I
NEGRO
1
Arribaron de la penosa isla de al lado. Una isla estéril, alargada y hambrienta, donde hasta las moscas eran del color del desierto. Una isla donde podías andar horas enteras sin encontrar algo. Ni vivo ni muerto. Donde en los atardeceres se confundían cielo, mar y desconsuelo. Una tierra amarilla en la que los terregueros de arena te hacían cerrar los ojos durante minutos enteros. Dícese de una isla con forma de árbol estirado donde apenas echaban raíces unos cuantos de ellos. Árboles confinados entre piedras, cabras y ardillas, que ni para dar hebras de sombra servían. Referían de una isla improductiva, inútil y baldía; una donde las nubes de polvo se convertían en fantasmas los días de calima.
Una mierda de isla. No obstante, la suya.
Allí acababan de quedar enterrados los que durante diecinueve años fueron su única familia. Un padre algo seco, trabajador y malhumorado que se descalabraba cada día en un barco para que el gofio y el mendrugo no les faltaran a los suyos. Alguien con el ánimo tan encallecido como los pies sobre las eternas sandalias raídas. Un pescador de los de antaño, para el que el mar sumaba nueve partes de diez de su vida.
En contadas ocasiones, alguien lejano. No obstante, un buen padre.
También tenía una madre. Forrada de cabeza a los pies, recorría Jandía. Pañuelo tocado bajo sombrero de empleita bien encajado en la cabeza. Cintas medio sueltas o bien atadas bajo el mentón. Pero eso sólo sucedía los días de festejo. En ellos lucía la ropa de salir con su justillo y falda listada en colores blanco y azul. Zapatos negros y medias blancas. El resto de los días, cualquier apaño valía.
Una madre profundamente devota. No obstante, una madre por encima de todas las cosas.
El círculo lo cerraba un hermano menor. Once pocos espigados años de correr por la tierra y saltar dentro de los salados charcos. Un escuincle que había heredado las sobras de los trapos llenos de remiendos de su hermano mayor, y que nunca osó decir una palabra más alta que la otra; el mismo que se llevaba cogotes a diestro y siniestro por flojo, juguetón, guarro comemocos, chillón, molestoso y pesado hasta el tuétano; uno que, en vez de once, aparentaba menos de ocho. Por canijo y por poca sesera.
Un incordio de crío. No obstante, un hermano de once años como tantos millones que debían poblar este mundo.
Y allí quedaron los tres. Unas lápidas que visitó dos míseras veces. La primera, el día que ellos iniciaron su perenne morada bajo ellas. La segunda, cuando los dejó a su suerte bajo aquel inclemente sol. Sin flores venideras, cercados de arena y pisoteados por lagartijas majoreras.
Desterrado a la isla de arriba. Así mismo, se sentía. Sin nada ni nadie que quedara al otro lado de aquel mar que ahora lo separaba de lo que durante muchos años fue su única vida. Unos padres y un hermano asesinados de la más cruel de las maneras en una rentada casa humilde en la reseca península de Jandía; una casa humilde, solitaria y manchada por una sangre que ya no corría. Abandonada a su suerte en uno de los extremos de la isla, en la base del tronco del árbol que formaba el mapa de Fuerteventura. Un lugar desde el cual se veía la luminaria de otra de las canarias. Redonda y lejana, más de una vez soñó con visitarla. Contemplar aquellas luces que ascendían por sus grandes montañas. Ahora, tampoco estaba, porque el sitio anhelado quedó atrás cuando a él lo arrastraron hacia arriba. Recorrió toda la forma de aquel árbol hasta llegar a su copa. Desde ella saltó en barco a esta nueva isla. Tan vacía como la suya. Más extraña todavía.
—¿Cómo se encuentra, Ani? —preguntó su gran y orondo acompañante.
—Bien, señor.
—En nada llegaremos. Tranquilícese.
Varias veces le había soltado esta frase; una que intentaba consolarle diciendo que no tenía de qué preocuparse. Como si no fuera a vivir con unos desconocidos en otro lugar de su maldito mundo. Como si no hubiese dejado tras de sí a un padre con la columna sajada con un hacha, una madre con la yugular seccionada, y un hermano comemocos de once años cocido a cuchilladas. Quince, le contaron.
Un coche de hora quejumbroso les paró al lado. Una guagua de hierro y madera. Ani pensó que andando llegarían antes a cualquier sitio, pero agarró la bolsa donde había aprisionado las pocas pertenencias que tenía y esperó a la cola de un conjunto de multivariados cristianos. Chiquillos varios abrazados a tirachinas e intercambiando boliches coloreados. Cuatro nerviosas mujeres cargadas con lecheras y ceretas colmadas de ropa. Por último, tres hombres tan sudorosos como borrachos que colgaron todo tipo de herramientas en el techo. Todos juntos y revueltos en aquel habitáculo cerrado.
Después de diez minutos, menos el cobrador, estaban todos sentados o medio sentados. El señor Pancho agarró sitio a su lado. Un buen hombre que había prometido a las autoridades hacerse cargo de esta miseria humana. Uno que le había ayudado cuando los ojos del mundo se posaron sobre su persona con la valiente sospecha de que estaban ante el asesino de su familia. Todo porque él quedó vivo. Todo porque ese día también estaba en la casa y no oyó nada. Todo porque en su cuerpo solo había unos pequeños cardenales. Nadie le rompió la columna con un hacha. Nadie le sajó el cuello agarrándolo por la espalda. Nadie corrió tras él, desgarrándolo con un cuchillo tras arrastrarle por los pelos para sacarle bajo la mesa que consideró un resguardo.
No vio ni escuchó nada. Durmió plácidamente como otra noche cualquiera. Y si ahora no estaba encerrado en una cárcel era porque a su habitación sin ventanas se le había echado el cerrojo por fuera. También porque alguien le habría clavado unas maderas. Simplemente por eso. Nada más y nada menos.
El traqueteo de la guagua lo sacó de sus pensamientos. Los sudorosos hombres borrachos se habían convertido en sudorosas bestias coloradas que lanzaban inútiles guiños a las mujeres nerviosas. Tan nerviosas, que los boliches de algún chiquillo salieron volando bajo los asientos después del pescuezón que se llevó más de uno por no estarse quieto. Uno de esos golpes forjó un amago de sonrisa en Ani. Su madre se los propinaba cuando se negaba a sacar las tripas al pescado que con tanto trabajo pescaban. También cuando le ponía la zancadilla a su hermano o le bajaba los pantalones dejándole con el culo al aire. Nunca más lo volvería a hacer porque ya no estaban.
La carretera era farragosa. Del color del gofio, rodeada de lava negra. De vez en cuando, solitarias casas blancas con ventanas y puertas verdes. Y viento. Tanto o más que la solajera. Y decían de su isla que estaba fallecida. ¿Y esto? ¿Qué era esto? Mar y cielo compartían color, y el resto, de un luto tan grande como en el más honorable de los entierros.
—Hola, guapa —uno de los colorados hombres parecía decido a iniciar el ataque— ¿Tiene pretendiente?
Por respuesta, un silencio con cara de asco. No solo de la desgraciada a la que iba el agasajo. De absolutamente todas las nerviosas mujeres, además de algún chiquillo que se sumó a la fiesta.
El conductor aceleró, pero la guagua siguió con su marcha usual y ordinaria. Como si a estas alturas no le vinieran con prisas. Y, poco a poco, los ánimos se apaciguaron. Entre el olor a sudor, a poca higiene y el tanto calor, Ani quedó en una especie de letargo. Uno que le hizo recordar las tardes de bulgaos y lapas a la orilla del mar. Cuchillo en mano, donde el oleaje de la bajamar lo empapaba hasta las nalgas, dando golpes secos para despegarlas de las piedras. ¿Podría volver a hacer eso alguna vez? ¿Agarrar un mango con filo metálico e incrustarlo en algo? ¿Evitar pensar que lo estaba asesinando?
—¿Cómo es posible que a usted nada le hicieran? —la misma pregunta una y otra vez. La que se hacía todo el mundo, pero, sobre todo, la que se hacía él— ¿Cómo quiere que creamos que no oyó nada? ¿Qué significan esos moretones?
Finalmente, un pobre diablo que no tenía donde caerse muerto. Ni para enclaustrarlo en una cárcel, acusándolo de todo, parecía servirles. Mejor largarlo fuera de la isla. Que venía un paisano de la de al lado y decía hacerse cargo de esa porquería, pues lléveselo usted, buen cristiano, y tenga cuidado con su familia, no vaya a ser que una noche de estas aparezcan rajados de arriba abajo.
—Ani, espabile. Ahí delante está Tinajo.
Se colocó bien en el asiento. Poco a poco se había ladeado hasta dejar la huella de la mitad de su rostro en el cristal. Un buen trecho perdido. Nada que se debiera recordar. El cobrador había dejado de rondar los asientos, e iba ahora colgado del exterior. Un cartel anunciador colgado de dos palos a la orilla de aquella tierra ocre llamó su atención. Le supo a premonición. O a cruel burla. “Fiestas Patronales El Cuchillo”, rezaba aquella raída sábana pintarrajeada. A saber cuándo habrían sido.
Más adelante, un cúmulo de casitas blancas se abría como herida en el paisaje. Casas que afloraban internándose en una sucesión de rocas quemadas, como si se dirigieran a la entrada de su morada eterna.
Don Pancho tiró de una cuerda que pasaba por el techo e hizo sonar la campanilla junto a la puerta delantera. La guagua paró en un lado de la carretera de tierra, levantando una polvareda grisácea.
—Vayan con Dios —oyó decir al conductor mientras reiniciaba el camino, rociándoles con otra tolvanera en la partida.
De improviso, no supo de donde había salido, un muchacho encorvado y corpulento empezó a correr junto a la guagua. Con un palo en la mano derecha, simulaba que con la mano izquierda le daba vueltas a una de las ruedas. Y cuando aceleró, empezó a perseguirla. Visto y no visto. Desapareció entre las curvas de aquel camino que se adentraba en lo que decía llamarse Timanfaya. Ani observó cómo se iba empequeñeciendo la guagua junto a la figura que corría tras ella. Con sus revoltosos niños, sus mujeres nerviosas y sus borrachos sudorosos. Todos juntos y revueltos dentro de un coche de hora que no hacía otra cosa que sacar de su sueño a aquel destierro. Tuvo la impresión de que iban directo a las brasas del algún volcán.
No quiso preguntar qué había sido eso.
Con el macuto al hombro, quedó medio embobado. A sus desconocidos acompañantes de trayecto, intuyó que nunca más los volvería a ver. Era fácil pensar que habrían ido a parar a un negro agujero. Que aquella cochambrosa guagua hacía viajes de ida y vuelta al infierno.
2
Y quedaron allí. Dos hombres varados en la esquina de ninguna parte, mirando un incendiado sol que, sobre sus cabezas, freía hasta los lagartos. Precisamente uno de estos le pisoteó los pies a Ani. Robusto, de un pardo oliváceo, con dos bandas claras a cada lado. Huía despavorido. No del sol. Ni siquiera de ellos. Se escabullía de un gran cernícalo que volaba sobre la cabeza de los tres, interesado por el único que llevaba su barriga a ras del suelo. Tras una roca negra y rugosa, un peñasco de lava, quedó a buen recaudo por la siguiente hora.
—¿Queda muy lejos su casa, señor Pancho?
—A nada.
Caminaron a buen paso durante un buen rato. Dejaron varias casas atrás. Cuadradas, sitiadas por muros blancos. La mayoría de estos, con cristales clavados en su cumbre. Restos de todo tipo de botellas y vidrios varios. Un frenesí de colores brillando al unísono. Cuando contaba la novena, ahora a la izquierda, se detuvieron. Como todas, con una puerta verde tocada con postigos verdes; una puerta ingente por donde cabrían los dos, uno sentado a hombros del otro. Dos sillas bien encajadas a cada lado y un perro de esos a los que se les llamaba mil leches, dormitando bajo una aulaga. Solo cuando ellos pararon, abrió los destemplados ojos para echarles un vistazo. Poco hubieron de interesarle. Bostezó y volvió a cerrarlos.
—Buenos días, don Pancho. Y la compaña.
—Buenos días, don Pepe.
Un hombre con un delantal sucio se asomó a las larguiluchas puertas abiertas. Aún deslumbrado por el sol, Ani pudo apreciar aquella tienda. Ultramarinos, decía el cartel que se blandía fuera. Dentro, estanterías grises levantadas desde el suelo hasta el techo. Encima de ellas, huevos, aceite, vinagre, velas, fósforos, jabones, hierbas y frutas de todos los colores. Con un cartón amarrado con rafia, dos orondos sacos que rezaban rollón y pienso. Si seguías leyendo, también te enterabas de que se vendía alfalfa.
