Larisa con una entonación bastante reverencial, mientras se deja llevar por el cáliz en movimiento. “B-E-N-E-F-I-C-I-U-M A-C-C-I-P-E-R-E L-I-B-E-R-T-A-T-E-M E-S-T V-E-N-D-E-R-E”—Aceptar sus beneficios es perder la libertad —traduce con voz trémula, mirando fijamente a Dilan.—No es el que buscamos, Larisa —sentencia Dilan tras analizar brevemente el mensaje—. El demonio que queríamos invocar no se conformaría con robarnos la libertad. —Sus cejas se arquean, denotando una naciente preocupación—. El libro lo describe mucho más grandioso, agresivo y posesivo —puntualiza, recordando la lectura que Larisa le dio sobre el candidato que precisaron al revisar el bestiario—. ¿No estamos siendo engañados por un usurpador? —termina su persuasiva retórica, que más allá de destacar un perfeccionismo “laboral”, oculta el grito desesperado de un niño por renunciar al ritual y desvanecerse hacia cualquier otro lugar. —No, Dilan. Sí es el correcto —interpone su compañera con paciencia—. Es lo suficientemente educado y directo. Tan solo con el saludo nos ha puesto la piel de gallina a ambos. ¿Estás seguro que tu juicio está bien? —Lo mira con desafío a través de los levemente empañados cristales de sus gafas—. Pon la mano en tu pecho y dime si un demonio bromista pudiese lograr desbocar tu corazón a ese nivel. —Pausa unos segundos y remata con entusiasmo—: ¡Claro que no, guapo! Permíteme hacer las cosas a mi manera. Larisa se concentra en el pentagrama frente a ella. Respira hondo y profundo, intentando evitar las náuseas al absorber el olor fétido que cubre el lugar. Medita unos momentos, necesita ordenar sus ideas. ¡No se habla todos los días con un ente del más allá! Aunque tiene una amplia gama de conocimientos, no se siente preparada para soportar el peso de llevar una conversación con un ser tan inflexivo y volátil en muchos sentidos. Inicia haciéndole una pregunta mental: “¿Me escuchas?”. En respuesta, la copa se mueve y, zigzagueante, responde con un “sí”. Una de las velas grises infla su llama con potencia. Dilan entiende que su compañera realizó una pregunta en silencio e intenta protestar, pero ella lo detiene con un gesto. —Necesitamos tu ayuda —solicita ella—. Por eso te hemos invocado. ¿Cuál es tu precio y potencial? El demonio responde al instante, consumiendo con fuego los huesos en los que el alfabeto fue grafitado. Los jóvenes retiran sus manos de la copa debido a las llamaradas que se levantan ante sus ojos, en un instinto reflejo, para evitar quemarse. Las patas de la mesa ritual se desprenden del suelo, hasta que alcanza una altura por encima de la cabeza de ambos, exponiendo lo indecoroso que tiene bajo ella: telarañas enmarañadas e insectos de toda suerte, además de podredumbre, lo que extrañamente parece armonizar perfectamente con el ambiente que se respira en esos momentos. Ella se apega a él sin retirar la mirada de lo que sucede, sin siquiera importarle el sudor que empapa su mano a través de la camiseta húmeda cuando toca su espalda. Él no habla, está estupefacto, así que abraza con fuerza a su compañera, temiendo por sus vidas. Estos acontecimientos escapan de las previsiones de aquel manuscrito endemoniado. No es que el autor de aquel oscuro compendio fuera ignoto al respecto, más bien, prefirió omitirlo deliberadamente, para dejar desagradables sorpresas a los invocadores que lo usaran. El mueble flotante se estrella contra la pared, despedazándose con el impacto. El can cesa un momento sus agudas entonaciones, mientras los trozos de madera semipodrida llueven sobre el heno apilado. La suerte de los insectos que una vez anidaron allí es mejor que la de los dos jóvenes en medio del granero. —Se rompió el portal. El demonio no tiene intenciones de ayudarnos. Simplemente quiere ser libre —señala ella con un tono ceremonial, mientras se acomoda sus rayados lentes—, y de paso, nos ha convertido en sus piezas de juego. Quitamos los dedos de la copa y él salió en libertad. Usar materiales de fácil combustión para armar el tablero era una trampa deliberada —adopta un tono desesperado—¿Cómo íbamos a saber que desde el mismo manual este tipo de rituales vendrían con semejantes vicios?