Finales de verano de 1944. Campo de prisioneros de Fort Devens. Massachusetts. Estados Unidos. Atrás dejaba dos años de guerra en Europa, cuando salí hasta la barandilla de mi barracón, encendí un Camel y aspiré profundamente. Un mar de barracones de madera se extendía ante mi vista. En aquel instante sentí un inmenso sosiego, a la vez que me invadía un infinito sentimiento de ternura, una especie de cálida nostalgia, hacia la mujer que había dejado al otro lado del Atlántico….
Todo había empezado, sin embargo, un lejano dos de enero de 1942, cuando después de recoger la maleta en casa de mi tía, en la calle Diputación de Barcelona, partí a la mañana siguiente desde la estación del Norte. Pocos días antes había muerto en accidente de aviación la actriz norteamericana Carole Lombard, y los británicos habían conquistado el paso de Halfaya, en el Norte de África, capturando a más de 5.000 alemanes. Y hacía apenas un mes, concretamente el 7 de diciembre de 1941, que los japoneses habían atacado por sorpresa Pearl Harbour y habían precipitado la entrada de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial.
Desde la ventanilla del tren veía empequeñecerse la esbelta figura de Toni, mi novia, a quien había conocido hacía apenas un par de años en Barcelona, y que me decía adiós con la mano desde el andén de aquella estación, ejemplo destacado de arquitectura ferroviaria, gracias a su impresionante estructura de hierro y cristal de principios de siglo, y cuyo vientre daba cobijo a las humeantes locomotoras y a un incesante tráfico de viajeros y mercancías que llegaban y partían de la ciudad gris, que se desperezaba bajo un tímido sol de invierno.
Viajé toda la noche hasta llegar a Irún. Y una vez allí, encaminé mis pasos hacia la primera taberna que encontré abierta. En medio de aquellos vascos afables y alegres, sentí una enorme tristeza y unos deseos irrefrenables de dar media vuelta y volver a casa. Pero era demasiado tarde. Todo estaba ya decidido. Y empezaba a intuir, aunque tímidamente, el lío en el que me habían metido. Allí empezaría, pues, una aventura, si así puede llamarse, que para mí iba a durar siete años. Siete largos años en los que en el mundo se vería sacudido por la guerra, que cambiaría el destino y la suerte de infinidad de seres humanos, además de otras muchas cosas.
Mi vida también cambiaría y se vería convulsionada por aquella guerra que había empezado tres años antes y en la que me vería envuelto como resultado de poseer la nacionalidad alemana por el simple hecho de que mi padre había nacido en Neustadt, una pequeña población de la Selva Negra, situada en el suroeste de Alemania, en el estado de Baden-Württemberg.
A principios del siglo XX, concretamente en 1913, mi padre había dejado Alemania para empezar una nueva vida en la ciudad de Lleida, llevado por su espíritu aventurero, pero atraído también por una oferta de trabajo de la Sociedad Ibérica del Ázoe, una empresa dedicada a la obtención de abonos nitrogenados que había levantado una gran fábrica en Vilanoveta, a poco más de 3 kilómetros de Lleida, ciudad donde conocería a mi madre, Rosario García, natural de Zaidín, un pequeño pueblo de la comarca del Bajo Cinca, en Aragón y en la orilla izquierda del río Cinca. Así pues, por dicha razón toda la familia disfrutábamos de pasaporte y de la nacionalidad alemana.
Por ese mismo motivo, años más tarde, cuando estalló la guerra civil española salimos en calidad de refugiados del puerto gerundense de Sant Feliu de Guíxols a bordo del destructor alemán Leopard, que se hizo cargo de la colonia alemana de esa población de la Costa Brava, donde mi padre había recalado poco antes de iniciarse la década de los años veinte, seducido por la floreciente industria del corcho, como otras muchas familias de origen alemán, algunas de las cuales habían llegado a Sant Feliu a finales del siglo XIX para trabajar en empresas con nombres tan exóticos para la época y el Ampurdán como Bender, Séller o Greiner, entre otros. Mi padre pues, trabajaría durante un tiempo para la firma de Hijos de A.H. Bender, un linaje germánico vinculado al negocio del corcho y originario de la población bávara de Frankenthal.
Así, en agosto de 1936, poco después de dejar Sant Feliu, zarpamos del puerto de Barcelona con rumbo a Génova a bordo el trasatlántico alemán Oceana. Posteriormente junto a otros miembros de la colonia alemana de Cataluña residiríamos un tiempo como refugiados en la Alemania de Hitler.
Recién acabada la guerra civil española, mis padres y mis hermanos, Carlos y Rosarito, volvieron a España, pero yo todavía permanecí nueve meses en el Servicio de Trabajo, en la localidad de Koenigswinter, a orillas del Rhin, a causa de las presiones de un amigo de la familia, que ejerció su influencia y convenció a mis padres para que entrara a formar parte de la organización paramilitar alemana.
El Servicio de Trabajo del Reich, -Arbeitsdienst en alemán-, había sido creado por el gobierno en 1932 y era un programa pensado para combatir el paro entre los jóvenes de dieciocho a veinticinco años, que éramos utilizados en la construcción de distintas obras públicas. Mientras estuve en dicha organización colaboré en la limpieza de bosques enteros, sacando árboles talados y arrancando las raíces de los mismos para luego convertir aquellos terrenos yermos en campos de cultivo para los agricultores con quienes celebrábamos una gran fiesta cuando finalizábamos la tarea y les entregábamos sus nuevos campos de labranza.