—Póngame medio kilo de azúcar y un cacho de ese queso.
Pepito levantó el gran queso del color del azafrán intenso. Una raída etiqueta central tenía pintada la isla redonda; la que en las noches despejadas veía desde la que ya no era su casa; la que quedó allá en Jandía, tintada con la espesa sangre de quienes figuraban como su única familia. La Gran Canaria. Debajo, al lado de una cabra, se leía Valsequillo.
—Tome, pruebe un pizco y me dice —alargó Pepe la mano con una lámina de queso semiduro.
—Sí. Está bueno. Y unas aceitunas del país.
—¿Familia? —indagó el tendero mirando a Aniel de arriba abajo.
—Un sobrino —mintió—. Vivía en la isla seca. Sus padres han fallecido y me lo he traído para que no esté solo. Hoy en día, no te puedes fiar de nadie.
—Y que usted lo diga. ¿Se acuerda de aquel forastero que traía un carro lleno de ropa, zapatos y mantas? El del burro.
—Pues no.
—Sí, hombre. El finito que tocaba la flauta para que fueran a comprarle. Pos hace unos días lo encontraron. Bueno, primero encontraron al burro. Del hambre que llevaba, daba rebuznos como un loco. Lo dejó amarrado a una tunera.
—¿Y a dónde fue?
—A ningún lado. Tres piedras más allá lo hallaron con la cabeza machucada. Dicen que pa robarle.
—¿Se llevaron la ropa y dejaron al burro? ¿Ese no vale más cuartos?
—No se llevaron nada. Dejaron al burro con el carro cargado hasta los topes.
—Y entonces, ¿cómo me dice que para robarle?
—Eso mismito digo yo. Que pa robarle no fue.
—¿Y qué dice la guardia civil?
—Que pa robarle.
Ani los observó mientras seguían con una perorata que no los llevaba a ningún lado. Sobre el mostrador, la báscula blanca llamó su atención. Exactamente la misma que utilizaba su padre para pesar el pescado. Alineados a un lado, los diferentes pesos. Medio kilo, un kilo, dos kilos y cinco kilos. Entonces, le pareció que estaba junto a él. Con trozos de sal y escamas cayendo de sus guisadas manos. Siempre la misma imagen cuando llevaba largo rato arreglándolo.
De inmediato, los ojos hicieron el intento de encharcársele, pero logró mantenerlos a raya. A ellos y a las lágrimas. En los últimos tiempos, tantas le habían barrido el hocico, que no era menester lavarlo en lo que quedaba de año.
Volvió a prestar atención a los dos hombres. Habían perdido el interés por el vendedor de ropa, su carro y el burro. Ahora hablaban de mujeres. De lo que molestaban. Peor aún, de lo caprichosas que eran.
—Son las que mandan, amigo mío —zanjó Pepe—. En mi casa, hasta Cartucho… —señaló con desdén el lugar donde seguía dormitando el mil leches— tiene más vela en el entierro que yo. Pero ¿qué le voy a contar a usted? Si tiene la casa llena. No una, ni dos. Cuatro, nada más y nada menos. El muchacho… —miró a Aniel con cierto desconsuelo— podrá echarle una mano con toda esa jauría —tras un mísero segundo, chascó la lengua pensándolo mejor—. No, creo que no.
Salieron de nuevo al sol. En un cartucho de papel que nada tenía que ver con el perro, llevaban envueltos queso, aceitunas y gofio. En otro, tres tortas de millo y el medio kilo de azúcar. Pepe quedó sentado en una de las dos sillas junto a la entrada del ultramarino. Aún conservaba en la mano la pala de lata con la que había cogido el azúcar. Ahora se chupaba con devoción las yemas de varios de sus orondos dedos de tendero.
—¡Recuerdos a la parienta! —gritó provocando la intentona de levantamiento de las orejas del mentado Cartucho.
—¡Dados de antemano!
Junto con la tienda, quedaron los dos atrás. Perro y dueño. El tendero y el de las más velas en el entierro se convirtieron en un pintarrajo bordado en el hilo quemado que componía el mapa de Tinajo.
Diez minutos más tarde de camino, otra destemplada casa de una sola planta se levantaba en una de las orillas. A Ani le pareció que aquella carretera simulaba muy bien una dentadura torcida. Dientes y muelas salteados en una sonrisa duradera. Entonces, un movimiento fugaz le hizo enfocar la mirada. Un animal del color de una rata, pero con dos patas. A su lado, una niña de pelo gris. Negra o mulata. En cuclillas, jugaba con un palo haciendo monigotes en un suelo repleto con los rescoldos de una hoguera. Hasta que no estuvieron a unos pasos, no supo exactamente el color que tenía aquella criatura.
—¡Papá! —gritó lanzando el palo por los aires.
Blanca. Era una blanca niña colmada de cenizas. Y lo que en un principio le pareció pelo de rata, eran las plumas de una gallina. También blanca. O lo fue algún día.
—Vaya, qué guapa estás. Sucia, pero guapa.
Llena de legañas y flaca como un palo flaco. La lanzó al aire cogiéndola en pleno vuelo de regreso. Una polvareda de polvo gris que se desprendió de aquel alborotado cabello fue a posarse mansamente en el suelo.
—¿Quién es? —preguntó mirando con curiosidad a Ani.
—Un primo. Ani, te presento a la reina de la casa. Rosita.
—Ani es nombre de niña —lo miró con detenimiento, y de inmediato captó algo que obtuvo su beneplácito—. Tienes los ojos como el mar cuando le llueve encima. Es lo más bonito que he visto nunca.
Dicho esto, salió en volandas hacia la casa. Como si hubiese tirado la mayor de las piedras, dando de lleno en una ventana.
—Mira la condenada. Espabilada que salió. ¡Delante del padre de usted no se lanzan esos halagos a un hombre!
Siguieron sus pasos, pero no hubieron llegado a la puerta, un sombraje envuelto en un vestido negro se les atravesó bajo el verde marco. Lentamente se arremangó una manga, luego la otra y, finalmente, cruzó sobre el pecho ambos brazos. Tras ella, la halagadora chiquilla sucia y guapa.
—Mamá, es el primo Ani
—No es primo —sentenció con voz bronca y grave
—Papa dice…
—No es primo. ¿A qué viene?
—A quedarse, mujer
—¿Por qué? ¿Qué le pasa a la casa de sus padres? Aquí, con cuatro mujeres, no hay sitio.
Ani pudo captar cada uno de sus pensamientos. Con la mirada estaba gritando que allí solo servía de estorbo. Le pareció que cargaba con los ojos de un enorme insecto. Una hormiga furiosa debido a que, sin venir a cuento, le estaba creciendo el ejército. De todos modos, dio igual sus palabras. Quedaron pisadas por el suelo porque no se les prestó caso ni para ser contestadas. Pancho agarró a Ani por el brazo y lo haló hacia dentro. Hacia la morada donde no había sitio porque ya estaba llena con cuatro mujeres. Caminaron sobre un camino de lajas techado con una gran parra. A ambos lados, picón negro. En la esquina más lejana, una carrucha, un sacho y una pala. Herramientas que servían para partir una espalda, sajar cuellos y coser a cuchilladas. También para dejar el trabajo terminado y no abandonar los cuerpos dentro de una casa.
Tanto sol fuera, tanta penumbra dentro. Se adentraron en un cuarto que un día lejano alguien encaló de blanco. Por fin, Pancho soltó su brazo. Se dirigió con paso firme a una maltrecha mesa de madera flanqueada por seis sillas viejas. Agarró una, haciéndole señas a Ani para que se sentara. Hecho esto, desapareció por una abertura tapada con una cortina que hacía las veces de puerta. Todo olía a una mezcolanza de fuego y suelo sediento.
—¿Para qué es bueno usted?
Sin saber cómo, volvía a tener a la hormiga urraca detrás. También a la niña que le gustaban los ojos del color del mar cuando estaba gris.
—¿Sabe arar la tierra?
—No
—¿Ordeñar?
—No
—¿No sabe trabajar?
—Pescar.
—¿Para qué nos vale entonces? Pescar no nos sirve. No hay barcos aquí.
Pancho volvió con una botella de vino y dos pequeños vasos. Llenó ambos hasta el tope y se sentó frente a él. Los ojos le brillaban de emoción. Como si por fin tuviese ante sí al hijo macho que siempre anheló.
—Su cuarto es el del fondo. El del postigo. Juana se lo arreglará enseguida —señaló a la hormiga que se estaba retorciendo como una araña de las más negras que había.
—¿Y las niñas?
—Que se las apañen todas juntas.
3
Nada más que decir. Juana partió hecha un demonio hacia aquel cuarto. Maldiciendo por lo bajo y por lo alto. Daba igual. Donde hubiese un hombre que dispusiera lo que hacer, sobraba los reclamos de cualquier mujer. Por si fuera poco, uno que decía que sabía pescar, pero que no le tocaba ni pan ni pescado. El hijo de unos amigos del Pancho. Unos compadres que había conocido en uno de sus tantos viajes de ventas a la isla de abajo. La isla fea. Y no porque ella la hubiese visto. Allí nada se le perdía. Sino porque todo el que iba, volvía echando pestes. Un sol por sombrero y un terreguero. Para agarrar el barco e irse a un sitio que estaba más difunto que el que pisaba, se quedaba donde estaba. En la nada de su casa.
Para colmo, un huérfano de padre y madre. Algo le decía que esa gente había tenido más que un accidente. Según Pancho, se echaron a la mar y una ola se los llevó al fondo. Pero un malestar en la madre del estómago le decía que no. Que no fue eso lo que ocurrió. ¿Qué hacían una mujer y un enclenque de once años faenando en alta mar? Y ese que ahora ocuparía el cuarto de su hija mayor, ¿dónde quedó? Con esa pinta de mosca muerta que nunca había roto un plato, no se iba a ganar su favor. Más bien se barruntaba una fuente de problemas en cuanto las desbocadas muchachas le pusieran la vista encima. Los cataba al vuelo. A los endemoniados machos. A esos que, sin proponérselo siquiera, arruinaban la vida de mala manera, embelesando a toda una suerte de bobas enamoriscadas de su percha.
Pancho había traído al huérfano de unos desconocidos amigos de la isla de arena. Pero ella había visto un rato más allá de todo eso. Un diablo alto, de cabellos acaracolados del color de la paja, y ojos de gato. Hasta salteadas pecas. Un rostro que llamaba al vicio, a la inmoralidad y a la impudicia. Lo que acababa de llegar a su casa se glorificaba como fuente colmada de problemas. Y ¿a cuento de qué estaban cargando con él? ¿A cuento de qué, las hijas hechas a un lado por el recién llegado?
—Sé avispada, Juana. Sobrino, no es. Eso puedes jurarlo sobre la tumba de cualquier cristiano.
¿Y hermano? Hermano de sus hijas, sí que podría serlo. Tantos viajes. Tantas salidas. ¿Quién no le decía que en una de esas había encontrado a una fulana que le diera el macho que tanto quería? Luego se lo encasquetaron a un mentecato para que le diera apellido y lo criara.
—Cerdo hijo de tu puta madre —maldijo concluyendo que su intuición nunca le fallaba porque a perra, pocas eran las que le ganaban. A bruja desconfiada, nadie le llegaba—. Duda, porque en estos sitios negros la verdad se vende muy cara. Para sacar a flote la mierda hay que escarbar bajo el agua.
Aleluya Juana.
4
Las muchachas regresaron sobre las seis de la tarde. Dos cuerpos cubiertos de polvo que, según tocaron el agua, se convirtieran en luciérnagas albas. Quince y dieciocho años. Clemencia y Josefina. Ojos grandes y negros a juego con el cabello. Luego, rostros extremadamente blancos. Las tres hijas de Pancho, a diferentes alturas, guardaban cierto parecido entre ellas. Con la tranquilidad que daba la separación de un buen trecho, Ani las observó en la distancia. Cinco minutos antes de que llegaran, él había agarrado por una especie de camino de cabras que subía a trompicones hacia la montaña. Más que montaña, era un volcán bajo. De los pequeños. En su cima, pudo ver la caldera. Le pareció que por entre todo aquel picón se escapaba un humo amenazador. Después de unos minutos de férreo examen, concluyó que habían sido sus ojos los que le obsequiaron con tal disparate.
