MÁRTIRES INGENUOS”
¿Qué darías tu vida por mí?
Juan. 13,38
Capítulo I
Sábado, junio 13 de 2009
El cielo estaba muy azul, los rayos del sol iluminaban con fuertes destellos las piedras cobrizas de la Parroquia de la Concepción, lugar en el que se realizaría el matrimonio de dos importantísimas figuras de la sociedad de Barcelona; las órdenes de mi jefa, Emma Pastor, eran muy específicas respecto a que describiera de modo supremamente detallado el vestido de la novia y en que tomara suficientes fotografías para escoger las mejores. De muy mala gana acepté cubrir el dichoso matrimonio, justo para ese sábado tenía planeado ir a la playa con Dulce y Antonio, mis mejores amigos. Igual pensaba en lograr un ascenso en la revista que me permitiera hacer reportajes de verdad para quitarme la maldición de las sociales, así llamaban a mi trabajo.
Estudié Comunicación en Madrid, con la firme convicción de convertirme en un reconocido reportero, de esos periodistas que a través de sus escritos generan polémica y reflexión; al principio las cosas no fueron fáciles, tuve que trabajar en lo primero que se presentara, tenía que comer, pagar una renta, vivir la cotidianidad. Desde que llegué a la revista, cinco años atrás, me matricularon permanentemente en eventos sociales, sumado a que tomaba las fotografías y eso significaba un ahorro para la publicación que iba cada vez más hacia la desaparición definitiva. Poco después de mi llegada, una editorial multinacional compró los derechos de distribución mejorando notablemente la calidad y la circulación, aunque quedé atrapado entre matrimonios, muertos o bautizos. No obstante me gustaba estar allí, preparándome para cuando llegara la oportunidad, igual tenía solamente 27 años, contaba con algún tiempo para hacerme un nombre como reportero.
Dulce consiguió los datos del fotógrafo oficial, al que contacté la noche del viernes para que me permitiera tomar algunas fotografías a la salida de la boda, dejándole a él total libertad de las tomas de la entrada y dentro del templo. Menos mal no asistió mucho famoso al evento, por realizarse justo en medio del verano, en una fecha totalmente insólita para ese tipo de actos sociales. En mi libreta de apuntes hice una pequeña descripción del vestido, de la belleza de la novia, consigné algunos nombres de los asistentes, al igual que mínimas anotaciones de la decoración y esas cosas.
Mi libreta no sólo era mi más querida herramienta de trabajo, en ella tenía mis objetivos personales, cada día escribía un pensamiento que resumiera mi deseo de avanzar no sólo en carrera sino también en mi vida. Ese sábado escribí “Soy un reportero importante” y “¡Hoy va a cambiar todo!”, como siempre hacía mis artículos formando en mi casa la historia con los datos que recogía, mentalizaba las frases que estaban allí escritas para darme ánimo. Una vez escribí las notas, me ubiqué detrás de Bejarano, el fotógrafo; preparé la cámara para tomar algunas imágenes, no sin antes enseñarle al anfitrión de la boda mi carné de la revista Gema. No éramos propiamente la revista más famosa de España, aunque teníamos un número importante de seguidores, que procuraban estar enterados del acontecer originado en Barcelona.
Primero salieron los novios y el anfitrión junto a sus asistentes, organizaban el vestido de ella, de tal manera que quedara totalmente extendido. Las ráfagas intempestivas de viento aparecían levantando el delicado satín; decidieron pegar algunas partes de la cola con cinta para alfombras, era un detalle de esos que en mi vida práctica nunca se me hubiera ocurrido; una vez la cola del vestido se mantuvo en su lugar, Bejarano y yo pudimos tomar las fotos de la pareja. Los familiares más cercanos de los novios fueron ubicándose en la primera escalinata desde arriba, mientras ellos permanecían en el centro. Todos se dispusieron siguiendo las instrucciones de Bejarano, tres o cuatro disparos de la cámara. La sesión fotográfica trascurría normalmente, mientras algunos invitados se iban alejando hacia el parqueadero de la Carrer d´Aragó.
