En “El tiempo del azabache” fueron examinados los antecedentes, históricos o legendarios, del Condado de Tárbena: su aparición en el siglo XII, cuando un puñado de guerreros de religión cristiana se hicieron fuertes en un castillo enclavado en territorio musulmán, y las sucesiones más bien accidentadas en el título, que siempre acabó recayendo en una mujer. También su subsistencia como entidad independiente tras la Reconquista, gracias al instinto político, a la resolución y en buena parte a los encantos de las primeras condesas, el engrandecimiento del territorio con Briseida, cuyos impulsos y querencias estuvieron a punto de variar la entera historia de la península; más tarde, con su hija Ályx II, la elevación del condado a Reino de Alimnara por decisión papal; y, en el momento de mayor auge, la expedición a Tierra Santa y su desastroso final en la Torre de Siloé.
“El tiempo del beleño” es la crónica resumida del siglo XIV alimnareño. Arranca en la situación crítica que aún perdura nueve años después de la cruzada. El período ha coincido con la minoría de edad de la nueva soberana, Delia II, y con la regencia de su padre Jaume de Lavelanet. También con la llegada a Alimnara, acompañando a los restos de la reina difunta, de un cuerpo femenino hallado en la misma cueva junto a Magdala que los indicios, la fe espontánea y la conveniencia identificarán con Santa María Magdalena.
Si la reliquia va a constituir la pieza básica de la reconstrucción del reino durante el siglo, de otro antecedente derivarán sus mayores conflictos: Roc Sayariz, el héroe nacional, ha visto recompensadas sus proezas en la cruzada con dos titulos: jave de la Tumba de Raquel y jave de los Montes de Samaria. En ellos se contiene la semilla de una clase nueva, la nobleza, cuyo papel –en particular el de la descendencia de Roc, bifurcada en las Casas de Raquel y de Montes- acabará resultando decisivo.
DELIA II (2ª parte)
“Había crecido Delia esbelta como un tallo de aliaga y ligera como los vilanos que planean sobre la brisa. Sus cabellos eran negros y rebeldes, tallados con más presteza que boato para que no la distrajera de sus ocupaciones; los ojos del color de la corteza de almendro, lucientes y expresivos. La boca era jugosa y la sonrisa pronta, endulzadas por la vivacidad de sus hoyuelos. Después los sinsabores del trono la aterirían con la escarcha de la gravedad.” (Sally McClellan, “La sangre de las lincesas”)
“Aunque a estas alturas la expresión es de uso común en psicología, la primera definición del llamado síndrome deliano procede del historiador decimonónico Esteve Vidariz, biógrafo de la reina Delia II. Puede definirse como determinada predisposición del espíritu humano, caracterizada por estos síntomas:
1) el perfeccionismo: por más que el aquejado se esmere en su trabajo, el resultado no le satisfará jamás. Al contrario, se esforzará en buscar defectos escondidos y, caso de no hallarlos, lo atribuirá a su inhabilidad en la detección.
2) la ansiedad: por la conclusión del trabajo a tiempo, por la valoración que merezca o por los posibles obstáculos sobrevenidos, que su imaginación tenderá a agigantar.
3) la expansibilidad del trabajo, que por obra de los dos factores anteriores se dilatará hasta ocupar todo el tiempo disponible.
4) la reticencia al descanso y la exclusión del ocio y aún de la mera evasión, equiparados al incumplimiento del deber.
5) la somatización: con las disfunciones propias de cualquier mecanismo forzado más allá de su límite de rendimiento. La rigidez cervical, la crispación muscular, la delgadez y los trastornos gástricos son sus manifestaciones más habituales.
Aunque el síndrome pueda parecer exclusivo de quienes ejercen altas responsabilidades, se extiende a todas las clases sociales y ocupaciones; y resulta sorprendentemente habitual entre amas de casa. Al exacerbarse conduce a uno de tres resultados: la depresión, el colapso o la defección del deber, con el consiguiente abandono de responsabilidades.
