Octubre, 2010.
Al abrir la ventana, Dominique miró todos esos techos inclinados que había debajo del edificio. En ese instante tuvo una sensación de vida parecida a la de los tejados: estaban tan lejos de todo y de todos; olvidados en su altura, abandonados. Miraba hacia el cielo y pensaba: ¡qué luz hay esta noche! Un silencio muy prolongado se cernía sobre la oscuridad; el silencio de las estrellas. Las calles eran iluminadas sólo por fragmentos de luna, algunas farolas sobre la acera y algún automóvil que pasaba con los faros encendidos. Miró hacia abajo: una cortina de lluvia muy fina oscurecía el adoquín de la calle; le sorprendieron las siluetas de los árboles moviéndose con la fuerza del viento y el extraño aspecto que tenían todas las cosas, reafirmando la vacuidad de la noche.
Había llegado a Bruselas hacía algunas horas en un vuelo de la aerolínea sueca SAS. Lo había pensado mucho antes de viajar, pero al final decidió venir. No estaba trabajando, por el momento, ni tenía nada que hacer en Estocolmo. Además, su padre estaba muy enfermo. Fue Julien, su medio hermano, quién le llamó para decirle que al padre de ambos le quedaba, con seguridad, muy poco tiempo de vida. Trató de que Julien le hablara un poco más de la enfermedad de su padre, pero no quiso hacerlo, le dijo que se lo explicaría todo cuando llegara a la ciudad; ahora nadie quiere hablar de la muerte, tienen miedo al dolor, pensó Dominique. Hizo arreglos on-line con una inmobiliaria y alquiló el apartamento. Tenía ahorros y pensaba vender su automóvil para aguantar algún tiempo sin trabajar.
Lo cierto es que no sabía cuánto tiempo pasaría en la ciudad, ni siquiera sabía si quería ver a su padre. ¿Cómo sería un encuentro entre un padre y un hijo después de veinte años?, ¿Cómo sería, además, cuando los veinte años anteriores fueron igual de vacíos? En su fuero interno, se debatía entre la incertidumbre y el miedo. Pensó que no tenía nada que perder; siempre podría subirse a un avión y marcharse.
Al cerrar la ventana pensó en Bruselas, la ciudad que se extendía frente a él; una ciudad que había abandonado cuando era niño y a la que había vuelto sólo en dos ocasiones. Pero una ciudad que no sentía como propia. Se subió a un taxi en el aeropuerto Brussels-Zaventem. Cuando llegaron a Ixelles, en el extrarradio de la ciudad, encontró algunas personas paradas en las esquinas, como si esperaran algo; fumaban o sólo tenían las manos dentro de los bolsillos. El frío nocturno resultaba abrumador.
La mañana siguiente despertó muy temprano y espero a que los comercios abrieran para ir a comprar algo para desayunar. Salió a las calles a una hora en que la ciudad empezaba a despertar. Le gustaba el vacío de la mañana; una sensación interior que experimentaba al comenzar el día. El mundo podía estar lleno de gente, pero él lo sentía que no había nadie. Compró una pieza muy grande y redonda de pan, una bolsa de jamón al vacío y un bote de aceitunas. Estaba cansado y no quería llamar todavía a Julien. No planeaba ir al hospital hasta el día siguiente. Pensó que lo único que sabía acerca de su padre era que hacía ocho años se había quedado sin trabajo y que, a partir de entonces, todo en su vida había ido cuesta abajo. No sabía de qué vivía ni qué hacía con sus días. El director, el gurú de las finanzas que Dominique se había construido en la mente se había derrumbado. Era curioso, saber que tenía un padre exitoso, aunque ese padre no se interesara por él, lo ayudaba a sentirse fuerte. Derrumbado el padre, o la imagen que tenía de él, había derrumbado una parte suya también. ¿Hasta qué punto dependemos de nuestros padres o de las figuras que significan algo en nuestras vidas? ¿No era mejor apartarse de ellas y vivir por uno mismo?
Pasó el resto del día caminando sin rumbo fijo.
Por la tarde compró el diario Le Soir y se sentó en una banca de la rue Moliere.
Leyó que la policía belga había detenido una célula de terroristas kurdos en la ciudad; nada de eso ahora le interesaba. En lugar de seguir leyendo, prefirió buscar en la sección de cine una película.
Llegada la hora, entró a la sala del Vendome, un pequeño cine que tenía cerca, donde proyectaban películas de bajo presupuesto. Antes de pagar el boleto preguntó al taquillero:
?¿Ha visto la película?
El hombre afirmó con un movimiento de cabeza.
?¿Y qué tal? ¿Le ha gustado?
?Bueno, que si me ha gustado, no puedo decírselo. Pero de que me ha movido, sí que me ha movido.
