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Azul intenso

Azul intenso

29-06-2014

Novela negra/Policiaca novela

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Un asesino en serie de prostitutas mantiene en jaque a la policía de Santiago de Compostela. No hay pistas, no se saben sus motivos, sólo que es brutal y despiadado con sus víctimas. Nicolás Álvarez, policía condecorado en excedencia, con una larga enfermedad depresiva, se encuentra en esa ciudad con un encargo. Como detective privado ocasional, está buscando a Nazaret Martín, ingeniera informática, empresaria de éxito y heredera de una gran fortuna, que ha dejado repentinamente su trabajo y su vida en Madrid. Sus dos hermanos contratan a Nico para encontrar a Nazaret, quien mantiene una desafortunada relación sentimental con Jerónimo Adler, antiguo compañero de Nico en la policía.
De repente, Nazaret aparece asesinada, como una víctima más del desconocido asesino en serie. Y tanto la prensa como la policía, basándose en una página Web con anuncios eróticos, y en experiencias narradas en un foro público de Internet, dan fe al hecho de que la brillante informática llevaba una doble vida como empresaria y dama de compañía.
Y es precisamente otra profesional del sexo, la bella y joven María del Mar, quien ahora intenta contratar a Nico para que atrape al asesino, pues piensa que ella podría ser una próxima víctima. Sospecha que detrás de todas las muertes se encuentra Ricardo Escudero, millonario constructor relacionado con el mundo del narcotráfico y la prostitución. Nico, cautivado por la valentía de una joven con quien tiene menos diferencias de lo que, en un principio, parece, intentará recuperar sus mejores valores como detective en la búsqueda del asesino en serie. La investigación le obligará a cruzarse con matones a sueldo, prostitutas asustadas, antiguos enemigos del pasado, acudir a fiestas de élite donde se mueve a raudales el dinero y la droga, y afrontar la peor verdad del reencuentro con sus hondas tendencias autodestructivas.

Leer primer capítulo

 

Primer capítulo

Isabel suspiró y clavó su vista en mí, con las lágrimas agolpadas en sus mejillas. Mis oscuros ojos de color gris se enfrentaron con los intensamente azules de ella. Con el desafortunado fulgor de sus cabellos negros despeinados ensombreciendo más la triste expresión de su semblante, llevaba un rato insistiendo para que me quedara. Mientras, yo sólo me ocupaba de desayunar antes de marcharme.

? ¿Tanto te cuesta faltar a tu trabajo, o llegar tarde? ?no cesaba de repetirme?. ¿Tan poco te importo que no quieres ni hablar conmigo? ¿No tienes la menor gana de que lo solucionemos?

Mi postura la dominaba el silencio. Había llegado a aborrecer las palabras, después de tantos días tensos, cargados de irritación. El odio había intentado por todos los medios hacerse dueño del ambiente que respirábamos, y casi lo había conseguido.

Bebí de un sorbo el café con leche, me levanté y salí al vestíbulo. Cogí mi cazadora del perchero y me la eché al hombro.

?¡Por favor, quédate, te lo ruego! ?exclamó?. ¡Hablemos, por favor! ¡Estoy muy mal! ¡No puedes dejarme así!

Permanecí inerte, como si existiera un férreo muro entre nosotros que impidiese la menor cordialidad. Sus párpados, melancólicamente sombríos, terminaron de apagar el bonito color azul de sus ojos. Fue entonces cuando repetí, con voz ronca y balbuciente, aquellas malditas palabras:

?Hablamos cuando vuelva.

¿Por qué las repetía, si no quería hacerlo? ¿Por qué me marchaba, si mi deseo era quedarme con ella, correr a su lado, estrecharla entre mis brazos, besarla con cariño y pedirle perdón?

De nuevo salí, me perdí en la inmensa soledad de las calles vacías, y regresé, aguardando verla de nuevo y escuchar su voz. Entré y la llamé, pero no estaba. La busqué por todas las habitaciones, en una vana esperanza de que me aguardase en alguna, pero sabía perfectamente que no era así. La casa estaba vacía. Recorrí todas las habitaciones y no estaba. Era imposible que se encontrase allí, porque estaba muerta.