Empezábamos a trabajar a las 8 de la mañana, después de formar en el campamento con nuestras palas y otros utensilios de trabajo. La jornada laboral duraba hasta el mediodía. Y un poco antes de esa hora nos servían te caliente con ron para que repusiéramos fuerzas. Por la tarde la dedicábamos al deporte y también recibíamos adoctrinamiento político.
Al final de ese periodo estuve aquejado de ictericia y fui trasladado a un hospital de Heidelberg hasta que mejoré un poco de mi dolencia. Más tarde, y poco antes de embarcar en Génova, pasé unos días en Sttutgart, donde un día, vestido con el uniforme del Servicio de Trabajo entré en un cabaret, donde al oír tocar una pieza de swing no pude resistir la tentación de ponerme a bailar claqué. Pero pronto me di cuenta de que vestido con el uniforme del Servicio de Trabajo, y bailando al ritmo de aquella música endiablada llamaba demasiado la atención y corría riesgo de que me detuvieran si entraba en el local alguna patrulla o la policía. Así que al cabo de unos instantes, y ante las miradas extrañadas del numeroso público de aquella sala decidí salir de allí sin pensármelo dos veces.
Finalmente, llegué a la ciudad de Génova donde debía embarcar con rumbo a Gibraltar, esta vez solo y a bordo del espléndido trasatlántico italiano Rex, construido en esa ciudad italiana en 1931, y botado en presencia del rey Vittorio Emmanuel y de la Reina Elena, y que en 1933 había conquistado la Banda Azul (Blue Riband) en un viaje hasta Nueva York que lo acreditaba como el trasatlántico más rápido en cruzar el Atlántico, aunque el título le sería arrebatado dos años más tarde por el Normandie francés.
Antes de emprender viaje hacia Gibraltar, donde me esperaba mi padre, que por aquel entonces había sido contratado para trabajar en una empresa corchera de Algeciras pasé tres días alojado en una vieja pensión genovesa frecuentada por marineros y vagando por las calles de la bella ciudad italiana, antigua potencia naval que había rivalizado con ciudades como Venecia, dominando los mares durante más de 70 años en el siglo XI y que luego en el siglo XVI se vería beneficiada del comercio con América con la llegada de metales preciosos a su puerto.
Embarcado ya en el majestuoso Rex, que sería requisado por los alemanes en 1943 y hundido en la bahía de Capadostria, en el Mar Adriático por la aviación británica, conocí a una bella joven italiana, Regina, una chica de mi edad, con quien pronto trabé amistad. Nos habíamos conocido instantes antes de embarcar mientras hacíamos cola para acceder al navío. Tanto ella como yo viajábamos en clase turista, pero al cabo de pocas horas de estar embarcados ya recorríamos de punta a punta aquel mastodonte flotante de casi 300 metros de largo.
Al cabo de un par de días de navegación por el Mediterráneo, cualquier lugar y cualquier recodo de aquella inmensa nave era bueno para besarnos, para sentir la brisa del mar en nuestras pieles jóvenes y ardientes. Aislados en aquel barco, el tiempo corría despiadadamente. Y aquel frenesí solamente se acompasaba un poco cuando llegaba la noche y cierta tranquilidad se apoderaba del barco que surcaba el Mediterráneo bajo la luz plateada de la luna, aunque las fiestas, los bailes y la música no paraban de amenizar al pasaje en los rutilantes salones interiores de aquella nave, que disponía de dos piscinas exteriores, siempre concurridas, con parasoles de colores y docenas de personas tomando el sol y bañándose. En ocasiones cogíamos alguno de los ascensores que nos llevaban a la planta donde se encontraba el cine y el teatro. O bajábamos por las espectaculares escalinatas que daban acceso a primera clase, cuando todavía estaban preparándolo todo para la cena. Aquel barco con más de 2000 pasajeros era como una pequeña ciudad de ensueño, orgullo del régimen italiano, y que el director de cine italiano Federico Fellini haría aparecer surcando el mar en mitad de la noche iluminado por cientos de bombillas, en una de las escenas cumbres de su filme “Amarcord”, ganadora del Óscar a la mejor película extranjera en 1974.
Poco antes del final de la travesía Regina me propuso que continuáramos juntos el viaje hasta Nueva York, para luego seguir hasta San Francisco, donde me dijo que la esperaba parte de su familia. Durante los últimos días de travesía estuve dudando de si continuar el viaje hasta América, y dejarlo todo por aquella chica italiana, de cabello castaño claro, ojos verdes y una sonrisa luminosa que me provocaba una sensación muy especial en la boca del estómago, y que acrecentaba en mí el deseo infinito de tenerla entre mis brazos y sentir el olor de su piel. Pero mi padre me esperaba en Algeciras y no tuve arrestos para dejarlo plantado allí. Quedamos con Regina que cuando llegara a América me escribiría, pero jamás volví a saber nada de ella. Aunque a menudo todavía vuelve a mi mente aquella sonrisa que me tenía subyugado. De haber continuado el viaje hacia el país de las oportunidades mi vida seguramente hubiera cambiado por completo y quizá me habría ahorrado ir a la guerra. En Algeciras pasé el examen médico exigido por las autoridades alemanas que ya me habían llamado a filas. Poco tiempo después, y ya desde Barcelona, emprendería el viaje hacia una Alemania en guerra