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El tridente de Shiva (Casandra Rovira I)

El tridente de Shiva (Casandra Rovira I)

03-12-2013

Libros publicados por editoriales novela

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Premio mejor novela Menores de 30 años 2016

ESTE LIBRO YA NO ESTÁ DISPONIBLE PARA SU LECTURA DEBIDO A SU PUBLICACIÓN  

Casandra es la cuarta hija de una familia peculiar. Pese a ser reputados arqueólogos que pasan más tiempo en excavaciones que en casa, ninguno de los hijos viaja hasta cumplir los 18 años. Esta vez le ha llegado el turno a ella, que opina que esa tradición es sólo una excentricidad más de su padre. Sin embargo, descubre que hay muchas cosas que desconoce sobre su propia familia, y que ese viaje será una iniciación para descubrir un mundo que creía imposible.

ENTREVISTAS:

"Uno de mis objetivos al escribir es que sea todo muy visual"

Leer primer capítulo

 

Primer capítulo

Cumplir años no me entusiasmaba, solo significaba tener una carga más. Me enviaron a un colegio privado donde aprendí desde temprana edad inglés y francés, además de castellano y catalán. A los diez, mis padres me dieron a elegir entre italiano o alemán. Elegí el italiano, ya que nuestra niñera era alemana y me había enseñado a chapurrear lo suficiente. A los quince me fue impuesto el griego clásico, y sabía que a los dieciocho me asignarían un idioma más raro. Sin embargo, nunca había estado tan emocionada como con ese cumpleaños, ya que en mi casa era un día especial: La primera vez que salíamos a ver mundo. A todos mis hermanos les habían regalado su primer viaje entonces, y ahora me tocaba a mí. Pero, para entender por qué, debo hablaros un poco de mi peculiar familia.

La primera cosa destacable es que somos ricos –inmensamente ricos–, y también una de las familias más importantes de Barcelona. Mi padre era un arqueólogo eminente, mi madre una de las más importantes especialistas en cultura clásica. Ambos eran catedráticos, profesores universitarios, miembros destacados de diversas sociedades y clubs, columnistas e invitados habituales de los medios especializados, asesores para todo aquel que lo requiera y pague, desde el gobierno hasta directores de cine y televisión. Pero por encima de todo, lo que más disfrutaban era el trabajo de campo. Dirigían excavaciones y viajaban mucho por ello. Y, en contra de lo que pueda parecer, mis hermanos y yo nunca nos hemos sentido abandonados. Quizá por tenernos los unos a los otros, además de a los empleados. O quizá porque también hemos estado muy ocupados. El caso es que éramos felices y mentalmente estables.

Somos cinco hermanos, y todos hemos estudiado lo mismo que ellos –y solo en pequeña medida por la presión familiar–. Lo cierto es que nos apasionaba la arqueología. Mi madre ganó la batalla de los nombres, así que todos tenemos uno relacionado con Grecia o su mitología.

Mi hermana mayor, llamada Penélope por la mujer de Odiseo, hizo su primer viaje precisamente a Atenas. Al volver inició sus estudios como tenía previsto, pero no quiso volver a viajar más. Se dedica básicamente a la investigación y prepara su tesis doctoral: algo sobre numismática acerca de lo cual, nunca me ha interesado averiguar más. Con veintisiete años, está casada solo con sus libros.

El siguiente es Héctor, como el príncipe de Troya. Es insoportable, así que me alegraba que se hubiera especializado en las civilizaciones mesoamericanas y siempre estuviera en México, Guatemala o donde sea. Por mí, como si se perdía en la selva –cosa que casi hace en su primer viaje–.

Mi hermano Alex, por Alejandro Magno, es con el que mejor me he llevado siempre. Tiene tres años más que yo, y entonces estaba terminando el grado de Historia. Aun no tenía muy claro por qué decantarse después, pero le interesaba mucho la edad media. Su primer viaje fue a Jerusalén.

Después de mí viene Sofía, en griego “sabiduría”, que todavía estaba en el instituto.

Y yo soy Casandra, como la vidente de Troya, hermana de Héctor. Había aprobado la selectividad con un 9,2 de media y ese otoño empezaba la facultad.