Queda decir que, contra lo que habría hecho pronosticar su constitución frágil, Delia II soslayó todas estas derivaciones. Nunca desertó de su deber ni se derrumbó. Si padeció alguna especie de depresión, supo remontarla sin mengua de sus obligaciones. Sirva esta breve acotación de homenaje a esta forma de heroísmo, más exigente que el que hace ganar laureles en la batalla.” (Alexandre Gley, “La historia en el diván”)
La historia llama Paz Deliana al período de tiempo que se extiende entre 1312 y 1325. Fue precedido por otra etapa singularmente turbulenta de poco más de una década, con tres centros de interés: la vida privada de la reina, la guerra con Venecia y el inicio de las obras de la catedral.
Antes de asumir las funciones regias en 1302 Delia II se dejó llevar a un viaje por el extranjero. Encabezaban la escolta Roc Sayariz, Jave de Raquel y de Montes, y la abadesa de La Serrella, la griega Zoe; sin lugar a dudas la persona más influyente en la formación de la soberana.
“Era ella quien había inculcado a su pupila el sentido riguroso de los deberes que correspondían a una reina; titular de un poder vicario por la voluntad de Dios, que al final de su existencia le pediría cuentas del mandato. Combinado con el estilo propio de acometer los problemas, un tanto obsesivo y siempre apasionado, la amalgama representaba una sordina eficaz para la felicidad.” (Sally McClellan, “La sangre de las lincesas”)
También formaba parte de la expedición quien por entonces era un simple maestro de obras, Josep Ilderiz. Delia había decidido incorporarlo impresionada por la sensación de profundidad que, mediante la simple abertura de huecos en las jambas, había sabido transmitir al mazacote que era la fachada de la Seu Revella. Su misión durante el viaje había de consistir en observar y dibujar lo que estimara sugerente. La cumplió a conciencia. De paso se casó con la hija de un maestro normando, llamada Clara, cuyo apellido no pasó a la crónica. A estas alturas la historia no ha logrado elucidar qué parte de la futura catedral se debe a Ilderiz y qué parte a su esposa.
La ruta pasó por Roma, Burdeos y París, con las consiguientes visitas al papa, al rey de Inglaterra y al de Francia entre los banquetes, justas y brindis floridos que merecía la huérfana de una mártir de la cristiandad. Hubo una visita adicional al gran maestre de la Orden del Temple, de importantes frutos diferidos. En el Louvre, al acudir a la recepción del rey Felipe el Hermoso, medió un incidente notable.
“El rey tenía un mastín llamado Gog, como uno de los reyes malvados del Apocalipsis. A pesar del nombre y del tamaño descomunal era un animal muy manso, que jamás había gruñido a un cortesano. Sin embargo, cuando vio a Delia subir las escaleras ensangrentó los ojos, bufó y se abalanzó, derecho hacia su cuello. Sayariz y su espada Nerval no habrían llegado a tiempo, pero otra arma abatió al can con el espinazo roto. Pertenecía a un joven de mandíbula prominente y patillas sedosas llamado Michel de Brienne, descendiente de una familia de cruzados que ochenta años atrás había gobernado el reino latino de Constantinopla. Cuando Delia quiso recompensarle, el franco declaró que no había premio comparable a su sonrisa de gratitud.” (Cinta Azulay, “Ellos”)
La expedición regresó por mar. En el puerto de Marín, en Galicia, debía esperar a Delia el rey de Castilla Fernando IV, que le había sido prometido cuando ambos tenían siete años. Ni estaba allí ni dio la cara. Delegó en su madre María de Molina comunicar que el compromiso quedaba roto. El monarca pasaba un momento apurado, con su legitimidad discutida por los infantes de la Cerda, y si casaba con Constanza de Portugal conseguía un aliado mucho más valioso que la remota Alimnara.
Delia recibió la noticia en el mismo muelle. Aunque no conocía a Fernando, no pudo reprimir las lágrimas ante el desaire. Consternada, la castellana le preguntó que compensación deseaba; y en medio del llanto, sin pensarlo, Delia respondió que la costa que iba de Moraira a Altea y las tierras de su traspaís. María accedió fácilmente, porque no eran suyas; lo que condicionaba la entrega al éxito en la guerra que Castilla iba a emprender contra la corona de Aragón. Aquella improvisación, sobre el espigón de un remoto puerto gallego, iba a variar la historia del reino,
Delia cruzó la península, visitó la tumba de su bisabuelo Jaime I en Poblet y volvió a embarcar en Portfangós. Halló que su padre Jaume de Lavelanet había muerto. Se le había encajado el cuello en la horquilla de una rama demasiado baja mientras cabalgaba para visitar a su pastora; como si el destino, que había querido ahorcarlo de la morera del Castillo Azabache, hubiera cobrado su crédito. Jaume había dejado dicho que bajo ningún pretexto debía retrasarse la ceremonia de proclamación. Obediente por naturaleza, Delia aceptó.
