Vivo porque me toca. O eso creía entonces, cuando vadeaba la vida arremangado hasta las rodillas con la indiferencia del que no se moja, del que va de paso y escudriña a través de los visillos sin nostalgia, ni arraigo, porque no te queda ni un París que llevarte al cine, ni un verano del 42 que llevarte a las fotos, ni un desayuno con diamantes que llevarte a la boca.
Nada.
Ni ilusión, ni esperanza, ni tan siquiera la escoria de la tarta.
Así que vivo y vivía, porque me toca; porque era lunes aquel día que tuve que dejar el trabajo de escritor de novelas del Oeste (con pseudónimo americano), y me enfosqué en pintar de nuevo la realidad para huir de la que atufa y rasca, cuando no andas muy cascabelero, ni tienes el quitapesares de una ideología o mantel de ganchillo que ponerle al hule de tus sueños.
Porque no sueñas.
Y además procuras vivir la vida sin que nadie te la viva, ni sueñe, pues por este solar abundan los especímenes empeñados en soñar por los demás. «He tenido un sueño», te dicen, antes de invadir Polonia. No tenía pues trabajo, quimera, ni mortaja, pues había rechazado una oferta para trabajar en una empresa que buscaba 200 personas para probar condones. Un empleo que rehusé de inmediato en cuanto supe que ellos no ponían las mujeres y era tú el que tenías que llevarlas al trabajo, como otros obreros se llevan el mono y el casco.
Pero tenía que hacer algo, ya digo, y opté por seguir trabajando por mi cuenta escribiendo reportajes para revistas de parapsicología sobre aparecidos, enterrados vivos y otras chuches de este jaez que vendía a bajo precio, la verdad, porque andaban muy mal los tiempos y hacía ya mucho que uno no aplaudía cuando en la película ganaban los buenos.
Ni los malos.
Pero eso fue entonces, ya digo, porque cuando me he despertado he notado que tengo los labios adormecidos y la cara entumecida. Y no recuerdo más. Sólo sé que me he despabilado en la oscuridad y que he sentido cierta opresión que me impide moverme, porque he procurado levantar las manos y no he podido, ni puedo, por mucho que lo intento. Tampoco atino a recordar cómo he llegado hasta aquí, aunque supongo que habré sufrido un accidente y que esté en tratamiento hospitalario.
Tengo que dejar el alcohol, es cierto, porque sólo recuerdo que andaba por la capital buscando la forma de trabajar por libre y volver a recuperar mi vida después de que ella, mi chica, diera el portazo y no quisiera verme pues había dejado de contestar mis recados y me devolvían los correos que le enviaba, una y otra vez, porque todavía la quería y la echaba de menos. O eso creía, si damos por supuesto que el amor es lo que queda una vez que lo hemos pelado de sexo.
La había conocido un día que andaba algo achispado por la calle y me había subido a un banco para colocarme el paraguas en el hombro como si fuera un violín.
- Tocas muy mal el violín –me dijo con una tierna sonrisa.
- No es un violín, es un paraguas.
- Pues entonces tocas muy mal el paraguas.
Y nos enamoramos, creo recordar. O eso me pareció, pues ella consiguió que dejara de “tocar el paraguas” por los bancos de las calles y que no traveseara ebrio por las barras de esos bares donde todavía no te conocen, donde todavía te sirven copas mientras miras al bies, entre trago y trago, y sabes que todos andáis en el mismo vagón unidos por una extraña camaradería, muy solidaria, hasta que cada uno se va con su monólogo a su casa.
Pero uno necesitaba más bises y buscaba en los extrarradios esos garitos en los que no preguntan, no molestan, no les importa que te caigas de bruces siempre que pagues, claro, que tengas para pagar porque si no te avientan a empujones y tendrás que buscar otro consorcio y la compaña de algún otro que aún tenga sobrante para que te invite. Aunque tengas que aguantar sus monólogos y sus miedos a no ser lo que soñaron cuando soñar no tenía responsabilidad civil subsidiaria.
Miedos variados, a granel, entre azulejos con churretes, toneles de vino cochambrosos y almanaques descoloridos de tías con tetas gordas: «Recauchutados El Chapero, recambios y neumáticos».
O carteles de «Se prohíbe el cante».