El sol fuerte del medio día, golpeaba indelicadamente nuestros rostros; trataba de evitar que su resplandor hiciera mella sobre la imagen que vampirizaba de los hermosos enfoques del fotógrafo profesional. Uno de los invitados tapaba el mejor ángulo de la novia, retiré la vista de la pantalla de mi cámara; con un gesto le indiqué que se ubicara a un lado. Justo cuando el invitado se movió, noté que desde la puerta de la parroquia venía caminando velozmente el sacerdote que ofició la ceremonia. Me extrañó su gesto rudo, la actitud soberbia; venía a una gran velocidad con unos pasos agigantados, enormes. Tenía las mejillas enrojecidas, como si toda la sangre de su cuerpo estuviera alojada allí.
Pensé que iba a abalanzarse sobre los novios, la energía que emanaba junto a su rabiosa actitud me molestó sobre manera; ese mismo sacerdote hacía apenas algunos minutos se veía complacido y proyectaba una enorme paz. Me perturbó la presencia del padre Formero; noté que mientras caminaba iba deshaciéndose de la lujosa sotana con la que había oficiado, arrancando con fuerza uno a uno los broches de la misma. Todo era muy confuso; en cuestión de segundos se detuvo detrás de las personas que posaban para las fotos, se notaba ansioso por seguir; nadie más parecía haberse percatado de la cercanía del padre sobre el séquito, la actitud que más me aterró fue cuando trató de pasarse entre el grupo, empujándolos. Eso provocó la reacción de uno de los invitados, quién le objetó su falta de educación, se hablaron, el padre retrocedió dos pasos mirando hacia el frente en todo momento.
Me retiré algunos pasos hacia atrás, constantemente con Bejarano delante; un extraño sentimiento me inquietaba, decía que me alejara de allí, no entendía qué podía significar. Tomé la cámara e hice un zoom sobre el padre, se había despojado de la sotana, descubrí que traía atada a su cintura una faja como de las que se usan en la pesca, llena de pequeños cilindros rojos, como latas de gaseosa. Parecía desubicado, como “enloquecido”, seguía allí, inmóvil, esperando.
Toqué el hombro de Bejarano, cuando éste me miró, le señalé con los labios al padre. En el instante que el fotógrafo levantó la cabeza de la pequeña LCD y se fijó en el cura, todos los que posaban para la fotografía giraron sus cabezas a mirarlo: la actitud del sacerdote era absolutamente atemorizante. Como las personas se movieron, mi campo visual quedó obviamente limitado, levanté la cámara por encima de mi cabeza. Todos retrocedieron ante la presencia del sacerdote, no alcanzaba a ver qué sucedía, seguía presionando el obturador sin revisar nada. En medio de toda la situación, sólo una frase de alguien en la algarabía dio alguna pista sobre lo que estaba ocurriendo:
-¡Tiene una bomba!
En mi mente no alcanzaba a entender lo que esa frase podría significar, rápidamente asocié los tubos rojos y el chaleco de pesca. Una bomba era totalmente inusual para el lugar en el que estábamos; en milésimas de segundo alcancé a pensar que podría ser una broma, aunque con la expresión de disgusto de Formero descarté esa opción. Como pude me empiné un poco, seguía sin alcanzar a verlo, repentinamente el padre levantó su brazo izquierdo como lo vi tantas veces en el cine, con personajes totalmente diferentes a éste, apoyando su dedo pulgar en un elemento que no alcanzaba a identificar, en medio de un asombro general. Sin darme cuenta, seguía capturando las imágenes en mi cámara, reaccioné alejándome unos cuantos metros hacia la calle Pau Claris, en frente del templo. Cuando volví a enfocarlo con la cámara, justo en ese segundo el padre gritó algo pero no escuché qué y apretó el dedo sobre un obturador.