“Delia se sintió obligada a reproducir la coronación tal y como la había diseñado su madre, así como a acudir a Els Atanços sin otra indumentaria que la camisa de azogue y la corona de ginesta, en su caso florecida porque el tiempo lo propiciaba. Aún era una mujer excelentemente proporcionada, sin la delgadez que con el tiempo la provocaría su régimen de vida, y si los cortesanos hubiesen podido expresar su opinión la aprobación habría sido unánime. La manifestaron a su estilo vociferando con entusiasmo el triple grito de ¡Reina!; pero ella no disfrutó la experiencia.” (Sally McClellan, “La sangre de las lincesas”)
También era el momento para que el nuevo estandarte personal fuese izado sobre la torre del Alba. Delia lo eligió de color celeste, sin más contraste que de una delgada banda vertical blanca en su tercio derecho. Iniciando una tradición destinada a perdurar –lo que implicará una mutación cromática perceptible en el paisaje cada vez que cambie la reina-, muchos entusiastas pintaron de azul claro las puertas y contraventanas de sus casas. En aquel momento era una manera de proclamar que estaban cansados de la incolora regencia.
En los seis meses siguientes la reina apenas salió de la Torre del Alba, encerrada junto a la abadesa Zoe, el arquitecto Ilderiz y la esposa de éste. Al terminar la clausura marcharon a Millena en busca del punto exacto en el que había caído el rayo que estuvo a punto de matar a Delia; a cuya luz Ályx II había tenido la visión de un templo colosal y de un féretro bañado de luz amatista. La obra de la catedral de Santa Lena iba a comenzar.
“És com un núvol ros que enyora el cel
i aixeca cap al blau la ingravidesa
que tempta, aferrissada en la contesa
de segles, deslliurar-se de l’arrel.
De nit rep els batecs muts d’un estel
amic i en la foscor el braç li tesa;
a l’alba, quan el sol naixent la besa,
de brises i de llum es trossa un vel.
Per dins és simfonia de cristall
que fa castells de foc a les vidrieres,
i font d’ombres daurades on alena
quelcom neguitejant, i aeri ball
d’arcs braus i de pilars fins com jonqueres.
Així és el llit on dorm la Magdalena[1]”.
(Lluis Jabay, “Ve’t l’atlanta”)
La construcción de la catedral va a ser una tarea de muchas generaciones, aunque ninguna se apartará del diseño inicial.
“Trácese una cruz latina, formada por el transepto y la nave principal, de doble extensión que aquél. En el punto medio de la intersección, rematada por la torre de la Lanza, se halla el altar sobre el sepulcro de la reliquia. Insértese la base en una gran rotonda con la forma de un diamante. La centra el cobricel, el toldo de piedra que cubre la cripta real. La convención le habría superpuesto una cúpula; pero el proyecto la reemplazó por un inmenso rosetón horizontal a guisa de claraboya. Vista a vuelo de pájaro, la planta de la catedral evoca un cometa.” (Miquel Llemay, “La atlante para todos”)
El material elegido fue la roca del Mont Ros, en tiempos de Delia una montaña recia, hoy un parque a las afueras de Millena, porque la construcción la arrasó en su totalidad. Se componía en su mayor parte de limonita, arenisca rica en hidróxido de hierro. De ella derivará la singular tonalidad dorada, que, en combinación con su elevación briosa hacia las alturas, valdrá al templo el sobrenombre de la Atlante rubia.
¿Para qué se necesitaba aquella edificación colosal? La respuesta guardaba relación con el cadáver incorrupto hallado en la cueva de Tierra Santa. Según la estimación común, la catedral había de guardar el cuerpo de María Magdalena.