Para regresar luego a casa boqueando el aire fresco de la mañana cuando sólo te seguía aquel chucho famélico que esperaba paciente en la puerta para acompañar al último borracho, por ver si pillaba el mendrugo de una caricia de alguien necesitado también de afecto, de eso que llaman “calor humano”, y que se suele buscar y disfrutar entre cubitos de hielo. ¿Dios?... Vivíamos en paz y amor recíproco: él no se ocupaba de mí y yo no le pedía que se ocupara.
Eso era entonces, ya digo, antes de conocerla a ella; antes de que se alejara de mi lado por un desliz al que me empujó el miedo a no ser como ella quería, a no darle todo a cambio de nada. Y desde entonces no había vuelto a saber de ella, seguía sin contestar a mis persistentes intentos por verla y me asilaba de nuevo en la petaca de alcohol mientras buscaba algún suceso que llevarme al trabajo.
O eso creo recordar, porque fue entonces cuando me di en Internet con aquella información que aludía a la aparición de un cadáver de una mujer con las manos encogidas en una posición poco natural. El hallazgo se había producido en una pedanía de Murcia al realizar unas obras en un panteón del cementerio, pues habían tenido que sacar algunos ataúdes y al abrir uno de ellos, el más reciente, se habían encontrado con el cadáver de la mujer con las manos agarrotadas junto a la tapa del féretro que estaba muy arañada, como si hubiera querido salir a zarpazos, como si se hubiera despertado dentro del ataúd después de ser enterrada.
Y además tenía las uñas rotas.
No sabían nada más, excepto que la mujer había muerto hacía algunos meses de un infarto, no había requerido de más intervenciones de urgencias y se habían cumplido todos los protocolos sanitarios, por lo que no se podía tratar de una catalepsia ya que el médico lo hubiera diagnosticado a tiempo.
Esa era la escueta noticia publicada y que podría tener su interés para escribir un reportaje y venderlo a alguna revista. Pero, ¿qué es la catalepsia? No lo sabía con certeza. Había leído hacía tiempo el relato “El entierro prematuro” de Edgar Allan Poe y sabía de muchas historias y películas que trataban el asunto, pero siempre había creído que eran leyendas urbanas. Tendría que husmear en Internet, es cierto, pero antes tenía que salir a la calle a tomar un café en algún bar de esta ciudad en la que 416.996 personas viven, follan, comen, cagan, se reproducen, opositan y coleccionan latas de cerveza, mientras procuran huir de la certeza de que viven porque les toca; porque para eso bajaron del árbol y se dieron a la metafísica de acaudalar cajas de caudales, hilar fino con cabo grueso o vender estropajos de seda en cómodos plazos, mientras transitan de sus brevas a sus apuros pertrechados con el móvil que apoyan en la oreja como si tuvieran mucho que decir. Qué envidia, oye, cuando uno no tiene nada que añadir y bastante hace con procurar buscarle una razón al sinsentido de nacer porque toca, porque es tu recluta obligada que has de sobrellevar borricón, cuando además sabes que una mierda es una mierda y que encima no eres mosca para tener la salvación en la ignorancia.
Cuando sólo te queda el refugio en la infancia, en la adolescencia, en el rubor inocente al enamorarte como un crío que es la única ilusión para la que tuvimos licencia; la de pelar la pava en el portal de la chica de tus sueños. Qué tierno. Aunque uno no pudiera a la sazón cumplimentarla porque cuando me tocaba estaba siempre borracho, me equivocaba de portal y me metía en el de otro novio.
Suele pasar.
A mí me suele pasar.
Pero lo que me aperreaba entonces eran asuntos más notorios y acuciantes como buscar un bar en el que recargar la petaca y ver la forma de ventear aquel asunto de la presunta catalepsia de la vecina de la Parra para arrumbar la melancolía por la ruptura con mi chica y buscar cierta seguridad económica, aunque fuera provisional, claro, porque uno no tenía muy claro qué es lo que iba a hacer, qué es lo que pretendía ser y todas esas cuestiones de tanta miga y vuelillo, que preocupan a algunos padres cuando sospechan que tratas de bajarle a sus hijas las bragas.
O cuando te malicias que la utopía es esa película en la que el bueno mata al malo y se besa con la protagonista.
Más o menos, ya digo, porque uno no andaba muy atinado desde que ella se marchó y sólo había podido esquivar el desamor con el bourbon, solo y sin hielo, gracias, que bebes en cualquier pub. En este mismo de aquí que parece que ya ha abierto y donde apoyas tu melancolía en la barra y procuras coexistir con el desconocido de al lado dándole la razón a cabezazos porque sí, es cierto, tiene usted razón, claro, hasta que una chica mayor que tú se acerca y te pregunta si quieres ser su príncipe azul por horas, a tiempo parcial. Y accedes, porque te sientes solo, estás falto de cariño y con ella podrás intercambiar soledades y socorros mutuos.