Hacia las ocho estaban reunidos todos ante una mesa a la que le faltaba una silla. Pancho había decidido que el cubo grande para la ropa sucia también hacía las veces de lugar para las posaderas. La agraciada, la Rosita. Ante la mueca de puro odio de Juana, la chiquilla acogió con agrado tremenda ocurrencia. Su sonrisa de lado a lado contrastaba con el rictus mudo de su madre. Sus finos labios habían terminado por desaparecer del plano estriado que formaba tanto su rostro como su existencia.
—Ahora que estamos todos reunidos, daremos gracias al Señor y pediremos la protección de los presentes. Para que nos guarde y nos guíe en nuestro camino. Para que hagamos el bien al prójimo sin esperar a cambio sus ofrendas. Para que el nuevo miembro de nuestra familia encuentre dentro de esta humilde casa lo que se le ha arrebatado fuera. Amén.
Se hizo el silencio.
Ani miró su plato. Papas sancochadas con aceite y vinagre, pejines y gofio amasado. Apenas tenía hambre. Se sentía un intruso observado por demasiados pares de ojos. Todos femeninos. La mayoría, insultándolo. Las hijas mayores de Pancho se lo estaban comiendo calentito y sin masticarlo. La mayor, Josefina, apenas era unos centímetros más alta que la que contaba con once años. La de quince, un poco más, y lo superaba. Clemencia se montaba sobre un largo tallo. Demasiada altura para una flor tan agraciada.
—Mañana le enseñaré la labranza —lo sacó Pancho de sus emborronados pensamientos.
—Como usted mande, señor.
—Es vuestro primo —zanjó sin venir a cuento, provocando que los labios de Juana emergieran teñidos de blanco tormento—. Pero a todos los efectos, hermano. ¿Quedó claro?
Sentenciado y ejecutado. Las negras miradas le resbalaron por la cara. La de Rosita, de inmediato regresó como polilla de la manzana hacia sus pestañas trigueñas, anhelando el intenso gris tras ellas. La de Clemencia corrió de un lado a otro de sus mejillas hasta saltar y enredarse con los caracoles de su cabello. La de Josefina bajó suavemente por la curva de su nariz y se detuvo en sus labios. La de Juana brincó, sin pausa y con mucha prisa, hasta el cuello. La yugular le pareció un buen lugar donde dar muerte al vuelo.
Así puso fin a su primera jornada en la herrumbrosa isla. En una noche en la que por su postigo se coló una brisa con aroma a mar. Un espejismo de la lejana Jandía. Entre la tierra seca y la quemada había más diferencias que semejanzas. Y entre estas últimas, una luna que aparentaba los restos de una uña roída; una que en ese momento estaría iluminando una solitaria casa abandonada con las paredes inflamadas de sangre oxidada. Una sangre que sí era la suya.
5
Hacia las seis de la mañana cantó un gallo. Aniel se imaginó a aquella gallina gris desgañitándose con toda el alma. Ninguna otra ave había visto en su corto paseo del día anterior, aunque también podía ser que aquellos empedrados cercados estuviesen llenos de bichos varios. Como, tarde o temprano, cada persona, animal o cosa adquiría el tono del entorno, váyase a saber si lo que se creía un pedrusco de lava, podría ser hombre, animal o planta. Y es que a diferencia de Jandía, allí no había gaviotas. O quizás, también estuviesen camufladas. Allá en Fuerteventura ladraban como perros y ninguna voz sobresalía sobre la de ellas. No cualquier perro, las gaviotas de Jandía eran perros presa envalentonados. Amanecían con los picos vueltos al mar, esperando ver flotar el sol. Cuando las largas sombras nocturnas eran vencidas, rebuscaban en los charcos, removiendo arena, agua y algas. Siempre al alba. Siempre a la espera. En el momento en que algún bote zarpaba, allí iban prestas ellas. Chillando, maullando y ladrando tras las estelas de la espuma salada; tras las tripas procedentes de la pesca. Solo hacía falta otear océano adentro para saber dónde desaparecían las anclas. Una marabunta de plumas blancas se blandía como nubes de vapor sobre cada barco.
El cuarto que le tocó en gracia era amplio, con el techo lejano. Una cama de madera donde los pies se le escapaban. Una mesilla de noche con tres cajones, dos de ellos, imposibles de abrir. El tercero se le había resistido, pero tras varios tirones cedió con un golpe seco. Al igual que los otros, dedujo que mucho tiempo hacía que no se había abierto. Un perenquén de un rosado transparente lo miró muy quieto. Sin sustos ni melindres. Ani resolvió cerrar de nuevo aquella guarida con su habitante dentro. Entonces, se acordó de Josefina. De sus diminutas manos intentando abrir aquellos cajones destartalados; de que en ese momento tendría que estar odiándole. ¿Más aún que Juana? Finalmente, era el causante de que la hubiesen expulsado al otro cuarto. Los cambios siempre jodían. Aunque fueran para mejor, al principio te viraban la vida del revés como el calcetín que te quitabas de un pie. Si resultaba que llevabas mucho tiempo con él, se te quedaba trabado de las uñas y de la piel, negándose a salir, aunque fuera le esperara el descanso de dejar de ser pisoteado. No digamos, si el cambio era para mal. Entonces, dejabas de verte como el dueño de tu destino. ¿Sería así como se sentirían muchas mujeres de este mundo? ¿Se sentiría así Josefina?
—Hoy visitaremos a algunos amigos. Quiero que todos le conozcan, muchacho.
—¿No iba usted a enseñarle las labores del oficio?
Juana le dedicó la más fiera de las muecas de asco. Escupir a sus pies, era lo que le dio la impresión de que iba a hacer. En un rincón, Josefina y Clemencia amasaban pan. Ambas lo miraron de reojo. Con media sonrisa de complicidad, la menor y más alta. Con un inusitado rubor en las mejillas y unos ojos brillosos como el carbón, la mayor y más baja.
—Tiempo ha para eso
Abandonaron la casa. Aún andaban por el patio con su techo de parra, cuando los aullidos de Juana llegaron hasta ellos. Para Pancho, ladridos de un perro al que estaba más que acostumbrado. Sin embargo, a Ani le pareció como si viniesen de la torre más alta de la atalaya. Una que, daba igual la hora del día, se envolvía en la negrura de las ánimas. Un embudo por el que se escapaban sus pensamientos. De improviso pensó que debió ser ella la que hubo de estar en su casa aquella noche. Quien quiera que acabara con los suyos, debió de proveerse de su compaña. Si se hubiera dado así, las cosas habrían tomado otro camino. Ahora no estaría usurpando una casa que no le quería. Con un cuarto que no le pertenecía. Ahora estaría en Jandía. En el mundo del cementerio mirando por las rendijas de la carcomida madera de su ataúd. Sin embargo, la vida… La maldita vida no agarraba para el lado que todos pensaban que tomaría. Tanto tiempo mirando para la isla redonda, la que casi podías tocar en los días sin brumas, la que tenía su centro colmado de altos tallos terminados en espesas ramas, y ¿a dónde fue a parar?
En ocasiones, su padre le llamaba el niño del mar. Varios eran los motivos. El primero de ellos, porque a diferencia de toda su familia, nació con un gris tormentoso pintado en los ojos. El segundo, porque aprendió a nadar antes que a caminar. El tercero, porque en los amaneceres gustaba de observar el progresivo cambio del color del horizonte marino. De su azul sombrío a su celeste tibio. Ahora, donde antes había océano se había alzado un muro, y el niño del mar había mutado al niño de las cenizas. Finalmente, también compartían el gris de la desdicha.
La tienda de Pepito era algo más que una tienda. Si el día anterior no había caído en la cuenta, en el de hoy se había dado de bruces en la misma puerta. Ni la cortina de colorines confeccionada con tapones de plástico para espantar las moscas había visto. Y es que allí se bebía, se jugaba, se repartían cartas y paquetes varios, se trapicheaba y se vendía comestibles para cualquier cristiano. También servía de punto de reunión para contarse los dimes y diretes, chismes tan suculentos como escabrosos, y los secretos inconfesables, que no eran pocos. Sin embargo, para tremenda reunión tan de mañana, la cosa debía ser más que jugosa.
—¿Qué pasa aquí? ¿Tocó la lotería?
Hasta Cartucho brincó. Los presentes se giraron con los ojos como platos. Como si hubiesen sido descubiertos con el mapa de los túneles de acceso a un banco.
—¡Puñetas! Solo es mi sobrino. Ani, preséntese.
—Buenos días. Mi nombre es…
—¿Ani no es nombre de mujer? —preguntó un hombre que apenas llegaba al metro de altura. Sus pies colgaban hacia la mitad de la silla donde estaba sentado. En una mano, un gran imperdible. En la otra, un puñado de caracoles sancochados.
Pancho hizo las presentaciones hasta de quien ya conocía. Pepe, el dueño de la tienda, venta, bar, paquetería, droguería y un largo etcétera. Juanjo, el Enano de las buenas hambres. Manolito el Loco, que se encargaba del reparto de los huevos del día. Casimiro el Arribapueblos, que no tenía oficio conocido salvo echar unas horas en los viñedos de Tintacalamar. Por último, Luciano el Huevofrito, que tenía unos diez cochinos.
—Mi sobrino de la isla de abajo. A ver qué pasa aquí. Una reunión tan de amanecida no me cuadra —agarró Pancho un taburete y se sentó a la mesa de lo que consideraba su cuadrilla.
Pepito hizo una seña a Ani para que hiciera lo mismo sobre uno de los sacos para la comida de los animales. Eligió el del rollón porque era el que estaba más alto.
—¿Recuerda que ayer le dije lo del finito del burro que vendía trapos?—esperó el asentimiento de Pancho—. Que dice aquí el Arribapueblos que le llamaban el Lebrancho. Pos bien, al Lebrancho le quitaron la parte de abajo.
—¿Los calzones?
—Los calzones, los calzoncillos y lo que le quedaba.
—¿Qué le quedaba?
—La polla, coño
Pancho dio un respingo a la vez que el resto de los presentes hizo el gesto de encogerse. Como si esa conversación no llevara más de una hora macerándose en sus lenguas. Ani pudo ver que todos trincaban sus piernas. Sobre el rollón, hasta a él le llegó el acto reflejo.
—¿Se la cortaron?
—Se la cortaron y luego la quemaron. Anoche llegó el Cartucho con ella entre los dientes y me la tiró ahí fuera. Me creí que era un dedo. Milagro no se la comió. Porque estaba chamuscada, digo yo.
Aquello iba de reflejo en reflejo. Absolutamente todos miraban ahora hacia el perro con una combinación de repulsión y regaño. Como si antes no lo hubiesen hecho. Cartucho fue el único que miró a otro lado.
—¡Qué asco! Maldito chucho. No sirve sino para traer pulgas y garrapatas.
—¡Y pollas asadas! —gritó Juanjo el Enano.
Todos echaron una carcajada. Pero era una de esas nerviosas que servían para disimular la verdadera cara que se les quedaba.
—Llamé a los guardias y se la llevaron. A ver si siguen diciendo que fue para robarle. Esto huele mal, paisanos.
—Sinvergüenzas hay en todos lados —intervino el Huevofrito—. Pero no está de más andar con ojo. Por Playa Blanca ha habido varias desapariciones. Me enteré de dos forasteros. Dos amigos que estaban recorriendo la isla con sus macutos. La última vez que los vieron andaban por allá. Ahora están los familiares cabreando hasta a los lagartos de tanta piedra que están levantando.
—Vete tú a saber. A lo mejor se enrolaron en algún barco y se largaron para las Américas. Estos vienen aquí y se hartan a beber. A veces pagan y otras no pagan. Luego se llevan más de una sacudida. Terminan esfumándose, partidos de risa, para hacer lo mismo en otra tierra. Mejor no meterse en esos embrollos.
—El problema es que dejaron todo atrás. Los sacos y las mantas que cargaban. La ropa también.
—¿En Playa Blanca?
—Por Yaiza, que nos queda más cerca.
Todos callaron. El Enano dio un salto de la silla al suelo. Se tiró mano a la camisa y sacó una caja de pitillos tan podrida como sus uñas.
—¿Alguien me da fuego? —Pepe le acercó la palmatoria con la vela, dio dos chupadas rápidas hasta que prendió—. Voy a echarme un par —desapareció por entre la cortina multicolores de la puerta seguido de un apesadumbrado Cartucho.
Luciano se tocó el mentón, gesto inequívoco de que le daba vueltas a algo. Cada vez que una pizca de sangre le llegaba al cerebro, engruñaba su encorvada nariz y se manoseaba algún lado de la cara. Esto sucedía entre la tercera y sexta copa de vino. A partir de ahí, nada.
