Con las piernas cruzadas, cierto revuelo de ropas y zapatos, intranquilo, a punto de derramar un par de lágrimas como puños, pero sin ira, esperaba que mi madre terminase de arreglar aquel descosido tan inoportuno.
Al rato ya estaba listo. Mi traje de monje heredado de mi hermano, que a la vez lo heredó de mi otro hermano, y este de mi primo, y…
En fin, a pesar de las prisas y los nervios, parecía que todo estaba arreglado. Un repaso a los cabellos, bien mojados y con su toque de colonia a granel. Quitarme la marca de carmín que mi tía Alicia había dejado en mis mejillas. Un último retoque de betún a los zapatos; un cepillado para abrillantar como charol y que no se note ese arañazo.
- ¿Te molesta la plantilla cariño?, ¿te has subido los calcetines hasta la rodilla como te dije?
- Mama, que sí, déjame ya, que llego tarde.
Salí casi volando, los escalones de dos en dos, con la suerte inusual de no enredarme con el faldón de monje, o que la falsa soga que rodeaba mi cintura, o el crucifijo de madera que colgaba de mi cuello, se aliaran para golpearme la cabeza, la cara, o peor aún, sacarme un ojo.
A las once debía estar en la sala del sótano, con todos mis compañeros para preparar, por última vez, la ceremonia, los salmos, los rezos, los gestos y el coro final. La madre Teresa lo había dejado muy claro…
- ¡El que no llegue a la hora no hace la comunión!