La tumba no es diferente a las demás. Aquel sepulcro esta sellado con pedazos de ladrillo que cubren la entrada del sombrío agujero al que fueron arrojados unos miserables después de terminar sus desventuradas vidas.
En el pasillo de este lado del cementerio se encuentran los olvidados aquellos por los que nadie derrama una lágrima y ni pensar en encontrar una flor viva que haga vislumbrar la existencia de algún doliente de estos seres inertes condenados al olvido.
El tiempo se ensaña sobre este pedazo de camposanto y en particular sobre una tumba de la que los pueblerinos de La Titina optaron por olvidar.
En la lápida no se escribió el tradicional epitafio y alguien se encargó de hacer ilegibles las letras que formaban los nombres de los que allí descansan y la fecha en que murieron.
Después del entierro algunos campesinos vigilaron aquella tumba; los hombres del pueblo, con machetes y pistolas en mano, se pararon días y noches esperando que las almas de los desgraciados se levantaran del ataúd para ellos tener el placer de rematarlas.
“Los miserables que acompañaron a ese maldito cura también merecen algo de paz en su eterna morada” —dijo el anciano Padre Isaías un día antes de su muerte en la cama de la casa cural—, “Los jóvenes y los viejos cometemos errores y, cuando se ha llevado una vida como la de estos infelices, lo único que nos resta a los hijos de Dios es perdonarlos y desearles el descanso eterno en el seno del creador”.
A decir verdad nadie en La Titina podía perdonar y para el padre Isaías era necesario dejar fluir el río de resentimiento que ahogaba los corazones de sus feligreses.
Muchos años antes de que Serafín muriera, otro hombre de igual semblante creó un espejismo ante los ojos de los habitantes del pueblo y después se marchó dejando a todos sumidos en la frustración y el desencanto.
La llegada de un joven con apariencia de sacerdote a La Titina fue el inicio de aquella desgracia. Aquel hombre apareció caminando por las calles del pueblo cargando una maleta de color azul oscuro en la cual llevaba sus escasas pertenencias.
Eran las cuatro de la tarde y el sol empezaba a ocultarse. Los habitantes de La Titina miraban el final del día y la llegada de la noche oscura.
La frente empapada en sudor del recién llegado al pueblo hacia pensar que llevaba un largo trayecto caminando. La temperatura era agradable a esa hora de la tarde y el viejo bus que cubre la ruta a La Titina había hecho su último viaje del día a las dos de la tarde. Aquel andariego tuvo que caminar muchos kilómetros pues la carcacha intermunicipal no llega hasta el pueblo a esas horas de la tarde.
No era frecuente ver desconocidos en el pueblo y la presencia de alguno caminando por las calles del pueblo despertaba la imaginación de los curiosos.
“Viene de alguna ciudad capital de departamento” —supusieron muchos—, “o de algún otro país”—, pensaron otros—. Pero nadie supo con certeza de que lugar provenía aquel sujeto de tan distinguido semblante que caminaba lentamente por las polvorientas y estrechas calles de La Titina observando a las personas que lo saludaban amablemente como es costumbre en estos rincones marcados por la tediosa rutina.
Sin pronunciar palabra, el extraño respondió a las cortesías que le brindaban los pueblerinos con una fingida sonrisa.
—Buenas tardes joven… ¿es usted el nuevo párroco de pueblo? —preguntó un incauto que se atrevió a acercarse al nuevo personaje que caminaba por las calles de La Titina.
—¿Qué dice?...si; si mi amigo —respondió el joven que de inmediato entendió que asumir el papel de sacerdote era una oportunidad que debía aprovechar—. Soy el nuevo párroco, ¿Con quien tengo el gusto de hablar?
—Yo soy Alberto padre, estoy a su servicio por si necesita algo, usted no más diga que se le ofrece que aquí estoy pa’ ayudarlo.
—Es usted muy amable Alberto, tendré en cuenta su ofrecimiento.
—Padre, lo esperábamos desde hace un mes, pensamos que el señor obispo se había olvidado de los fieles de La Titina.
—Un mes —habló el padre —, ¿llevan un mes esperando?
—¿Cómo dice padre?, ¿pregunta usted que si llevamos un mes esperándolo? —preguntó Alberto acercando bruscamente su oreja a la boca del padre.