 

A pesar de los condenados tranquilizantes, aquella pesadilla se negaba a abandonarme. La noche y aquel espantoso sueño estaban permanentemente unidos. De nuevo desperté con una presión muy fuerte en el pecho, sobrecogido por un escalofrío fantasmal, y cargado de desesperanza. Habían transcurrido cinco meses, pero me acordaba como si fuesen segundos, porque nunca me perdonaría, probablemente hasta el día que yo también muriese, haberme marchado de aquella manera.

Recordaba nuestra última semana de una forma especial. No nos habíamos dirigido la palabra excepto para causarnos daño. Los lamentos y las peticiones de perdón por parte de ella eran continuos, pero no habían logrado separarme de la rabia que me consumía. Después de cuatro años de matrimonio en los que yo ni siquiera había mirado a otra mujer, ella me había engañado. Aunque sólo hubiese sido una vez, y aunque juraba estar arrepentida, no cesaba de dolerme. No era tanto mi orgullo como distinguir que, en realidad, no me amaba tanto como se empeñaba en afirmar. Quizá eso me atormentaba más que cualquier otra cosa. Si se había acostado con otro hombre, era porque no me quería.

Para mí, la separación era la única salida. Isabel no lo aceptaba. Ella opinaba que todavía existía alguna solución. Aquel maléfico día, ella sólo quería hablar. Me lo había pedido. Había repetido una y otra vez que no fuese a trabajar, porque se hallaba sumamente angustiada, y que quedándose sola en casa era capaz de cometer una tontería. Yo me había negado a creerla. Había dado por sentado que sólo era una más de sus muchas rabietas depresivas. Me marché a la estúpida tarea de vigilancia encomendada, olvidando llevarme la pistola. Cuando regresé a casa, de noche, con la mente más lúcida, me sentía dolido conmigo mismo por haberme portado con tanta frialdad. Estaba deseoso de pedirle disculpas, e intentar adoptar una postura razonable para lograr obtener alguna solución, si es que la había.

No pude hablar con ella, porque descubrí su cuerpo tendido sobre la alfombra de nuestra habitación, tras haberse suicidado con un disparo en la boca. El suelo estaba lleno de sangre, pero me tiré sobre él y abracé su cuerpo inmóvil, llorando desconsolado y pidiéndole perdón durante mucho, muchísimo tiempo.

No me había dicho con quién me había engañado, aunque yo tampoco me había obstinado demasiado en saberlo. Se quejaba constantemente de que el apego por mi trabajo de policía había desviado nuestro matrimonio hacia un camino sin salida. La completa entrega hacia algo que llevaba en mi alma, y que Isabel nunca había logrado comprender, había constituido el aguijón envenenado que, poco a poco, pinchó y escarbó hasta introducir la discordia en una pareja repleta de cariño y confianza. Se quejaba del riesgo constante al que estaba sometido, del excesivo tiempo que ella permanecía sola, porque no tenía trabajo, y de lo poco que yo estaba a su lado para apoyarla. Y protestaba contra mis exagerados principios que habían impedido el ascenso a una posición más cómoda y privilegiada dentro de mi profesión. Tal vez aquel puntual engaño con otro hombre había sido una incongruente venganza por haberme negado a escucharla. Quizá debería haberlo tomado como un suceso pasajero y olvidarlo. Inconscientemente, sin embargo, me encontré a merced de una impresión que no paraba de recordarme que podía estar viviendo una continua mentira. Se me antojaba que mi matrimonio era tan frágil como un castillo de naipes, y que, en cualquier momento, llegaría el golpe de aire que lo derrumbaría, en forma de una nueva traición. Por ese motivo, nunca había sido capaz de perdonarla del todo.

Cinco meses después de su muerte, continuaba torturándome. Tras un mes de baja, con una dosis abundante de fármacos para la depresión, la angustia y varias afecciones psiquiátricas añadidas, ahora necesitaba tomar varias pastillas para lograr conciliar el sueño, pero no impedían las profundas pesadillas ni un agudo dolor de cabeza al despertarme. De la misma forma, los remordimientos por haberla dejado aquella mañana no se despegaron de mí. Supuse que nunca lo harían.

