Había subido de dos en dos los peldaños de la escalera hasta llegar al rellano, rebuscar las llaves en su bolso sin lograr encontrarlas –ya se sabe, en el bolso siempre encuentras lo que no buscas y nunca encuentras lo que buscas- y, por fin, abrir la puerta de su casa, algo sofocada. Como siempre, su piso estaba limpio, impoluto más bien. Siempre había tenido una obsesión casi enfermiza por la limpieza y el orden. Atravesó a grandes zancadas el pasillo y se recostó cansinamente en el sofá. Buscó el mando del televisor. No aparecía. Tras dar muchas vueltas por la casa cual pato mareado, lo encontró en el mueble bar. ¡Qué extraño! ¿Cómo podía haberlo dejado allí? Era muy raro pues Celia era muy meticulosa en la colocación de los objetos y era difícil que algún detalle se le escapara. Además, nadie, absolutamente nadie, entraba en su casa.
Encendió la tele, zapineó sin interés, al fin dejó una cadena donde hablaban de las últimas actuaciones de grupos y cantantes, supuestamente famosos, aunque, al menos a ella –Celia- no le decían demasiado. Apenas prestaba atención pues ahora había vuelto al bolso–esa suerte de Grandes Almacenes donde es posible encontrar desde un bien muy preciado hasta saldos absolutamente inútiles- en busca del correo que apresuradamente había metido al abrir el buzón.
Nada interesante. Propaganda dirigida a ella por su nombre, con un tono familiar como si la conocieran de toda la vida y le ofrecían un producto que, por supuesto, no le interesaba para nada. Estaba igualmente la carta del banco. Ya se sabe: los últimos movimientos de la cuenta, generalmente todos en él Debe, y la enésima oferta de un seguro de vida con innumerables ventajas. En fin, una postal de Carolina, su hermana, que cuando se desplazaba por el mundo seguía manteniendo esa vieja y actualmente anacrónica costumbre. Procedía de Vancouver y le hablaba muy bien de esta ciudad, de su entorno, de un chico, cuatro años menor que ella, a quien recién había conocido la noche anterior y al parecer le había producido una agradable impresión…, Keith era su nombre.
Pero no entraba en mayores profundidades. Carolina era un año mayor que ella –acababa de cumplir treinta y ocho- y era una ejecutiva de éxito, que gozaba de un sueldo muy alto a lo que había que sumar las retribuciones en acciones y otras ventajas. Ocupaba el puesto de Directora Comercial en una compañía de productos alimenticios de marcas muy prestigiosas. La compañía poseía filiales en tres continentes y continuaba su expansión a pesar de la crisis.
Sin embargo, su hermana había dado un giro radical a su vida. Por un lado, había puesto fin a dieciocho años de noviazgo con Curro, al parecer por haberle descubierto una inesperada infidelidad. El fin abrupto de esta relación, que parecía una institución tan indestructible e incólume como la Puerta del Sol o el presentador de Saber y Ganar, Jordi Hurtado, había empujado a Carolina a otra decisión aún más sorprendente: tras arduas negociaciones para conseguir una suculenta indemnización había llegado a un acuerdo para rescindir su contrato con la compañía alimentaria.
Desde entonces se dedicaba a viajar por el mundo sin rumbo definido tirando de sus bien nutridas cuentas corrientes.
Carolina había hecho mucho por la expansión internacional de la compañía, sus habilidades negociadoras que podían condensarse en la consabida frase “puño de hierro con guante de seda”, su olfato seguro para captar oportunidades de negocio, su indiscutible encanto personal y otros muchos etcéteras habían hecho de ella alguien insustituible. Su marcha fue muy lamentada por el equipo directivo, aunque igualmente por sus subordinados o sus compañeros más inmediatos, pues Carolina tenía una increíble gracia para caerle bien a todo el mundo.
Este don de gentes, estas formidables habilidades sociales, le habían permitido “tener amigos hasta en el infierno”. Los contactos que había hecho en diferentes países le facilitaban gustosos instalarse con buenos conocimientos del terreno en las ciudades que iba visitando. Pero, además, se estaba dedicando a una nueva afición –quizá en un futuro podría ser su nueva profesión- consistente en escribir colaboraciones para una revista de viajes, propiedad de un amigo suyo. Escribir le apasionaba y sus lectores se admiraban de la facilidad y garbo con que redactaba sus artículos.
Ya llevaba casi un año sabático de recorrido por el mundo, sin ninguna prisa, disfrutando de sus estancias y alimentando la cuenta corriente con sus colaboraciones literarias. Parecía que lo estaba pasando en grande, al menos eso sugerían las postales enviadas a Celia e igualmente los correos electrónicos donde se explayaba bastante más, entrando en detalles sobre gentes, paisajes y lugares, que por su calidad y facilidad narrativa atraían irresistiblemente a Celia.
