1.- Fragmento del diario de Delia
21 de junio de 1940
Ayer, Dimas, al entrar en el Casino de Taboadela dos Viños, saludó, como de costumbre, al dueño Luís, a su hijo Cándido y a su hija Marcelina.
Luís, siempre alegre y sonriente, tenía ese día el rostro grave y algo apenado. Su ceja uniceja parecía a punto de partirse en dos por la fuerza con la que ponía cara de circunstancias. Y no era mejor la expresión en las caritas de sus hijos. Si no de terror, sí de un miedo atroz.
Al mirar Dimas hacia la derecha, en el lugar en el que esperaba ver únicamente una mesa de billar, se sorprendió al ver el Casino entero tomado por soldados y otros hombres que no eran soldados, aunque también vestían uniforme, de color azul, y llevaban armas en los cinturones. El local era grande y alrededor de la mesa de billar había espacio suficiente como para jugar sin tener que torcer los tacos. Dos soldados echaban una partida y el resto se repartía por la sala, en pequeños grupos, fumando, bebiendo y charlando animosamente. Jamás había visto Dimas tanto soldado junto.
Se acercó a la barra y pidió un vino. Mientras Luís le servía el líquido violáceo en la pequeña taza de cerámica blanca, casi plana, Dimas hizo un gesto hacia los soldados con la cabeza y Luís se encogió de hombros con la mirada triste.
—¿Sabes si funciona el coche de línea para Lugo?
—Aquí nadie sabe nada de nada y si preguntas te miran como si hubieras sido un criminal o quieras pelea —respondió Luís en un susurro—. Desde que terminó la guerra esto es así casi cada día.
—Vine a preguntar por mi tío, por el padre de Delia y por otros de la aldea que se llevaron en un camión militar hace cuatro años... Me dijeron que fuese a Lugo porque los iban a juzgar —dijo Dimas también con un hilo de voz—. PARECE QUE VA A HACER CALOR ESTE VERANO —añadió en voz alta para que lo oyeran los soldados.
—PARECE QUE NOS VAMOS A QUEMAR, SÍ —replicó Luís casi gritando— yo de ti no iría a Lugo —añadió en voz baja—, están peligrosas las carreteras... En las cunetas siguen apareciendo cadáveres de paseados cada día y hay controles cada poco... Piensa que el Lamela te tiene ganas.
—Voy a tener que ir. No hay otra manera de saber de mi tío. A lo mejor estos pueden decirme algo...
—No vayas...
Los soldados que jugaban a billar acabaron la partida. Dimas, ignorando la advertencia inacabada, lo vio y preguntó:
—¿Se puede jugar?
Uno de los hombres de uniforme azul dirigió la mirada hacia Dimas, puso en pie su seco metro ochenta y pico de estatura y, sonriendo con cierta soberbia, contestó:
—Si sabes...
—¿A 40 carambolas? —preguntó Dimas.
—¡Que sea a 30! —respondió, altivo, el de azul defendiendo su parcela de poder.
Los soldados que acababan de jugar se sentaron al lado de los compañeros y todos dirigieron las miradas hacia la mesa de billar. Desertores del arado, sonreían con actitud chulesca ante aquel primo aldeano que se atrevía a jugar una partida con el recién estrenado jefe local del Movimiento. A pesar de sus caras famélicas y cansadas, de sus cabezas infestadas de piojos, de sus cunas aldeanas de subsistencia, idénticas a las de Dimas, el uniforme o las armas, o ambas cosas, parecían inferirles una súbita amnesia sobre todo lo que su vida había sido con anterioridad.
La cara que coronaba el uniforme azul, contra la cual jugaba Dimas, le era muy familiar, como si ya la hubiera visto antes. Sin embargo, el pelo rapado, la cara chupada y cubierta de polvo, la barba de cuatro días, la boina roja en el hombro y el aspecto que da el uniforme, impedían a Dimas situar con exactitud el lugar donde había coincidido con aquel rostro.
Comenzó la partida el falangista. Hizo tres carambolas seguidas y falló la cuarta. Le tocó la vez a Dimas e hizo ocho carambolas seguidas, fallando la novena pero dejando las tres bolas en línea. El falangista falló su tiro y volvió a tocarle a Dimas que realizó diez carambolas seguidas. Cuando el jefe local del Movimiento iba a hacer el primer tiro de su turno, caminando alrededor de la mesa, pensando en la jugada que iba a hacer, dijo:
—¡Tres a cero!
—¿Cómo? ¡Vamos tres a dieciocho!
—No chaval. Las carambolas son a tres bandas —la sala rompió en sonoras carcajadas.
—¡Eso hay que decirlo antes de empezar a jugar!
—Mira, rojo de mierda, si no sabes jugar no juegues. Ya te advertí antes. No vengas aquí a decirnos cómo se tienen que hacer las cosas... Ya le dimos lo suyo a tu tío, no quieras tragar el mismo jarabe que él —dijo, pasando el taco de su mano derecha a su mano izquierda y llevando aquélla a la funda de cuero de la pistola.
—¿Qué sabes de mi tío? —preguntó Dimas, casi gritando, cambiando la prioridad de la discusión, blancos los dedos por la fuerza que ejercían sobre el taco.
—A tu tío y a sus amigos les dimos el pasaporte esta mañana. No merecían otra cosa, igualito que los musiquillos de mierda en casa donde ibais a joderme los oídos con vuestros instrumentuchos.
Esa frase iluminó la bóveda craneal de Dimas. Aquel hombre de cargo tan importante era Expósito, el jardinero huérfano, al parecer hecho en el pajar, que habían acogido los Ferreiros, profesores de música, en su casa, cuando apenas contaba con ocho años de edad. El mote les venía por el oficio familiar transmitido de padres a hijos hasta que el padre de ellos decidió que los hijos tenían que estudiar. Aún conservaban la forja, convertida en biblioteca y museo.
Expósito vivía en una habitación que habían construido para él en una parte de la herrería y ganaba un jornal cuidando la huerta, las gallinas, los conejos, el cerdo y las pocas tierras de los profesores. Le habían enseñado a leer y a escribir, aunque nunca sintió ningún interés por la música. Y cuando íbamos a ensayar, Expósito se encargaba de servirnos unas galletas y unos vasos de leche.
Se decía por la zona que era un poco retrasado, que había tenido una gran suerte al encontrarse con los dos hermanos músicos... y mientras todos estos pensamientos le llegaban a la cabeza en décimas de segundo, otros se apilaban detrás de ellos pugnando por salir a la superficie. Dimas no podía creer lo que estaba pensando. Llevaba años preguntándose quién había matado a los Ferreiros, quién era lo suficientemente próximo como para que no hubieran podido huir en cuanto supieron que se estaba matando gente. Pareció como sí Expósito le leyese el pensamiento o éste se reflejara en su faz, porque la mano que reposaba sobre la funda de cuero espabiló poco a poco para empezar a abrir la hebilla que sujetaba la culata de la pistola.
Dimas, al verlo, soltó un golpe con el taco con toda la fuerza que puede dar la rabia en un cuerpo de dieciséis años. El aire denso y viciado se transmutó en silbido y el taco murió matando, astillas que fueron palo, contra la nuca del falangista. Aún no había llegado la boina roja al verde tapete, aún no se había congelado del todo la mirada de Expósito ni la de los soldados, mudos testigos incrédulos, y ya estaba corriendo Dimas hacia su aldea, Mourelos, atravesando los bosques de robles y castaños, evitando los caminos conocidos, sin mirar atrás ni parar por nada del mundo…