De no haber estado Adler a mi lado, desconozco si habría soportado aquellos terribles cinco meses. Jerónimo Adler era mi compañero, amigo y confesor desde hacía seis años, justo desde que ambos habíamos alcanzado el rango de subinspectores del cuerpo nacional de policía. Cuatro años mayor que yo, hijo de padre americano y madre española, nacido en Estados Unidos y con más apego a esa patria que a la que le había nombrado funcionario, había sido el hombro sobre el cual descargar todas y cada una de mis frustraciones, antes y después de la muerte de Isabel.

Socarrón, altivo, dotado de un verbo ágil y una frialdad inquebrantable, completaba sus cualidades con un porte sereno, un rostro sumamente atractivo y una figura de modelo de valla publicitaria. Habíamos encajado a la perfección desde el instante de conocernos, porque constituíamos piezas complementarias dentro de una misma maquinaria. Yo, discreto, introvertido y poco amigo de las reflexiones; él, dicharachero y juicioso. Mientras en las relaciones con las mujeres se jactaba de un abultado número de conquistas dentro de su inamovible soltería, mi matrimonio con Isabel, una diplomada en magisterio, había sido la continuación natural de mi único noviazgo. Adler y yo habíamos estrenado la actividad profesional en el  País Vasco, el mismo lugar donde mi padre había sido asesinado por la espalda por dos miembros de ETA, cuando yo tenía dieciséis años. Recuerdo aquel suceso como un apartado especial de mi existencia que, si bien había sido el comienzo de una particular etapa cargada de sufrimiento, había imbuido en mí la misma pasión por la defensa de la justicia y otros muchos ideales que mi padre siempre había ensalzado. Era inspector de la policía nacional, estaba casado y yo era su único hijo. Mi madre nunca comprendió que mi vocación se concretase también en ser policía, aunque sus reproches duraron muy poco, puesto que murió de cáncer sólo cuatro años después de que la convirtiesen en viuda.

Mi carrera profesional, paralela a mi noviazgo y matrimonio con Isabel, estuvo profundamente señalada por dos acontecimientos esenciales. El primero de ellos fue recibir, de manos del propio presidente del gobierno, una medalla concedida por el ministerio del interior. Adler y yo habíamos decidido seguir una pista, casi a ciegas, que nos había conducido hasta el lugar donde el mismo grupo terrorista que había asesinado a mi padre mantenía retenido a un importante empresario. Su liberación, después de un breve tiroteo sin heridos con sus guardianes, nos hizo merecedores a ambos de aquella mención honorífica, y nos brindó la posibilidad de trasladarnos a una unidad especial contra el narcotráfico, con un puesto de mayor sueldo y mayor responsabilidad.

Solamente unos meses después se marcaría en mí una nueva señal muy profunda, casi tanto como la surgida tras la muerte de mi padre. Llevábamos varios meses detrás de un asesino a sueldo que había asesinado a un contrabandista de heroína, además de a su mujer y su hijo de tres años, por encargo del jefe de una organización rival. Aquella noche, Adler estaba enfermo. Un contacto nos proporcionó a mí y a otros dos compañeros una valiosa información: el matón que buscábamos se escondía en un apartamento, junio con un asociado que iba a ayudarlo en una nueva tarea para proporcionar trabajo a las funerarias. Solicitamos una orden de registro y entramos. Mis compañeros estaban mucho más nerviosos de lo que me habían hecho entender, entusiasmados en exceso por obtener para ellos también alguna condecoración o, simplemente, ver escrito su nombre en letras grandes y pronunciado en los telediarios. Dispararon prácticamente sin hablar antes, y mataron a las dos personas que estaban en aquel apartamento. Una era el asesino a sueldo. La otra, una prostituta a quien éste había contratado aquella misma noche, y que la única amenaza que efectuó fue la de gritar aterrorizada.

Yo fui el último en entrar. No me dio tiempo a realizar ni un sólo disparo, pero mis compañeros casi terminaron sus cargadores. Uno de ellos, comprendiendo el tremendo e irreparable error cometido, salió corriendo, trajo una pistola del coche, disparó contra la pared y puso el arma en la mano de la mujer. El otro nos dio una rápida lección de cómo informar que ella también había intentado atacarnos, igual que el asesino a sueldo. Todo fue instantáneo, tan rápido como nuestra entrada en el piso: les dije que nunca secundaría aquella historia.