¿No se trataba de eso el cine? ¿No se trataban de eso todas las cosas?, ¿que nos movieran por dentro?
Dominique compró el boleto y una cerveza Leffe.
Entró en la pequeña y sala. En total habían cinco o seis personas, pero el hecho de estar sólo o rodeado de gente apenas cambiaba algo. Le gustó la figura de Charles Chaplin, pintada en el interior de la puerta. Y un piano antiguo, debajo de la pantalla.
La película, de un director danés que pertenecía al movimiento llamado Dogma 95, le pareció muy interesante. Bajo presupuesto, actuaciones contenidas, pero poderosas, y un guión muy bien escrito. Era todo lo que una película necesitaba. Resultaba paradójico, el argumento se parecía un poco a su vida actual; se dijo que tal vez eran signos, la vida está llena de signos que nos marcan el camino; los hay por todas partes.
La película trataba de dos hermanos separados por el destino, igual que él y Julien; en la película también volvían a verse después de muchos años, cuando cada uno tenía una vida hecha. ¿Era posible recobrar el tiempo perdido? Los años que las personas llenan con su vida crean muchos vacíos entre ellos y las personas que no han visto. Las personas terminan por convertirse en desconocidas. Los padres de Dominique se separaron cuando todavía no cumplía ni un año. Tras la separación, cada uno encontró a alguien otra persona, o quizá las conocieron antes, y ese fue el motivo de su separación. De la nueva relación de Emile con una mujer de origen italiano, Antonella, nació Julien. Durante los diez años que siguieron, Dominique vio a su padre de manera esporádica, aunque pasó a ser como un segundo hijo para él. Lo cual le parecía paradójico, porque él había nacido primero. Él y Julien se llevaban bien, no alcanzaban a comprender el concepto de medios hermanos. Al cumplir diez años, Dominique se mudó a Suecia con su madre, para vivir con Lars, su nuevo padrastro. Después de eso, sólo volvieron a verse una vez más, poco antes de que Dominique entrase en la universidad.
A pesar de los pocos recuerdos de aquella época, tenía muy claro el día que su madre y él abandonaron la ciudad: un domingo de agosto lluvioso, gris, con nubes muy oscuras que impedían ver el cielo. Las dos veces que había visitado la ciudad, en su época de estudiante, había tratado muy poco a Julien. En cuanto a su padre, había notado que se sentía muy incómodo consigo mismo cuando estaba con Dominique.
Tal vez la angustia, la tristeza que a veces sentía, eran la manera que tenían las ausencias de manifestarse. Con los años Dominique creía haber aprendido a vivir con sus dolores, rupturas y alejamientos. Después de tanto tiempo, creía haber llenado todos esos huecos. Se había convertido en un arquitecto e iluminador exitoso, ganado dinero, comprado un apartamento propio. Se había casado y había tenido la madurez de divorciarse antes de traer hijos al mundo, mediante un acuerdo pacífico. Pero ahora, con la gravedad de la enfermedad de su padre, no sólo se cuestionaba esa felicidad que se había inventado, sino que tenía la sensación de que se le derrumbaba.
A las cinco y media, Dominique despertó del sueño en caída libre. Se acercaba el final de la noche y, aunque ya no tenía sueño, sintió el deseo de permanecer bajo el edredón. Disfrutaba esa evasión momentánea de la realidad. A esa hora tenía la costumbre de salir a caminar por las calles y meterse en el primer café que encontrara abierto. Le gustaba el vacío de la mañana, ese que percibía dentro de él y en las calles, antes de que se llenaran de agitación. Tenía la impresión de que las imperfecciones del día anterior desaparecían con el nuevo amanecer. Fue a aliviar la vejiga, sintió sed, bebió agua del grifo. Después de vestirse, bajó las inestables escaleras de madera y salió del edificio. La ciudad dormía, las personas seguían parapetadas tras los muros, las puertas y las ventanas cerradas de sus casas. En la calle la bruma se disipaba bajo la escasa luz que se abría frente sus ojos, y él sentía que se abrazaba con el compás de su respiración. A esa hora se sentía más ligado a la vida, a la sucesión de instantes que transcurrían fuera y dentro de él.
Más adelante, encontró un café discreto, en una de las esquinas de la rue Marie Depage. Una camarera joven cubría las mesas con manteles de cuadros. Ordenó un lait russe y un brioche aux raisins, y desayunó mirando hacia fuera por el cristal de la ventana. Los edificios de enfrente estaban construidos uno a continuación de otro, sin que hubiera pausas entre ellos al mirarlos. Todavía había muchos de estilo art nouveau y art déco, de los años treinta. Se dijo que la belleza de ese barrio radicaba en las huellas de las calles y en los edificios que ya no estaban. Pasó un hombre vestido con un chándal, llevando un border collie de la correa. Frente al café le quitó la correa y lo dejó que paseara a sus anchas por la acera. Después cruzó un vagabundo, un mendigo o un delincuente, con la cara hinchada, bebiendo una cerveza Jupiler. El perro fue hacia él, moviéndole la cola. Su dueño le gritó, pero el perro, ajeno a las jerarquías del cariño, se metió entre las piernas del vagabundo y no quería salir de ahí. El dueño fingió que lo abandonaba y, sólo hasta que estuvo en la esquina, el perro salió de entre las patas del vagabundo y fue corriendo hacia él. El perro sonreía con los ojos.