Celia pensaba en su hermana. Mientras vivió en Madrid sus relaciones, aunque amables eran algo superficiales, sin embargo, maravillas de Internet, desde que deambulaba por el mundo a miles de kilómetros sus confidencias se habían multiplicado. Es algo muy corriente entre padres e hijos o entre amigos. Cuando viven en la misma ciudad apenas se cuentan gran cosa, pero si viven lejos entonces explayan sus vivencias con sorprendente prolijidad.
Estudiaron juntas en un colegio de pago, de monjas de cuya orden prefería no acordarse. Carolina le llevaba un curso por delante, pero era tan despierta y tan inteligente –aunque igualmente muy manipuladora- que había acumulado toda clase de premios y distinciones. Estos habían provocado en Celia un cierto resquemor, celos que nunca quiso reconocer.
De todas formas, se querían. Aunque Celia tenía un segundo motivo de resentimiento hacia su hermana: no la tenía a su lado cuando la necesitaba, pese a la disponibilidad que ésta siempre le mostraba. Aquello de “se me ofrece cuando no la necesito y cuando la necesito no la encuentro”, que tantas veces había repetido Celia.
En el colegio, las compañeras las llamaban las dos C (Carolina y Celia) pero había quien en broma les llamaba Gran C y Pequeña C. Carolina destacaba en todos los planos, llevaba siempre la voz cantante, las monjas la ponían siempre como ejemplo a seguir, mientras que Celia callaba, sonreía, apenas decía dos palabras seguidas y cuando intentaba desarrollar una conversación medianamente elaborada, su hermana hablaba sobre ella y terminaba callándola gracias a su brillante y arrollador argumentario.
Incluso aunque su hermana no estuviera delante, Celia se bloqueaba en conversaciones que reunieran a más de tres personas. No sabía qué decir, hablaba lentamente como si cada palabra pidiera permiso a la siguiente o estuviera distraída sin saber cuándo le tocaba salir por las cuerdas vocales, con lo cual Celia o no decía nada o cuando lo hacía nadie le escuchaba pues alguien había seguido hablando como si no existiera.
Es difícil de evaluar la huella que estos desequilibrios habían dejado en la relación entre las dos hermanas. Porque está claro que Carolina siempre, desde muy pequeña, se las había arreglado para ofrecer a Celia cosas que le gustaban y, a menudo, no tenía ni que pedírselo. Carolina poseía un extraño sexto sentido mediante el cual adivinaba el momento oportuno para darle un abrazo, decirle cuatro palabras estimulantes, acompañarla a sus sitios preferidos, buscarle tal programa de televisión o traerle un regalo inesperado que siempre daba en el clavo respecto a sus gustos. Ahora bien, estas atenciones no se prodigaban demasiado, los dosificaba con cuentagotas, aunque con una rara habilidad para administrarlas en el momento más oportuno (o, al menos, eso creía ella).
Celia no lograba entender por qué su hermana tenía ese extraño don y se preguntaba por qué no lo dispensaba con más abundancia pues lo echaba de menos y siempre quería un poquito más.
Sin embargo, lo que no dejaba ningún lugar a dudas es que la Gran C de Carolina la empequeñecía, la ensombrecía, le provocaba frustración, un angustioso complejo de inferioridad del cual quería salir sin saber cómo. Pero al mismo tiempo la Gran C de Carolina era como un gran manto protector, capaz de arroparle y levantarle el ánimo.
Era curioso, se decía Celia, nunca puedes rechazar las atenciones de Carolina, sin embargo, hay momentos que las necesitarías y no están, no aparecen, miras el móvil, el correo electrónico, el buzón, y sientes gran angustia por no tenerlas.
El polo positivo y el polo negativo de la Gran C ejercían un campo magnético del cual Celia no podía librarse. Se sentía atraída a la vez que repelida. Contenta y molesta. Satisfecha e insatisfecha. Ying y yang. La relación con su hermana era siempre contradictoria, siempre estaba al borde del choque, la reconvención y el reproche y siempre, y casi al mismo tiempo, al borde del agradecimiento, la satisfacción, la compenetración… Cuando iba a lanzarle una recriminación un oportuno detalle le hacía plegar alas cayendo en el remordimiento por “haber sido tan injusta con mi hermana” … Pero después le asaltaba un sentimiento de frustración, pues nada se arreglaba, siempre estaba en lo mismo. Siempre en el “a punto de…”, en un sentido o en el opuesto.
