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Primer capítulo
El mensaje
Voy a tratar de poner en orden mis pensamientos retrotrayéndome en el transcurrir de los hechos y quizás así consiga entender y aceptar los hechos tal y como ocurrieron.
Cuántas veces habíamos hablado del tema con la tía Elvira. Era algo recurrente, sobre todo para ella que invariablemente lo instalaba para el debate en cada conversación o reunión familiar, aún cuando no tuviese nada que ver con el momento ni la ocasión y aunque generase, cada vez más, el rechazo de casi todos, quizás por la constante, imperativa e improcedente intromisión y tal vez también por lo lóbrego y hasta morboso de la cuestión; a tal punto que en los últimos tiempos solo yo quedé como escucha y confidente de lo que para ella constituía, ahora me doy cuenta con el tiempo; una obsesión.
Al principio lo tomé como una broma, una opinión o postura que ella insistía y se esforzaba por establecer o aclarar, pero a medida que fue envejeciendo (que todos fuimos envejeciendo), sus manifestaciones al respecto fueron haciéndose más pasionales y casi obtusas, que era lo que provocaba el descontento que llevaba al desaire y luego al aislamiento por parte del resto de la familia, incluido su propio hijo. Yo entendí entonces que era mucho más que una declaración o una creencia, era una preocupación, una inquietud que se iba transformando en angustia y que transmitía, por lo menos así yo lo creía, una necesidad de ser escuchada, atendida y entendida.
A la tía Elvira la desvelaba todo lo relacionado con la llamada muerte aparente.
La tía Elvira tenía miedo de ser enterrada viva.
De donde venía esa idea, nunca lo supe; si había sufrido alguna experiencia traumática o vivido algún caso cercano ella no lo decía ni explicaba, pero mis sospechas ante su actitud tan manifiesta, apuntaban para ese lado.
Proveníamos de una familia de inmigrantes españoles y si bien ella había nacido acá, sus padres, mis abuelos; traían una cultura de viejos pueblos de montaña de aquel país, que bien podría ser la procedencia u origen de leyendas o mitos relacionados con el tema que tanto inquietaba a la tía Elvira.
De todas maneras, nadie en la familia supo darme datos ciertos o referencias puntuales al respecto que hubiesen provocado ese interés extremo y su casi obstinación por todo lo asociado con la cuestión.
Quizás fuese algo muy personal, íntimo de mi querida tía que a medida que pasaba el tiempo, se agudizaba paranoicamente, podría decirse.
Después que superó los setenta años, su desvelo, su obsesión, se transformó en manía y se manifestaba cada vez más angustiada, hasta con un cierto dejo de pánico. Solía encontrarla tan agobiada y afligida en cada visita, que ahora con el tiempo y lo ocurrido lamento que hayan sido tan pocas y espaciadas; que la escuchaba y trataba de consolarla ante el desdén y la desconsideración de todos los demás, que tomaban su dramática problemática como cosas de vieja.
Pero su intranquilidad, su neurosis como muchos la catalogaban, me afectaba y preocupaba pues comprendía sus miedos y temores y realmente la sentía muy cerca en el afecto incondicional que le profesaba; recíproco, debo acotar, quizás por el hecho de que haber perdido a mi madre hacía tiempo, me había acercado más a ella que a su vez me había considerado desde entonces, no me cabe duda alguna, como su propio hijo.
Así fue que me encargué de acompañarla a su médico de cabecera quién, comprendiendo también sus necesidades y ante mi insistencia, autorizó y la hizo someterse a todo tipo de estudios y análisis tendientes a diagnosticar tempranamente cualquier tipo de anomalía o falencia que pudieran justificar de algún modo, sus dudas y temores. Y efectiva y felizmente, con los medios más modernos, se descartaron problemas neurológicos o cardíacos que pudieran desencadenar estados tales que enmascarasen eventuales estados de muerte aparente.
No había factores genéticos ni hereditarios, no aparecían indicios patológicos de afecciones asociadas, ni arterosclerosis, ni problemas de circulación sanguínea, ni Parkinson incipiente o Alzheimer, ni alteraciones cerebrales; estaba todo normal, más allá de los achaques y deterioros lógicos y esperables a su edad.
Sin embargo nada lograba convencerla y su obsesión aumentaba amenazando con convertirse en delirio y afectar su cordura. A esa altura de los acontecimientos su temor no se refería a una situación probable, sino que lo visualizaba como una tragedia inevitable, como una cita con un destino impostergable e ineludible.