“¿Pudo haber manipulación? Partamos de un hecho comprobado: Sayariz y sus acompañantes desenterraron en la cueva de Magdala el cuerpo de una mujer vestida de penitente. Pudo ser un hallazgo irrelevante; o un descubrimiento sensacional, capaz de relanzar el prestigio de Alimnara. ¿Qué iban a hacer aquellos hombres, patriotas y creyentes a ultranza? Como casi todo el mundo en su caso, asumir lo que les convenía. Una vez levantada la catedral y multiplicada la fortuna del reino, ¿iba a hallar consenso la iniciativa de un examen científico, dentro de los métodos de la época? ¿Cuál habría sido la reacción del pueblo devoto de su reliquia, la de los miles de peregrinos o la de los suscriptores de las cambiales de haber sabido que bajo el altar descansaba una ermitaña anónima, preservada de la descomposición por una conjunción casual de agentes químicos? Incluso las reinas y los obispos más escrupulosos podían descansar su conciencia en el hecho cierto de que, de mediar engaño, ellos ya no eran los autores sino sus víctimas. Hoy la prueba del carbono catorce desvanecería cualquier duda. Algunos de mis colegas universitarios la han solicitado, la Administración pública y la Conferencia Episcopal Alimnareña han mirado hacia otro sitio. Si dependiera de mi voluntad, yo mismo optaría por dejarla descansar en paz.” (Jofre Illariz, “Alimnara sin claves”)
“A la hora de afirmar la autenticidad de la reliquia es inevitable que medie un componente emocional; pero no es cierto que se hayan excluido las pruebas científicas. En 1971 una comisión de forenses examinó el cuerpo y dictaminó que no había explicación médica para su conservación. En cuanto a la prueba del carbono catorce, es sabido que mide el grado de destrucción del radiocarbono orgánico, que se desintegra a un ritmo conocido. No obstante, en un cadáver milagrosamente incorrupto todos los procesos de descomposición quedan detenidos y sus efectos sobre el radiocarbono no tienen por qué ser una excepción. La incorruptibilidad sin explicación médica implica una alteración del orden natural. En mi religión a este fenómeno se le llama milagro. Aparte las fuerzas divinas, sólo los santos pueden hacerlos. Por deducción elemental, una santa enterrada junto a Magdala tiene que ser la Magdalena.” (Miquel Llemay, “La atlante para todos”)
“Los etimólogos nunca se han puesto de acuerdo sobre el origen de la palabra Millena. Unos le dan origen romano, derivado de una tal Emiliana, otros acuden a derivaciones arábigas. En el antiguo idioma alteano no hay equivalente a nuestra noción de santo. Sin embargo quien lo reemplace por la palabra “mil” –sagrado, digno de veneración- no se alejará de la realidad. ¿Significa que el lugar se llamaba Santa Lena varios siglos antes de que llegase la reliquia? Hay que plantearlo, a título de hipótesis cuanto menos.” (Olaguer Ocariz, “El puente sobre los siglos”)
“Fuese quien fuese aquella mujer, sobre su tumba se levantó uno de los edificios más impresionantes del mundo, cumbre del arte arquitectónico. En torno a sus cimientos un reino diminuto prosperó hasta convertirse en una potencia cuyas posesiones dieron la vuelta a la tierra. Díganme si les parece poco milagro; y si es realmente importante qué cuerpo descansa bajo el altar principal.” (Jean-Claude Lally, “Les clefs de l’Alimnare”)
A regañadientes, porque había sido manifiestamente puenteado –pero le resultó imposible no entusiasmarse ante el proyecto- el obispo Szalveny bendijo la primera piedra el 7 de octubre de 1304. Sin embargo, faltaba por determinar una cuestión muy seria: quién iba a pagar la cuenta.
Delia había incorporado como consejero a Eleazar Selá, un hebreo instalado en Llíber. De su consejo derivaron las cambiales de la Magdalena.
“El mecanismo de las cambiales era muy sencillo. Se trataba de unos pagarés que vencían a la muerte del tomador. Sus herederos podían optar entre cobrar su importe con intereses o renunciar en beneficio del alma del difunto; lo que resultaba obligado si éste había impuesto la renuncia en el testamento. Aunque bastante dubitativo sobre la licitud del proyecto, el papa confirmó la indulgencia, a la vez que dispensaba de la prohibición canónica sobre intereses. Entre los miles de inversores repartidos por Europa sólo unos pocos atendieron al rendimiento financiero. Casi todos eran pecadores, que preferían el efecto de redención.” (Gemma Partagás, “Los javes en su contexto”)
Mientras tanto, Delia había cumplido dieciocho años y seguía sin compromiso. Tocaba abordar el tema de los pretendientes.
