PRÓLOGO
Entre polvaredas...surgió el pueblo, a orillas de aquel lago que parecía un mar. Algunos estudiosos pensaban que había sido fundado por misioneros con la tarea de evangelizar por mandato real. Los primeros intentos de los religiosos en instalar la misión, fueron rechazados en diversas ocasiones por los aborígenes que poblaban la zona. Antes que los persistentes religiosos pudieran instalarse y fundar el pueblo, que según, estrenó varios nombres, consumiéndose estos con cada arremetida de los aborígenes al incinerar en sus chozas a los intrusos misioneros. Luego de varias intentonas, consiguieron su objetivo al instalar la misión y le llamaron Palmarito, como se le conoce desde entonces. Pero, hay quienes aún piensan que el nombre le vino dado por el sembradío de cocos que los misioneros dejaron desde sus primeras incursiones en la zona. Con cada incendio desaparecían las chozas y los religiosos que las habitaban, pero iban creciendo y multiplicándose los cocoteros. Sus palmas entretejidas conformaban extensa enramada desde la playa a la lomita, donde después de cada arremetida solo quedaban, como testimonio del intento misionero, los horcones carbonizados de lo que fuera la edificación de la misión, la casa del Dios blanco.
PRIMERA PARTE
Con el paso del tiempo, Palmarito se hizo pueblo y nació Carla Isabel a finales del siglo XIX, un día del año1888. La primogénita de la unión de José Antonio y Rosana.
Palmarito, el pueblo de Carla Isabel, era de color ocre. La niña se crió entre polvaredas sabor a tierra. Había una época del año, cuando por las torrenciales lluvias el lago se abría camino en la costa invadiendo la tierra. De igual forma los pantanos que bordeaban a Palmarito se desbordaban, como buscando encontrarse entre aguas y surgía el abrazo fraterno entre el pantano y el lago. Así pasaban días y en ocasiones hasta semanas sin que la vida se alterara, solo que ahora sus habitantes se trasladaban en canoas. Entonces, Carla Isabel ataviada con su paraguas de encajes y su canoa llena de sueños se dejaba conducir por el palanquero que la paseaba de extremo a extremo de la vía principal de Palmarito.
Al alejarse las lluvias las aguas se volvían más sumisas y se amoldaban a la Ley física. Al volver las aguas a sus causes naturales, Palmarito quedaba cubierto de una película fina terrosa de color ocre. Luego entraba lo que Carla Isabel solía llamar “el desespero”, que no era otra cosa que viento, sequía y polvo. Entonces, era común ver a la gente protegerse del polvo como si estuvieran en el desierto en una tormenta de arena. Usaban pañuelos para proteger la nariz que anudaban a la nuca y sombrero de paja de ala ancha, sujeto con una banda en la barbilla para que no se lo llevara el viento. Evitaban hablar en la calle para que el polvo no entrara en su boca, que dejaba las papilas impregnadas de sabor a tierra. Por eso, los habitantes de Palmarito daban buena cuenta del sabor de su pueblo.
Carla contaba que una noche sin luna en el pueblo. Las familias se habían recogido temprano para descansar. Todo era quietud. Dormían cuando fueron sorprendidos por el estruendo de caballos al galope y disparos. José Antonio y Rosana sobresaltados cargaron a las niñas y salieron por la puerta trasera. Se internaron en el monte, desde allí escuchaban los disparos y veían la candela que devoraba la iglesia. Luego, casi todo el pueblo estaba bajo el fuego. Allí permanecieron hasta el otro día. Al amanecer José Antonio poco a poco se fue acercando de nuevo al pueblo para constatar si había pasado el peligro. El desastre era total. Muchas casas habían sido destruidas y a los que se opusieron a dar lo que tenían, los mataron. La desolación y el dolor de los sobrevivientes, se percibía en sus rostros. Los hombres estaban encargados de enterrar a los muertos y las mujeres preparaban comida para alimentar a niños y ancianos, refugiados en las casas que habían quedado en pie. Muchas de las familias que vivían a orilla del lago huyeron en sus canoas, algunas no regresaron, pero otras lo hicieron con provisiones y ayuda para reconstruir el pueblo.