No lo hice, ni delante de nuestros superiores, ni del tribunal que los juzgó. Todavía llevaba grabadas en mi mente las sabias de mi padre de que la verdad está por encima de todo. Después de su muerte, mi madre me había consolado recordándome que yo jamás le había fallado en eso. De pequeño nunca solía mentir, y, transcurrida mi adolescencia, sólo lo hacía si era necesario en mi trabajo como policía. Para defender a unos compañeros que habían actuado insensatamente, fui incapaz. Ello, en contra del elevado número de presiones de todo tipo que soporté. Incluso Isabel me había recomendado que mintiese, juntándose al coro de voces que me advirtieron que delatar a otros policías sólo me acarrearía problemas. Lo sabía, pero asumiría las consecuencias. Nunca hubiese vivido tranquilo de no haber dicho la verdad. Sólo mi fiel amigo Adler me apoyó, incondicionalmente, desde el principio, y abandonó aquella unidad conmigo, cuando todos, desde el más alto cargo hasta el agente más novato, no dudaron en convertir la vida de un chivato en un infierno.

A partir de entonces, el ministerio del interior nos empleó en tareas donde nos viésemos obligados a relacionarnos lo menos posible con otros policías. Sin separarnos, estuvimos asignados, fundamentalmente, a la aburrida protección de personalidades o, como aquel día, a la de un testigo de cargo en un juicio por narcotráfico, amenazado de muerte.

Se llamaba Sebastián Girón. Adler y yo conocíamos perfectamente que, además de traficante de droga, era un sinvergüenza oportunista que iba a declarar contra su ex patrón, un mafioso gallego llamado Ricardo Escudero, a cambio de beneficios penitenciarios. Nuestra misión era salvaguardarlo de cualquier intento, no gratuito, de asesinato, por parte de quien iba a ser encarcelado durante bastantes años si Sebastián Girón hablaba ante un tribunal.

En esta ocasión, el dolor de cabeza tras despertarme fue aumentando minuto a minuto. Significaba contener dentro de ella un enorme taladro que me la estuviese perforando, del modo en que se perfora un lugar donde se intuye que existe petróleo y éste se resiste a emerger: con saña, sin pausa y sin piedad. Me duché, y luego, observándome en el espejo, advertí que mi aspecto empeoraba. Mi complexión fuerte y mi sobrepasado metro ochenta de estatura no eran capaces de ocultar el aumento constante de una palidez inusual en alguien de tan sólo treinta y un años. Trataba de esconderla entre una barba de varios días, un pelo negro ligeramente largo y descuidado, y unas cejas espesas que cuidaban celosas mi expresión cada vez más afligida. Me vestí rápidamente. Hacía frío, pero no tanto como para estar temblando debajo del jersey de lana gruesa. Me sentía peor a cada instante; más débil, más hastiado y, sin embargo, con más ganas de acabar de una vez con todo. No sabía cómo, pero debía terminar.

Igual que a lo largo de las cuatro últimas semanas, Adler y yo habíamos dormido aquella noche en el estupendo dúplex que Girón poseía a cincuenta metros de la madrileña gran vía. Teníamos que acompañarlo a realizar varias gestiones. Adler acababa de bajar al garaje del edificio, para comprobar que nadie se escondiese allí, dispuesto a ofrecer alguna sorpresa desagradable. Con el rostro arrugado como un traje salido de la lavadora, el grueso y panzudo delator contempló mi demacrado aspecto, y se permitió una sonrisa.

?Coño, Nicolás, cada día estás peor. Un tío joven como tú y con esa facha... ¿Por qué no pides unas vacaciones y te largas, con una tía buena, a Canarias, o a Palma de Mallorca? Te vendría bien, te lo digo en serio.

Mi aterida sangre se enfrió aún más. Me hubiese encantado espetarle algún comentario mordaz que lo dejara seco. Adler no hubiese tardado más de un minuto en ridiculizarlo. Yo sólo supe decirle, con voz fría y enojada, que se metiese su opinión en el culo.

