EL ENCUENTRO
Año 512 del Gran Imperio (2575 A .D.). En algún lugar remoto de la provincia china del Sinkiang.
Cuando llegué al enclave de M. para morir todavía era muy temprano y el sol madrugador lucía su impertinen- cia amarilla ante mis aletargados ojos como una moneda de oro inglesa de 1 soberano, y aun desde allí parecía hacerme un guiño el perfil aristocrático y fondón del crápula de Jorge IV, protector de escritores y artistas. Aunque por su cara de repollo pulido bien pudiera tratarse de Peter Ustinov, célebre actor que había representado ese papel en una conocida pelí-cula1. Las carantoñas del ladino incitaron mi sed a aquellas horas, una sed machacona, con un puntito de sal en la len-gua, por lo que acudí a mis reservas y bebí con delectación el reconfortante zumo de las montañas, trasvasado con celo a una garrafa veinticuatro horas antes en las faldas del Kongur, y guardado amorosamente en una bolsa con cierre de crema-llera junto al depósito de gasolina de mi motocicleta Triumph, réplica de una Tiger Hundred de 500 c.c., utilizada por la policía inglesa a finales del milenio II. Traía las guante- ras llenas de cachivaches y porquerías, y el portaequipajes ati-borrado de inútiles herramientas, ropa sucia y unas botas de caminante que habían hecho de las suyasmillas atrás en la vieja Mesopotamia. Tantos trastos molestos para mi zozobra constituían el único capital y no veía llegada la hora para per-derlos de vista. Mal aconsejado por los escasos directorios ______
1. Alude sin duda el autor al film norteamericano Beau Brummell (N. del T.).
conservados incólumes, tras la vandálica quema de la Biblio- teca de Alejandría por las hordas imperiales, llevaba conmigo abundantes provisiones de arroz rojo y verde, guisantes, li- chís, mantequilla fundida (de leche de vaca), harina de trigo, galletas a rebosar, incienso de concha y de nardo, veinte tro-zos de almizcle y dos libras de alcanfor. Pero, aunque fiel hasta este punto, mi candidez no llegaba a tanto, así que hice un corte de mangas al resto de las recomendaciones del au-tor de los Relatos del viaje por Oriente, el monje chino del siglo VIII Chang Cheng, o Ch’ian Chen, Xiang Chen, Jianzheng, o sabe Dios cómo (los nombres chinos son así de simpáti-cos), quien se hacía acompañar de un biombo con bocetos de las ceremonias públicas de cada mes y otro en el que esta-ban representados los movimientos de los diversos cuerpos celestes y un dosel que debía ser utilizado por el bodimanda- la y catorce estandartes con gemas preciosas y ocho paraso-les de mano, y qué sé yo. Mucho menos me dediqué a rebus-car, remedando al maestro, ni siquiera en facsímiles, ejempla-res de los sutras Guna Karandavyuha, Dãna-Pãramitã o Dãna-Sannipatã (espero que en su infinita bondad me lo haya perdonado).
Como tampoco presumo de comodón, desdeñé por esta vez los refinamientos de sir Clarmont Percival Skrine, cónsul británico en Kashgar, capital del Turquestán chino, allá por los años veinte del siglo que acunó la televisión, quien paseaba a caballo por la provincia haciéndose escoltar por una caravana de camellos, en cuyos lomos acarreaba un cuarto de baño ambulante con su bañera de encargo, reci-pientes para calentar el agua, completo equipo de aseo, me-naje de cocina, el lecho más confortable de campaña con colchones modelo Rurki, víveres en abundancia, mesas de escritorio, las mejores tiendas plegables de los bazares de Tashkent, cocinero, pinches, ayuda de cámara, palafreneros y séquito.Así que finalmente, olvidándome de todos ellos, pu-se por mi cuenta abundante dosis de colonia de Thierry Mu-gler y algún que otro queso del Piamonte a mi paso por Tu-rín. No seguí en esto los consejos de Francesco Pegolotti, el mercader florentino trecentista, que recomendaba proveerse de harina y pescado para veinticinco días, ni mucho menos me dejé crecer la barba. Le hice caso, en cambio, a propósito del itinerario que describe en su Prattica della Mercatura, y que burla burlando me había traído hasta los confines del Asia Central (hice abstracción, por supuesto, de las largas jorna-das establecidas en función de las lentas marchas de bueyes y carretas, mulos o camellos, y naturalmente no tuve que hur-tarme al peligro de los mongoles, activos en el siglo XIV; pe-ro, a falta de mejores consejeros, aquellas descripciones ran-cias me sirvieron de gran ayuda, amén de un rimero de ma-pas del ejército austríaco, de 1874, más fiables que toda la basura cartográfica posterior condicionada por los intereses ocultos de las sucesivas tiranías).