—Yo me enteré de uno por la zona de Mozaga y otro por la montaña de Guenia. Donde el cementerio.
—¿Los encontraron?
—No. Puede que no tengan que ver unos con otros, pero mejor andar con los ojos pegados a la espalda.
Todos miraron hacia la puerta. La cortina que pendía de ella estaba tiesa, y apenas se veía más allá de ella. Una cortina multiuso que servía para que no entraran los moscones. Tampoco las moscas verdes. Pero las moscas chicas, las más molestosas, se colaban. También había que decir que, tras la octava copa de vino, ni se notaban. Además, cumplía con otra gran función. Cuando estaban echadas, las mujeres tampoco eran bienvenidas. Ni el sol del mediodía. Así que, en escrupuloso orden carente de importancia, ni moscones, ni moscas verdes, ni sol ni mujeres. Éstas figuraban como las últimas. Las primeras que tenían que quedarse tras la cortina.
Cuando Ani volvió a salir a la carretera, la luz del mediodía le cayó a saco sobre los hombros. Todo el suelo a su alrededor era un espejismo de agua que no existía. Hacia el norte vio parar la misma guagua que el día anterior les dejó en descomunal erial. Arrancó, pero no supo si por la distancia o por la solajera, nadie se bajó de ella. Solo quedaron los restos del polvo levantado por el vehículo al volver a arrancar. Se perdió entre los cúmulos de lava que antecedían a Timanfaya.
De vuelta a la casa no comentaron nada de lo que en la tienda se había hablado. Aniel quiso saber algo más, pero de inmediato opinó que mejor no preguntar por muertes, ni cortes, ni cuerpos abandonados a su suerte.
De nuevo a la sombra del patio emparrado, dormitando sentada en una banqueta, se encontraron a una Juana que seguía rezongando.
6
Josefina no había parado de pensarlo en todo el día. Le había quitado su cuarto, la silla de Rosita, la endeble tranquilidad de Clemencia, y la inexistente paz de la madre de todas ellas. Sin embargo, la mirada le escocía.
Según su madre, un perro del infierno. Como todos los hombres, pero peor porque este se metía por los ojos como los granos de arena levantados con el viento. Siempre le habían enseñado a tener cuidado con los machos. En palabras de todas las santas señoras, iban a lo que iban. A meterla y sacudírsela con un “si la he visto, no me acuerdo”. A hacer una barriga y esfumarse.
—Solo buscan encamarse, Josefina. Piensan con lo que tienen entre las patas, comen con lo que tienen entre las patas y sueñan con lo que tienen entre las patas. Para lo menos que les sirve es para mear.
Siempre las mismas frases. Unas que empezó a oír de forma intermitente cuando, entre dolores persistentes, manchó sus bragas blancas, convirtiéndose en toda una señorita.
—Padre no es así.
—Si su padre es un hombre, entonces es así.
—En este mundo también habrá hombres buenos.
—Ninguno, majadera. Mentecata que es.
Daba igual lo que dijera. Su madre era una buena persona, pero muy cerrada de entendederas. Aniel tenía cara de ángel, cabello de ángel, nombre de ángel y los ojos de un Dios. La piel del color de la miel, y unos labios que no se sabía si eran de hombre o de mujer. Carnosos. Tan hermoso, que no pegaba en este lugar. Parecía un hijo de la arena que asfixiaba la isla seca. Nunca en su vida había visto a nadie igual.
¿Se podían casar los primos?
—Sé lo que piensas —indicó una Clemencia que babeaba desde hacía unas cuantas horas. Exactamente, desde que volvían a compartir cuarto como cuando eran unas crías—. Pero es mucho hombre para ti. ¿Acaso no te has visto? No tienes altura. No tienes porte. Por no tener, no tienes ni tetas, ni caderas, ni cintura ni culo. No eres más que una enana huesuda.
Clemencia nunca se callaba lo que pensaba. Palabra que le venía al juicio, rapidito la soltaba. Todo el rato soñaba con hombres. Hombres morenos, hombres rubios, hombres altos y hombres bajos. Tal daba, con tal de que fueran machos. Josefina opinaba que todos los intentos de Juana para que sus hijas se cuidaran de esos monstruos del infierno y su cosa entre las patas habían logrado el efecto contrario en su retoño mediano. Era lo único en que pensaba. Sábados y domingos, siempre andaba al acecho. Esos eran los días en que marineros de Arrecife y Playa Blanca estaban de vuelta de las embarcaciones. Machos de mar con sus pieles morenas; machos salvajes y fuertes que llegaban cuchicheando sobre la ubicación de los buenos puestos de pesca; de cómo marcaban los sitios, guardando el secreto con desconfianza. Y Clemencia los esperaba. A todos aquellos hombres que hablaban de cañas, artes, aparejos, liñas, chinchorros, palangres y trasmallos. Pescado y marisco fresco. Aún no se había atrevido al dar el paso de cruzárseles delante, pero tiempo al tiempo. Tardando estaba. Todavía se conformaba con acecharlos para luego pasarse la semana gimiendo entre las sábanas. Cualquier cosa ovalada, dura y larga, le bastaba. Si la madre supiera de sus andanzas, las cuentas del rosario terminarían una a una dentro de sus bragas.
Y ahora tenía a uno de aquellos machos a su alcance, viviendo bajo el mismo techo y respirando el mismo aire. Uno que apenas pronunciaba palabra, pero a Clemencia, igual le daba. Josefina sabía lo que estaba esperando. Una de las salidas a Fuerteventura del padre. Lo peor, que ella deseaba exactamente lo mismo. Idéntica tentación, idéntico fuego e idénticas ganas de ver cómo pensaba, soñaba y comía lo que tenía entre las patas.
7
Lanzarote era una isla, una de siete, bordada por una tierra hostil. Formando parte de ese paisaje, hacia el noreste, donde el pueblo de Guatiza, se elevaba la montaña de Guenia. En épocas muy pasadas, con la otrora Santa Margarita y su ermita en las faldas. La leyenda decía que la construcción de esta se debía al interés y la providencia de una anciana de Uga. Religiosa y sumamente piadosa, en ofrenda por haberle cumplido un pedido, juró a la Virgen el levantamiento de una ermita. Presta, se puso en camino, camello en ristre. Se dijo que donde el animal parase, levantaría su preciado santuario. Cuando el camello, consumido, ya no pudo dar ni un paso, ahí mismito fue el lugar. La montaña de Guenia resultó la agraciada.
Por esos lares, por Guatiza, había desaparecido Marcial el Palo. Un Marcial al que le gustaba pasear por aquellas llanuras, admirar las vegas y contemplar el mar. Gran devoto de su muy blanca iglesia, de poner trampas para pájaros y de dar largas caminatas. A ningún lado, porque de lo que se trataba era de andar. Sin otro espíritu que lo acompañara, salvo un buen palo de hierro. Eso era así desde que en su maldito camino se cruzó un perro. El Animal, nombre con el quedaría en la buena memoria suya, no era un perro enorme. Más grandes los había visto revolotearle al lado, con las orejas gachas y el rabo entre las patas. Pero sí era un perro loco. Loco por la soledad o loco por el hambre. O ambas a la vez. Lo cierto es que se creía el dueño y señor de la llanura, y por eso no ladraba. No labraba a los lagartos, ni a los pájaros ni a los gatos. No ladraba a otros perros. Y, por supuesto, no ladraba a los humanos. Él solo acechaba a quien no era su amigo. Es decir, lagartos, pájaros, gatos y humanos. Y luego, si la cosa no se torcía, los apretaba entre sus dientes hasta que nada en aquellos cuerpos tuviera vida.
Si la cosa no se torcía…
La cosa se torció un buen día. El mismo en que Marcial el Palo puso rumbo hacia la blanca iglesia; una iglesia que, al igual que la ermita de tiempos inmemorables, estaba adherida a una leyenda. Esta decía que, tras años de inclemente sequía, un pastor halló en la playa la imagen de un Cristo. La llevó al pueblo y la sequía terminó. Las prósperas cosechas se convirtieron en milagro y la iglesia se levantó como regalo.
El Cristo de las Aguas.
A este mismo rogó por su vida Marcial ante la imagen de aquel perro. El Animal. El que no era de hacer amistades con forasteros. Al que todo más allá de sus pulgas y garrapatas, contaba como tal. Uno que no vio el palo de hierro en las manos de Marcial el Palo. Probablemente, porque el óxido con que se adornaba era el ropaje de la mitad de la isla tiznada. El que se llevó entre la frente, partiendo en dos mitades exactas su cerebro de perro; el que de golpe entendió por qué los humanos decían ser los dueños, y los perros eran eso mismo: perros.
Después de ese día, Marcial y su palo eran inseparables. Sin padre, ni madre, ni hermano, ni mujer ni hijo. Ni, por supuesto, perro que le ladrase. Protegido por el Cristo de las Aguas que le había hecho el milagro. Solo que milagros, como todas las cosas en esta perra vida, los justos y gracias. El día que Marcial decidió que sería estupendo dar un volteo por la zona del cementerio, dícese que para contemplar las ruinas de lo que un día fueron viviendas blanquitas por el recubrimiento de la cal, fue el mismo que Santa Margarita y el Cristo de las Aguas pusieron sus ojos en otro lugar.
Nunca más se supo de Marcial. El palo de hierro apareció junto a uno de tantos aljibes dejadas de la mano de Dios. Como una profanación bajo su hermoso arco encalado. Y, al final del camino, el cementerio con su capilla dentro. No la original, pero sí la construida con algo del mismo material. La hermosa ermita de Santa Margarita en el interior del cementerio de Guatiza.
8
A Aniel le quedó claro que allí iba a tener que aprender de todo. De la mano de Pancho y Josefina, recorrió aquellas áridas tierras. Y es que la isla estaba muy limitada por su espacio. Aunque, como en Fuerteventura, el relieve era manso, estaba demasiado maltratado por las erupciones. También por el aislamiento y la tremenda aridez. Los tres a la vez arrojaban un territorio tosco. Raro donde los hubiera. Y por más raro aún que fuera, en aquel lugar se dedicaban a la agricultura y a la ganadería. También a la artesanía. Sin ir más lejos, donde la casa había quedado la siempre furiosa Juana y una, de repente, rabiosa Clemencia. La primera tejía una roseta con hilo violeta. La segunda acababa de terminar una cereta de palmito, y ahora se disponía a confeccionar un sombrero.
—Hay que abrirle las hojas y ponerlo a secar al sol —explicó Pancho mientras Ani no daba crédito a la rapidez de aquellos dedos—. A la intemperie. Eso sí, no puedes olvidarte de recogerlas por la noche. Ya sabes, por la relentá. Por la mañanita se vuelven a sacar; luego se deshojan y después se hacen las tiras. Para los sombreros, flacas. Para las ceretas, más gordas. Para terminar, las adornamos con cintas. Otro día le enseño cómo trabajamos la cerámica.
Efectivamente, toda una labor obrera que Pancho se encargaba de vender en Lanzarote y Fuerteventura. Suponía Aniel que recogía los encargos de muchos artesanos y los vendía, llevándose unos buenos cuartos.
Ahora estaban donde las vides. Interminables hoyos cavados en la tierra azabache tal fueran volcanes vueltos del revés. Todos rodeados de muretes de pedruscos volcánicos que no alcanzaban el metro de altura. Un paisaje repleto de medias lunas. Y para no perder la costumbre, negras.
—¿Para qué le echan picón?
—¿Josefina? —Pancho cedía, con la pregunta, el listón a su hija
—Picón o lapilli —matizó—. Mantiene la humedad y la filtra hacia abajo. Luego, por el día, impide que se evapore con el sol. El sereno y los Alisios… —levantó las manos en clara referencia al viento canario— hacen el resto.
Pero allí no solo había uvas. También batata, papas, cochinilla, legumbres y cereales. También rebaños. Cabras y ovejas. Sin ir más lejos, Pancho disponía de un corral con varias cabezas de las primeras. Todos con sus nombres. Hasta los baifos recién paridos tenían el suyo.
—A veces salimos donde los manchurrones de hierba. Pero eso es cuando hay lluvia. Se vende la carne y la leche, y se hace suero, mantequilla y queso.
—Y lo principal —intervino Pancho—. Como ya sabrá, por la cuenta que os trae a los de Fuerteventura, aquí el mayor respeto lo tiene el agua— le mostró una aljibe parecida a la que se alzaba en el patio de la vivienda. Con su brocal, su coladera y su rebosadero. Junto a su boca se levantaba un abrevadero confeccionado en piedra labrada—. Y eso es todo. Por hoy, más que suficiente. Mañana lo quiero ayudando a la Josefina en lo que haga falta. Ella le enseña, porque aquí nadie nace sabido. ¿Estamos claros?