?¡Qué agradable, hostia! ?Alzó los brazos?. Encima de que me preocupo por vosotros...

        Ahogado en escalofríos, con la cabeza a punto de estallar, incrusté en la oreja el auricular que me conectaba con mi compañero, y hablé al micrófono que colgaba del mismo.

?Adler, ¿me oyes? ?Todo el mundo lo llamaba por su apellido, por expresa petición suya. Según él, su nombre americano lo revestía de un encanto capaz de elevar todavía más su indudable capacidad de seducción para con el sexo opuesto.

?Alto y claro ?bromeó.

?¿Podemos bajar? ?pregunté, parsimoniosamente, según la rutina diaria.

?Todo despejado.

?Bajamos en un momento.

?De acuerdo. Ah, oye, Nico, voy a aprovechar para contarte algo.

?¿Sí?

?Es algo… relacionado con Isabel.

Mi frente aparentaba intentar escapar de su sitio, pero accedió a detener momentáneamente su martirio para permitirme centrar mi atención.

?¿Cómo?

?Sí, mira, lamento decírtelo ahora, pero es que no aparecía el momento oportuno. Me contaste que ella te había engañado con otro hombre poco antes de... suicidarse.

?Sí ?susurré.

?Me dijiste también que no te había dicho el nombre de la persona con quien te había engañado.

Permanecí en silencio, atónito.

?¿Nico?

?¿Qué?

?¿Me escuchas?

?Sí, habla.

?Isabel no te dijo el nombre de esa persona. ¿Me equivoco?

?No.

?Era una buena chica. Sabía que si lo hacia te destrozaría. Ese hombre fui yo.

Mis piernas comenzaron a doblarse. Boquiabierto, y con la respiración iniciando una carrera de cien metros, apreté el auricular al oído hasta que no consiguió penetrar más.

?Adler ?gruñí?, esta broma no tiene puta gracia. Estoy hecho una mierda y, si te parece que ésta es forma de animarme, voy a animarte yo a ti partiéndote la cara.

?Lo siento, Nico, pero es la pura verdad. ?Su tono de voz, asombrosamente pausado y exento de toda chanza, me congeló. Precisé agarrarme a la pared para no caerme?. Lamento haber esperado tanto para contártelo, pero no aguantaba más este engaño.

Respirar se convirtió en una tarea casi impracticable. Necesité tiempo para volver a hablar:

?No te creo. No sé por qué cojones me estás diciendo esto, pero espero que tengas un buen motivo.

?El motivo es que conozcas la verdad. Tú siempre has dicho que la verdad está por encima de todo, ¿no? Pues ahora soy yo el que te la dice. Tu mujer decidió acostarse conmigo porque estaba harta de que no le hicieses ni puto caso. ¿No recuerdas que yo, aquel día, no estuve de servicio contigo porque había pedido un permiso? Había dicho que iba a arreglar un rollo de una herencia. El rollo era con tu mujer. Hacía ya bastante que nos estábamos viendo a tus espaldas.

Me negaba a creerlo. Aquello era falso. Pero, ¿qué sentido encerraría bromear sobre algo que él conocía perfectamente que estaba matándome? Sin embargo, tenía que estar mintiéndome. Insistí, esta vez a gritos.

?Aunque me dejes sordo, no va a cambiar nada ?repuso Adler, totalmente sereno, e, incluso, sin asomar el menor signo de arrepentimiento?. ¿Te demuestro que hablo en serio? Pues, aunque te fastidie, me resulta muy fácil hablarte de lo bien que estaba Isabel: lo bonitos que eran sus senos, pequeños pero puntiagudos; lo bien que se movía en la cama, lo tímida que se puso cuando intenté besarla debajo de la cintura, o como me apretó el cabello mientras se corría en el más absoluto silencio.

Froté mis ojos. La vista se me nublaba, y la angustia me paralizaba las piernas. En ese momento, Girón se acercó, ignorante por completo de la conversación, e indicó con un gesto que nos marchásemos. Me enderecé, no sin esfuerzo, y lo seguí. Salimos al descansillo y llamamos al ascensor.