Los del grupo tratamos de correr, de escapar, nos tomó por sorpresa, pasó tan rápido, tan abrupto, tan centelleante. Un destello enceguecedor iluminó todo alrededor, como si una luz más brillante que la del sol nos hubiera enfocado, un fuerte empujón sobre mi pecho me levantó por el aire desplazándome varios metros hacia atrás, como una gran descarga de energía que me sostenía por el aire al tiempo que me impulsaba; aquello sucedía mientras sonaba un aterrador ruido, como mil motores de aviones encendidos sobre nuestras cabezas, ese ruido sólo dejó en mis oídos un silbido agudo.
Cuando caí sobre el suelo, aún con los ojos cerrados, sentí encima una ola de calor abrasador, a pocos centímetros de mi cara un aire caliente parecía quemarme; mi espalda estaba muy adolorida por el golpe, en tanto que mi cerebro quería salirse del cráneo, lo sentía inflamado. Por un minuto sólo escuché el silbido, en seguida los demás sonidos llegaron a mis oídos: alarmas de autos, gritos de hombres y mujeres, cosas que golpeaban contra el suelo cuando caían, como granizo. Abrí los ojos, el cielo azul estaba atravesado por un tubo de semáforo y una cornisa de un edificio; al incorporarme el panorama era devastador. Sólo al cabo de unos segundos comprendí lo que pasó: El padre Formero se explotó con una carga de dinamita, ahí, justo en frente de la Parroquia de la Concepción.
No sé si me desmayé por el intenso dolor de cabeza que la explosión me causó, por la fuerte impresión al ver que las cosas que caían sobre el suelo y sobre mí eran pedazos de carne del sacerdote, por ver la ensangrentada novia yaciendo bajo el cuerpo del novio o por los familiares y amigos que perecieron en la explosión, cuyos cadáveres estaban tirados indistintamente sobre el atrio.
Cuando recuperé la conciencia al cabo de unos cuantos segundos, me levanté en medio de muchas personas, curiosos y policías que se agolpaban alrededor; enfermeros y médicos se bajaban de ambulancias dirigiéndose hacia los heridos, todos corrían pero para mí pasaban caminando como en cámara lenta. Miré mi pecho ensangrentado, me asusté; pasé mis manos por el torso, al tocarme supe que estaba bien. Alguien hablaba, no escuchaba lo que decía. Los segundos pasaban lentamente, la situación era angustiante, pesada; percibía un olor chocante en el ambiente.
La cámara colgada de mi cuello estaba dañada, caía en pedazos sobre mis pies. Con la pesadez que sentía, la abrí y retiré la memoria, la guardé en el bolsillo trasero de mi pantalón. Di unos pasos hacia adelante, mi pie tropezó con otra cámara, asida de la mano de alguien cuyo cuerpo no estaba. Ese brazo mutilado me impresionó mucho, miré hacia el frente y vi que le pertenecía a Bejarano que estaba sangrante sobre la acera. No sé por qué, me incliné para tomar la memoria de esa cámara que estaba en el piso. Un guarda de seguridad vino hacia mí, escondí la tarjeta en el mismo bolsillo en el que traía la otra.
- ¿Se encuentra bien, señor?- dijo el guardia- permítame llevarlo a la ambulancia para que lo revisen.
Asentí con la cabeza, estaba tardo y fastidiado. El guarda tomó mi brazo derecho, apoyó mi adolorido cuerpo sobre su pecho, caminó lentamente conmigo hasta una de las ambulancias, mientras miraba el desolador panorama en el que quedó convertido aquel evento. Pude ver mi pequeña libreta, con la poca fuerza que me quedaba, se la señalé al guarda, él la recogió y la metió en el bolsillo de mi chaqueta, el aire me faltaba. En ese instante no aguanté más, todo se tornó blanco y silencioso.