Era una mujer inteligente aún con la escasa educación recibida, y, ávida lectora, se había interiorizado sobre los tópicos sobresalientes del tema y hasta había recopilado información sobre casos sucedidos y descriptos en diferentes publicaciones de otra época que, en su monomanía, recordaba y ciertamente padecía.
Ante su situación yo también había procurado información referencial y así pude desasnarme y aprender bastante sobre el particular tema.
Lo primero que surgía asociado con la muerte aparente era la patología conocida como catalepsia.
La catalepsia es un estado morboso caracterizado por la rigidez cerúlea de las extremidades, que pueden ocupar diferentes posiciones mantenidas durante un tiempo (cuerpo rígido e inmóvil), por la no respuesta a los estímulos, el pulso y la respiración se vuelven lentos y la piel se pone pálida. Todos estos síntomas dan una clara relación con la muerte, y lo peor es que estas condiciones se pueden dar hasta por meses. Estos casos sin duda alguna simulan una muerte perfecta, el pulso y la respiración son apenas perceptibles y salvo que se haga un encefalograma es muy difícil determinar si alguien ha muerto realmente.
La catalepsia es un síntoma de algunos trastornos nerviosos o condiciones tales como la enfermedad de Parkinson y la epilepsia y en algunos casos aislados los episodios catalépticos también pueden ser desencadenados por un shock emocional extremo.
Muchas veces este estado ha llevado a creer que la persona que padece un ataque de catalepsia ha fallecido, y se ha llegado a enterrar a personas que aún estaban con vida, pero no demostraban signos vitales, y han sido muchos los casos de exhumaciones de cadáveres en los que el fallecido aparecía mostrando síntomas de haber despertado en su ataúd y su sufrimiento evidenciaba que algunos de ellos habían intentado incluso suicidarse.
Los húngaros, por ejemplo, tienen una costumbre, fruto de su obsesión por los no-muertos (Briscolakas), y durante los velorios, en determinado momento la abuela de la familia clava una larga aguja en la planta del pié del fallecido; si la sangre sale carmesí, de un rojo vivo, se sabe que es un cataléptico.
Había existido gente que, colocados en la bóveda familiar lograban romper parte del ataúd, entonces al entrar el aire pero no poder salir por estar empotrados en esas especies de estanterías mortuorias, padecían gritando, llamando infructuosamente y clamando por una ayuda que nunca llegaba. Las fuerzas flaqueaban y al final, a veces hasta una semana después, morían de hambre y principalmente de sed, luego de estropearse el hígado bebiendo su propia sangre.
Estaban también los ignotos que eran enterrados y si su cuerpo se momificaba, como pasa en muchos cementerios, por saturación de la tierra o por remedios o alcohol que ingería el muerto, se notaba algo raro cuando, al exhumarlos, la momia estaba boca abajo, clara muestra del padecimiento terrorífico sufrido.
Trataba de imaginarme a alguien que se despierta de repente como si hubiese estado dormido o drogado y se encuentra encerrado en un ataúd sin poder moverse, dándose cuenta de que lleva puesta una mortaja y lo han supuesto cadáver y lo han enterrado vivo; el pánico debía ser total, gritar y llorar hasta resignadamente aceptar la situación y rezar o perder literalmente la cordura hasta morir realmente.
¿Cómo no iba a estar tan angustiada y casi desesperada la tía Elvira, independientemente de la validez de su desvelo?; y menos mal que no tenía acceso por sus propias limitaciones a Internet, pues toda esa información la hubiera predispuesto peor.
Cerca ya de cumplir los ochenta años y a pesar de una bastante buena salud con las dolencias lógicas de esa edad por supuesto, su manía se hizo desesperación y recurrió cierta vez a mí, consternada, para que le prometiese que cuando llegase el fatal momento, iba a tomar recaudos y acciones que pasó a enumerar y detallar.
No quería ser cremada bajo ningún punto de vista, la sola idea la horrorizaba, pensaba por supuesto en su trastornada visión, que podía ser abrasada viva y que podía “despertarse” en esos terribles momentos.
Pretendía que su ataúd fuese solamente de madera, y no muy robusto, por cierto; pero fundamentalmente quería prescindir de la parte metálica que suele usarse como una funda interna y que tiene como finalidad contener los efluvios pestilentes provenientes de la descomposición de los cuerpos sobre todo cuando se los ubica en nichos o panteones. Recordaba muy bien haber visto como soldaban la tapa de dichos contenedores en el mismo velorio y frente a los deudos y me rogaba que no dejara que lo hicieran con ella, no solo pensando en el cerrojo hermético que representaría el metal ante la posibilidad, para ella casi segura, de tener que escapar de su horroroso claustro; sino que ella suponía que podía llegar a sentir como la iban encerrando sin que nadie advirtiera que no estaba realmente muerta y se percatara de su muda y desesperada situación.