?¿Sigues ahí, Nico? ?dijo Adler, con voz totalmente desconocida para mí. Estaba empleando su sarcasmo para herirme, algo que jamás había hecho, y estaba comprobando lo dañino que llegaba a ser. Se había transformado. Me sentí inmerso en una película de ciencia?ficción, donde el espíritu de las personas es capturado por seres perversos de otro planeta. No era mi amigo quien me hablaba, sino el mismísimo diablo.

No respondí. Girón y yo entramos en el ascensor. Mientras Adler volvía a llamarme, permanecí con la mirada fija en aquella pulcra y barnizada cabina, ansioso por que bajase cuanto antes para encontrarme cara a cara con aquel hombre. Se me rompió el corazón cuando escuché una carcajada.

?Mira que llegaste a ser gilipollas con Isabel, Nico ?dijo Adler. De nuevo, me encontré sumergido en una atmósfera fantasmagórica?. Te quería, y tú pasaste de ella. Pero yo no hubiese pasado de ella, si no se hubiese suicidado por tu culpa. Tú eres el único culpable de que haya muerto y, por lo tanto, eres el culpable de que haya perdido una compañera de cama genial. ¡Con lo bien que follaba...!

Ingenuamente, me consolé comprobando que Girón no se percataba de nada. Permanecía totalmente ajeno, bamboleando el cuerpo, esperando, igual que yo, que el descenso del ascensor terminase. Aguardé tenso, percibiendo la circulación de gotas de sudor por mi frente, desaparecido de repente el frío y transformado en un calor profundo y casi obsceno. Sonó un débil timbre, las puertas se corrieron y entramos en el espacioso garaje.

Al presenciar la cara sonriente de Adler a cincuenta metros de distancia, estallé. Aquellas facciones que tantas veces habían derramado su amistad sobre mí se habían transformado en las de mi peor enemigo. Estaba estático, impecablemente vestido con una americana que parecía elaborada con algún tejido inarrugable, con su aspecto de eterno seductor que le conferían esas estratégicas canas dosificadas sobre su corto pelo castaño. Mantenía su porte altivo, su mentón cargado de sagacidad y de confianza en sí mismo, igual que siempre, y se apoyaba en un automóvil con la expresión más despectiva que era capaz de adoptar. Habría jurado una y mil veces que nunca la adoptaría contra mí. Adelantando a Girón, me dirigí hacia él con paso enérgico. Adler no vaciló ni un momento. Mis ojos, cargados de odio y resentimiento, se clavaron en los suyos. Sí hubiese existido un rayo en su destello, Adler habría caído fulminado. Seguí enlazado a ellos mientras caminaba cuando, de repente, su visión se desvió de mi persona, sobrepasándome, por un leve instante.

Todo sucedió muy rápido. La intuición me hizo dar media vuelta, pero fue demasiado tarde. Aquel hombre salió de su escondite, entre dos hileras de coches, con una pistola en su mano derecha, se aproximó rápidamente a Girón ?a quien yo había dejado totalmente desamparado?, y disparó tres veces contra él. Girón cayó inmediatamente, sin ni siquiera gritar. Su último estertor compuso un suspiro de clemencia que se mezcló con el patético color rojo que brotó de su corazón.

En ese momento, el asesino y yo nos enfrentamos en un duelo similar al de las películas del oeste, empeñados en matar al contrario de un disparo. El esfuerzo por apuntarme le costó un solo segundo, suficiente para que una bala le reventase la mandíbula. Hice otro disparo, y su pecho se deshizo en mil pedazos al penetrarle simultáneamente dos balas. Una de ellas la había disparado Adler.

Permanecí contemplando los cuerpos, el de Girón y el de su asesino, durante un buen rato, como si yo también hubiese muerto pero fuese capaz de continuar de pie. Una nube oscura, como la peor de una tormenta, cubrió mi pensamiento y mi conciencia. La angustia destrozaba mi derrotado espíritu. De mis ojos brotaron lágrimas, sin que lo advirtiese hasta que mis mejillas se mojaron por completo.