Y además dice que tiene whisky en abundancia. ¿Un porro?, sí, gracias, que apuras por las calles de bar en bar, de copa en copa y de portal en portal, hasta que al final llegas a su casa donde su hijo adolescente duerme y donde no hay marido, ni padre que le ladre, pues ella no lo necesita. Eso te musita al oído mientras abre la puerta con sigilo, se quita los zapatos y te invita a que te los quites para no hacer ruido y despertar al muchacho.
Y otro bourbon en su habitación que bebes de un trago,
y otro.
Y quizás otro más, antes de que intentes desnudarla, sin lograrlo, porque no quiere, todavía no, y has de esperar a que quite la bombilla de la mesilla. Y la cambia, se vuelve y de pronto asoma la luz roja que esconde tu juventud.
Hazte un porro, te dice.
Un canuto que tú lías mientras ella se desnuda protegida por la penumbra roja y se escabulle luego bajo las sábanas sin que puedas siquiera ver su cuerpo que abrazas entre ligeros besos, someras caricias y la premura del primer polvo. Y otro porro, otro bourbon, y otro polvo entre penumbras rojas hasta que el sueño os separa de nuevo en distintos yoes y sus circunstancias.
Pero aquellos auxilios recíprocos eran esporádicos y pese a aquel montepío de afectos, uno esperaba carta de ella, de la chica que amaba y que se había alejado tras comprender que yo no estaba preparado para ella. No me busques, dejó escrito, porque no quieres reconocerte, aceptarte y te rebelas contra ti mismo porque yo sólo te doy lo que tu deseas, aunque no quieras admitirlo. Volverás a la bebida hasta que te aceptes como eres y me aceptes como soy; hasta que por fin claudiques y comprendas que sólo te exijo lo que tú anhelas, porque ese es tu deseo.
Y desde entonces no contestaba mis cartas y procuraba sobrellevar la desazón de whisky en whisky, mientras miraba de reojo el trabajo para intentar concentrarme en aquel reportaje de la muerta enterrada viva que me venía como una oportuna pomada para olvidar que no olvidas y conseguir de paso algunas perras.
Es lo más pertinente, me dije bragado al entrar en la cafetería de Murcia en la que todas las mañanas desayunaba y ojeaba fascinado a los que pasaban ajetreados en sus ministerios, citas y boletines horarios, mientras espigaba los periódicos para ampliar la información de la mujer enterrada viva. sin que encontrara nada nuevo sobre el particular, creo recordar, porque sólo hacían alusión a que se iba a iniciar el Campeonato Mundial de Fútbol de Alemania. O que los indios nativos seminolas habían comprado la cadena Hard Rock inglesa que incluía 124 Cafés, cuatro hoteles, dos hoteles-casino y dos instalaciones para conciertos Hard Rock Live!
!Joder con los indios!, exclamé pasmado al descubrir que se habían globalizado y habían comprado negocios en la Inglaterra capitalista. !Joder, con los indios!, insistí ontológico al comprobar que a las tribus primitivas americanas les sentaba tan bien la globalización y sin embargo a las tribus africanas no les quedaba tan mona. ¿Será porque unos nativos viven en una democracia y los otros en una dictadura?...
Cualquiera sabe, vaya usted a saber, porque en la siguiente página también se nos advierte de que un político se había asomado al púlpito del Parlamento y nos había invitado al diálogo. Tenemos que hablar, decía rubicundo mirándonos desde la foto del periódico. Y me sobrecogí, creo recordar, porque siempre que me han dicho tenemos que hablar he salido descalabrado. Porque tenemos que hablar es lo que me dijo el director del colegio antes de expulsarme, aunque en realidad creo que dijo tú madre y yo tenemos que hablar, que para el caso es lo mismo. Tenemos que hablar es lo que me dijo la primera novia antes de dejarme por un tío cachas que llevaba el paquete de tabaco en la bocamanga. Tenemos que hablar fue lo que me dijo la segunda novia cuando por fin se enteró de quién era el que le robaba las braguitas. Y tenemos que hablar es lo que me dijeron mucho en la Marina antes de arrestarme.