—Sí, señor Pancho.
—Y otra cosita. Josefina… —señaló con la cabeza a una de las cabras—, vaya y échele una ordeñada a la Pura. Está barriendo el suelo con la ubre.
Acatando la orden, Josefina marchó. A Ani le pareció que solo se trataba de una forma de quitarse de delante a su hija. Como si lo que ahora fuera a referirle, no debiera ser escuchado por nadie. Efectivamente, Pancho se sacó una navaja del bolsillo y la abrió a unos centímetros de su pecho. Aniel retrocedió sin saber muy bien qué es lo que iba a hacer. Después de lo sucedido a su familia, no soportaba los filos plateados ni las cosas en tonos rojizos. Hasta sus ojos, del color del frío acero, le daban grima.
—No se asuste. Esta es para usted.
—¿Por qué? No la quiero.
—No le estoy preguntado si la quiere o no la quiere. Le sirve para la faena. También para defenderse.
—¿De quién?
—No sea inocente, hombre. Parece mentira que no haya escarmentado. ¿Qué le hicieron a los suyos? ¿Acaso no estaba usted pendiente de lo que se habló ayer en la tienda del Pepe? ¿No se le puso la carne de gallina? Hay que tener el valor para defenderse. En la arena negra, también se esconde la gente.
—Al hombre que encontraron muerto, ¿por qué le decían el Fino? —de todas las preguntas que quería hacer, no supo por qué razón tuvo que formular precisamente esa.
—Fino —soltó con desdén como si sobrara la explicación —. Maricón, alma de Dios.
—Ah, eso.
—Sí, eso. Que tenga uno la suerte de traer un macho al mundo, y los ángeles del cielo te encajen un marica. Bueno, a lo que aquí nos trae, da igual. Ándese con cuidado y no se fie ni de su sombra. Aunque lo conozca de vista. Nadie con el juicio completo va por ahí cortando trofeos. Y el que lo ha hecho una vez, diez más lo vuelve a hacer. ¿Estamos?
Pancho esperó el asentimiento para, acto seguido, tirarle la navaja cerrada. A continuación, se colocó, como el que la tarea pendiente estaba hecha, la camisa bajo el cinto del pantalón.
—Sí, señor.
Murió la conversación. En un rincón del corral, Josefina apretaba las ubres de una regocijada Pura. Comía un puñado de alfalfa con hoja de papel incluida. A lo lejos se oían carcajadas tras una guitarra desafinada. La intentaban puntear como un timple. Seguramente, algún mozo ensayando para prendar a las mujeres y luego encelarlas. Para algunos, las faldas llamaban a la desgracia. Eso pensó Ani cuando la mirada de Josefina le vino de vuelta con una grácil sonrisa. Una tan tentadora, que empezó a notar la sangre escaldarle en las venas.
Pasó un cernícalo sobre ellos. Probablemente, buscando ratones, gusanos o lagartos. Las afiladas alas y la cola larga extendidas de par en par bajo el cielo. Por unos segundos, tal cual estuviera flotando, se mantuvo sobre Pancho. Un vuelo estacionario que el hombre miró con coraje. Con la premonición de que aquella ave daba mal agüero. Entonces, como si alguien lo hubiese herido, realizó una especie de vocalización de alarma con tres qui-qui-qui seguidos y desapareció.
Cuando Ani volvió a mirar a Josefina, aparentaba una hermosa candela. La cara colorada. Y le pareció la mujer más bonita que había visto en su vida. La de cabello más negro y tez más nívea. Hasta sus hermanas, que hasta ahora le resultaban muy parecidas, cedieron el paso a tremenda belleza. Fue tan de repente, tan de improviso, que sintió que aquel cernícalo no buscaba ratón, gusano o lagarto. Andaba tras su cabeza para metérsele dentro, con su vuelo tan mudo como quieto.
9
Papas arrugadas, queso majorero, mojo verde de cilantro y mojo rojo con pimentón. Sin olvidar el gofio. El mejor vino para acompañar a un buen caldo de pescado o una fritura de carne de baifo. Tampoco podía faltar el sancocho surtido de batata, papas y cherne cubierto en sal. A veces, tollos o carne de cabra. Otras, jareas y una buena pella con cebolla y aceitunas amargas. Como última, algún postre seco. Podían ser los bollos de anís o tortillas de leche y huevos espolvoreadas con azúcar.
Así se celebraban los momentos especiales en Jandía. Suponía Ani que en cualquier casa donde los cuartos no sobraran. De esas comidas en familia, apenas recordaba gran cosa. Momentos sueltos donde se hablaba de la jornada de pesca del día, de los barcos, del cabrón pescado que comía o que no comía, de bajíos y corrientes, de nasas y curriquias. En contraste, en Tinajo se hablaba de cualquier cosa, menos de lo que estaba acostumbrado a hablar. Por aquel entonces, aquellos momentos no le resultaban divertidos. “Un engorro”, más de una vez había dicho. A la memoria le vino el día en que preguntó a su padre por los parecidos. La callada por respuesta fue lo que obtuvo. Nada fuera de lo corriente. Era la que se llevaba cuando la conversación no iba por los derroteros del mar.
¿A quién se parecía él?
Y es que no solo eran los escandalosos ojos. También el cabello, el color de la piel, las pecas y la altura. Su madre, Isabel Bethencourt, era una mujer baja, de pelo oscuro, ojos pequeños, nariz aguileña y flaca como los pinchos flacos. Menuda, era la palabra exacta. En cuanto a su padre, Jerónimo Enfedaque, le sobraban todas las carnes que a Isabel Bethencourt le faltaban. Eso sí, en altura estaban igualados. Y Enrique, el hermano menor, había salido una revoltura de ellos dos.
—¿A quién diantres se parece este chiquillo? —había oído preguntar con gesto destemplado a más de una comadre.
—Se da un aire a mi abuelo por parte de padre —contestaba Isabel Bethencourt.
—Don Genaro Bethencourt. Dios lo tenga en su Gloria —asentían como si un amago de brisa les trajera la reminiscencia de aquel hombre.
Afortunadamente para Isabel, las más viejas aún lo recordaban. Un marinero que hacía la ruta entre las islas, Portugal, y la costa norte de África. Gracias a eso, sospechaba Ani, no había sido remolcada por el fango.
10
Al día siguiente, don Pancho viajó con una carreta repleta de sombreros, ceretas, manteles, colchas de ganchillo, porrones y vasijas. Cada vez que juntaba algo de material, tiraba de acá para allá repartiendo y cobrando. Esta vez, el cargamento iba para la capital de Lanzarote, la próspera Arrecife. Un encargo apalabrado desde hacía tiempo. Aprovecharía el viaje para visitar a los distintos compradores y concertar nuevos tratos. También para cazar más clientes. Según sus propias palabras, la capital crecía que daba gusto y, como esto siguiera así, no iban a ser necesarios los intermitentes viajes a Fuerteventura. Harto estaba ya de tanto barco.
Aniel quedó a las órdenes de las cuatro mujeres de aquella casa. A su manera, todas mandaban y todas tenían su buena mala uva. Sobre todo doña Juana. Allá quedó muy de mañana refunfuñando por lo bajo. Por lo poco que le oyó decir, entendió que don Pancho ya no tendría a su puta de Fuerteventura, y ahora iría a visitar a cualquier fresca en Arrecife. Algún pendón al que soltarle los cuartos con tal de que le abriera el coño y la boca. A esas perras hediondas, ambos les servían para lo mismo. Para meter la polla.
Jamás en su vida había oído a alguien tan mal hablado. Una mujer, ni por asomo. Se preguntaba Ani cómo era posible que se hubiese dejado hacer tres hijas. Es que no podía ni imaginárselo. En esas andaba cuando la susodicha puso los ojos sobre él, como si el aire le hubiese soplado sus pensamientos. Entonces, lo apuntó con uno de sus uñas de cuervo y, con tres palabras, le largó lo que empezó a rumiar nada más conocerle.
—Usted es malo.
Y allí la dejó despotricando, ahora por lo alto, después de que Rosita se fuera para la escuela. Ellos también marcharon donde las plantaciones de uvas. Se vio caminando acompañado de dos mujeres que no hablaban ni con él ni entre ellas. Midiéndose de reojo, como si libraran una trifulca en el más incómodo de los silencios. Atrás dejaron varias casas escondidas tras sus murallas de lava. Por si fuera poco la que alfombraba el suelo, paredes verticales se cubrían con ellas. Negro abajo y negro a los lados. El día que hubiese tormenta, negro el cielo. Por grandes tramos, Lanzarote daba la impresión de ser un lugar donde los cadáveres llevarían los ataúdes a su propio entierro.
Malpaíses. De ahí sacaban la lava. Y es que hasta el nombre te soplaba lo que te ibas a encontrar. Tal daba. Ya se había percatado de que entre más mal se hablaba de un sitio, más ganas de verlo daba a los que no estaban.
A mitad del trayecto, sin decir ni mu, las hermanas se desviaron hacia un tronco reseco que decía ser la base de una palmera. El quedó plantado en mitad de aquella nada, sin saber si seguirlas o continuar el camino. Optó por lo segundo, pero la curiosidad fue un paso más allá de su cordura, y volvió la vista atrás para ver qué es lo que hacían. Allí, junto a un tronco que en cualquier otro lugar de las islas habría mostrado un precioso castaño, discutían. Se señalaban la una a la otra como mismo había hecho doña Juana para escupirle a la cara sus pensamientos.
A la legua, supo quién mandaba, quién ganaba y quién disponía.
Josefina.
Él siguió caminando. Sin saber por qué, empezó a silbar por lo bajo. Desde lo sucedido en Jandía, nunca más osó dar otro silbo. Menos, entonando una melodía. Y mientras Josefina apuraba el paso para volver a alcanzarle, completó la sonata entera. Luego se mojó los labios, se quitó un pizco de tizne de uno de sus dedos y se alisó varias ondas de su cabello. Frente a ellos, la franja de terreno negro era el doble que el azul del cielo. Atrás quedó Clemencia. Daba la impresión de haberse puesto enferma. Durante unos segundos, permaneció a la vera de aquel tronco tan bonito como la peor noche de truenos. Luego agarró el camino de nuevo. Con los brazos agarrotados y los puños apretados. Hosca, echando pestes por fuera y cargando insultos por dentro, se desahogó con un mendrugo de lava. Una geoda. Le dio tal patada, que quedó incrustada en la primera tunera que se le cruzó en su vuelo hacia las estrellas. Bajo una de sus flores, se vistió como hermosa amatista.
11
Plácida tenía tres hijos. Tres machos. Todos de un mismo padre que ninguno había conocido. Y es que con treinta años, ya creía que se iba a quedar para vestir santos. Un día, uno de esos marineros de ida y vuelta la engatusó con mil halagos. Ella quería un hombre, y él quería un catre con dos pechos esperando para cuando arribara al puerto. Enseguida se quedó preñada. Una boda rápida para tapar la falta cometida, y cien gritos de su difunta madre llamándola fulana, petate y penca. Que se alegrara de que no tenía padre, porque ni no…
Parió un niño bobo. Antonio, le pusieron. Desde un principio se le notaba el retraso. Que no era normal y que en su cabeza algo fallaba. Cuando Antonio contaba con diez meses, nacieron sus dos hermanos. Entonces, el marinero salió corriendo. Por si acaso. No era lo mismo tener un hijo bobo a levantar tres dedos.
Y allí quedó. Tanto que buscó tener un hombre, y le encajaron tres. Ahora contaban con diecinueve y dieciocho años. Al pobre Antonio lo llamaban Nono el Bobo. Nunca aprendió a leer ni escribir. Tampoco a hablar. Ni pío lograba decir. Solo balbuceaba y se reía, balanceándose de un lado a otro o hacia delante y detrás. Pero algo si sabía hacer bien. Agarrar su inseparable palito de madera y correr detrás de las ruedas de todo carro, camión, guagua, moto o coche que se preciara. Los perseguía haciendo como si él fuera el que daba impulso a aquellas ruedas. Así, hasta que el carro, camión, guagua, moto o coche se perdían en la carretera. Un loco de remate.
Y lo peor de todo, que la casa de Plácida era la primera. La que más cerca estaba de la bendita calle principal. Temía que un día ocurriera una desgracia, y una de aquellas ruedas que, en su poca testa, creía que él hacía correr, lo soldara al suelo.