—Nada, nada...no pregunto nada. —y apartó al campesino con un empujón— Yo soy el padre Benjamín y estaré algún tiempo al frente de la parroquia mientras el señor obispo, que no olvida a sus feligreses, asigna a un sacerdote de tiempo completo para este bello pueblo.
—¿Sólo un tiempo padre Benjamín?, ¿no me diga que usted viene y se va? No creo que a la gente le guste que usted llegue y después se marche, eso no es bueno padre.
—Si…Alberto, así son las cosas; no se cuanto tiempo estaré a cargo de la parroquia, pero puedo decirle que será poco.
—¿Cómo cuanto tiempo seria padre? Si no es molestia preguntar.
—Unos cuantos meses: tres o cuatro mí querido amigo.
—Ah, no estará usted encargado permanentemente de la parroquia…
—No, solo mientras llega el padre asignado por el señor obispo… por favor Alberto dígame donde queda la casa cural, fue un viaje largo y quiero descansar.
—Sígame padre, lo llevare yo mismo, estamos cerca. Le va a gustar La Titina padre, es un pueblo tranquilo y con lindas mujeres, perdón padre a usted eso no debe interesarle.
—Vamos a la casa cural Alberto.
Partieron los dos hombres por la estrecha calle empedrada. Alberto interrogaba al cura sobre el viaje y su experiencia como sacerdote, también hubo preguntas sobre los pueblos en los que el cura trabajó antes.
Una pregunta seguida de otra agotaban la paciencia del sacerdote pero, con una firme sutileza, el padre Benjamín le dijo a Alberto que después hablaría a todo el pueblo y respondería los interrogantes que tuvieran.
Alberto insistió en su interrogatorio, pero su desmedido interés por la vida del padre fue ignorado por el sacerdote el resto del camino.
El padre se dedicó a observar el pueblo al que acababa de llegar ignorando a su impertinente guía.
Alberto sintió un aire frío que emanaba del joven padre y no sabía por qué, pero el padre tenía algo extraño, tal vez era su apariencia tan diferente a la de los viejos padres que se ocupaban de la parroquia de La Titina: esos decadentes hombres con profundas arrugas en sus rostros e incontables canas que revelaban los muchos años vividos y los pocos que les quedaban en esta tierra hostil.
Así eran los padres que Alberto estaba acostumbrado ver.
Alberto estuvo pensando, durante todo el día, en la apariencia del recién llegado.
El padre Benjamín era un hombre alto, de cuerpo atlético, su rostro era como el de los hombres que se veían en las novelas de la noche en televisión, su aspecto rudo pero a la vez galante, la voz firme que inspiraba respeto y firmeza lo convertían en alguien muy diferente a los hombres del pueblo.
—Este padre arrancara más de un suspiro entre las mujeres del pueblo y algún marido sentirá celos cuando vea a su esposa cerca del nuevo servidor de Dios, —pensó Alberto, quien con una mueca burlona caminaba de regreso a su casa después de acompañar al padre Benjamín a la casa cural —¿Pero que estoy pensando? —se reprochó a si mismo— “No está bien pensar así de un sacerdote; ellos han dejado a un lado las delicias de la carne para entregarse de corazón a la iglesia del Señor, a veces pienso cada estupidez , el señor me va a castigar, no debo pensar necedades”.
El padre Benjamín no se dejo ver por nadie sino hasta el día siguiente cuando fue en busca de su almuerzo al restaurante que queda cerca de la parroquia, al otro lado del parque principal.
El padre caminó hacia el restaurante de la misma manera en que se le vio por vez primera en las calles del pueblo: como un hombre cualquiera en busca de no sé qué cosa y esperando que nadie notara su presencia.
Los pueblerinos empezaron a reconocer al hombre que caminaba tratando de ser ignorado y no perdieron detalle de él.
Las personas se fijaban en su forma de caminar, estudiaron sus rasgos, sus gestos, su forma de vestir, cada detalle del cura fue observado y memorizado por sus feligreses.
El aspecto físico del padre causaba grata impresión en las mujeres que rara vez veían en el pueblo a un hombre con tantos atributos, vestido de negro y zapatos impecables del mismo color.