Adler, con la pistola en su mano, rodeó varios coches para no acercarse a mí. Fue hacia el asesino, desplomado junto a las ruedas de un todo terreno, y comprobó que estaba muerto. Luego verificó también la rigidez del hombre a quien era nuestra obligación proteger. A continuación, me observó, con la incomodidad patente en su rostro al descubrir que le apuntaba con mi pistola.

Replicó dirigiendo la suya hacia mí. Ninguno fallaría si disparaba, separados por tan escasa distancia. Fue él quien habló primero:

?¿Vas a matarme, Nico?

?¿Qué me sugieres, cabrón? ?grité, con mis pupilas enrojecidas, la piel contraída y los músculos sometidos a una tensión extrema?. ¡Montaste todo esto! ¡Te has vendido, hijo de puta! ¡Me dijiste todas esas barbaridades para que saliese del ascensor sin prestarle atención a nada! ¡Me dijiste que aquí estaba todo despejado! ¡Hijo de la gran puta! ¡Te has vendido! ?A pesar de la evidencia, seguía sin creérmelo por completo. Aquel hombre no era Adler. Era su hermano gemelo, que lo había suplantado?. ¿Por qué, joder, por qué?

?¿Por qué? Por dinero, ¿por qué coño iba a ser?

Su frialdad terminó de romper mi alma. Ninguno de los dos bajó un centímetro su brazo ni su pistola.

?Esto no es real. No eres tú, tío; no eres tú. No te conozco. ¿Cómo has podido...?

?¿Qué cómo he podido? Porque estaba hasta los putos huevos. ¿Es que a ti te parece normal que a un par de tíos condecorados como tú y yo nos hayan metido en esta mierda? Otros, en nuestro lugar, estarían viviendo de puta madre, dando órdenes en una oficina y codeándose con lo más alto. Pero nosotros no; nosotros llevamos casi un jodido año haciendo de jodidos guardaespaldas de tíos mierda como éste de aquí. ¿Vas a decirme ahora que te importa que esté cualquiera de estos tíos aquí tirado? Girón era un macarra y un traficante de drogas, igual que el cabrón que le pagó a este otro para que se lo cargara.

?Y que me matase a mí también, ¿no? ?comprendí?. Ese era el plan: tú procurabas que perdiese el control, el tío ese mataba a Girón, luego a mí, y después lo matabas tú a él. Falló en el tercer punto, y ahora a lo mejor me vendes que le disparaste porque me aprecias.

?Lo tercero era así, en principio, pero no estaba dispuesto a permitirlo. Créeme o no, pero es así.

Quien estaba frente a mí ya no era mi amigo, ni mi compañero. Estaba claro que se había transformado en un ser monstruoso. Pese a ello, reconocí en su expresión la autenticidad de sus palabras.

?Pues te has jodido tú mismo ?declaré?. Estás detenido. Pienso contarlo todo, con pelos y señales. Vas a acabar en la cárcel. Has tirado por la borda todo lo que tú y yo siempre defendimos. Nuestra misión era proteger a Girón, por muy desgraciado que fuese, y está muerto. Yo pagaré lo que sea por ello, pero tú vas a salir mucho peor parado.

?¿Pero cómo te atreves a decir eso? ¿Quién va a tragárselo? ¿Vas a contar que descuidaste la protección de un hombre porque te dije que me había tirado a tu mujer? ¿Vas a contar eso? Bien, hazlo. Yo voy a decir, en cambio, que estás hecho polvo desde la muerte de tu mujer, y que le mentiste al psicólogo cuando aseguraste que estabas recuperado y podías volver a trabajar. Yo asumiré que no comprobé bien que no había nadie en este garaje, pero reconoce que, si no te hubieses separado tanto de Girón, a lo mejor ahora no estaba muerto. Atrévete a contar que yo te solté todo ese rollo de tu mujer para despistarte, y a ver qué pasa.

Sonreía. El muy cerdo sonreía. Yo ardía en ganas de matarlo, primero a él y luego a mí mismo, y se atrevía a plasmar en su cara la satisfacción de haber jugado a lo grande y casi haber ganado. Las lágrimas bañaron de nuevo mis mejillas. Quería que el sueño que estaba viviendo terminase de una vez. Necesitaba despertarme, desaparecer de allí. No podía ser real que mi mejor amigo me hubiese traicionado de esa forma. Era inconcebible que tantas y tantas horas de buenos momentos, de sueños y secretos compartidos, terminasen drásticamente, de aquella detestable manera.