Cuando desperté en la Clínica Figarola todavía me aquejaba un absurdo dolor de cabeza, al cabo de unos minutos se hizo más tenue. Mi mente no podía dar crédito a lo que aconteció, era como un insólito sueño, tenía grabada la figura de aquel sacerdote casi como un poseído antes de explotar. Al tomar conciencia de mi humanidad, caí en cuenta que sólo venía vestido con una bata de hospital. Me angustié, quería que por ningún motivo se perdieran las memorias de las cámaras que habían capturado aquella aterradora escena. Me dispuse a timbrar para llamar a enfermería y preguntar por mis cosas personales, pero entraron a la habitación Dulce y Antonio.
Ese matrimonio de españoles era lo mejor que poseía en la vida, eran mis amigos, mis confidentes, mis guardianes. Desde que llegué a Barcelona se convirtieron en mis mentores, en mis tutores en mis guías para la vida, ya tenía seis años viviendo en un pequeño apartamento en su piso y a pesar que no me llevaban ni diez años de edad, se comportaban como unos padres conmigo, más aún sabiendo que desde los catorce perdí los míos en un accidente de tránsito.
- Fredo, por Dios santo ¿Qué pasó?- entró berreando Dulce- ¿cómo estás?
- Nos has tenido con el alma en vilo, cuando vimos el telenoticiero pensamos que algo te pudo pasar. Se ha armado un verdadero caos con la explosión. Le dije a Dulce que viniéramos a enterarnos hasta el monasterio - Antonio estaba mucho más calmado- ¿Cómo te sientes?
- Estoy bien – les dije- ha sido un gran susto, no me ha pasado nada grave. El impacto de la explosión me causó una fuerte jaqueca, pero ya estoy mejor, tengo un ligero dolor de cabeza.
- Es sorprendente lo que hizo el padre, ya han dicho que pertenecía a una secta, que por eso se ha suicidado de esa manera tan horrenda –Dulce se estremecía con lo que contaba-, lo más terrible es que esos pobres muchachos se hayan muerto justo el día de la boda. No puedo creer que un incidente así pase en un templo católico, ya estamos como los islamistas radicales. ¿O será que el padre era del Al qaeda… o de ETA?
Antonio suspiró profundamente mientras le hacia un gesto a su mujer para que se silenciara, juntó las cejas frunciendo el ceño y puso el índice en su boca. En seguida regañó a Dulce:
- Deja que Fredo se calme un poco. ¿No ves que ha estado acá cuatro horas y apenas debe estar asimilando todo?
- ¿Cuatro horas?- pregunté asombrado.
- Sí- expresó Antonio- desde el medio día has estado acá. Tu jefa estuvo todo el tiempo a tu lado, acaba de irse a tomarse un café, la encontramos en los escalones.
Dulce miró a Antonio como queriendo decirle algo, percibí su gesto.
- Ya podéis decirme qué pasa.
- Se llevaron tu cámara- contestó abruptamente Dulce.
- ¿Quién, la jefa?
- No, que va, la poli que ha estado acá vigilando a los heridos y esas cosas. Nosotros les hicimos firmar un recibo, aunque la verdad Fredito, la cámara se ha echado a perder.
- Bueno- dije resignado- tendré que comprarme otra.
- Pero mira Toñi, que bien se lo ha tomado Fredo - Dijo Dulce mirando a Antonio, luego se dirigió a mí- Hasta al Niño de Atocha te he encomendado para que no te fuera a dar ataque de tristeza.
- No hay problema Dulce, a ti y a Antonio, muchas gracias - estiré mis manos para acogerlos- ¡Venid que os quiero dar un abrazo!
Experimenté un gran alivio ante la presencia de estos dos seres maravillosos, como si una energía superior emanara de ellos; imaginé que papá y mamá me abrazaban a través de sus cuerpos. Una lágrima de gratitud recorrió mi mejilla. Mis músculos adoloridos parecían calmarse un poco con esa positiva vibración que desprendían.