Tal como lo había pensado Alberto cuando lo acompañó a la casa cural, el padre llamó la atención de las mujeres que al verlo caminar frente a ellas suspiraban. Las muchachas, que apenas empezaban a sentir las ciertas necesidades en sus cuerpos, lo miraban detenidamente y apetecían sus cualidades masculinas.
Las mujeres mayores deseaban que sus esposos fueran, al menos, algo parecidos al padre, pero al compararlos y ver la realidad se resignaban a lo poco que habían conseguido en la vida.
Algunos hombres percibieron el efecto que causaba el nuevo padre en las señoras y desearon que ese hombre no fuese un sacerdote sino un viajero que se marcharía al terminar el día y no regresaría nunca más.
Para los campesinos era imposible no sentir miedo de aquel hombre; de repente todos los inseguros hombres de La Titina estaban prevenidos y sintieron desconfianza del apuesto padre. Luego todos, hombres y mujeres, caerían rendidos a sus encantos y victimas del mejor de los timadores.
—¿Qué se le ofrece padre? —preguntó la bella moza que atendía el restaurante.
—Por favor señorita, Tráigame algo de beber mientras decido que almorzar— respondió el padre con amabilidad o, más bien parecía, pecaminosa coquetería.
A pesar de la rudeza de su apariencia, los modales del cura eran los mejores y la seguridad de su voz infundía respeto y transmitía superioridad.
—¿Una limonada estará bien para calmar la sed padre? —quiso saber la vanidosa camarera.
—Una limonada estará bien —el padre estiró su brazo y atrapó con su fría mano la delicada y suave mano de la servidora—. Permítame presentarme señorita: mi nombre es Benjamín, soy el nuevo párroco del pueblo, bueno, por unos cuantos meses mientras llega el sacerdote asignado por el señor obispo Nicanor.
—Es un placer padre, mi nombre es Ángela, me encontrará aquí todos los días, será para mí un placer atenderlo —le contestó temblorosa por el impacto que le causo sentir la piel de aquel hombre envestido por un aura de divinidad.
—Es usted muy amable Ángela, y le aseguro que me verá muy seguido, mi bella dama —los ojos del padre se clavaron en los de la camarera haciéndola sentir que estaba ante un hombre dispuesto a hacerla suya.
La muchacha se retiró temblorosa a la cocina. Los ojos del padre no se despegaron de de la empleada del restaurante cuya figura despertaba en los hombres del pueblo el más prohibido y exquisito de los deseos que mortal alguno pueda sentir. El padre no fue indiferente a los encantos de Ángela.
A diferencia de los varones de La Titina, el padre Benjamín sabía ocultar muy bien lo que sentía y deseaba: él era un hombre calculador que no daba pie a malas impresiones o suspicacias entre los fieles de su iglesia.
Ángela no tardó mucho en regresar. La hermosa muchacha traía una bandeja con un vaso de limonada fría. El padre levantó su rostro y fijo su mirada nuevamente en los dulces ojos color miel de la agraciada camarera.
—Aquí esta su limonada padre, como usted la había pedido, espero sea de su agrado.
—Gracias Ángela, cualquier cosa que venga de tan linda señorita, te juro, será de mi complacencia, pero no te sonrojes, recuerda que soy un hombre entregado a la fe y tu eres una mujer muy amable; desde ahora nada de usted, no soy un anciano, creo que podemos llevarnos muy bien sí a partir de este momento y en adelante me tratas de “tu” o te haré ir al confesionario todos los días y te haré repetir el rosario hasta que me trates como te digo.
Ángela sonrió impresionada por la forma en que el padre le habló.
—Como tú digas padre Benjamín.
Después del almuerzo y de disfrutar de la presencia de Ángela, el padre Benjamín recorrió las calles de La Titina y saludó a los ciudadanos más distinguidos del pueblo, al alcalde Gonzalo, al señor notario Don Alfredo, a don Luís el medico del pueblo; en fin, una larga lista de personas que mas adelante lamentarían haber estrechado la mano de aquel demonio disfrazado de servidor de Dios.