Así como esta odisea, se dieron otras a lo largo y ancho del territorio nacional, siendo la zona rural la más afectada por ser la más desasistida. A raíz de estos eventos la comunidad se organizó para protegerse y tomar previsiones. Por muchos años, se vivió en el pueblo con el sobresalto de un nuevo ataque. Solo el paso del tiempo y la persecución a estos forajidos por los gobiernos, permitió que poco a poco el poblado recuperara la paz y el sosiego.
Antes de la bonanza petrolera, Palmarito estaba conformado por la iglesia, testimonio de la misión evangelizadora de los misioneros, que permanecía cerrada todo el año y solo se abría en ocasión de las festividades de la patrona la Virgen del Rosario, cuando recibía la visita de un cura de la ciudad y la gente aprovechaba para cumplir con los santos sacramentos; sus casas de bahareque y techos de palma, se caracterizaban por no tener alero, se veían como cabecitas a medio rapar. Una amplia calle polvorienta distribuía las viviendas a ambos lados de la vía ?así reza en el documento de compra venta de la casa No. 152 de la calle Independencia, que Pancho le compró a Carla Isabel para anidar la familia?. Frente a la iglesia, había un amplio terraplén que servía de plaza, mercado y daba al muelle o atracadero. Las casas en su parte trasera tenían gallineros, palomares y pequeños corrales. Las familias más pudientes tenían su caballo o burro y muy pocas una carreta para su enganche, de resto iban a pie. Por ser pueblo de pescadores Palmarito carecía de buenas vías terrestres, solo las trillas abrían camino entre los poblados. Su mayor comunicación era lacustre en cayucos o piraguas. Sus pobladores se abastecían de agua y de la pesca en el lago. Cazaban y cultivaban plátanos, yuca y maíz en sus conucos para su consumo y lo demás lo canjeaban por otros productos a los piragüeros en el muelle. Estos también proveían las noticias, eran los informantes del acontecer, tanto de los pueblos aledaños como de la ciudad y a nivel nacional, por supuesto, la difusión era tardía y muchas veces tergiversada. No contaban con asistencia médica; el médico más cercano se encontraba en la ciudad y había que cruzar el lago para cualquier emergencia.
Carencias que bien conoció Carla al contar que de sus doce partos solo logró cuatro hijos: Francisco, Antonieta, Justa y Maruja. Su rostro reflejaba la dureza de la vida de aquel entonces, sus facciones así lo contaban, se leía la desolación impresa en su expresión. En su piel habían quedado grabadas las huellas de la impotencia ante el dolor de la pérdida de sus hijos y las condiciones extremas que debían enfrentar para preservar la existencia. Era un quehacer cotidiano arduo e inclemente. Pronto se perdía la lozanía de la juventud y comenzaban a imprimirse las huellas del cansancio, del dolor, de la incertidumbre, del aguante; incluso las de alegría y así se iba configurando el mapa de la vida tallado en el rostro.
A Carla Isabel, todavía se le aguaban los ojos al evocar el dolor de cuando perdió su primer hijo. Tenía veinticinco años y un hermoso varón en sus brazos. Se sentía orgullosa, pero con temor, eran muchas las madres desoladas que perdían a sus pequeñitos. Casi no lo sacaba para protegerlo del mal de ojo. Le tenía guindado en el pecho un escapulario de la Virgen del Carmen junto a una peonía y en el bracito un brazalete con un dije de coral negro, regalo de su madrina.