El abrazo colectivo fue interrumpido por un leve golpeteo en la puerta, los tres miramos: era mi jefa, que sonreía asustada con ademán de entrar, le hice una seña con la mano para que siguiera. Ya con una enorme sonrisa se acercó y besó cada una de mis mejillas, saludó a mis amigos y habló aceleradamente:
- Nos has tenido de un rayo, no podía creer que te hubiera mandado justo a cubrir esa boda; mira lo que ocurrió, no me perdonaría nunca que te hubiera pasado lo peor. Cuando llegaste a la clínica llamaron de inmediato, llevabas la escarapela de la revista y tenías en el móvil un número nombrado “Jefa”. El susto ha sido terrible. Me alegro mucho que estés bien, de verdad que sí.
- Gracias Emma, de verdad que gracias.
- La policía ha venido a indagar sobre ti, parece que a todos los que estabais allí y habéis sobrevivido os van a hacer una especie de seguimiento, porque aún no tienen ni idea qué pasó – continuó mi jefa- lo más importante es que hablé con ellos y les dije que eras una persona conocida, decente… todas las cosas buenas que se pueden decir de alguien como tú.
Dulce miraba curiosamente a la mujer, parecía que hasta sonreía al escucharla hablar. Antonio seguía frunciendo el entrecejo.
- ¿Ya sabéis cuántos fallecieron?- pregunté.
- Siete- dijeron al unísono.
- Sorprendente, me dio mucha lástima de Bejarano, porque lo vi destrozado en el piso, me causo escalofríos.
- Bueno, no hablemos de nada triste - dijo Dulce-. Lo importante es que estás bien y eso es lo que verdaderamente incumbe.
- Señoritas – habló en voz alta Antonio- mejor dejamos a Fredo solo para que descanse un poco, antes que vengan a tomarle la declaración.
Los tres salieron de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Pensé en los detalles del incidente. El dolor de cabeza rezagado se me quitó en pocos minutos por lo que caí en un profundo sueño.
No sé cuánto tiempo dormí, me despertó la puerta al abrirse. Era Emma, que se acercó cautelosamente hasta la cama. Miró mi cara como para advertir que no estuviera dormido, le guiñé un ojo y ella sonrió.
- Sé que estás todavía aturdido por lo de hoy, no obstante quisiera que me contaras si pudiste captar alguna cosa de lo sucedido, no sé, algo que nos permitiera escribir una nota sobre el incidente.
Me molestó, sabía que la petición de Emma de una nota tenía más que ver con la oportunidad de hacer un reportaje de primera mano sobre el suceso; me acomodé y llevándome la mano a la barbilla cavilé un minuto. Inmediatamente le dije:
- Pues las fotos que tomé ni siquiera las revisé, debemos hablar con la policía para que nos devuelva la cámara.
- Ya hablé con ellos, dijeron que la cámara quedó inservible por la onda explosiva, lo que tampoco aparece es la tarjeta de memoria, la han estado buscando para ver si nos la pueden entregar.
Supe que estaba guardando evidencia importante para la investigación, aunque me negaba a hablar de las tarjetas que guardé en el bolsillo trasero de mi pantalón. A ciencia cierta, tampoco sabía siquiera en qué lugar estaba la ropa con la que me llevaron a la clínica. No le dije nada a Emma, para que no fuera a ir a buscarla, eso quería hacerlo yo mismo. Cuando se retiró, llamé por fin a la enfermería y averiguarles sobre mis pertenencias; al rato entró una enfermera, sin saludarme siquiera se inclinó y sacó una especie de gaveta que se encontraba bajo mi cama; mi pantalón, la camisa, mis zapatos y mis calcetines estaban envueltos en unas bolsas plásticas transparentes. Mi chaqueta simplemente enrollada como si hubiera sido guardada sin ningún cuidado y al lado una bolsa vacía, lo cual me extrañó, si se habían tomado el trabajo de guardar cuidadosamente las demás prendas, ¿por qué no la chaqueta?