Luego de haberse presentado ante las autoridades del pueblo y relacionarse con muchos de los habitantes de La Titina, el padre Benjamín decidió retirarse a sus aposentos, no sin antes enviar con Alberto, a quien había encontrado deambulando por los lados del cementerio, un mensaje a la comunidad en el que se disculpaba por no poder oficiar la misa de las seis de la tarde debido a que no se encontraba bien de salud.
Alberto se sorprendió al escuchar lo que el cura le decía pues no le pareció que algún mal lo agobiara, pero el padre no le dio tiempo de cuestionar su decisión y se despidió sin más ni más.
Alberto fue de casa en casa avisando a los fieles que la misa de la tarde no se llevaría acabo.
Eran ya tres días de la llegada del padre Benjamín a La Titina y no se había oficiado ninguna misa en el templo.
La iglesia permanecía cerrada; en la puerta principal el padre puso un letrero que decía: “Pronto los atenderé mis queridos amigos”.
Las señoras que acostumbraban ir en las mañanas a limpiar la parroquia encontraban la puerta cerrada y, aunque el aviso colgado en la puerta decía que pronto serian atendidas por el padre, no se sentían satisfechas y permanecían en la entrada de la casa cural esperando a que el padre saliera, pero después de pasar media mañana de brazos cruzados y cansadas de esperar, regresaban a sus casas decepcionadas por la actitud del sacerdote.
Al padre sólo se le veía a la hora del almuerzo cuando caminaba desde la casa cural al restaurante donde lo atendía afectuosamente Ángela. El restaurante y la casa curan eran los sitios preferidos del cura después de recorrer las calles de La Titina de extremo a extremo.
También hacia parte de su rutina diaria visitar a los ilustres personajes, que al parecer, llamaban de manera particular su atención.
El padre se encerraba en las tardes en el templo y caminaba de lado a lado por el piso de tablón cubierto por una fina capa de polvo en la que quedaban marcadas las huellas de sus zapatos.
Las paredes curtidas con manchas amarillas y un color parecido al oxido de las bisagras de las puertas mostraban el paso de los años sobre el templo, además, reflejaban la luz del sol que se colaba por los enormes ventanales laterales del salón principal, decoradas con viejos y borrosos cuadros que ilustraban los pasos de la pasión de Cristo.
En el fondo del salón, detrás de la mesa de consagrar, se encontraban las imágenes de los santos y una antigua cruz de hierro que estaba a punto de caer al suelo; doce bancas de madera dispuestas en parejas ordenadamente, una al lado de la otra, completaban el decorado del humilde santuario.
El padre Benjamín recorrió las instalaciones del templo y revisó los baúles donde su antecesor guardaba los instrumentos para realizar la misa.
La Bibliaestaba guardada en un pequeño baúl de madera negra cerrado con un candado oxidado; en el interior del baúl también habían algunas mantas de seda blanca protegidas de las cucarachas y las polillas con pepas de naftalina; además, de una camándula de finas perlas blancas y una cruz de oro decorada con pequeñas esmeraldas que el padre Benjamín decidió retirar del santo inventario y agregarlas a su patrimonio personal.
El primer domingo, después de su llegada, el padre decidió abrir a primera hora las puertas de la iglesia y los curiosos se fueron acercando a la iglesia hasta colmarla.
A las diez de la mañana el padre oficio su primera misa.
—Quiero presentarme ante ustedes comunidad de La Titina: yo soy el padre Benjamín y estaré con ustedes algún tiempo atendiendo la parroquia, mi paso por este hermoso pueblo será breve ya que dentro de pocos meses el señor obispo Nicanor asignará un nuevo párroco que se encargara permanentemente de este templo y de sus fieles…
Así empezó El padre Benjamín a oficiar la primera ceremonia en La Titina causando gran simpatía entre las fieles y cierta prevención entre los hombres.
Al terminar el oficio, ellas se acercaron a conocer al nuevo pastor. El padre las atendió con complacencia y siempre mirándolas a los ojos, mostrándose a si mismo como un hombre digno de confianza y de respeto; además, él quiso dar la sensación de siempre tener el poder en la conversación. Ellas dejaban escapar, aunque disimuladamente, uno que otro suspiro por el sacerdote y a la vez se lamentaban de que tan bello ejemplar masculino estuviera tan cerca y a la vez fuera inalcanzable a sus femeninamente lujuriosos propósitos.