Su esposo se había quedado en la hacienda de su padre esa noche. El niño dormía en su hamaca. Antes de acostarse, le revisó, todo parecía estar bien. A media noche se despertó llorando, estaba mojado, lo cambió y acunó en sus brazos. Le notó inquieto, no quería mamar, le dio agua de azúcar con la mamila y se lo llevó con ella a la hamaca. Le notó las manitas y la cabecita calientes, supuso que tenía fiebre. Se hizo de un trapo limpio, lo humedeció para colocarlo sobre su cabecita, buscando refrescarle el fogaje. En los pies le colocó plantillas de borra de café para bajarle la fiebre. Recibió la claridad del día con el niño que hervía de fiebre en sus brazos. Desesperada cambió su camisón por ropa de salir, metió lo que le quedaba de dinero en su carril y se fue donde Delimiro el hierbatero. Aún soñoliento examinó al crio que sostenía la madre en los brazos, despertó al hijo y lo envió en el burro a que avisara a Pancho, el marido de Carla, de la novedad. Delimiro presentía lo peor, sin embargo, le dio unos baños con hierba santa, quizá más con la intención de animar a la madre que de reanimar al crio. Carla al no ver mejoría se fue con el niño casa de su comadre, buscando ayuda. La fiebre de la criatura quemaba. Cuando llegó Pancho, se fueron en la primera embarcación que salió para la ciudad, bajo una tormenta infernal, los relámpagos les iluminaban y parecía que iban a partir la embarcación por la mitad. No terminaban de llegar a puerto, pero ya la criatura no respondía y sintió su cuerpecito inerte entre sus brazos. Ella nunca entendió cómo se había esfumado la vida de su bebé en un abrir y cerrar de ojos. En la calle, debajo de un almendrón lloró a su hijo. Siempre le quedó la idea de qué hubiera podido ser por una mala influencia o el tan temido “mal de ojo”. El dolor la consumía. Pasaba el tiempo y Carla seguía arrastrando su pena, castigada por el sentimiento de culpa…solo lloraba y se lamentaba. La vida se le volvió triste. Se negaba a comer y casi no dormía, de noche despertaba sobresaltada y bañada en sudor con el llanto del niño taladrando sus oídos. Las horas se le volvieron largas y los amaneceres lejanos. Pancho la consolaba, trataba de animarla, pero ella le rechazaba. Deseaba estar sola. Hasta que Pancho se cansó y se fue de nuevo a la hacienda a trabajar. Dejó de venir por un tiempo que a Carla se le hizo eterno. Fue cuando tomó consciencia de que se había quedado sola y sintió miedo, esto le dejó en la boca un gusto amargo. Entonces, viendo que Pancho tampoco había llegado ese sábado, antes de amanecer se recogió el cabello con la peineta y se puso el vestido de domingos, montó a Caliche y se fue a buscarle. Pero, siempre refería que la pérdida de un hijo seca a la madre, le arranca parte de sus entrañas, la deja vacía.
Palmarito tenía un cementerio lleno de cruces blancas chiquitas. Cruces de angelitos, así llamaban las muertes de los pequeñitos. La gastroenteritis y el paludismo, entre otras, mermaban la población infantil. Este era el jinete del apocalipsis en Palmarito como en toda la zona rural del país. La falta de asistencia médica y medicamentos condenaba estas zonas y sumía a sus habitantes en una desesperanza sin aliento. Los entierritos eran concurridos, sobre todo, por niños, quienes llevaban ramos de flores, cortadas de los propios solares, cayenas y clavellinas, entre otras. Los que no acompañaban el cortejo, frente a su casa le veían pasar y se hacían la señal de la cruz con recogimiento, quizás por respeto o temor.
A los entierritos les seguían los de las mujeres, muchas morían de parto o por sus consecuencias. Otra legión bien representada en el cementerio por abundantes cruces blancas. Las mujeres parían con la asistencia de la comadrona, los partos eran sinónimo de gran riesgo, muchas vidas femeninas se perdían y esto originaba desasosiego sobre todo en las primerizas, quienes al saber que estaban embarazadas, lo primero que hacían era encomendarse a Dios y ponerse en manos de su santo de devoción. Para el sexo femenino no había mucho de donde escoger o vestías santos o te casabas, y las casadas vivían entre preñez y crianza de sus vástagos, no había alternativa.
Carla Isabel dejó de tocar y colocó la guitarra a un lado, recostada a la pared. Recogió su cabello y lo trenzó a la espalda, cerró los ojos y se entregó al disfrute, se dejó acariciar por la brisa fresca de la tarde. Allá en el horizonte, el ocaso envolvía la playa con brillantes tonos naranjas. Desde la distancia se le veía grande y rojo, era el sol de los venados y Carla pensaba que estaría cansado después de todo el trajín del día.
Eran precarias las condiciones de vida, además del cuidado de los hijos, las mujeres tenían que vérselas para preservar y procesar los alimentos. El trabajo era arduo, sin pausa para el descanso. Hizo un alto y miró a lo lejos, quizás haciendo contacto con el tiempo o el recuerdo y continuó: sí, desde pequeñas nos involucraban en estos menesteres, nos preparaban para ser mujeres, era necesario para sobrevivir y levantar una familia. Carla a sus dieciocho años, al tocar su guitarra cantaba sus recuerdos de niña y sus sueños de mujer.