La enfermera se marchó, de inmediato busqué en el bolsillo izquierdo del pantalón, allí estaban las tarjetas. Luego, cuando quise ver mi libreta de apuntes en el bolsillo de la chaqueta no la encontré, alguien la sacó de allí. De pronto esa persona había sacado la prenda de la bolsa y la falta de tiempo le impidió buscar en mi pantalón. Tomé las tarjetas de memoria, las metí por un lado del somier, debía asegurarme que nadie las tomara antes de que las pudiera revisar.
Dulce y Antonio entraron a la habitación indicándome que ya venía el inspector a hacerme el interrogatorio, traté de estar tranquilo mientras respiraba pausadamente. El policía entró acompañado por una mujer muy joven, ambos iban elegantemente vestidos con traje de oficina, me saludaron de mano. La mujer era muy guapa, con una encantadora presencia, me impactó desde que la vi. Se sentaron en sendas sillas e hicieron salir a mis amigos, tomé una bocanada de aire preparándome para contestar cualquier duda.
El inspector sacó un cuaderno y una estilográfica, la mujer me miraba fijamente, como si quisiera leer mi mente, me sentí un poco intimidado. Ella señaló:
- Soy la detective Helga Villares y él es el inspector Raúl Fonseca. No se preocupe señor Mancini, simplemente estamos haciendo unas preguntas de rutina. Este bien podría catalogarse como un acto terrorista en la medida que sucedió en un sitio público ocasionando el deceso de otras personas, solamente queremos reunir la mayor cantidad de datos para armar una historia coherente en la investigación.
- No hay problema, deseo colaborar en lo que pueda - respondí.
Luego el inspector Fonseca acercó su silla a la cama, del cuaderno extrajo una hoja, una especie de cuestionario impreso y procedió a interrogarme.
- ¿De dónde es usted señor Mancini?
- Soy de Madrid, de padres italianos.
- ¿Edad?
- Veintisiete, recién cumplidos.
- ¿Hace cuánto tiempo vive en Barcelona?
- Seis años, señor.
- ¿Qué profesión tiene?
- Soy Comunicador Social, profundicé en Reporte Gráfico.
- ¿Fotógrafo?- preguntó Fonseca en un tono burlón.
- Podría decirse, como que usted es ¿Policía?- le respondí sarcásticamente.
Mi comentario eliminó de inmediato el rostro sonriente de Fonseca, que ya muy serio prosiguió:
- ¿Qué hacía usted en el lugar de los hechos?
- Soy periodista de una revista llamada Gema, cubro los eventos sociales.
- ¿Hace cuanto trabaja allí?
- Cinco años.
- ¿Fue enviado allí por alguien?
- Mi jefa, la directora de la revista.
- ¿La señora Emma Pastor?
- Sí, señor.
- ¿A qué hora llegó usted al lugar?
- A las once y cuarenta. La boda iniciaba a las doce, quise estar un poco antes para ubicarme y tomar datos para mi nota.
- ¿Tomó muchos datos antes del incidente?
- Sí, señor. Debo decirle que mi libreta de apuntes ha desaparecido.
- ¿En la explosión?
- No, señor. No lo creo.
El inspector miró a la detective levantando la ceja y prosiguió:
- ¿Recuerda que apuntó en su libreta?
- Pues no sé, algunos nombres de asistentes, en frente de cada uno puse la forma en que iban vestidos, los colores y esos detalles.
- ¿Nada más?
- Pues la verdad, nada más.
- Su cámara ha sido decomisada por la policía para ser analizada por encontrarse en el lugar de un hecho terrorista, al abrirla no encontramos la tarjeta de memoria ¿Sabe usted por qué?
- Señor inspector, cuando reaccioné estaba en medio de pedazos de carne, sangre y rodeado de cadáveres ¿cree usted que podría pensar en mi cámara en ese lapso?
- Pero si pensó en su libreta de apuntes ¿o no?