Sus otros hijos no eran bobos. Imbéciles, subnormales, gandules y, por encima de todas las cosas, sinvergüenzas. Pero bobos no eran. De todos modos, tal daba. Nono servía para absolutamente nada, mientras que los otros sí que servían. Servían para meterla en problemas, para robar gallinas, para pegarle cogotes al Nono, para hacer la maldad de arrancar plantaciones de uvas, para pinchar con tachas las ruedas con que Nono el Bobo se divertía, para matar con tirachinas pájaros, ratones y lagartos, para bajarle los pantalones al Nono, para mearse en las puertas de los patios ajenos, para pegarle patadas por el culo al Nono y ¿por qué no?, para llevarse toda la ropa de los tendederos.
A estas alturas, ya sabía que había algo peor en este mundo que tener tres Nonos. Y ello pasaba porque la puta vida la obsequiara con un hijo bobo y dos listos. Dos cabrones.
12
Estaba encaprichada. De sus ojos, de su boca, de su sonrisa, de su piel y de su cabello del color de la miel. De su voz. Del olor de ese cuerpo de Jandía. Un aroma afrutado mezclado con la esencia de la madera rota. La tenía loca desde el primer momento en que le plantó la vista encima. Trastornada. No se imaginaba otra cosa que ser acariciada por aquellas manos de hombre y sentir su respiración caminarle desde el lóbulo de la oreja hasta la nuca. Recorrer con las yemas de los dedos sus largos muslos y, completa de deseo, hacer el camino a la inversa.
Ese era el mismo hombre que caminaba junto a la hija puta de su hermana Josefina; el mismo que la muy zorra miraba embelesada; el mismo que con una media sonrisa le estaba gritando que el asunto le interesaba; el que, aparentemente sin querer, le acababa de rozar los dedos de su mano; el mismo que había terminado por ponerla colorada.
Era verdad eso que decía su señora madre. Que los machos eran malos. Y los hermosos como este, más malos que los feos. Los que daban más desaires, los que más te ponían los cuernos, los más apetecibles y los menos buenos. Buenos de bondad, porque de todo lo demás, sí que estaban buenos. Para mojar pan. Para comerlos. Para no pasar por alto que la insípida de tu hermana te acababa de dejar callada con una velada amenaza. Una que decía, anunciaría a los cinco vientos: cantar al viento del norte, que acechaba a todo lo que olía a hombre; gritar al viento del sur, que no llegaría a los dieciséis sin probar a uno; chillar al del oeste, que daba igual que fuera alto, canijo, holgazán, sinvergüenza o loco; ladrar al del este, que ellos ya lo sabían porque los hombres olfateaban a las putas. Para el quinto viento, ese que algunos bautizaron como Alisio, se dejó lo mejor. Probablemente, porque era el que más lejos llegaba y el que más tiempo les acompañaba. También, el que se repartía entre todas las islas Canarias. Con ese, diría muy despacito y bajito que algunas verduras de la casa habían pisado sus sábanas antes de sucumbir en el caldero. Pongamos que alguna fruta. Igualmente, el mango del cucharón con el que a su madre le gustaba hacer los pucheros. Otro mango, este el del cepillo del pelo. Y, lo peor de todo, o lo mejor, que si no encontraba macho, probablemente haría que se la metiera algún perro.
Por esa amenaza tan clara, Clemencia mascullaba ahora que Josefina era una real puta; una que nunca había mirado para hombre alguno; una que cuando se le acercaba uno, engruñaba la nariz con cara de “¡qué asco, fuera de aquí!” Una que estaba esperando, barruntando que este estaba al llegar. Que se lo iban a poner en bandeja de plata dentro de la casa. Y que, al primer movimiento de pestañas, él iba a decir que sí.
—¡Que no! Que la cosa no se va a quedar así.
Bien cierto que no. A Clemencia Almeida no se la destemplaba con amenazas, porque estaba mucho más que enamorada. Clemencia Almeida estaba encaprichada. Obsesionada. Y eso era peor que el amor. Por amor te podías hacer a un lado. Por un capricho, no. Por un antojo se escupía, peleaba, pisoteaba, golpeaba y mataba. Por un capricho se perdía la vista, las entendederas y el alma.
El hombre que ahora acababa de colocarle un mechón de cabello tras la oreja a su hermana no sabía quién le caminaba atrás. Una araña con sus ocho ojos y sus ocho patas. Una que opinaba que él no estaba entre las piezas que una alimaña se permitía el lujo de dejar escapar. Y es que Clemencia Almeida tenía a quien salir. En cuestión de machos, la mediana de los Almeida no respetaba a nadie. El ruido que hacía la visión de este hombre llevaba varios días sacudiéndola. Era una buena muchacha. Sería una gran esposa y mejor madre. Pero eso sucedería después de que la sola contemplación de ese que tenía nombre de mujer dejara de mortificarla. Más tarde.
13
Pancho Almeida ya estaba de vuelta. Allá por Arrecife, había hecho una buena venta. Lo mejor, los encargos que se traía en la carreta. El negocio, lejos del mar, iba viento en popa. No solo encontraba puesto para lo de su casa, sino que tenía varios proveedores de aquí y de allá que le daban sus buenos dineros por lo que conseguía colocar. Pancho era nieto de Pancho el Cabrero. Este título ya venía del bisabuelo. Y, para no desentonar, su padre lo heredó y pasó a llamarse Pancho el Cabrero. Así que, padre, abuelo y bisabuelo. Seguramente, si se miraba más atrás, encontraría toda una suerte de Panchos Cabreros. Por lógica, ahí le dejaron el envite. Algo que se daba por hecho hasta que llegó a los dieciséis años. De repente, el desarrollo lo proveyó de una envergadura nunca vista en ninguno de los Panchos. A lo ancho y a lo alto. Una característica con el porte suficiente para borrar tantos Cabreros del mapa. A partir de ahí, Pancho la Mula. El primero, y en vista de tanta heredera hembra, parecía que el último. Pancho la Mula era un hombre de bien. Si había por donde agarrarlos, podía con una docena de pesados jarrones a la vez. Sosegado con los vecinos, amigo de sus amigos, pero, sobre todas las cosas, Pancho la Mula gustaba de ser atento con las mujeres. Desde la más chica a la más vieja, siempre se decía que el respeto era lo último que se debía perder ante la hembra. Y ahí tenía su casa llena.
La tienda de Pepe tenía las cortinas para las moscas echadas. Signo inequívoco de que había reunión de cuadrilla. Tras el mostrador de madera, Amaranto el Sapo tiraba de la garrafa verde donde se guardaba el vino dulce.
—Coño, Pancho. Ya está de vuelta. ¿Qué se cuenta por los andurriales del Arrecife?
—Buenos días a los amigos. En Arrecife, cada vez hay más casas, más humo, más cristianos, más moros y más mierda. Qué puerca es la gente.
Pepito echó una carcajada
—¿Alguna nueva?
—Ayer se pasaron los guardias civiles por aquí. Anduvieron preguntando por los vecinos de todas las casas. Quién vivía en cada una. Los que eran machos, las que eran hembras, los que eran viejos y los que eran críos.
—¿Para qué?
—Nos barruntamos que quieren encajonarle el muerto a algún desgraciado de estos lares. Al Arribapueblos lo interrogaron.
—Hijos de puta —intervino el aludido, revolviéndose en la barrica donde estaba sentado—. No encuentran nada, no saben hacer la o con un canuto, todo el día rascándose el culo, y vienen a tocar los huevos a la gente. Écheme para acá un vaso de ese vino.
—Por los nudillos —aclaró Manolito el Loco, señalando la mano amoratada de Casimiro el Arribapueblos.
—Esto fue de una leñada que le di a la parienta. Ya se lo expliqué. A ver si uno ahora no puede dar una sacudida en su casa. Qué dónde estuve el miércoles de vaya a saber cuándo a las once de la noche. ¡Chaflamejas! Yo qué sé dónde estuve. Inútiles de mierda.
—No se pega a las mujeres, Casimiro —intervino el Loco.
—Si no hacen lo mandado, pos claro que se les pega. Que luego los hijos de uno están mirando, y se te suben a la chepa. ¿No me diga que usted nunca ha puesto en su sitio a la Juana? —preguntó ante el rostro circunspecto de Pancho.
—Nunca —negó satisfecho—. No se castiga a las mujeres, que luego se vuelven rencorosas y, cuando más confiado está, se la hincan. Además, ahí tan chica y revejía como la ve, mi Juana es mucha Juana. En su sitio, se pone ella sola.
—Lo que sea. Coge un perro, un lagarto, un gato o un pájaro, cámbiales la o por la a, y te aparece una mujer.
—Bueno. Templen los ánimos —terció Juanjo el Enano mientras se servían su cuarta copa de vino—. También se fueron donde el Vistemuñecos del Hierro, y terminaron en casa de la Plácida. De allí no salieron hasta que se encendieron las farolas del pueblo.
—Coño, el Bobo. El Nono. ¿Le han visto los brazos? Es un animal. Tiene la fuerza de un mono. Ese se presenta ahora aquí y nos levanta a todos pa el aire. ¿Y se han fijado cómo mira a las hembras? Un peligro andante porque, aunque no tenga entendederas, es un hombre.
—Verdad lleva —asintieron todos de acuerdo.
—En fin, que están revolviendo mierda, y alguien va a salir cagado hasta las orejas.
Cuatro vinos dulces más tarde, carretera adentro, Pancho agarró el camino hacia la lava donde se levantaba su hogar. Comparado con Arrecife, un mundo a un universo de distancia. Un abandono tibio sumado a una indiferente soledad. E iba rumiando sobre el muerto encontrado. El Lebrancho fino. Ese al que, vaya usted a saber quién, le había cortado y quemado lo que, de seguro, en ninguna mujer había entrado. Y se lo estaba llevando el diablo. No por eso, que le traía sin cuidado. Sencillamente, porque no era de recibo encajarle a alguien que tenía cuatro hembras en su casa, que eran perras, lagartas, gatas y pájaras. No, señor. Había que andar con mucho cuidado porque las mujeres siempre almacenaban secretos. Escarbando, auténticas señoras. Trabajando, divinas. En cuanto a sus tres hijas, tres lunas mimosas. La más chica, porque era chica. La más grande, con todo ese carácter que tenía, porque era buena. En cuanto a la de en medio, esa sí que no tenía clemencia. El nombre le había venido como anillo al dedo. A estas alturas, ya le había llovido sobre su persona más de un dime y un direte. El día que Juana se diera por enterada… El día que Juana se diera por enterada, habría que agarrarse bien a un tronco de palmera y sujetarse el sombrero. Lo que tenía bien claro era que nunca les pondría la mano encima. Para andar de fiesta no hacían falta las mujeres. Esas reinas no se tocaban.
14
Los guardias civiles estaban preguntando. A él y a muchos otros también. Al Arribapueblos, a la Plácida, al Chicharro y a los Patas Rojas. Y no solo preguntas. Más de un guantazo había volado. En su caso, casi no lo habían tocado. Igual daba. Los disimulados insultos dolían más que los tortazos.
Siempre sucedía lo mismo, pero ya estaba acostumbrado. La gente en esta isla era dañina. Tanto como el sol que siempre tenían por sombrero. Él provenía de una isla más pequeña, más verde y más bonita: El Hierro. Pero de ella, eso era lo único que echaba en falta. Lo verde. En cuando a las personas, gentes con el mismo veneno. ¿Por qué? Porque lo diferente era maléfico. Si te salías de lo corriente, resultabas anormal. Si en vez de gustarte jugar con boliches, te tiraban más los muñecos, te convertías de la noche al día en sucio y nocivo. Todo junto te lo servían para que te atragantaras con ello. En la isla chiquita y en la quemada, distinta vestimenta para idéntica mala saña. El mismo salitre que te arrugaba el alma en ambas.
Tenía muñecos y muñecas de todos los tipos y colores. Cada uno con diferentes atuendos. Algunos, rematadamente viejos. Los primeros, unos quince a lo largo de los años, los encontró en la basura cuando sus dueñas los desecharon. Luego vinieron los nuevos. Los que con su primer jornal se pudo comprar. Por supuesto, siempre alegando, sin que nadie le preguntara, que eran regalo para sobrina, prima o hermana. Así, hasta que su padre descubrió su gran tesoro guardado. La molienda a palos le dejó varios huesos fracturados, una madre llorando por la vergüenza, no por los palos, y una huída de la isla chica hacia la quemada. Coleccionar muñecos, ser de otra isla y, por encima de todas las cosas, no ser mujer, es lo que daba. Golpes, burlas y retiro.