Desde temprano aprendió los quehaceres de su madre. A los siete años le hicieron un banquito para alcanzar el fogón y desde allí se desempeñaba como toda una experta. Antes de hacerse mujer reemplazó a la madre en muchas obligaciones, era su preparación para cuando le tocara salir del hogar materno a formar su propia familia.
Un domingo, su madre amaneció con calentura y tuvo que guardar cama. Por lo que a ella le tocó cuidar de la casa y su madre enferma. Le tocó preparar una sopa de pollo. Esta sería su primera vez y de pronto sintió un asco paralizante; pero, se armó de valor y en compañía de su hermana Conchita se fueron al gallinero. Después de una persecución inclemente, atraparon el pollo que sostenía Conchita entre sus manos con cara de puchero, era su pollo consentido, se lo entregó a Carla volteando la cara para no ver cuando ésta se lo colocaba debajo del brazo sosteniéndolo con firmeza y con la otra mano le torcía el pescuezo. El infeliz quedó dando saltos de ahogo en la tierra hasta morir. Carla sentía que le fallaban las piernas, pero se sobrepuso para dejarle a Conchita el desplumarle, luego de sumergirlo en el agua caliente. Una hora después las chicas le ofrecían a su madre su primera sopa de pollo, que ninguna de las dos pudo probar al encontrarse picadas de tristeza, por haberle hecho eso a Motica el pollo que le había regalado a Conchita su madrina.
La costumbre de invitar a tomarse un coladito, consistía en un café preparado a la usanza del campo. Su secreto estaba en hervir agua con un pedazo de papelón o en su defecto unas cucharadas de azúcar y al romper el hervor agregar el café molido, se revolvía y se esperaba que el hervor subiera hasta el borde de la cacerola, casi a punto de derramarse, de inmediato se pasaba por la bolsa de colar. Así lo preparaba su madre. A Carla Isabel le encantaba
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tomarse el cafecito en su totuma, la que le había hecho su padre, que ella partió al lanzarla contra el horcón del fogón en una rabieta que cogió con Conchita, porque está se comió los besitos de coco que su madre le había guardado de merienda. Desde entonces, Carla Isabel había estado usando el pocillo de peltre, pero el café no le sabía igual y se moría de ganas por volver a tener otra totuma para el café.
Era de tardecita, Valmiro silbó debajo del matapalo, era la señal convenida. Carla Isabel se calzó las alpargatas y Salió. Desde la casa Rosana le gritaba no dejar que le cogiera la noche.
— ¡Épale! Saludó a Valmiro, quien se limpiaba las uñas con una ramita seca.
?Niña Carla usted dijo que cuando estuvieran las taparas listas, le avisara
— ¿Ya están? Vamos a verlas.
Valmiro era el menor de los hijos de Agapito, el moreno que le tenía el ojo puesto a su madre desde que ésta enviudó. Era un muchachón tímido, de poco hablar, pero Carla Isabel sabía cómo manejarlo y sacarle el mejor provecho. Esta vez iban a hacerse de unas taparas en las tierras del viejo Sandoval, aprovechando que éste se había ido con sus perros a buscar una novilla que llevaba dos días sin aparecer. Hacía unos meses que Carla le había comentado que quería hacer unas totumas para el café y él había quedado de avisarle. Camino a la mata de taparas, tomaron un atajo lleno de abrojos y a Carla se le clavó una espina que le hizo gritar. Valmiro que iba delante se detuvo para ayudarla, pero, como todavía faltaba un trecho y no quería les cayera encima la noche, la animó a andar. Al fin divisaron la mata, Carla estaba encantada al ver las taparas redondas y chiquitas como ella las quería. Él se reía para sí, por la cara de Carla con los ojos de parapara que tenía por las taparas. Se dispuso a bajar algunas y usó su sombrero como cesto para recogerlas. De regreso en la casa se sentaron en la enramada a abrirlas con una lima, luego sacaron la tripa con una cuchara y las pusieron al sol por unos días hasta que secaran bien. De cuando en vez se cruzaban sus miradas. Carla le observaba con el rabillo del ojo.
—Por la mañanita nos vamos de cacería, dicen que por Burro Negro han visto venados y lapas. ?Dijo Valmiro, remangándose las mangas de la camisa.