“La leyenda ha convertido este período de la vida de Delia en un desfile de aspirantes, sometidos a pruebas malintencionadas por una reina tan desdeñosa como la china Turandot. Sin embargo esta malicia era incompatible con el carácter de Delia, que siempre huyó del exhibicionismo. Simplemente ningún candidato le gustó.
La relación comprendió nombres ilustres como Federico de Estiria, dotado del prometedor alias de “el Bello”, o el infante castellano Juan Manuel, según el cronista tan pagado de sí mismo que sólo hacía comentarios a su propia sombra. El rey de Francia envió un embajador en nombre de su segundo hijo Felipe el Largo. A pesar del mote tenía diez años. Delia comentó que su propósito era tener niños propios y no criar los ajenos.
Felipe de Tarento, príncipe de Acaya e hijo del rey de Nápoles, con señoríos extensos en Grecia, llegó con una escolta de nobles francos. En ella, a petición propia, se había integrado Michel de Brienne.” (Cinta Azulay, “Ellos”)
Era aquél cuya espada años atrás, en las escaleras del Louvre, había librado a Delia del ataque del perro. La reina leyó su nombre en la lista de invitados.
“Y a ella misma le sorprendió el brinco impetuoso de su corazón. A los postres de la cena que despedía a la embajada napolitana, la reina se puso en pie; ante la extrañeza de los súbditos, que la sabían poco partidaria de las alocuciones en público. Felipe de Tarento ufanó su postura, convencido de que iba a ser el novio. Sin embargo, lo que Delia anunció fue la institución de la Banda del Mastín; la más alta condecoración de sus dominios, concedida a quienes salvasen la vida de una reina de Alimnara. Michel se arrodilló donosamente para que Delia le colgase del cuello el distintivo, una cinta albiceleste de la que pendía un colmillo de oro. Después lo apretó contra su pecho mientras los presentes golpeaban el pomo de sus espadas.
Desde un rincón de la sala llegó una voz discrepante. Correspondía a Sayariz, celoso de Michel desde que se le anticipó para golpear al perro. Alegó tener más merecimientos que el franco, por haber salvado muchas veces la vida de Ályx II. Muchos alimnareños presentes en el convite emitieron murmullos de aprobación. Entonces Michel quebró el colmillo y ofreció la mitad al Jave. Hubo un silencio muy tenso, por si la reina juzgaba ofendida su autoridad. Delia asintió, sonriente; y la Banda del Mastín pasó a contar con dos miembros. (Cinta Azulay, “Ellos”)
El franco partió al día siguiente con su embajada. Sayariz se quedó; pero desde ese día aún se hizo más patente que disgustaba a la reina. A Delia le ofendían sus modos de matasiete y su ostentación permanente, tanto de los títulos como de las amantes sucesivas –al fin y al cabo su esposa, Constanza Iluniz, era una de las damas de más confianza de la reina-, la última el ama de llaves del Castillo Azabache.
“En 1978 el departamento de Anatomía Patológica de la Universidad de Laguar examinó los restos de los Sayariz, padre e hijo. Concluyó que fueron auténticos brutos, con una estructura más taurina que humana, rayados por cicatrices que habrían hecho cecina a cualquier mortal ordinario.” (Gemma Partagás, “Los javes en su contexto”)
En ese contexto, sin aviso previo –en terminología moderna se hablaría de una guerra preventiva-, Venecia atacó.
[1] “Es como una nube rubia que añora el cielo / y eleva hacia el azul su ingravidez / que intenta, empeñada en una contienda / de siglos, librarse de sus raíces. / De noche recibe los latidos mudos de una estrella / amiga y le tiende el brazo en la oscuridad; / al alba, cuando la besa el sol naciente, / se teje un velo de brisas y de luz. / Por dentro es sinfonía de cristal / que hace castillos de fuego en las vidrieras, / y fuente de sombras doradas donde alienta / algo inquietante, y baile aéreo / de arcos bravos y de pilares finos como junqueras. / Así es el lecho donde duerme la Magdalena”.