Celia era muy independiente, muy encerrada en sus cosas. Pero tenía lo que se podría llamar una dependencia “en segundo plano” de su hermana, una dependencia que no quería reconocer pero que la recorría soterradamente manifestada en muchos detalles que a la propia Celia le costaba identificar. Desde luego, no es que estuviera pensando en ella a todas horas ni que se preguntara a cada paso cómo hacía Carolina tal o cual cosa, sin embargo, de vez cuando la embargaba irresistiblemente la necesidad de necesitarla, quería oír su voz, leer sus correos o recibir sus detalles. Eso era para Celia algo de lo que no podía prescindir. Cuando se retrasaba la intervención providencial de Carolina sufría mucho, se ponía ansiosa, miraba nerviosa el correo…
Ella, Celia, la Pequeña C, había vivido muy mal el divorcio de su madre, Leonor, prestigiosa doctora vallisoletana, muy conocida en el universo médico por sus destacadas investigaciones en hematología y su labor clínica, muy apreciada por los pacientes y por todo el personal sanitario.
El padre, Rafael, era abogado, venía de una familia onubense muy católica y con lejanos parentescos aristocráticos. Vestía siempre de manera impecable, cuidando hasta el más mínimo detalle. Se pasaba horas en el baño para acicalarse y ponerse a punto, provocando la impaciencia y las protestas de las tres mujeres de la casa obligadas a utilizar el segundo baño mucho más reducido e incómodo.
Rafael había encandilado a Leonor con su hablar suave, su humor infatigable, su presencia exquisita, su habilidad para llevarla a los lugares más elegantes… y desde luego porque era un buen mozo, alto, bien plantado, de ademanes muy estudiados, facciones rotundas pero agradables y mirada muy viva que partía de unos ojos castaños de gran belleza. Parecía además que los años no pasaban para él, se conservaba siempre juvenil, atlético, aunque tenía que pagar el precio de metódicos ejercicios: correr, gimnasio, Pilates…
Vistos desde fuera, observados con una mirada superficial, Leonor y Rafael parecían la pareja perfecta. Celia, al menos, así los veía.
Pero la realidad era muy otra. Rafael tenía una propensión irresistible, facilitada desde luego por su trabajo, a tratar de conquistar a todas las mujeres que se pusieran a su alcance. Su carácter jovial, su hablar dicharachero, su mirada penetrante y sensual, su porte recio y distinguido, no dejaban indiferentes a sus interlocutoras convertidas en muchos casos en compañeras de cama más o menos ocasionales. Por su parte, Leonor, guapa, alta, triunfadora, irresistible, también aprovechaba los innumerables congresos médicos, los cuales –como reza el tópico cuya validez debía ser investigada- se celebran en los lugares más paradisiacos, para vivir tórridas aventuras.
Esta situación había sido reconocida de forma tácita por ambas partes que lo llevaban con aparente indiferencia, aunque sabían encontrar buenos momentos que, si bien cada vez eran menos frecuentes, atizaban la llama de aquel fuego devorador que estalló cuando se conocieron.
La pareja tenía una gran habilidad para organizar de vez en cuando viajes, fiestas, salidas, con sus dos hijas que a éstas les resultaban muy agradables. Con esto paliaban la amarga comezón que las corroía, provocada por la falta de presencia cotidiana de sus progenitores, tan ocupados como estaban, tanto en sus quehaceres profesionales como en sus repetidas excursiones rumbo a otras intimidades.
Llegó sin embargo el día fatídico donde ese extraño equilibrio saltó por los aires. Celia tenía entonces trece años, edad difícil donde las haya, y su padre las reunió en el amplio e iluminado salón de su enorme piso enfrente del río Pisuerga –ese que siempre se aprovecha porque pasa por Valladolid. Eran las ocho de la tarde.
Les dijo muy solemne: hijas mías me voy a Madrid, en adelante mamá y yo no viviremos juntos, lo hemos decidido de forma muy civilizada, vamos a divorciarnos. A vosotras no os va a faltar de nada, os vendré a ver todas las semanas. Por supuesto, en cuanto me instale en Madrid con mi nueva pareja, Adriana, ya os la presentaré, podréis venir cuantas veces queráis y por todo el tiempo que juzguéis oportuno. Conoceréis a Adriana, es cariñosa y atenta, seguro vais a conectar con ella.
Su madre apareció tarde, quizá eran ya las diez de la noche. Apenas habló, les besó de forma muy convencional y durante largo rato se puso a cuchichear con su marido, Rafael, como si nada hubiera pasado, como si la decisión tomada no pasara de ser la compra de unos cortinajes para el dormitorio. Aún hoy, veinticuatro años después, Celia recuerda aquella extraña situación, cómo entró en la habitación de su hermana y se abrazaron en silencio sin llorar, sin decirse nada.
