MARINA
E
l hombre caminaba con cara seria, por aquella zona medio agreste de los arrabales de Madrid de principios del siglo XX, llevando de la mano a su hijo que gimoteaba y se limpiaba de cuando en cuando con el dorso de la mano libre la cara ensangrentada. Al llegar a la casa de Juan Simón, (Como el enterrador de la vieja canción), lo encontró tranquilamente sentado a la sombra de la higuera que había plantado en la especie de jardincillo delantero de su casa, que además de la sombra, daba unos higos que parecían miel y que con el tiempo han desaparecido de la faz de la tierra, como si ya no hubiera más higueras así.
El hombre, encarándose seriamente con Juan le espetó casi como un disparo de escopeta: -Mire, lo que su hija le ha hecho a mi hijo…
Juan era panadero y por tanto, su jornada laboral acababa cuando empezaba la de los demás mortales. De carácter bronco, rebelde, sindicalista y revolucionario, como debía ser todo proletario a principios del siglo XX. Acostumbrado a mil zafarranchos contra la policía, en aquellos agitados días en que no pasaba semana sin que hubiera algún tipo de episodio “movido”, donde unas veces corrían delante de la policía y otras detrás, según la cantidad de efectivos que hubiera en cada bando… Porque ya se sabe ese viejo adagio de: “Llegaron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios está con los malos, cuando son más que los buenos”… Por tanto, era normal que algún día llegara a casa con señales de haber recibido algún que otro golpe de porra o de culata de fusil, heridas en las manos o las piernas por haber caído en alguna de las carreras, e incluso, que no llegara por haber sido detenido como consecuencia de la trifulca.
Había podido reunir unas pesetas para comprar un terreno en el pueblo de Chamartín de la Rosa, que años después sería, como todos los pueblos periféricos, absorbido por Madrid y esta zona sería el barrio de La Ventilla. Estaba sin urbanizar. Abundaban los campos de cultivo y muy pocas edificaciones, salvo quizá el Hospital del Rey, la iglesia y el colegio de monjas anexo donde estudiaba su hija, y algunas casas como la suya, pero construidas distantes unas de otras y sin ningún tipo de orden ni planificación urbana. En ese terreno, que era bastante grande, construyó con sus propias manos y con la ayuda de algunos amigos albañiles o maestros de obra, que suplieran su ignorancia en las artes de la construcción, una casa de ladrillo de una sola planta, amplia, modesta pero confortable y había plantado en el antejardín, la higuera a cuya sombra se hallaba descansando.
Miró al niño, luego al padre y sin levantarse de la silla le dijo: - Si yo tengo un hijo y viene a decirme que una chica le ha pegado… ¡Lo mato!
El padre del “ofendido”, se quedó un momento desconcertado mientras su cerebro trabajaba a toda presión para tomar la actitud más adecuada al momento, pero como sabía perfectamente el carácter y las hechuras de su interlocutor, le pareció lo más adecuado dar media vuelta sin soltar la mano de su hijo y dirigirse a su casa en paz…
Marina, la hija de Juan, creció en ese ambiente medio campestre jugando de igual a igual con los niños varones. Subiéndose a los árboles, tirándose piedras mutuamente y todos los “juegos infantiles” de aquella época, en que el día terminaba con algunas rozaduras, cortes o golpes, sin que nadie se quejara por ello. Quizá, en el juego de ese día se le había “ido la mano un pelín” y le habría dado en pleno rostro a ese niño, alguna de las piedras, puede que más grande de lo debido, que ella y los otros disparaban con gran precisión adquirida por el entrenamiento diario.
Juan tenía dos hermanas, de su misma sangre y carácter. En alguno de los acontecimientos tormentosos de la España de aquellos tiempos, anduvo en la revuelta como siempre. Fue detenido y encerrado con muchos otros revoltosos en un estadio de fútbol y las hermanas se inquietaron al ver que no volvía a la casa. La situación era tan tensa que, el gobierno ordenó impedir el movimiento de grupos de personas por las calles y pusieron barreras con sacos terreros y soldados armados, incluso con ametralladoras en varios lugares, entre ellos en la Glorieta de Cuatro Caminos paso obligado para la gente de La Ventilla y otros barrios del norte hacia el centro de Madrid. Las hermanas Simón, quisieron averiguar el paradero de su hermano y se dirigieron a pié hacia el centro, pero al llegar a la glorieta, desde lejos, los soldados les gritaban que se detuvieran… sin que ellas hicieran el más mínimo caso, por lo que seguían avanzando sordas y resueltas hacia la barricada y los cañones de las ametralladoras.
Los soldados, quizá más asustados que ellas, pues no se atrevían a disparar a dos mujeres solas y que parecían sordas o retrasadas mentales, se incorporaron de su posición medio escondida detrás de la barricada y con gestos y gritos les indicaron que se detuvieran que no podían pasar por allí… Con el mismo resultado que si se hubieran puesto a cantar ópera o algo así. Las dos hermanas siguieron avanzando, hasta que llegaron a la misma barricada de sacos terreros y los soldados, ya un poco cabreados con su actitud, quisieron detener su avance físicamente… Con el previsible resultado de: Ropa rasgada en ambos bandos, caras de soldados arañadas por furiosas y afiladas uñas, uniformes rotos, botones arrancados… y dos mujeres más detenidas y conducidas al estadio de fútbol… donde vieron a su hermano, que es lo que se proponían desde el principio…
Las generaciones siguientes que disfrutan el “Estado de bienestar”, con leyes laborales, jornadas de trabajo y de descanso reguladas, vacaciones, pagas extra, seguro de enfermedad, pensiones de jubilación y todos los derechos de los trabajadores que hoy nos parecen tan normales e imprescindibles, nunca podrán reconocer todo lo que le deben a esos revolucionarios que, muchas veces sin comprender tampoco ellos exactamente por qué luchaban, arriesgaban su libertad y su vida.
Marina, diariamente entrenada en el deporte de la pedrea, era una experta dirimiendo sus diferencias a pedradas y por si acaso, antes de entrar a clase en el colegio que estaba en esa zona sin asomo de pavimento ni nada parecido, buscaba una cantidad de piedras de tamaño adecuado y hacía un montoncito frente a la puerta para tener munición, en el caso de que en el recreo hubieran surgido algunas diferencias con compañeras. Y dentro de clase, cuando una de las monjas profesoras le llamó la atención por algo que ella consideró en forma inadecuada, no dudó ni un segundo en buscar algo arrojadizo y como lo único que vio cerca era el tintero de porcelana que todos los pupitres tenían incrustado en un agujero del tablero, lo sacó con un rápido movimiento y lo lanzó con precisa puntería al rostro de la monja, con el consiguiente estropicio en la inmensa toca blanca en forma de avión que llevaban, en la cara y en el resto del hábito… Naturalmente, fue expulsada fulminantemente. Lo que no ha llegado hasta nuestros días es, la actitud del padre que anticlerical como estaba mandado en un revolucionario de pro, seguramente diría que eran las monjas las que tenían la culpa de todo…