Cubatas en taza

21-04-2014
Contemporánea cuento o relato
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Historias cortas con alcohol, amor, sexo y, de vez en cuando, un poco de surrealismo e ironía.
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21-04-2014
Contemporánea cuento o relato
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Historias cortas con alcohol, amor, sexo y, de vez en cuando, un poco de surrealismo e ironía.
Saint Patrick’s Day
Es 17 de marzo, Saint Patrick’s Day, toca vestirse de verde y emborracharse hasta perder el sentido. Hoy es lunes ¿y qué? es Saint Patrick’s Day. Vestido con calzoncillos verdes (no han sido fáciles de encontrar), una camiseta verde, un jersey de rayas verdes y el gorro verde de San Patricio que conseguí el año pasado, con un trébol y una barba pelirroja enganchada, ya estoy listo para que empiece este día tan divertido.
Quedo en un bar con unos colegas. Empezamos a beber cervezas. En Barcelona no se celebra este día como en Irlanda o Estados Unidos, aunque estamos en un pub no hay demasiado ambiente. Hablamos, reímos, yo llevo el gorro con la barba la mayor parte del tiempo. Ya nos hemos acabado la segunda pinta, para los irlandeses esto no es ni empezar a beber… Me fumo un cigarrillo… Bebo otro trago de mi pinta… Ya es la una de la mañana del día de Saint Patrick’s. Mis amigos se van: es lunes, tienen una pareja que les espera; un trabajo al que ir mañana; una vida que sigue… Yo prefiero quedarme en el bar. Me termino otro cigarrillo… Es Saint Patrick, uno no se puede ir a casa tan pronto…Pido la tercera pinta. El pub está casi vacío… La camarera pelirroja esta limpiando la barra. Yo soy todo lo que queda en el bar… Me he acabado el paquete de tabaco, lo chafo. La camarera viene y empezamos a hablar… “¿Sabías que en Chicago tiñen el río de verde en un día como hoy…?” Bebo otro sorbo… “y toman cervezas verdes y chupitos de gelatina verde; ellos si que saben lo que se hacen…” La lengua no me va tan rápido como el cerebro, parece que tartamudee un poco… la chica se ríe de mis bromas… “Ellos si que saben montárselo en Saint Patrick, no como nosotros…” Miro a mi alrededor, el bar está vacío… la camarera pelirroja me explica que su pub es un bar inglés y no irlandés… ¡vaya…! resulta que he ido a celebrar la fiesta por excelencia de los irlandeses al único pub no irlandés de toda Barcelona… Curioso… Le cojo un cigarrillo a la chica… Voy bebido… Casi me lo enciendo por la parte del filtro… La chica ríe… Hablo y hablo descontrolado. Creo que intenta ligar conmigo… Tiene todas las de ganar… Ahora mismo llevo más alcohol encima que la mayoría de cócteles del local… No me quito el sombrero, mola la barba postiza.
En efecto, la camarera me quería seducir… Ahora me encuentro en su habitación totalmente desnudo excepto por mi sombrero verde con barba pelirroja postiza y unos calcetines negros de rallas lilas y amarillas (no, no he encontrado calcetines verdes). Me voy a la cama con ella y utilizo todas mis armas sexuales secretas. Yo lo llamo “La Bamba”… Entre seis y treinta y tres minutos después he acabado (he durado de más gracias al alcohol). Y entonces sucede lo inimaginable: ella se pone a aplaudir. La chica pelirroja de las islas británicas de la que, ahora que caigo, desconozco el nombre, me aplaude después de follar… Bastante insólito. Se levanta y me dice: “No aplaudo porque me haya gustado, si no porque por fin se ha acabado”.
La chica británica aficionada al buen whisky, la cocaína y las canciones de Jonathan Richman ha dicho una frase digna de estar en todos los libros de citas, juntamente con las de Gandhi, Groucho Marx y Einstein. Me levanto (no sin dificultades) molesto y a la vez fascinado y enciendo un cigarro. Sigo vestido sólo con mi gorro y mis calcetines. De repente me siento un personaje de Bukowski, Fante o Amis pero en cutre, la barba ni tan siquiera es realmente mía, venía con el gorro. Me visto y me voy. Saint Patrick’s Day, una noche que siempre sorprende. Ahora sólo queda esperar a la del año que viene.