Carla se lo quedó mirando. Él recién había cumplido catorce años y ya manejaba la escopeta y se comportaba como hombre. Ella con tan solo nueve, sin embargo, sabía todo lo concerniente a llevar una casa y levantar una familia.
?Me da miedo el ruido de las escopetas, fue la respuesta de Carla.
Recogieron todo y se lavaron las manos, decían que la tripa de la tapara daba dolor de barriga. Valmiro se disponía a irse cuando ella le sorprendió con un beso en la mejilla en agradecimiento. Él la retuvo pasándole el brazo por el talle y la besó en los labios. Sorprendida aspiró su olor a leña, a mastranto, a monte de su piel canela y probó su sabor de hombre, de varón. Se sentía flotar, se encontraba a expensas del hechizo de olores y sabores que la tenían cautiva entre los brazos de Valmiro, como las mariposas de la noche que giran enceguecidas atraídas por la luz. Sintió los dedos sigilosos que se abrían paso por el borde de su calzoncito al deslizarse y vino a su mente como un destello la imagen de su madre al recordarle: ¡cuidado con la cucarachita!, entonces, como si un rayo la atravesara dio un salto separándose de su captor. Sin mirar atrás, corrió como gacela hasta alcanzar la puerta de su casa y desaparecer. A Carla Isabel cuando niña le gustaba andar descalza, pero su madre la obligaba a calzar alpargatas. Cuando Carla lloraba por la hincada de una espina en la planta del pie, la madre la amonestaba y le amarraba las alpargatas con pabilo para que ésta no se las quitara ni de día ni de noche. En ese entonces eran comunes las niguas ?parásitos que se introducían en la planta del pie y depositaban sus larvas?. Tener niguas en sus pies, era una delicia para Carla, mientras más se rascaba más picazón le daba, hasta llegar a desesperarse con la comezón y terminaba hurgándose el quiste con una aguja para extraerse las larvas.
Carla y Conchita, eran inseparables, pero eso no quería decir que se toleraran siempre. Eran diferentes tanto en físico como en carácter. Carla era atrevida, osada y “disposicionista”, así le decía su madre por su ánimo de llevar a cabo algún propósito que se le viniera a la mente. Conchita en cambio, con su cabeza llena de rulos y sus ojitos verdes, era feliz, siempre tenía una sonrisa a flor de piel y su mayor virtud era verle el lado bueno a las cosas.
Conchita se quejaba de picazón en la cabeza y enseguida Rosana le untaba aceite de coco en el cabello, le dividía la melena con una carrera en el centro y lo trenzaba a ambos lados, luego subía las dos trenzas y las unía en la parte alta de la cabeza quedándole como un cintillo para evitar le cayeran piojos. Rosana decía que al piojo no le gustaba andar enchumbado. Por eso era ferviente devota del aceite de coco como cosmético, les protegía la piel y el cabello de las inclemencias del sol y el viento. Desde muy joven Carla Isabel aprendió de su madre a preparar la cascarilla: polvo facial que obtenían del cascaron del huevo, luego de quitarle el hollejo que lo recubre por dentro para secarlo al sol y molerlo en una piedra hasta pulverizarlo. Tanto Carla como Conchita eran duchas en estos menesteres; pero, era Carla la que estaba más pendiente por su aspecto, cultivaba los buenos modales y siempre andaba impecable. En cambio, a Conchita solo le bastaba andar con su cara lavada.
Así transcurría la vida de Carla y Conchita cuando niñas en el pueblo, pero luego de perder a su padre, todo cambió. Rosana decepcionada de la vida, víctima de los prejuicios de su época, en la pobreza y sin nada que ofrecer a sus hijas, se ve obligada a pedir ayuda a su madre y se va con las niñas a Tasajeras. No tarda en volverse a casar y rehacer su vida. Carla y Conchita sienten el agobio de la crianza de los hermanos que aumentaban cada dos años. Carla se da cuenta de que esto no es lo que ella desea para el resto de su vida. Además, ha dejado de ver a su amigo Valmiro, a quién ya no puede mirar a los ojos por vergüenza desde la noche de las taparas, y un mediodía, luego de dejarle a la madre el almuerzo listo, tomó una batea y en ella metió una muda de ropa y sin más, con la batea en la cabeza regresó a Palmarito. Siempre con una idea fija en su mente: labrarse una vida digna, pues ella no entiende a su madre ni la razón por la que tuvo que irse a vivir a Tasajeras.