Como veis, éramos gente de mundo, pero no antes de la mayoría de edad. Será por eso que jamás habíamos hecho un viaje familiar. De todas formas sería difícil cuadrar agendas. Pero por fin, después de ver tantos sitios a través de los libros, podría verlos en persona dentro de muy poco. Estaba deseando saber a dónde me mandarían. Había observado que a mis hermanos los habían enviado a sitios relacionados con sus inclinaciones, pero yo no había tenido nunca una predilección especial por ninguna civilización en concreto. Podría ser a cualquier parte.

 

Esa celebración estaba prohibida a cualquiera que no fuera de la familia, aunque eso no me importaba. No celebraba cumpleaños con amigos desde los once o doce años. Nos encontrábamos reunidos alrededor de la enorme mesa de roble macizo del salón. Era de las escasas ocasiones en las que coincidíamos los siete en un mismo sitio. Comimos juntos y después, nuestra cocinera Elvira trajo un pastel gigantesco. Yo comí mi porción casi sin respirar, deseando terminar y que me llevaran al despacho de mi padre. Y por fin llegó el momento. Mi madre, con sus rizos negro azabache y su sempiterna expresión severa –como la de mi hermana Penélope–, se levantó y se dirigió sin decir una palabra al piso superior. Mi padre me sonrió con ternura.

–¿Estás preparada?

–Por supuesto –contesté. Mi padre parecía un profesor inglés de los años veinte. Su pelo rubio pajizo, igual que el mío, comenzaba a volverse cano.

–¿A quién elijes?

–A Alex –dije, mirándolo sonriente. No lo habría dudado ni un segundo. Cuando hacíamos nuestro primer viaje elegíamos a un acompañante que podía ser uno de nuestros padres o hermanos mayores. Al ser de las más pequeñas, yo tenía más opciones. Héctor y Penélope lo habían hecho con papá y mamá, respectivamente. Alex, inexplicablemente había elegido a Héctor. Yo en su lugar hubiera elegido a papá.

Nos levantamos y seguimos a nuestro padre hasta su despacho. Al pasar junto a mi hermana Sofía, me hizo un gesto con la cabeza y empezó a brincar en su silla de la emoción. Le dediqué una sonrisa.

Al llegar al despacho, mi padre cerró la puerta detrás de nosotros y nos hizo tomar asiento frente a su escritorio. Todos los muebles de la casa eran oscuros y tenían aspecto de pesar una tonelada. La pared trasera estaba cubierta de libros, divididos en dos estanterías separadas por un hueco desde el que nos observaba una imponente estatua de un minotauro. De pequeña siempre me había dado miedo. Mis padres le tenían cariño, decían que era un recuerdo de la expedición de Creta en la que se conocieron y enamoraron.

Mi madre estaba sentada en una butaca en la esquina, y mi padre se paseaba de un lado a otro en silencio. Esperó unos segundos antes de empezar a hablar.

–Hoy vas a descubrir el secreto más grande de esta familia, y el que mejor vas a tener que guardar. –No sabía que tuviéramos secretos, pero estaba muy intrigada. Asentí, nerviosa–. Sabes que, tanto tus hermanos como tu madre y yo, tenemos múltiples ocupaciones, pero hay una que desconoces.

Miré a Alex, desconcertada. Me devolvió la mirada muy serio. Empezaba a asustarme, ¿me estaban dando a entender que hacían algo ilegal? Guardé silencio y esperé a que papá prosiguiera.

–También financio expediciones privadas para buscar objetos por los que tengo un interés particular. –Una lucecita se encendió en mi cabeza.

–¿Me estás diciendo que saqueamos excavaciones?

–No, no, no, no, no. De eso nada. Las financio, consigo los permisos pertinentes y las dirijo, pero se trata de proyectos que me harían perder el prestigio entre mis compañeros –dijo sonriendo. Lo miré sin comprender lo que quería decir–. Me refiero a recuperar objetos de dudosa existencia.

–¿Quieres decir… como el Santo Grial, el Arca de la Alianza o cualquier cosa con la que Steven Spielberg y Harrison Ford harían una película?