Las cortesías extendidas por las damas del pueblo se alargaron por más de una hora. Mientras, los señores decidieron acercarse para estrechar la mano del padre Benjamín. El padre fue muy gentil con ellos y no permitió que entre los pueblerinos y él hubiesen malos entendidos, pues no quería crear algún tipo de rivalidad con los mismos.
Fue una jornada agotadora aquel día.
El padre muy ágilmente se fue escabullendo entre los asistentes a la iglesia y, sin que nadie notara su deseo de alejarse de la comunidad, logró aislarse de la multitud para descansar; los pueblerinos hicieron que se esforzara más de lo que tenía presupuestado.
El padre se sentía agobiado, necesitaba estar solo.
—¿Se va Padre?, ¿no me diga que no tiene tiempo para mí?, ¿Acaso no merezco un poco de su atención? —preguntó Ángela que se encontraba muy atenta a los movimientos del padre.
—Hola Ángela; sí, me retiro por un momento a mi oficina, estoy cansado, necesito estar un momento a solas…
—¿No me diga que sigue enfermo padre?, ¿Quiere que llame al doctor? ¿Necesita algo padre?... Yo puedo ayudarle si usted lo desea.
—No es necesario Ángela, estoy algo ocupado y…—Ángela no dejaba terminar las frases al cura y le lanzaba otra pregunta sin que él terminara de responder la anterior.
—¿Entonces no piensa atenderme Padre Benjamín? …He visto que ha atendido a todas las damas del pueblo, ¿no merezco algo de su tiempo padre?
—No digas esas cosas Ángela, dime ¿me necesitas muchacha?, ¿Realmente tienes que hablar conmigo?
—Claro padre, no se da cuenta de que no puedo tratarlo de “tu” y entonces tengo que confesarme como usted me advirtió —dijo Ángela con una sonrisa pícara en sus finos labios que hicieron que el padre deseara robarle un beso.
—Es cierto, espérame un momento y escucharé tus pecados, no te vayas por favor, vuelvo enseguida.
—No tarde padre, recuerde que tengo que ir a trabajar al restaurante antes de mediodía.
—Sólo tardare unos minutos.
El cura se retiró a su oficina dejando a Ángela esperando sentada en una de las incomodas bancas del salón.
La iglesia se fue desocupando lentamente. Los asistentes a la misa de la mañana empezaron a notar la ausencia del padre Benjamín y decidieron salir al parque a disfrutar del bello sol de la mañana dominical.
Ángela permaneció sentada en la banca del salón. La camarera del restaurante fue el centro, en ese instante, de las miradas de todos los hombres que veían en ella a la más sensual de las mujeres sobre la faz tierra. Ella, aunque conciente del efecto que causaba en los hombres, permanecía indiferente ante sus impúdicas pretensiones ya que ningún hombre del pueblo despertaba en su corazón sentimiento alguno diferente al afecto que se puede dar a un coterráneo; lo difícil de esta situación para Ángela era tener que soportar las miradas acusadoras y los comentarios calumniosos que las otras damas hacían a sus espaldas acusándola de ser una mujerzuela.
La iglesia se encontraba prácticamente desocupada; en el interior solo permanecía Ángela con su mirada puesta en la cruz del fondo de la iglesia y que estaba a punto de desplomarse en el centro del altar.
Ángela esperaba que el soporte de madera, al que estaba clavada la cruz, terminara por ceder al peso de la misma y cayera sobre la mesa donde el padre daba sus sermones; por un instante, ella deseo ir hasta la cruz y terminar de tumbarla, después se reprochó por haber deseado tal despropósito en la casa de Dios.
El padre Benjamín salió de su oficina y permaneció unos minutos de pie apoyado en la puerta y desde allí contemplaba a la joven que se veía impaciente, entonces él fue acercándose muy despacio, sin hacer el menor ruido; pero Ángela ya había notado su presencia y esperaba a que él se sentara a su lado.
El padre se detuvo a mitad de camino, no sabía como comportarse con ella,
¿Cómo debía comportarse con una mujer a la que deseaba con todo su ser, y a la vez, cómo evitar ser descubierto por ella y seguir siendo el párroco del pueblo? —se preguntaba el padre.