Qué gran suerte para el mundo –o lo que quedaba de él– haber salvado la biblioteca del museo Guimet, de París, tras la terrible purga y quema de libros llevada a cabo por el emperador Sheng Shih-tsai al final de la guerra de unifica-ción del año 49, ayer como quien dice. Nunca les agradecere- mos bastante a Monsieur Ducrocq y a su esposa Catherine su astuto gesto de suplantar los valiosos ejemplares por no-velones de lance apresuradamente sustraídos de la rive gauche para confundir a los incendiarios. ¡Dios los tenga en su glo-ria! Fue así como se perdieron para siempre las aventuras de Fantomas y otros personajes de su calaña. Pero, como luego se verá, la antigua Galia siguiendo al resto del mundo se esta- ba despoblando, por lo que cuando crucé el Canal de la Mancha nadie me salió al camino hasta que llegué a la capital del Sena. Ristras de automóviles descascarillaban sus gasta-das carrocerías en la avenida Kleber, una pareja de almas en pena tostaba al sol sus arruinadas barrigas en los bajos de la Torre Eiffel; bajé a hacer un pis en los túneles del metro de Iéna, de paredes color crema y carteles del Cantón del Valais, Saint-Moritz y otros reclamos turísticos, donde a la escasa luz de una lámpara de carburo rendían cuentas a Morfeo cuatro estantiguas encerradas en los calabozos de la miseria, así que salí corriendo, aparqué mi moto a la puerta del mu-seo y troté hasta el vestíbulo donde se apolillaba un conserje de rostro de jíbaro con más años que la Columna de Traja-no, evadido sobre un gran códice de seis pulgadas y pergami- no color tibia del faraón Seti II o algún machote de su estir- pe,quien absorto en sus lecturas apenas reparó en mi pre-sencia. Crucé ante un Bodhisattva de madera al que faltaban los brazos y apoyaba su cuerpo tullido sobre la pierna iz-quierda, dando paso a una sala en que compartían ostracis- mo figuritas imberbes de Budas macilentos y arrugados con caras de no haber roto un plato. La biblioteca atesoraba los escasos libros escapados a la quema, más valiosos ahora en que las bases de datos sustentadoras de los artilugios digitales y electrónicos venidos al mundo cuando Pink Floyd tocaba The Wall yacían sepultadas en el cementerio de elefantes de la memoria sin posibilidad de resurrección. Tomé cuatro notas volando sobre los confines del Gran Imperio adonde dirigía mis pasos, y salí corriendo. Junto al teatro de la Ópera, me-dia docena de sustitutas de Irma la Dulce, escapadas del mercado de Les Halles, consumían la vela de sus soledades saldando amores de estropajo a 20 francos la pieza. A falta de espontáneos del trinque, si el Fantasma de Gastón Leroux no les echaba una mano, condenadas quedaban a vestir san-tos. En el 171 del bulevar Montparnasse humeaba el soplo amarillo de manzana reineta de Paul Cézanne a través del portón renegrido de La Closerie des Lilas, donde compartió tertulia con tantos ilustrados de su tiempo, pero no era más que humo. Ay, París, París, ¡ya ni París nos quedaba! Aceleré el motor de 4 tiempos y, por la ruta del cruzado Roberto de Normandía, en siete misas cantadas llegué a las puertas de Roma, capital del pequeño estado de Nova Latina, donde una tumba de mármol en San Pedro aguardaba a que el papa José María III se dispusiera a entregar el alma. Dos siestas bien cumplidas me acercaron al Bósforo, y tras un cúmulo de penalidades me encontraba presto a seguir los pasos de Marco Polo, el inquieto.
La vieja carretera, la Oil Road, para entendernos –el itinerario que a mediados del siglo XXI había sustituido a la legendaria Silk Road, la ruta de la seda, que unía Pekín con la capital de los césares, y por donde se llevaba hasta Occidente el petróleo del Takla Makan–, aparecía resplandeciente y ten-tadora, con sus doscientos pies de anchura y tres carriles por mano, libre, toda para mí solo, con sus estaciones de servicio cada cinco millas, francas y a rebosar. ¿Cuántos decenios lle-varían de abandono ahumadas por el polvo del desierto? Po-día detenerme cuando se me antojara, servirme a fondo sin guardar colas engorrosas, sin pagar aranceles, sin rendir cuentas a ningún expendedor picajoso de mirada asesina, de esos que, creyendo venderte un jamón, te ofrecen latas de Ripenil por cuatro cuartos.Así que, antes de llegar a M. en las últimas etapas de mi viaje, me paré una vez más en mitad del desierto –no hace falta decir aquí que el Kizilkum es el de-sierto más aburrido del mundo–, bajo aquellas ambigüedades blanquecinas de tonos mustios que surcaban el azul dormido de la mañana hacia el disco áureo, arrastradas por el arenoso viento del Pamir como galeras en el océano, igual que en ciertos tapices flamencos soplaba el fuelle de Céfiro sobre Febo, para que la nariz de aguilucho de don Luis de Góngo-ra pudiera husmear rimas altisonantes, escribiendo: cuando sa-cudir siente del soberbioAquilón con fuerza fiera, y ocurrencias por el estilo.