–¡Exacto! –exclamó. Miré una vez más a Alex, en busca de confirmación. Él asintió. Por primera vez me pregunté si no todos los miembros de mi familia serían tan estables como yo pensaba.

–Así que destrozas yacimientos arqueológicos en busca de quimeras.

–¿Por quién me tomas? ¡Todo lo que hago sigue los procedimientos y técnicas adecuadas! Siempre que sea posible…

Así que mi padre, Xavier Rovira, el reputado arqueólogo, en sus ratos libres era una versión pasiva de Indiana Jones. Todos me miraban expectantes.

–¿Estáis esperando a que me escandalice, o algo así? –pregunté. Mis padres se miraron.

–Tus hermanos se sorprendieron un poco más –dijo mi madre.

–Bueno, no puedo sorprenderme de algo que no me creo. No que financies esas expediciones, sino que realmente encontréis artefactos mitológicos.

Mi padre se acercó a la pared y movió un libro. Como pasa en las películas, la estatua del minotauro se movió hacia atrás revelando una entrada secreta. Noté como mi mandíbula se desencajaba de la sorpresa. Pese a que nunca había presenciado algo así, encajaba con la forma de ser de mi padre. Su reciente revelación era una prueba más. Le encantaban esos toques teatrales hasta el punto de que, cuando compró el terreno de la Avenida Tibidabo, hizo tirar abajo la casa original y edificar una desde cero según sus indicaciones. Que hubiera mandado hacer un pasadizo secreto no estaba fuera de lugar, pero me pregunté cuántos más habría que yo desconocía.

Lo miré, curiosa. Mi padre me invitó a pasar con un gesto de la mano. Me puse en pie y entré en una sala iluminada por antorchas. Al acercarme a una de ellas comprobé que el fuego era un cristal de varios colores con una bombilla parpadeante en su interior. Solté una carcajada. Papá era único. Entonces reparé en lo importante de la habitación: las paredes estaban recubiertas de objetos de todo tipo, de diferentes épocas y culturas.

–Esta es mi pequeña colección particular –escuché la voz de mi padre a mi espalda–. Me acerqué a un anillo que tenía bien protegido tras un grueso cristal.

–¿Y esto qué es? ¿El anillo único? –me burlé. Mi padre sonrió y se acercó a la vitrina.

–Créeme, Casandra. Estos últimos tres años he visto muchas cosas que ni imaginarías –dijo Alex.  Lo miré, convencida de que se habían vuelto todos locos. ¿Por qué me iban a instruir en la razón si luego creían en todas esas tonterías?

Mientras tanto, mi padre había cogido el anillo entre sus dedos.

–Atiende –dijo teatralmente. A continuación se lo puso y desapareció ante mis propios ojos.

–¡Joder! –Involuntariamente, di un paso hacia atrás.

–¡Ese lenguaje! –reprendió mi madre. Mi padre reapareció tras sacarse el anillo.

–¡Venga ya! ¡No puede ser el anillo único! ¿Dónde voy a ir por mi cumpleaños, a Mordor?

–No es el anillo único, tonta –dijo Alex.

–Eso es literatura, yo hablo de mitología –replicó papá.

–¿Qué diferencia hay? Todo son cuentos.

–La literatura es fruto de la imaginación del escritor o se basa en la mitología, mientras que ésta tiene una base real.

–Entonces, ¿qué es eso?

–El anillo de Giges –dijo, orgulloso.

–¿El del mito de Platón?

–El mismo.

–¡Pero si era una metáfora para demostrar que somos malos por naturaleza! Representaba que sólo somos buenos por miedo a la ley, y si fuéramos invisibles la infringiríamos.

–Tienes la lección bien aprendida, cariño. Pero, como lo que intento mostrarte, tenía una base real.

Miré a mi madre en busca de cordura pero solo asintió, seria. Volví a mirar a mi padre.

–Está bien. Pongamos que me lo creo. ¿Qué tiene que ver con el viaje de los dieciocho años? ¿Me vais a mandar a buscar algún objeto mitológico? –Mi padre sonrió, satisfecho.

–¡Exacto! ¿Qué te parece la India?

–¿En Agosto? ¿Estás loco?

–Me temo que no se aceptan cambios, querida.

–¡La India, pues! – exclamó Alex.


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