El padre Benjamín se apoyó contra el confesionario, respiró profundamente, guardó en lo mas profundo de su ser el intenso deseo que Ángela le inspiraba y continuó caminando hacia ella.
Vestido con su habitual traje negro, ya que se había despojado de su sotana, a la cual se estaba acostumbrando, el padre se sentó al lado de la joven.
El cura no perdió, ni por un instante, de vista a la hermosa Ángela. Después que ella se acercó lentamente a él.
El padre y Ángela hablaron durante un largo rato. Ella olvidó que debía volver al restaurante para hacerse cargo de los clientes que a esa hora buscaban que almorzar.
La conversación entre el padre y la mesera no parecía la charla entre un sacerdote y una mujer que necesita confesar sus pecados para desahogar su alma y sentirse tranquila consigo misma; esta era una charla entre un hombre y una mujer, entre dos seres que se desean pero que tienen ante ellos una enorme barrera que detiene sus impulsos. Ellos hablaban y reían se miraban y se deseaban.
Ángela llevaba la batuta de la conversación. El padre Benjamín era muy cauteloso en sus expresiones y prefería responder con monosílabos a las punzantes preguntas que la agraciada camarera le hacia sobre su vida privada y su pasado; a veces, el padre prefería evadir los cuestionamientos que Ángela le hacia, devolviéndole las mismas preguntas que ella hacia o, diciéndole que esas eran preguntas que un hombre, en su condición de servidor de Dios, no estaba obligado a responder. Así él evadía la curiosidad de la mesera.
Padre benjamín, ¿puedo hablar con usted? —preguntó un hombre cuya voz era conocida por el padre y por Ángela.
Desde la entrada de la iglesia se veía un hombre al que la luz del sol, que caía sobre la calle, impedía reconocer. Era una voz familiar para el cura: la voz de Alberto.
—¿Eres tu Alberto? —el padre quiso comprobar que se trataba de Alberto; mientras tanto Ángela trataba de ocultar su molestia por la inesperada interrupción.
—Si padre, soy yo, Alberto; me envía el señor alcalde con un mensaje para usted, ¿puede atenderme?... no le quitaré mucho tiempo.
—Pasa Alberto y dame el mensaje.
—Es de parte del señor alcalde… padre disculpe la interrupción pero usted entenderá.
—Ya me dijiste de quien es el mensaje, Alberto, no tienes que disculparte por nada; por favor no le des más vueltas al asunto, ¿qué es lo que tienes que decirme?, ¿qué será lo que quiere el señor alcalde?
—No es nada malo padre, al contrario, el señor alcalde le hace una invitación a almorzar padre, con él y otros importantes señores del pueblo.
—¿Es todo Alberto?, tanto misterio para decirme que estoy invitado a almorzar con el alcalde, vaya si eres... ¿dónde seria el almuerzo Alberto?
—En el restaurante donde trabaja la señorita aquí presente padre, a eso de la una de la tarde, no falte por favor, el alcalde me pidió que le dijera que su presencia es indispensable.
—Dile al señor alcalde que allí estaré y gracias por traer el mensaje, Alberto.
—No hay de que padre... nos vemos más tarde, hasta luego señorita.
Alberto salió corriendo de la iglesia como si fuera un niño al que se le ordena volver a casa inmediatamente so pena de ser castigado; el padre se agarró la cabeza compadeciéndose de aquel increíble hijo del Dios.
—Hasta luego, Alberto —dijo Ángela al sujeto que interrumpió tan repentinamente su agradable conversación con el Padre Benjamín—; Creo que también me voy padre, debo ir a trabajar, pero si quiere hablamos después del almuerzo y vemos que penitencia debo hacer por que definitivamente no soy capaz de tutearlo.
Y sin dejar hablar al padre, Ángela se retiró de la iglesia.
El padre Benjamín observó caminar a Ángela y deseo hacerla suya, entonces, sintió que todos los santos pintados en los cuadros que colgaban en las paredes lo señalaban, lo acusaban de pervertir la casa de Dios, pero el padre cuya conciencia parecía haber abandonado su cuerpo, ignoró las acusaciones que le hacían las sagrados imágenes y de nuevo deseo a Ángela prometiéndose que la haría suya mil veces.