Ahora, como habían encontrado un muerto, tocaba venir a indagar a su casa. En tromba. Sin dar los buenos días. ¿El motivo? Nada más ni nada menos que porque era conocido como el Vistemuñecos. Tanto que les gustaba poner nombretes. Unas palabrotas eran todos ellos.
Y lo único que hacía Evelio era bordar y coser para los encargos del pueblo. También confeccionar nuevas prendas para sus muñecos y fabricar pelucas con preciosas melenas negras. Remendaba todo tipo de trapo viejo. Zurcía, hilvanaba, cortaba y cocía. La aguja siempre enhebrada. Por todo ello, además del Vistemuñecos, junto a Nono el Bobo, era el que tenía más nombretes. Reina era el siguiente.
Tan rodeado de la alegría que le proporcionaba su pasatiempo, y tan cosido a la desventura que ese gusto le acarreaba. Todo se traducía en que, a los hombres, boliches y ruedas. A las mujeres, muñecos. Y no había que ser más majadero.
—Duro trabajo el suyo —dijo el primer guardia civil mirando con desdén la aguja trabada en la rebeca y el dedal en el dedo— ¿Señor?
—Evelio Carreño.
—Señor Carreño, supongo que sabrá por lo que andamos preguntando.
—Sí, señor. Pero no sé en qué les puedo ayudar.
El primer civil, godo por los cuatro costados, se dirigió con paso rimbombante hacia uno de los rincones del recibidor. También hacía las veces de salón y comedor. La imagen de una mujer con un niño en brazos llamó su atención.
—¿Qué Virgen? —preguntó señalando la talla de madera.
—Nuestra Señora de los Reyes.
El guardia agarró el manto blanco entre las manos, en un claro gesto de tirar de él y estamparlo contra el suelo. En el último instante, se contuvo. Como si realizar tal acción le supusiera unos buenos lustros de gratuito calvario.
—¿Lo ha hecho usted?
—¿Qué cosa? —sabía que le preguntaba por el manto de la Virgen, pero también por el muerto encontrado. Se lo notaba en la mirada. Quería un sí.
—El manto, claro. ¿De qué estamos hablando?
—Yo bordé el manto y confeccioné la túnica. También vestí al niño.
—Cose usted que da gusto verlo. Uno tiene que resignarse con las cosas buenas que le da la vida. Tampoco se iba a poner a rezar para que lo guarden de las desventuras ante una mujer y un niño desnudos.
—Así es —contestó sin gustarle el camino de la conversación.
—¿Sabe lo que hay en la montaña de Guenia? —esperó la silenciosa respuesta de Evelio— ¿No lo sabe? Es el sitio donde han desaparecido algunos cristianos. Sin dejar rastro. Tan pronto estaban allí, tan tranquilitos como usted me está viendo en este momento, tan pronto se habían esfumado. Como le dije, sin dejar rastro. Y yo me pregunto, ¿conoce la montaña de la que le hablo? ¿Tiene por allá algún encargo?
—No.
—Mire que si me dice que no, y luego yo encuentro que sí, a usted se le va a alargar el hocico como esa sombra que tiene detrás —señaló a su compañero. Uno tan largo y malencarado que no hacía falta que pronunciara palabra alguna. Con su muda presencia, bastaba—. ¿Qué me dice?
—¿De qué?
El estacazo se oyó antes de pegarse. Le levantó las piernas del suelo y, por unos segundos, todo su cuerpo estuvo en el aire.
—Que qué me dice de la montaña de Guenia —le pegó un manotazo al manojo de flores secas que estaba a los pies de la Virgen de Los Reyes—. Que si a usted le sirve para plantar cosas en ella. Dígase florecillas —las pisoteó en el suelo—. Alguna yerbita —les mandó una patada, yendo a tener donde la cesta de ropa esperando por el remiendo—. O algún paisano de mierda.
A la legua, sabía Evelio que estaba disfrutando. Que le estaba sabiendo a gloria. Que no le gustaba ir de frente preguntando a la gente. Mejor estrategia era entrar poco a poco, halando de aquí y de allá, a ver qué hilo se podía partir. Como un gusano arrastrándose hacia dentro de un cuerpo del que jamás volvería a salir.
—No me he movido de aquí, señor. Y no conozco a nadie de allá. Lo juro —miró hacia la pequeña talla de madera y sintió como si le devolviera una mirada profanada.
—Pero a los que son de allá y se vienen hasta aquí, sospecho que sí los conoce.
Empezaron a marcharse. El mudo y el que preguntaba por las plantaciones en la montaña de Guenia. Sin embargo, antes de desaparecer por la puerta, le hizo el último regalo.
—Andaremos muy pendientes de usted. Ya sabe, estamos para proteger a los paisanos. Y no se fie de esa —señaló a la Virgen—. Es un cacho de madera. Ni se menea, ni mea ni suelta lágrimas. Es una descocida —le encajó con una miscelánea de burla y desprecio—. Como me entere de que se ha andado por Guenia, ya puede empezar con los Ave María y los Padrenuestro. A ver si esa muñeca le ayuda.
Los ruines se largaron. Evelio quedó mirando aquellos dos puntos que desaparecieron entre la negrura de las floraciones de lava. Le pareció dos cuervos encorvados; unos que, al paso de un minuto, se convirtieron en sucios perros rastreros en busca de algún hueso que desenterrar para chupetearlo en cualquier estercolero.
15
Se besaron en silencio, con las manos entrelazadas tras su cuello. El de Ani. Josefina saboreaba su boca mientras sentía el cosquilleo arremangarse por las piernas y detenerse en el impúdico lugar que moraba en medio de ellas. Se humedeció, tanto o más, que lo que estaba su lengua. Y empezó a doler. A tirar. A escocer. A anhelar algo más que la presión de pierna contra pierna. A desear mucho más que el contacto de aquella dureza en tan largos centímetros de su piel.
—Para, Ani. No sigamos. Esto no está bien.
—Sí que lo está.
Le había metido la mano bajo la blusa y ahora acariciaba suavemente uno de sus diminutos pechos. Pequeños, pero con desparpajo. Tiesos como piedras, de inmediato se unieron a la fiesta que ya había iniciado su lengua y lo que había más abajo. Tenía las bragas mojadas y el cuerpo descontrolado.
Logró separarse de nuevo.
—¿Por qué no? —medio preguntó medio suplicó con los ojos henchidos de puro deseo.
—Porque no. Todavía no —zanjó abrochándose la blusa, sintiendo la molesta hinchazón de ambos pezones—. Tanta maña que tienes —espetó molesta—. ¿A cuántas has tenido entre los brazos? Parece que a un montón de ellas.
—¿De qué estamos hablando, Josefina?
Y es que Ani se había revelado como una auténtica cajita de sorpresas. Detrás de su mirada dulce y sincera, se escondía algo más que un solitario y callado muchacho de diecinueve años. Distaba mucho de ser el barco abandonado que su padre se había traído de la esquelética Fuerteventura. Aniel apenas hablaba, pero gustaba de ir al grano. Cómo un fósil, aguantaba insultos, malas caras y desplantes. Pero a la hora de mostrarse apasionado, Josefina perdía el control sobre su persona. Ya, no digamos el deseo que esa visión le producía. No quería ni imaginárselo en las garras de Clemencia. Peor todavía, ni siquiera entendía cómo es que, entre las dos, fue a poner los ojos en ella. Su hermana era hermosa, pero por encima de todas las cosas, llamativa y vistosa. Pechos, culo, caderas y altura. Todo de lo que ella carecía.
—¿Qué has visto en mi? —hizo la pregunta porque sentía vergüenza de mostrar celos por lo que hubiese hecho antes de conocerla. También por sospechar que, según se diera la vuelta, Clemencia se lo levantaría.
—Mi padre siempre decía que cambiar de tema es la mejor habilidad de los cobardes.
—¿Qué le pasó a tu familia? —esto sí quería preguntarlo. Contaba como algo que siempre tenía en la punta de la lengua. Pendiendo de ella, sin saber cómo soltarlo o cómo tragarlo.
—Que no me cambies de tema, Josefina. No te voy a obligar a hacer nada que no quieras.
—Sí que quiero, pero tengo miedo.
—¿De qué? ¿De tus padres? ¿De mí?
—De todo. De lo que me haces sentir. De que me moriría si me dejases por…
—Por nadie. Tenme algo de confianza, por favor.
—Apenas te conozco. Nada sé más allá de lo que nos ha contado mi padre. Que eres nuestro primo y que tu familia se ahogó en la mar.
—No soy vuestro primo.
—¿Y tu familia? —al ver cómo enterraba los ojos en las palmas de sus manos, esperó. Un acto reflejo que podía no decir nada. O decirlo todo—. Tampoco fue eso, ¿no?
—Los mataron.
—¿Quién?
Lo de que no era primo, deslumbraba tanto como sospecha, que no le produjo sorpresa. Y es que su madre, doña Juana Olivares de Almeida, lo ladraba por lo bajo y por lo alto. A todas horas mascullaba que su señor esposo don Pancho la estaba engañando de mil maneras. Con fulanas y con el bueno para poco que se trajo de la isla seca. Que no era sobrino, que no era sobrino y que no era sobrino. Luego rezaba y rezaba, temblándole los labios. Finalmente, terminaba chillando que peor que sobrino. Josefina no se atrevía a preguntar qué era eso tan peor. Sin embargo, el enamoramiento del hombre que tenía frente a ella le estaba soplando de mala manera que lo tan horrible podía ser un emparentamiento mayor.
—No lo sé. Y no quiero hablarlo. Bastante tengo con tenerlo aquí por el día —se tocó el corazón—. Y soñarlo cada noche.
Se apretó las sienes. Aparentaba querer exprimir, tal cual limón, todos los recuerdos. Entonces, ella le abrazó para sentirlo suyo. Su hombre, su amor, su todo. Estaban empezando a andar en una relación clandestina porque algo decía a ambos que, a la luz del día, nadie les dejaría pasearse de la mano. De la noche, mejor ni mentarlo. Clemencia estaba tardando en hablar, y Josefina sabía de antemano lo que ello significaba. Que no daba su brazo a torcer. Que no los había descubierto porque quería seguir teniendo a Ani a tiro de piedra. Que sospechaba que abrir la boca significaba que su hermana mayor se quedaría en la mísera nada, pero los beneficios para ella serían pura mierda. Clemencia esperaba el momento en que él se cansara de la mujer insípida, y cayera en las redes de la que llenaba los ojos hasta del más ciego de los murciélagos. Por eso, solo por eso, se mantenía en silencio.
—Madre piensa que tú…
—Sé lo que piensa, pero no somos nada. Nada, Josefina.
—¿Cómo puedes asegurarlo?
—No puedo. Creo que nunca podré hacerlo.
Bien cierto que era. Una molienda verdadera.
Quedaron sentados en silencio. Uno al lado del otro, mirando tanto el azul como el negro. Ahora parecía llevarse la partida el cielo. Añil, se extendía desde los malpaíses, saltando la franja de océano, dándose un impulso en el Islote de Lobos hasta plantarse sobre las Dunas de Corralejo. Aquel infinito lejano donde los chiquillos hacían corazones en la arena. Donde cada vez más a menudo, gente tan pudiente como loca se gastaba los duros recorriéndolas. Guisados de los pies a la cabeza. En palabras de los lugareños, los dineros les chupaban el tino.
Acuclillados dentro de aquel hoyo cavado en la negra tierra, volvieron a darse un beso. El murete de piedra volcánica, como mudo testigo. Una media luna cenicienta a la que se unió una langosta. Mala suerte la suya, que fue a parar a la única parcela de vegetación ocupada. Tendría que dar otro brinco para arrasar otro cultivo. Afortunadamente, aquellos humanos estaban a lo suyo, tan pegados uno al otro como lo estaban sus dos pares de alas. Unos benditos. En otro momento y lugar, otro gallo le habría cantado.