Tiré millas y más millas, y, tras dejar atrás las ruinas de Bukhara, me detuve en Samarkanda, donde una pareja de viejecitos desaliñados, y algo cascarrabias, me hablaron de M., el último reducto conocido con una colonia estable. Lo que restaba de las pocas familias sobrevivientes había emi-grado hasta allí y los abueletes se habían quedado solos en su humilde cobijo, sin otro valimiento.Me confiaron su propó-sito de resistir junto a los pocos enseres que atesoraban en su pequeño habitáculo: una mesa camilla apenas cubierta con un kilim añejo en que aparecían tres guerreros mongoles con cascos de vikingo, traído de Khiva en la época del esplendor petrolero, bajo el que asomaba un brasero de cobre, a la es-pera de las crudas veladas invernales; un samovar de hirien-tes reflejos dorados, venido quién sabe cuándo de la lejana Orenburg en tiempos de la colonización rusa (obsequio, tal vez, de algún bodorrio remoto); un catre de madera apolilla- da; sinfín de alfombras antiguas de las veteranas artesanías del país; un diván turco, cuyos glaucos cojines, orondos y excesivos, recordaban a un campo de coles; pero el encanto de la morada lo constituía su patiecito interior, con una hi-guera antañona y un, no menos moceril, valetudinario pozo al pie, de rústico brocal, sobre el que pendía una maroma desgastada por el uso con un cubo de latón en el extremo. Bajo un emparrado del fondo, junto a la puerta, una cotorra siniestra y mal encarada se pasaba el día berreando un estri-billo pegajoso: rrro, rrro, rrro, tócame los huevos…
–Fue el obsequio de Baldomero Chumpitaz, marine-ro sudamericano que iba de paso para Pekín.
–Claro.
Estaba la casita en las afueras sobre un pequeño re-pecho que sube a Shah i-Zinda, desde donde aún se veían las restauradas cúpulas de la mezquita de Bibi Khanum y sus minaretes de azulejos verdosos con textos coránicos. Los ru-sos habían hecho una gran labor en el lejano 1930 recupe- rando parte de los monumentos que levantara el gran Timur, a finales del siglo XIV. Ahora todavía lucían erguidos y desa-fiantes, pese a todos los agravios infligidos por sus continua-dores. No gozaran de igual suerte los barrios modernos y, aun su tardía reconstrucción tras los asaltos de las hordas, se hizo deprisa y corriendo, dándose así la incongruencia de que las primitivas edificaciones se mantuvieran en pie a po-cos pasos de los semiderruidos hogares de sus derechoha- bientes, aquel conglomerado de casuchas marginales y ver-duleras, con olor a gas metano, a manteca de cerdo.Me con-sideré afortunado por poder introducirme en los desvanes de la Historia, allegándome a la Samarkanda de los sabios y los guerreros, del ínclito Tamerlán y del conquistador Alejandro. Se desplegaba frente a mí la plaza del Registán, tan legenda- ria e irreal como el escenario de cartón piedra para una ópera de Glinka, a un paso de los cascotes y cenizas de la ciudad moderna, felizmente devastada en loor a la incuria de sus ha-bitantes.Hasta la cercana colina, que se alza más abajo, se había allegado en los albores del siglo IV, a. de C., el guerre-ro macedonio, tras derrotar al monarca persa Darío, en su afán por dominar el mundo circundante –allá yvan losgrifos do el Rey se quería, que cantó el vate castellano.
En el fondo, Alejandro no dejaba de ser un pijito ti-mido, de mirada lánguida, cabello crespo y busto de mármol que, por alguna razón misteriosa, Lisipo, o sus copistas, o sus imitadores, o la madre que los parió, habían dejado para mayor gloria del Museo Británico. Así que nunca pude en-tender cómo aquel adonis relamido había derrotado al terri-ble Spitamenes, jerarca de Sogdiana, conquistando Maracan-da, como se llamaba entonces, en donde el jefezuelo trans- oxiano acostumbraba a pasar los veranos, como harían en otro tiempo los rentistas en Baden Baden.Insatisfecho con su enésima victoria, siguió el joven sucesor de Filipo su rosa-rio de trifulcas, esta vez con un nuevo rival, el caudillo Oxyartes, bregado perdiguero, quien viéndole las orejas al lo-bo estepario que se le venía encima, empleó armas más suti-les consiguiendo trocar las acometidas sangrientas de las fa-langes griegas por los mansos combates del tálamo de plu-mas, enviando al incipiente galán a bregar en el lecho con su hija Roxana (prueba de que no se chupaba el dedo el caudillo sogdiano es que acabó sus días como sátrapa de Paropamisa- dae, la misma demarcación, según Esquilo, en que Vulcano encadenó a Prometeo).Era el año 328 a. de J.C., y, sólo cin-co primaveras después, el hijo del rayo moriría por azares del destino, de unas malhadadas fiebres, en Babilonia, sellando así su papel en aquella tragedia griega. La mala pata que acompañaba a los héroes de Sófocles no permitió al invenci-ble Sikander, como lo conocieron los persas, encontrar el “agua de la vida”, imprescindible a los campeones.