?Es por mi culpa, ¿no? ?reflexioné?. Al declarar contra aquellos compañeros me jugué la carrera, pero tú no tenías por qué haberme apoyado. ¿Por qué lo hiciste, entonces?

?Éramos colegas. Siempre estuvimos juntos, en todo. Aún podemos estarlo. Me han pagado una burrada por esto. Más de lo que tú y yo vamos a ganar en este empleo de mierda hasta que nos jubilemos. Piénsalo por un momento.

?¡Ni un segundo! Creía que éramos iguales, joder. Creía que tú y yo defendíamos los mismos valores. Me equivoqué. ¿Cuál es la realidad? Que siempre has seguido mi rastro. Sin mí no eras nada. Te jodió un huevo apoyarme, pero lo hiciste porque sabías que quedándote solo nunca ibas a llegar a nada.

?Tal vez. Lo admito, tal vez sea así. De todas formas, lo que nunca supuse es que seguirías un camino en tu vida tan absurdo. Llevas el rollo de los ideales metido hasta en el culo. La lealtad, el honor, la justicia... ¿En qué coño de mundo vives? ¿A quién le importa todo eso? ¿De qué te sirvió a ti decir la verdad y joder a unos compañeros? Para que te diesen un empleo de mierda y se jodiese tu matrimonio. Olvídame, tío. Olvídame para siempre. Se acabó.

Y así fue. Adler y yo estuvimos apuntándonos con nuestras armas durante mucho tiempo. Yo fui el primero en bajar la mía, hundido, descorazonado e indiferente a todo. Cuando llegó nuestro inmediato superior, se lo conté todo, incluido lo referente a mi mujer que, por mucho que me doliese, había aceptado como cierto. Los deshonestos detalles que Adler me había descrito reflejaban la verdad. Él daría su versión posteriormente. No la oí. No sé qué opinó nuestro superior, a quién dio crédito ni a qué, pero no me importó en absoluto. Perdido en una nube de confusión, completamente exhausto, desechando todo, las elucubraciones, los remordimientos o cualquier otra posible aflicción, abandoné aquel lugar. Me ordenaron ir a comisaría, pero me marché a mi casa.

Caminé seis kilómetros, muy despacio, evadido de la realidad, igual que un zombi, sin preocuparme ni de ser atropellado al cruzar la calle. En mi apartamento, encendí el televisor de la sala y permanecí frente a él toda la mañana, tirado en el sofá, sin otro entretenimiento que cargar y descargar la pistola y apuntarme con ella a la boca o a la sien. En el telediario de las tres de la tarde, una aséptica locutora dio la noticia de que un testigo de cargo en la acusación contra el narcotraficante gallego Ricardo Escudero había sido asesinado, en un tiroteo sin esclarecer, en el garaje de un céntrico edificio madrileño. Se indicó que se aguardaba una versión oficial, pero sólo después de una investigación completa de los hechos.

Las horas se dispersaron en medio de la angustia que me consumía. Todo lo que había apreciado alguna vez había desaparecido. No quedaba nada ni nadie que me importase. La propia vida era un completo absurdo. Poco a poco, el ruido de la calle se fue haciendo más y más intenso; las bocinas de los coches, en principio suaves y lejanas, comenzaron a ensordecerme. La temperatura había descendido a un nivel glacial; los escalofríos no cesaban, la habitación se estrechaba por momentos, sus paredes se juntaban intentando aplastarme, el ambiente se hacía insoportable... Todo dibujaba una bruma de miedo visceral, de claustrofobia, que me atenazaba, me rodeaba con sus garras invisibles haciéndome perder poco a poco la razón. Me era imposible respirar, me ahogaba. Las bocinas no dejaban de sonar, cada vez más y más alto. Ya no escuchaba el ruido; ahora formaba parte de mí. No lo soportaba más. Sabía cómo terminar con todo. Vivía en un quinto piso. Corrí hasta la ventana y la atravesé de un salto. Los cristales explotaron sobre mi pecho, y caí con ellos al vacío.


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