Su angustia mientras me trasmitía esas directivas (más que deseos) era evidente y terrible y recuerdo haber sentido una profunda conmiseración por su estado, impotencia además, pues nada la convencía de la improbabilidad del cumplimiento de sus temores.
Ya sabía que iba a ser dispuesta en la cripta familiar del cementerio de Los Disidentes, en una de esas especies de catacumbas o nichos subterráneos que llegan a albergar hasta cuatro ataúdes y donde ya descansaban sus padres y un hermano mayor, así que ella quedaría más cerca de la superficie, bien por debajo de la losa de mármol que tapaba la fosa; y pretendía que le instalase algún tipo de dispositivo que le permitiera avisar o comunicarse con el exterior cuando se cumpliera lo que para ella era su inexorable destino.
Pensaba en sogas o cuerdas unidas a campanas, timbres o chicharras que ella pudiera accionar desde dentro del cajón y que fuese inequívocamente interpretado desde afuera como una señal de que estaba viva.
Su desesperación me conmovía y afectaba tanto que para tranquilizarla le prometí que me ocuparía de verificar fehacientemente su deceso y que no iba a tener que llegar a ese extremo ni experimentar tan horrendo final, pero para ella eso no era suficiente e insistía con las previsiones para después de su entierro.
Se me ocurrió entonces apelando a los adelantos tecnológicos, a proponerle que previo al cierre de su ataúd iba a introducir un teléfono celular para que, en el caso tan temido de su postrero despertar, pudiese comunicarse con alguien. Inmediatamente aceptó la idea exigiéndome casi, que debía asegurarme de que el aparato no fallara, que tuviera el alcance suficiente y que la comunicara específica y puntualmente conmigo, que debía estar preparado y atento para recibir el pedido de auxilio.
Siempre con el ánimo de tranquilizarla y conformarla le expliqué que prepararía el dispositivo de tal manera que inequívoca y fácilmente, con cualquier tecla que pulsara se establecería la comunicación con mi propio aparato, que tendría baterías suficientes para unos cuántos días y que yo estaría alerta y por ninguna razón lo apagaría.
Recuerdo que le dije:
-Mirá tía, quedáte tranquila, yo te pongo el celular que va a ser muy fácil de usar; pero estoy seguro que no lo vas a necesitar, dejáte de embromar, y no hablemos mas del tema que me pone mal, además a vos te queda mucho hilo en el carretel todavía, dejáte de embromar-, le repetía tratando de sosegarla.
Lejos de desviarse y olvidarse del tema me respondió:
-Bueno, mirá que confío en vos, eh, no me vas a fallar, eh; prométemelo!!!-.
-Mirá tía-, le dije, -te prometo que lo voy a hacer pero vamos a hacer una cosa, cuando vos prometéme a mi que cuando llegués del otro lado, usás el celular para llamarme y contarme como es allá, eh?-, le dije socarronamente un poco para calmarla pero también para descomprimir la situación, ya que me hacía sentir bastante incómodo hablar del tema.
-Vos prometéme que no me vas a fallar-, me contestó angustiada.
-Y vos prometéme que me vas a contar que hay del otro lado-, insistí con la broma
-Está bien-, me dijo quedándose más tranquila y ahí quedó la cosa que por supuesto que no le contamos a nadie, sellando en silencio nuestro pacto.
Seis meses después de ese día, la tía Elvira murió.
La causa fue una descompensación después de una neumonía devenida tras un proceso gripal fuerte que no pudo curar del todo y se complicó. Su cuerpo vetusto y agobiado, no soportó el trance y su corazón, su angustiado corazón, dijo basta.
Con el consentimiento de su hijo Alberto y del resto de la familia, aliviados por otra parte de desentenderse de alguna manera de esos menesteres, me hice cargo de todo lo concerniente al proceso post mortem; el retiro del cuerpo del hospital, los trámites en la casa mortuoria y el cementerio, de esa manera podría ocuparme de cumplirle a mi querida tía las promesas que le había hecho.
Todavía en el nosocomio hablé personalmente con médicos y enfermeras que, aunque extrañados y hasta algo contrariados por mi insistencia, se cercioraron de todas las formas clínicas posibles del efectivo deceso.