Al terminar el café, salió del local. La rue Gabrielle lo llevó hasta el Parc Montjoie. Caminó sobre el césped húmedo y brillante, siguiendo un sendero de árboles. Sus ramas habían perdido muchas de sus hojas; contempló los colores en los árboles. La certidumbre de lo perdido, el otoño, le parecía triste. Pasó algún tiempo sentado sobre una banca de madera leyendo un libro.
De regreso al apartamento se duchó con agua muy caliente y, al salir de la regadera, frotó muy fuerte su pelo con la toalla. Al mirarse en el espejo para afeitarse, volvió a percibir esa extraña sensación de alienación que a veces tenía; por un segundo, el espejo le devolvió una imagen que no reconoció.
Luego se vistió a toda prisa, se puso un abrigo azul de lana virgen, una bufanda a rayas verticales, y salió del inmueble.
Doce del día; en el cielo las nubes cumplían su función: el día era gris y los bruselenses habían terminado por adoptar su mismo color. Dominique llegó en metro hasta el Hôpital Erasme, atravesó la explanada que lo llevó hasta los techos piramidales de cristal que cubrían aquellos corredores que convergían en la puerta principal.
Fuera, un hombre en pijama, con una bata que le llegaba hasta las pantuflas, fumaba. Sostenía el cigarrillo en una mano y en la otra el tubo de la bomba. La función de ésta era inyectarle una sustancia intravenosa en el dorso de la mano. Después de cada bocanada de humo, tosía y escupía esputos.
Dominique entró. Encontró el módulo de informes al fondo. Lo atendió una indiferente mujer de ojos azules.
?Quisiera saber cuál es la habitación del señor Emile Arraiza.
?¿Es usted familiar?
?Soy su hijo.
?Espere.
La mujer escribió el nombre en la pantalla del ordenador y le informó:
?Habitación 206. Por allá están los ascensores.
El corazón de Dominique comenzó a propulsar sangre más deprisa, ejecutando violentas palpitaciones. Respiró hondo y caminó hacia allá, preguntándose por qué, después de tantos años, su padre quería verle. Está establecido un orden natural para morirse. Los abuelos, los padres y, al final, los hijos. Todo esto parecía cumplirse dentro de su familia, con la excepción de que los padres con sus hijos no habían llegado a consumar su función, se iban mucho antes de tiempo.
Se presentó frente a la puerta de la habitación y llamó dos veces, pero nadie fue a abrirle. Al girar la perilla, percibió el gran silencio interior. Enfrente estaba la cama y, extendido, el cuerpo inmóvil de un hombre. Al principio no lo reconoció. Dio uno, dos, cinco pasos hasta que estuvo junto a él. El rostro de su padre estaba cubierto por una mascarilla de oxígeno. Dormía.
Desde su llegada, Dominique se había preguntado por qué quería verle. Se sentía nervioso, dubitativo. ¿Qué podían decirse después de tantos años? ¿Existía un diccionario invisible con las palabras que debían de pronunciarse en situaciones como ésa? Para él, no había nada que pudieran decirse, que no fuera una larga lista de rencores de él hacia su padre, un monólogo que no los llevaría a ninguna parte. Era sorprendente todo lo que ya habían dicho los silencios mutuos, a lo largo de todo ese tiempo. Pero nunca consideró que existiera una tercera posibilidad a la hora de su encuentro: que ninguno de los dos dijera algo. Con su padre dormido, con una mascarilla, era lo más probable que sucediera. Lo observó por unos instantes: el cuerpo maltrecho y excesivamente delgado; los huesos encogidos, la piel envejecida; un olor extraño, desagradable. Tenía el pelo gris y abundante, barba mínima, blanca y gruesa; las puntas de los dedos amarillas; la arrugada frente, contraída. Apenas y reconocía su rostro ligeramente inflado.
Dominique se sentó en una silla, junto a la cama.