Desplazándose intranquila por la cocina para prepararse la cena, Celia pasa revista a los días posteriores a aquella extraña separación civilizada. Antes de ésta, se pasaba días enteros sin ver a su padre, pero ahora que había anunciado su partida para siempre, en la casa había un vacío insoportable.
Tampoco es que su madre estuviera demasiado tiempo en casa. Era ese tipo de persona a quien la casa se le cae encima. Pero tras la separación, su ausencia era aún más notoria, pues sus compromisos ya muy nutridos anteriormente, se habían ampliado de forma vertiginosa. Elena, la asistenta, cordial pero muy reservada, llegaba a las ocho de la mañana, les hacía con mucho cuidado el desayuno y estaba hasta las cinco y media de la tarde, dejándoles cenas preparadas, siempre nutritivas, sabrosas y muy variadas. Elena era una cocinera de primera fila. ¡Si en aquellos tiempos hubieran existido los concursos gastronómicos, actualmente tan abundantes, seguro que algún premio hubiera ganado!
Cierto que su padre cumplió el compromiso de venir bastantes fines de semana a Valladolid. Cierto, del mismo modo, que pudieron ir, las dos C, al lujoso chalet en la zona de Arturo Soria donde se había instalado con Adriana. Carolina había congeniado fácilmente con ésta, pero ella, Celia, se sentía cohibida, desconfiada, no lograba conectar pese a que la mujer parecía poner buena voluntad, aunque no acertaba a interpretar sus deseos. En las comidas siempre había un plato que a Celia no le gustaba - ¡está claro que era muy difícil superar a Elena!
En cuanto a los regalos, éstos eran caros, de marcas de mucho postín, Adriana se esmeraba intentando agradar a Celia. Pero ésta los veía siempre inapropiados, inoportunos, auténticos despilfarros, los aceptaba por educación, pero, una vez en su casa, los abandonaba en los más perdidos rincones de armarios, aparadores y arcones, esos que jamás son visitados. Aquella pulsera tan impecable de oro de calidad pero que a Celia no le decía nada y nunca se la había puesto. O aquel tapete comprado en Brujas, tan primorosamente bordado pero que no le encontraba sitio en ningún lado…
Celia era consciente de los esfuerzos de Adriana, pero existía una barrera invisible más fuerte que ella misma que le impedía atravesar la pared de un cortés y afable entendimiento. Cada vez que se encontraban, Adriana ensayaba los típicos convencionalismos: ¿cómo estás? ¿Qué me cuentas?, ¿cómo te van los estudios? Agotados esos cartuchos, Adriana se quedaba sin munición pues Celia guardaba un riguroso silencio frente al cual toda tentativa de romperlo, explorando un tema detrás de otro, se estrellaba en la muralla de un espeso engranaje de respuestas monosilábicas y evasivas. No había forma de crear un hilo de complicidad o de intereses compartidos, todo caía en el pozo de la intrascendencia.
Aparte de Carolina, el único capaz de entrar en los arcanos de Celia era su padre. Solía acertar de plano: era cariñoso, protector, daba siempre en la diana cuando le hacía un regalo o cuando le proponía ir a pasear por lugares de Madrid que siempre sorprendían a Celia.
Esta esperaba con ansiedad las sorpresas de su padre, estaba segura de que le gustarían y le harían feliz. Además, Carolina, con mucha inteligencia, procuraba dejarlos solos, sabedora de las dificultades de adaptación de Celia. En fin, su padre era su único consuelo.
¿Cómo es posible –se preguntaba Celia mientras espigaba con el tenedor el pisto de verduras recién sacado del microondas- que se produjera aquel Vacío –sí, vacío con V mayúscula- tras el famoso día cuando su padre les anunció la separación? En realidad, razonaba en voz alta, el vacío ya existía antes pues apenas sus padres “pasaban por casa” y los fines de semana idílicos, que a veces les organizaban, eran como una especie de sucedáneo de esa vida familiar, que hasta que las palomas empiezan a volar solas, estas tanto necesitan.
Pero el vacío con v minúscula había pasado a Vacío con V mayúscula tras el divorcio. Y desde entonces, pese a los esfuerzos de su padre y a ocasionales amagos de cariño de su madre, le había invadido una extraña sensación de desamparo y soledad, de no saber dónde y en qué apoyarse.
Dicen los físicos que el vacío absoluto no existe porque el vacío cuántico significa un mínimo de energía, algo infinitesimal pero que niega el vacío total. Pero Celia creía que esa ley física no operaba en los humanos y la mejor prueba experimental era ella misma, ella sufría la herida desgarradora del Vacío Absoluto.