Con la casa mortuoria fue más difícil ya que existían requisitorias legales en cuánto a formas y tiempos, pero tras mucho insistir y con algún aporte económico cabe acotar, conseguí que no se utilizase el recipiente metálico dentro del cajón de madera, y que se prolongase lo más posible el lapso de exposición del cadáver en el velatorio, contradiciendo incluso los propios deseos de sus familiares más íntimos que deseaban algo más rápido y expeditivo.
Así las cosas, el cuerpo fue llevado a la casa velatoria y ya dispuesto y expuesto, me dispuse a llevar a cabo las acciones que le había prometido a la malograda Elvira. Llegué a cuestionarme a mi mismo en algún momento el celo y en definitiva lo que me preparaba a concretar sintiéndome algo ridículo y exagerado, pero la decisión estaba tomada y debo decir que la obsesión extrema de la tía me había afectado bastante, con cierto resquemor y, porque no decirlo, algo de miedo.
El cuerpo ya presentaba cierta rigidez y la lividez característica, las uñas comenzaban a tornarse violetas o moradas y la piel tenía esa contextura tan especial de los cadáveres, con un tono amarillento mate, sin brillo y como estirándose sobre los músculos ya tiesos y agarrotados.
El olor de las flores de las coronas y palmas que prontamente se distribuyeron alrededor del ataúd, invadía el recinto y no dejaba particularizar si aparecían tempranamente los de los efluvios de la descomposición.
Estaba fría, helada y no respondía a los estímulos que, disimuladamente por supuesto, le propiné, desde pellizcos hasta pinchazos en varias partes del amortajado cuerpo con una aguja que había llevado escondida. A lo largo de todo el tiempo de exposición repetí estas acciones varias veces, cada vez que las circunstancias me lo permitieron y le daba vueltas y vueltas al cajón observando, escudriñando el cadáver a la espera de cualquier señal, por ínfima que fuera que me hiciera sospechar algo; un movimiento de los ojos tras los párpados, un pestañeo, un movimiento sutil de los labios, un espasmo aunque más no fuera de sus extremidades o de cualquiera de sus músculos, pero nada noté que indicara un resto, un hálito, un vestigio de vida.
En un momento que estuve sólo frente al ataúd y faltando poco ya para el cierre definitivo, introduje subrepticiamente el teléfono celular que había preparado y una pequeña linterna que escondí bajo la mortaja y lo más cerca que pude de sus yertas manos. Cumplía así con lo prometido a mi querida tía, lo cuál me dejó en cierta manera satisfecho aunque no puedo decir, tranquilo, pues la sugestión originada en todo lo que había rodeado a la situación a la que me enfrentaba me sumía en un estado difícil de describir, mezcla de dolor, aprehensión y cierto temor muy incómodo.
La llevamos a su última morada y tras el triste y lúgubre proceso, todos se fueron retirando, algunos, cabe destacar, presurosa y aliviadamente por terminar con la desafortunada circunstancia y también para dejar atrás tan tétrico lugar. Me quedé hasta el final, solo, y cerciorándome de que no quedara nadie en los alrededores, ni siquiera el personal del cementerio, saqué mi teléfono y marqué el número del aparato que había dejado en el cajón.
Aún a unos cuantos metros de distancia el sonido era claro e inconfundible, el dispositivo funcionaba y entonces, apesadumbrado pero un poco más tranquilo y con la certeza del compromiso cumplido, me fui.
Los primeros días y, no se porque, sobre todo las noches, fueron muy perturbadores; cada llamada del teléfono me hacía estremecer y recién me tranquilizaba cuando identificaba el remitente descartando la hipótesis paranoica de “esa” llamada imposible y debo confesar, realmente indeseada.
Pero el tiempo fue pasando y la sensación se fue extinguiendo acompañada con la lógica conclusión de lo evidente, y quedó el sentimiento de pérdida, dolor y vacío que me dejaba la partida de mi querida tía.
Había pasado casi un año desde aquél tres de abril. Estaba en mi oficina estudiando unos presupuestos cuando sonó el celular que descansaba sobre el escritorio, al lado del teléfono fijo. Cuando lo tomé y vi en la pantalla “TE” que era como había identificado en la libreta de direcciones el número de aquél celular, me quedé pasmado y sin poder reaccionar. El aparato comenzó a temblarme en la mano y no por la lógica vibración de la llamada entrante. Varias sensaciones y pensamientos me asaltaron, incredulidad, estupor y porque no decirlo, un miedo que me subía desde el estómago. Seguía sonando y con toda la angustia que me cerraba el pecho, tomé valor y atendí.