Un ronquido sordo de su padre, seguido de una respiración más agitada, espasmódica, y una convulsiva tos, lo sacaron de sus triviales observaciones. Atrás de la cama miró el cielo a través de la ventana y sintió deseos de estar allá, del otro lado, muy lejos, para no tener que enfrentar todo esto. Fue hacia la ventana y permaneció observando hacia fuera. No había nada que le llamara la atención. Su padre empezó a toser, casi hasta desgarrarse. Dominique no fumaba, pero su madre le había dicho que una de las cosas que no soportaba de su padre, cuando estaban casados, era su manera de fumar; desde el amanecer hasta el anochecer arrojaba humo cerca de donde ella estaba, sin tregua. «Él sin sus cigarrillos no es feliz», le había dicho ella una vez. Dominique no fumaba porque no quería parecerse a él. Durante toda su vida había tratado de sacar de sí mismo todo lo que fuera similar a su padre. Bajo las nubes blancas, una grúa amarilla, descomunal, cubría el paisaje. El inmueble donde estaba el gran hospital estaba dividido en muchas secciones y desde ahí podía ver casi todos los edificios. En aire encontró algunas gaviotas. Cualquiera se preguntaría por qué había gaviotas, si no estaba en la costa. Pero él lo sabía bien, su padre, el mismo que estaba ahí, tumbado y sin fuerza, lo había llevado en una ocasión a los canales cercanos cuando era niño. Las gaviotas comían el pescado del agua de esos canales. Los recuerdos difusos de su infancia parecían empezar a aflorar.
Miró su reloj, llevaba media hora ahí dentro. Decidió que regresaría al hospital otra vez al día siguiente, cuando su padre estuviese despierto. Echó un último vistazo a su cuerpo, empezaba a violentarse de nuevo, a respirar con dificultad. Fue hasta la puerta y miró hacia atrás. La respiración de su padre volvía a serenarse, y se le veía tranquilo, flotando a la deriva de un sueño.
Iba distraído, mirando hacia el gran ventanal del vestíbulo, cuando Julien entró por la puerta principal del hospital. Con gusto lo habría evitado. No era que no quisiera verlo, sino que ver a su padre ya había sido suficiente para un día.
?¿Dominique? ¡Estás aquí! ¿Por qué no me has llamado?
?Lo siento, por error borré tu número de teléfono ?mintió?. Afortunadamente, me habías dicho en qué hospital está.
?¿Lo has visto?
?No… Sí… Bueno, está dormido.
?Sí, ayer no durmió en toda la noche. Me quedé con él hasta la media noche y después llegó mi madre, para relevarme.
?¿Tan mal está?
?Ven... ¿o tienes que irte?
?He venido a verle, sólo a eso.
?Acompáñame.
Caminaron hasta el otro lado del vestíbulo y, en el trayecto, encontraron a uno de los médicos del departamento de Neumologia del hospital. El médico de familia de Emile se lo había presentado como una de las eminencias del país. Se saludaron cortésmente y Julien le presentó a Dominique.
?Es mi hermano, doctor; ha venido desde Suecia a ver a nuestro padre.
A Dominique le pareció muy extraño escuchar a Julien pronunciar esas palabras: «Es-mi-hermano» y «nuestro-padre». Le sonaron falsas; una formalidad, algo que se pronuncia sin sentirse desde dentro.
El médico parecía tener prisa y se despidió de inmediato. Fueron hasta unos sillones que estaban a un lado del vestíbulo y se sentaron.
?Llevaba muchos años teniendo problemas respiratorios. Pero él escurría el bulto diciendo que sólo era tos de fumador. No quería ir al médico. La única vez que lo llevamos le dio antibióticos para la bronquitis. Pero después de una ligera mejoría, volvió a toser y a fatigarse todo el tiempo, por casi nada.
Sacó un sobre amarillo de su portafolio y se lo mostró a Dominique. El sobre tenía escrito en una orilla el nombre del médico:
Doctor Benôit D' Hayers
Neumólogo
Extrajo las radiografías, donde aparecieron dos bultos negros, salpicados de manchas blancas. Todo con formas etéreas como el humo y la niebla.
?¿Ves todas esas manchas blancas diseminadas por todos los pulmones? El médico piensa que son tumores. Todo parece ser que está muy mal. Pero nos quiere decir nada más hasta tener los resultados de la biopsia. Se la hicieron ayer por la tarde.
?¿Cuándo tendrán los resultados?
?Mañana temprano.
Julien guardó la radiografía y dijo que iría al cuarto de su padre. Le propuso que se encontraran dentro de veinte minutos en la cafetería del hospital. Dominique aceptó.
Fue a caminar por el hospital. Entró al área de Urgencias. Percibía el olor a sangre y desinfectante que los aromatizantes no lograban disimular. En los hospitales, pensaba, las personas enfermas eran aisladas del mundo exterior, pero ese aislamiento no se cernía sólo a lo corporal, sino a lo espiritual. Los recuerdos más vivos que Dominique guardaba de una cama de hospital eran aterradores. La idea que tenía de la fragilidad humana, se aglutinaba con mayor fuerza en los hospitales que en los cementerios.