- No le entiendo - dije extrañado.
- Pues que uno de los agentes de seguridad dijo que usted, a pesar de encontrarse bastante aturdido por la explosión, le indicó que recogiera su libreta justo antes de desmayarse y ser subido a la ambulancia.
- No lo recuerdo señor inspector.
Supe que el inspector Fonseca estaba indagándome de una manera inusual, de pronto alguna técnica policíaca para confundirme, antes preguntó si perdí la libreta en la explosión y ahora me informaba que un agente le dijo que le pedí que la recogiera; seguramente en mi divagar quedé pensativo, porque de nuevo la mujer habló:
- ¿Se encuentra usted bien señor Mancini? le veo un poco distraído.
- Ah, qué pena detective, es que ando con un poco de jaqueca. Continúen por favor.
El inspector pasó una ojeada a su cuestionario, recorriéndolo con la estilográfica, buscando seguramente la pregunta en la que iba y retomó el interrogatorio:
- ¿Observó algún sospechoso cerca de la escena?
- ¿Sospechoso? Señor Inspector, el padre se explotó delante de todos nosotros ¿Cómo puede preguntarme por un sospechoso?
- A parte del difunto padre Formero… ¿algún sospechoso?
- No señor Inspector. Ningún sospechoso.
- ¿Qué religión practica usted, señor Mancini?
La pregunta me tomó por sorpresa, no entendía que tenía que ver mi religión con la inmolación de Formero, en mi cara se notó el disgusto porque la detective Villares de nuevo intervino:
- Señor Mancini, por tratarse de un atentado homicida de un miembro de una religión, debemos establecer las causas u orígenes de tal acción, por eso es importante su respuesta. Usted bien sabe que no es una actitud común en la iglesia católica de los últimos quinientos años que alguien se inmole.
El tono agradable de la mujer inmediatamente me proporcionaba una gran tranquilidad, de inmediato contesté:
- Fui criado católico, la verdad no soy un tipo religioso. A las únicas celebraciones que asisto son a las que me mandan para realizar mi trabajo, realmente ni siquiera tengo memorizadas las oraciones que rezan o los ritos que se desarrollan allí.
- ¿Tiene usted amigos en el oriente medio, Arabia, Irán, Iraq o países vecinos a éstos?
- No señor. Bueno, tuve un compañero de Arabia Saudí en el colegio ¿eso cuenta?
Fonseca levantó la vista y me miró por encima de sus anteojos de carey, frunciendo los labios movió la cabeza hacia los lados.
- ¿Tiene usted amigos musulmanes, islamistas, budistas o judíos?
- No señor.
- ¿Tiene usted, señor Mancini, algún amigo o familiar perteneciente a grupos revolucionarios de características sociales o religiosas?
- No que yo sepa, inspector.
- ¿Ha sido usted contactado durante su vida en Barcelona, por personas o instituciones que le solicitaran desarrollar actividades contra el gobierno o contra alguna institución religiosa, política o social?
Realmente, las preguntas eran formuladas de manera tan rápida por Fonseca, que debía analizar cada parte antes de darle alguna respuesta que estuviera en concordancia con mis actividades cotidianas. Pensé un segundo y recordé algunos correos electrónicos que me llegaron en el pasado, en los que pedían difundir tal o cual causa política de cualquier país del mundo, nunca les presté demasiada atención, contesté que no.
- Señor Mancini ¿conocía usted alguno de los asistentes a la boda?
- No, inspector, solamente la noche del viernes conocí al fotógrafo de eventos, a Bejarano. Me cité con él para organizar la manera en la que podría tomar las fotos para mi nota sin intervenir en su trabajo.
El inspector revisó por última vez el cuestionario y sus apuntes, se levantó de la silla seguido por la detective, me entregó una tarjeta de presentación, diciéndome:
- Cualquier cosa que recuerde, por favor llámeme. Le pido que en el trascurso de las próximas dos semanas no salga de Barcelona y mantenga su domicilio.