Nada. Silencio absoluto.
Repetí varias veces el “hola”, “hola”, y nada. Sin embargo la comunicación se mantenía abierta. Traté de identificar o casi intuir alguna respiración, algún sonido, no se que esperaba, ¿rasguños?, ¿quejidos?; pero nada, el silencio era total y profundo.
Finalmente se interrumpió la comunicación y me quedé observando el aparato, confundido y perplejo. Tenía que haber sido un error, un error técnico, no podía ser nada más, no podía ser otra cosa.
A los dos días, a la hora de la cena, en casa, se volvió a repetir la llamada y la misma situación; ningún sonido, ninguna respuesta, solo el silencio, un silencio que me dejó aterrorizado. Esa noche no pude dormir y estuve alterado todo el día siguiente, sobresaltándome cada vez que sonaba el celular, con el corazón desbocado y al borde del pánico con cada llamada entrante, hasta reaccionar y ya identificado el remitente, atender, pero indisimulablemente perturbado.
Todos a mi alrededor notaban que algo me preocupaba pero a nadie le conté la verdad, no me animaba; ni por mí, ni por los demás, especialmente a mi familia.
Traté de analizar lo más fría y lógicamente la situación; ¿se podría haber accionado sólo el teléfono dentro del cajón?, ¿podría haber habido algún movimiento espasmódico del cadáver que accionaran las teclas?, ¿o cambios de presión por los gases en el interior cerrado que presionaran o accionaran el dispositivo intempestiva y casualmente?, ¿las humedades o los líquidos de descomposición podrían haber provocado cortocircuitos que generaron las llamadas?, ¿dos veces?, ¿podría haber durado tanto la batería?
Tenía que haber una explicación racional, real y posible pero por más vueltas que le daba al asunto, no solo no encontraba respuestas sino que aumentaban mis dudas y mi temor, a esa altura, terror; y las hipótesis y posibilidades que giraban en mi mente me estaban llevando al borde del colapso nervioso y a un estado de histeria que no podía ya disimular ni manejar.
Armándome de valor, decidí al fin ir al cementerio, no sabía muy bien para qué, o que iba a hacer o a buscar, pero tenía que ir; no se me ocurría otra cosa.
Ya frente al frío mármol donde se leían los nombres de los fallecidos que allí reposaban (lo cuál ya empezaba a dudar) y las placas recordatorias de los familiares y amigos, comencé a plantearme algunas posibilidades. Podía tratar de mover la losa y ver al interior, pero ¿para encontrar qué?, ¿esperando ver qué?, mi razón, si es que a esa altura existía, me sugería que solo iba a ver ataúdes apilados, polvo, tierra y signos de abandono; pero las alternativas posibles me hacían temblar y querer huir desesperadamente.
Saqué mi teléfono y conteniendo la respiración marqué el número del que debía estar en la tumba. Nada. No hubo sonidos. Insistí pero nada.
Comencé a calmarme un poco. Tenía que haber sido un error, un desperfecto, una falla del sistema o una casualidad, o un accidente dentro del insólito receptáculo, y me cuestioné a mi mismo, ¿a quien se le podía ocurrir meter un celular dentro del cajón de un muerto?, me reí algo histéricamente, ¿qué había ido a buscar?, ¿alguna aparición fantasmagórica que surgiendo desde el fondo del sepulcro retornara a asustarme?, ¿cómo podía haber sido tan ingenuo o sugestionable como para creer en un regreso desde el más allá?; evidentemente había visto demasiadas películas de terror.
Di por concluido el episodio avergonzado de mi mismo y mi credulidad. Miré alrededor, era un día hermoso, el sol invitaba a la relajación y la calma a pesar de que me encontraba en un sitio tan lúgubre y tétrico; pero en definitiva sólo eran estructuras de piedra frías e insípidas conteniendo cuerpos pudriéndose lenta, paulatina e inexorablemente; nada más.
Me fui y no volví a pensar en el tema. Las llamadas cesaron y retornó la clama a mi vida.
Hasta ayer.
Después de casi un mes de aquellas dos llamadas, llegó un mensaje de texto desde la dirección”TE”.
Era imposible.
Después de mucho dudar, lo abrí.
Solo tres palabras:
“NADA TODO LUZ”
No se que significa, no se que pensar, no encuentro una explicación coherente.
Creo que me estoy volviendo loco.
FIN
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