—Larisa… —Él le aprieta el hombro fuertemente mientras señala en la oscuridad algo que ella aún no ve debido a su letargo intelectual—. ¡Ahí! La joven intenta enfocar con su mala visión entre la penumbra, hasta que finalmente, consigue captar aquello. Una sombra alta y oscura se yergue en la puerta del granero, proyectada gracias a una luz rojiza de un pentagrama fulgurante en el otro extremo, evocando algo siniestro. El espectro tiene astas medianas, pezuñas de equino, garras enormes y una faz en la que se nota una furia y desdén excepcionales. Parece que la criatura se abalanzará sobre ellos sin la menor compasión. El perro escarba arduamente bajo la puerta mientras aúlla hasta que logra asomar su cabeza llena de lodo y humedad justo al pie de la sombra diabólica. Sus ojos parecen dos bolas de fuego. Dilan cae de espaldas, aún consiente, pero sin control de ninguna de las que alguna vez fueron extremidades exclusivamente suyas. Su cuerpo deja de responder. Al desplomarse, sus nalgas rompen la copa con la que invocaron a aquel ser del inframundo y un trozo de vidrio se introduce en la carne. Teniendo presente lo que está por abalanzarse sobre él, se olvida del dolor. Vomita una gran cantidad de jugos gástricos mezclados con saliva espumosa. Larisa lo observa como si fuese un espejismo, totalmente pálida. La cordura con la que usualmente habla se esfuma y, quizá, no regrese a tiempo para auxiliar de alguna manera a su amigo. El perro corre hacia Dilan, moviendo su blanca cola con demencia. Es un collie barbudo. La lana grisácea y sucia le cubre los ojos. Gime levemente posando sin pudor su húmeda y fría nariz en la piel del muchacho, como si intentara reanimarlo o advertirle que tiene un huésped indeseado rodeándolo, o quizá, olfateando algún lugar vulnerable donde morder. Dilan siente que su conciencia se va apagando y que nunca más volverá a disfrutar de una taza de café, o de la mirada de alguien a quien ama. Ha cavado una tumba en el momento en el que pensó en “La Cosa” como solución a sus problemas. Cada neurona que intenta sostener su cordura está siendo poseída por una presencia maligna, como el agua salada a los camarotes de un barco en pleno naufragio en medio de la tormenta. Su cuerpo se contorsiona de forma inhumana. Su pecho se eleva violentamente mientras sus codos se hunden con presión en el lodazal. Los ojos pierden su contextura natural debido a incontables capilares rojos que palpitan a lo largo de su globo ocular, en medio de una pupila exageradamente expandida. Hace muecas mostrando los dientes de manera feroz.—Lari… —articula con las últimas fuerzas que le quedan. Ella le extiende su frágil mano, pero la regresa a su regazo en un abrir y cerrar de ojos con un gesto extremadamente delicado. El mundo de Dilan se convierte en esotérico. Ya no está en el granero. Su alrededor es oscuro y siniestro. El único acompañante de su anterior realidad es esa insufrible sensación de ahogo y claustrofobia. A pesar de todo, es capaz de mirar… mirar a Larisa observándolo, siempre a la altura de su pectoral por su baja estatura. Su amiga está retrocediendo mientras mueve los labios, pero él no logra escuchar nada. Se acerca lentamente a ella. Quiere gritarle que huya, decirle que él no se encuentra presente en ese momento, explicarle que un ser tenebroso está en su cuerpo y él no puede detenerlo. Es rehén de una pesadilla y ansía despertar con toda su alma, pero sólo puede ser mero espectador de la película de terror que se proyecta a través del ventanal de sus ojos. Larisa es ahora más alta que él. ¿Una falsa ilusión? No. El cuello de la damisela está siendo apretado por su propia mano, mientras las falanges poseídas intentan hundirse en busca de la yugular. Él la imagina pataleando, peleando por su vida. Parece que la luz de sus ojos se desvanece. ¿Hay algo raro en esas manos asesinas? Parece que su palma derecha resplandece como un pequeño faro. Dilan va perdiendo la pequeña capa de conciencia que le queda y siente que la muerte le hace una invitación formal a unirse a sus filas.

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