- Sí, señor inspector. Con gusto le informaré si recuerdo algún detalle.
- Gracias por la colaboración, señor Mancini – dijo la detective Villares.
- Gracias a usted detective – me despedí cortésmente mirando de refilón a la bella Helga Villares- y gracias a usted inspector.
Cuando salieron, comprendí que el hecho esconder las tarjetas podría ocasionarme algún problema, podía más la curiosidad por ver lo que quedó registrado allí, si me preguntaban por las memorias, simplemente las devolvería y diría que las encontré en el pantalón que llevaba puesto. ¿Cómo iba a justificar que robé una memoria de una cámara sostenida por un brazo amputado? Me desconocí por completo.
Miré las noticias el resto del día, el médico me dio de alta para el domingo, decidí relajarme tanto como pudiera. La clínica en la que estaba se ubicaba sólo a unas cuadras de distancia de la parroquia, a lo lejos seguían sonando las sirenas. En el noticiero de las diez de la noche dieron un reportaje especial sobre el acontecimiento. Palabras más, palabras menos, lo que la policía tenía acerca de la motivación del padre para cometer el acto terrorista era nada. Hicieron un perfil del sacerdote en el que contaron que tenía sesenta años, llevaba treinta ordenado como sacerdote, de Suramérica y nunca tuvo reportes anteriores de ningún tipo, nada que se conociera. Desde hacía cinco años trabajaba como párroco adjunto de la Concepción, en el monasterio de Santa María de Jónqueres; donde iniciaron una investigación en colaboración con la diócesis. Nada más sobre el cura. Me pregunté qué llevó a un sacerdote a cometer semejante atrocidad, no entendía de ninguna manera qué pasó, estaba tan exhausto que decidí apagar la tele y tratar de dormir un poco. Al otro día iniciaría mi verdadera relación con aquella noticia horrible.
Por más que quise dormir, resultó imposible, con sólo cerrar los ojos venía a mi mente el padre corriendo hacia los novios, su chaleco lleno de tacos de dinamita, su mano levantada antes de detonar el artefacto. También me llegaba Bejarano en el piso, sin su brazo. Me conmovía pensar que pude haber sido yo quien estuviera allí tendido y lisiado. Abría de nuevo los ojos, tomaba grandes bocanadas de aire, quería entenderlo todo, aunque no esa noche. Debía descansar; hasta mi nariz recordaba ese olor a carne chamuscada de los trozos del cura. Me asustaba pensar que nunca más fuera a conciliar el sueño después de tan trágica experiencia.
A pesar que de manera constante leía con absoluto detenimiento las miles de noticias que se generaban a diario en la red o en los periódicos, jamás pasó por mi mente que algún día iba a ser testigo de un acto tan abominable como una inmolación. Creía que en los únicos lugares en los que uno se podía sentir protegido o seguro, eran en la casa o en un templo, de manera infranqueable me tocó darme cuenta que estaba equivocado. El mundo se convirtió en un lugar inseguro, las calles por las que usualmente caminaba se transformarían en pistas de obstáculos; tenía que aprender a vivir con miedo.
Pero mi mente no parecía tampoco un lugar seguro, los sueños o las imágenes que llegaban lo único que hacían era mostrarme la cara más fea de la existencia, la cara de la muerte con un simple pulsar de un botón. Sentí mi rostro caliente, ese dolor en cuerpo y alma, esa vulnerabilidad, la rapidez con la que el fin llega para cualquiera en un santiamén. Tuve ganas de llorar, mi corazón estaba seco desde hacía mucho tiempo, para mí las lágrimas verdaderas eran las que tenían origen cardiaco, alma derretida saliendo por los ojos; no, no lloré. Decidí recurrir a algún remedio superior que valiera realmente la pena: Por primera vez, en muchos años, una oración salió de mi boca, pidiendo protección, perdón y alivio.