16
¿Por qué estoy aquí? ¿Qué pinto en esta isla, dentro de una familia que no es la mía? Si no tengo familia. ¿Por qué coño no estoy encerrado? ¿En qué cabeza cabe que diga que no oí nada? ¿Son subnormales o qué? Por muchísimo menos que esto, está la gente durmiendo en la puta cárcel. ¿Estarán esperando algo? ¿El qué? Solo, estás solo Aniel. Entre antes te lo metas en la cabeza… ¿Fui yo? Y si lo hice una vez, ¿lo volveré a hacer? ¿Por qué no recuerdo? Mierda. Discutí con mi madre porque no quería cuidar de mi hermano. A mi hermano le pegué un empujón. Después discutí con mi padre por limpiar mal el pescado. Más tarde… ¿Más tarde? Salí, le solté una patada a un balde, les grité que no tenía que arrepentirme de nada y que lo que había hecho estaba bien hecho. Y luego, ¿te emborrachaste? No. No me acuerdo de eso. Si me hubiese emborrachado, me acordaría de beber algo. Al menos, al principio. Y la puerta… ¿Cómo iba yo a encerrarme por fuera? Eso sí que no puedo hacerlo. Tendría que haber otra persona, pero ¿por qué coño no oí nada? Y si no tengo nada que ver, ¿para qué me dejó vivo? ¿Para que cargara yo con la culpa? Pero, entonces, ¿para qué me encerró por fuera? Piensa, Aniel. ¡Joder! ¿Cómo te atreves a andar enamorando a una mujer? ¿Y si lo vuelves a hacer? ¿Y si estás loco y buscaste la manera de encerrarte a ti mismo? Y si lo vuelves a hacer. Y si…
—Buenas tardes, tenga la juventud.
—Buenas tardes.
Para quien las tenga, idiota. Vaya pinta que te gastas ¿Por dónde iba? Chacho, Dios. Yo no los maté. ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Para qué? Si lo hubiese hecho, habría salido corriendo. Intenta acordarte, joder. Vaya mierda, Aniel. Aquí tan tranquilo, haciendo que no ha pasado nada, enamorando a escondidas a la hija de la única persona que te ha echado una mano. A usted le falta cabeza, don Pancho. Tiene que ser bien tarugo para no darse cuenta de que no soy trigo limpio. En su lugar, yo…
—Aniel, estás en las nubes.
—¿Quién era ese? —miró hacia atrás, observando el contoneo del tipo raro que los acababa de saludar.
—No sé. De por aquí, no es.
17
Genaro venía de la isla de Gran Canaria. Cada vez que podía, apiñaba unos cuantos duros y se permitía una escapada. Y es que Lanzarote lo tenía embrujado. Cuando muy pequeño, su abuela Yella, Estrellita la de Teror para el resto de los mortales, le contó la leyenda del Diablo de Timanfaya, supo que quería pisar ese territorio plagado de volcanes. Y ahí mismito estaba ahora con su pipa de piedra llenita de marihuana. Impregnando el aire con su humo fresco.
Decíase de un casorio entre dos muchachos, Aloe y Vera. Durante el festín, un aguacero de rocas y lava los sorprendió. Como solo mueren los que están vivos, la fatalidad hizo que una de las ardientes piedras alcanzara de lleno a Vera. El abatido novio agarró fuerzas de donde no había, y con una forca movió aquella armazón hirviente que aplastaba el cuerpo sin vida de su amada. Con la difunta y la pala de cinco ganchos, desapareció entre las llanuras de las montañas de Timanfaya. Dícese que algunos volvieron a ver a aquel pobre diablo con la forca levantada en medio del infierno. Aloe y Vera, pusieron de nombre a las plantas curativas que nacen en ese destierro quemado que se llevó a los enamorados.
Esa era la historia que le contó Yella. La otra la conoció cuando pisó por vez primera esta tierra. Cuando se enamoró aún más de ella. Esta narraba que allá por el año mil setecientos treinta, empezando a correr el mes de septiembre, entre las horas veintiuno y veintidós, la tierra se resquebrajó en Timanfaya. Dicho esto por un párroco de aquella época. Seis años más tarde había destruido casi tanto como enterrado. Entre Tinajo, donde se encontraba, y Yaiza. Tierra de volcanes y un pobre diablo.
Y ahora, echado boca arriba en una de aquellas medias lunas brunas, uno de tantos viñedos de Tinajo, con las manos cruzadas sobre el pecho miraba el cielo estrellado. Poco a poco se había ido convirtiendo en algo tan negro como las llanuras que techaba. Dos horas antes, se tropezó con tres jóvenes. Los tres con sombreros de palmito. Ellas, largas melenas negras. Él, un cabello ondulado y trigueño como las dunas de su Playa de Maspalomas lejana. También unos grises ojos salvajes que lo miraron de reojo como si llevaran rato deseando despellejarlo.
—Buenas tardes, tenga la juventud.
—Buenas tardes —contestaron las dos mujeres mientras el macho se mantuvo callado.
Dos hermosas mujeres claramente enfrentadas por el llamativo y amenazante hombre que les caminaba al lado. Nada se decían, pero Genaro conocía el alarido silencioso de los celos, y cuando la mocedad estaba por medio, más gritos, mas ira y más ímpetus. Daba igual. A cualquier edad, siempre eran difíciles de masticar. Tragar, no digamos. Los celos eran escamas pegadas en la garganta.
Le encantaba contar las estrellas. Sabía que eran las mismas que en la Gran Canaria, pero aquí lucían más lindas. Negro por arriba y negro por abajo era lo que tenía. Más brillo y más luz en un vacío de reflejos. Recordaba ahora que allá en la tarde, cuando las sombras empezaron a alargarse, un par de ellas no estaban quietan. Fue un visto y no visto. Como en esta tierra, hasta la pena era perezosa, resultó algo raro. Pero eso fue en la tarde. En este momento, todo era silencio. Más al norte de Lanzarote, allá por las Peñas del Chache, observar el cielo era el mayor espectáculo que podía existir en el mundo. En el punto más alto de la negra isla. El plan era hacer noche aquí y, con el alba, caminar desde Tinajo hasta el Chache. Mañana no habría luna. Agarraría su vieja lona para tumbarse a ver la estrella principal del Escorpión, la roja Antares. También la tetera Sagitario. Mañana…
Un ruido a la derecha lo sacó de la modorra que antecedía al sueño. Le recordó a la puerta de cancela del patio de su casa en Teror. Estaba destartalada y, al abrir y cerrar, se arrastraba por entre las losas del suelo barriendo las hierbas verditas que se abrían camino por el medio. Un poco más allá, estaba el cementerio. Un poco más allá de su casa en Gran Canaria, y un poco más allá de donde ahora yacía mirando al cielo.
Miró la cachimba y se volvió a servir una buena tacita de su hierba querida. Ya andaba algo más agrietada de lo que debía. Parecía que la vida de su pipa tenía los días tan contados como las pobres ortigas que se le pegaban a uno en los bajos de los calzones. Entonces, regresó la visión. Un bulto torcido y abultado; uno que en la quietud de la lava no bailaba al son del día. De improviso, la soledad que tanto gustaba disfrutar se le echó encima. Como una losa de esas que florecían sobre cada tumba, allá por el cementerio de Teror y el de Tinajo.
—¿Quién hay ahí? —preguntó a sabiendas de que nadie le iba a contestar.
Contempló la oscuridad. En cualquier otro momento, le hubiese dado gusto otear esa espigada negrura. Ahora no. Sin saber por qué, le vino a la mente las palabras sin sentido que a veces pronunciaba la abuela Yella: “Genaro, mi niño, se está muriendo gente que no se muere nunca”.
Siempre a la vera del cementerio, esa frase solo significaba que había fallecido algún niño, algún joven o, simplemente alguien que ella entendía que no tocaba espicharla todavía. Entonces, sin parar de persignarse, le daba un apretón en la mano, haciendo que arrejundiera el paso.
Silencio total.
La pipa. La pipa le trajo el recuerdo de un cuento del abuelo Pablo. Siempre decía que en sus años mozos, trabajando en la venta de Manolo el Batata, terminaba de servir copas a las tantas. Luego debía hacer el camino de vuelta. Solo que este pasaba junto al puto cementerio. Era eso o dar todo un rodeo por el otro lado para entrar en el jodido pueblo. Para allá, por el día, iba fumándose su pipa y dando unos buenos silbos al viento. Pero para acá, con la oscuridad echada encima, hasta la pipa le sabía a mierda. Una de esas noches, una en la que el viento se llevaba las flores atadas a las cruces de las lápidas y tenías que ir con una mano levantada para escachar el sombrero sobre la sesera, una de esas madrugadas, algo le esperaba. Apenas había una uñilla de luna, casi negro tal cual hoy el cielo, cuando sintió un brazo largo y esquelético. Uñas, dedos y nudillos. Todo hueso. Y esa cosa le quitó el sombrero. Lo trincó y se lo llevó para dentro del cementerio. Pablo contaba que echó a correr dando chillidos bajos, y que no paró hasta llegar al pueblo. Que se envolvió en la cama, abrazado a un escapulario de la Virgen del Pino, rezando el Rosario, el Padrenuestro y el Avemaría. Que a la mañana siguiente, cuando los ojos vidriaban de tanto sol que había y las moscas le hacían compaña, se colocó los calzones diciéndose que era un macho, agarrando el camino hacia el condenado camposanto. Y allí estaba su sombrero. Enganchado a la rama de un árbol de ramas esqueléticas. Atravesado de lado a lado por lo que él creyó que era un muerto que se había asomado para llevárselo. Nada más y nada menos que un árbol. Dio igual. Nunca más pasó de noche por aquel lugar. Y allí dejó el sombrero, porque de ninguna de las maneras se iba a llevar a su casa una cosa que había pasado la noche colgada de algo en el cementerio. Por muy árbol que fuera. Por mucho que le hubiese servido para levantar el fuego, abanicando sin resuello.
¿Cuántas veces se había reído de historia tan rocambolesca? Ahora, maldita la gracia que le estaba haciendo.
Quiso decirse que no era nada, pero el castañeo de los dientes era lo único que oía.
—Mañana estarás por el Chache —dijo en voz alta para apagar ese repiqueteo constante—. Quitarás las molestas hierbas y apartarás las malas piedras para hacer un hueco confortable donde mirar las estrellas.
Otro ruido.
En cualquier otro lugar se habría levantado a asegurar la puerta y revolver la casa. Quizás asomarse por la ventana y escudriñar el patio, abrazado a un pedazo de leña para el fogón.
Agarró una piedra del suelo, una de esas a las que cocía a patadas para hacerse un confortable hueco con su inseparable saco. Y ahora hubiese querido no ver las estrellas. Mejor estar bajo un cielo azul cristalino colmado de nubes rosadas. Con el sol a la punta arriba dándole felicidad al mediodía. Y más tarde ver caer la noche tras el resguardo de una ventana.
Un deslizamiento de picones a su izquierda le hizo abrir los ojos de par en par, clavándose en la palma de la mano derecha el pedazo de lava. Una especie de mujer fue lo último que atinó a ver bien. Un espantajo con trazas de lechuza, la boca abierta de par en par con unos labios que habían dejado de estar. Plegados hacia dentro, temblando. Un fantasma salido de un cuento que había sido echado al olvido. Una mirada sin un ápice de luz. Unos ojos rematadamente trastornados que hicieron encogerse en un rincón del cielo a los miles de estrellas. Muy mentecato se tenía que ser para creer que aquello se parecía a una mujer. Era el diablo. No el pobre diablo de Timanfaya. El diablo verdadero que venía a por el majadero al que tantas veces se le había dicho que no era de inteligentes andar de noche en la soledad de aquel destierro. Que algunos diablos se pasaban el día confeccionando trampas con canutos de caña para cazar incautos pájaros sueltos.
—Ojo por ojo.
Eso fue lo primero que entendió, antes de ser arrastrado por el suelo. Antes de ver las afiladas tijeras hundirse en su barriga cuatro veces seguidas. Como cuatro buches del buen ron de Arehucas dados por unas tijeras que le resultaron conocidas. Un diablo que le cercenaba el cuerpo y que ahora lo agarraba por los pelos arrastrándolo hacia uno de aquellos hoyos negros. Unas manos repulsivas terminadas en ganchos retorcidos. Una respiración áspera, sufrida y desagradable.
—Ve a reírte de tu puta madre. Volbla te está esperando.
Eso fue lo segundo y último que oyó. Las tijeras volvieron a hundirse en su carne. Ahora, en la garganta. Entonces, se acordó del lugar donde las había visto antes. Las mismitas que utilizaba la abuela Yella para hacer sus costuras. Las que debían estar en la Gran Canaria, allá por la casa de Teror, dentro del costurero, en una revoltura de hilos, dedales y agujas. Y entonces pensó que ello no estaba ocurriendo. Que ese líquido ardiente que tragaba era una de las mejores cosechas del buen vino de Haría. Que todo era culpa de la traicionera marihuana, y que al amanecer estaría bajo el cielo del Chache, en la cima del macizo de Famara. Y al día siguiente de ese pondría rumbo a los Ajaches, sorteando los murallones. Siempre sin perder de vista la playa, a solas con su cachimba, su lona y su Virgen del Pino. La más Santa. ¿Qué más podía pedirle a la vida?