Las Gaviotas Bielorrusas
“Las gaviotas vuelan bajo”, esa era la contraseña que usaban en el servicio secreto bielorruso para entrar en el cuartel general. El problema era que en Minsk las gaviotas realmente siempre volaban bajo, con lo que más de una vez algún campesino había abierto las puertas BR1, BR3 o BR7, llegando incluso a la sauna privada del comandante Kuleshov. Para evitar que hubieran otros incidentes parecidos (era un peligro para la seguridad del país y además el comandante odiaba que le molestaran en sus ratos de sauna), las mentes mejor dotadas de la contra inteligencia Bielorrusa se reunieron en un lugar Top-Secret (la casa de campo del general) para decidir una nueva clave que fuera más complicada de descifrar. Estuvieron reunidos unas quince horas sin descanso alguno. Al salir el general, en representación de todos, explicó al alto mando cual era la nueva contraseña: “Después de varias horas de discusión, hemos decidido que la contraseña ya no será las gaviotas vuelan bajo; a partir de ahora será… las gaviotas vuelan alto”.
Así se resolvió el problema. Y desde entonces los bielorrusos duermen mucho más tranquilos.
Impala del 67
Jeff miraba impresionado el regalo que le acaba de hacer su esposa. Nunca hubiera esperado que Marjorie le regalara el que siempre había sido el coche de sus sueños: un Impala.; y menos recibirlo en el día de su aniversario de boda. Ya llevaban doce años casados y desde el primer aniversario siempre habían tenido el mismo ritual de celebración: todo empezaba cuando ambos llamaban a sus respectivos trabajos diciendo que estaban enfermos, para así poder pasar el día juntos; caminaban por Central Park; visitaban a una encantadora librería del Soho donde cada uno le compraba un libro al otro; iban a comer a un pequeño restaurante italiano y luego alquilaban una suite en el Hotel Plaza donde daban rienda suelta a sus deseos más oscuros. Desde hacía algunos años Jeff y Marjorie habían acordado que en esas jornadas de lujuria en el Plaza cada uno podía pedirle al otro que realizara sus fantasías sexuales más perversas, sin derecho a veto y sin volver a hablar nunca más de lo que había sucedido aquella noche. Allí había sido donde Marjorie se había disfrazado de colegiala con falda a cuadros o donde Jeff se había dejado azotar con un látigo de cuero. Este año Jeff tenía preparado un atuendo de monja para su esposa que implicaba entre otras cosas un capirote.
Acababan de volver de la librería y al llegar a su calle Jeff vio un Impala del 67 (como el que siempre había querido cuando iba al instituto) con un enorme lazo rojo. Estaba aparcado en la puerta de su casa y al ver la reacción de su marido, Marjorie no había podido resistirse más y le había dado las llaves. Jeff no se lo podía creer. Se pasó la siguiente hora sentado al volante dando vueltas a la manzana mientras no podía dejar de agradecer a su esposa el regalo sorpresa que ésta le había hecho. El siguiente paso de su ritual era la comida en el italiano, pero antes de eso Jeff quiso estrenar el Impala con un polvo rápido, como si tuvieran dieciséis años, y pese a que eso le supuso una rampa en la pierna derecha, Jeff no podía estar más contento. Adoraba a su mujer desde hacía mucho tiempo y esa muestra de amor por parte de ella lo había dejado sin palabras. De camino al italiano Jeff y Marjorie fueron cogidos de la mano por la calle y al llegar al mismo, donde les habían reservado su mesa de siempre, Jeff apartó la silla de la mesa y ayudó a su esposa a sentarse; se sentía todo un caballero.
Marjorie pidió lo mismo que pedía cada año: raviolis rellenos de carne de jabalí con salsa de nueces (aunque el nombre que le daban en ese restaurante era uno mucho más pedante; nouvelle cousine y eso…) mientras que Jeff pidió lasaña de foie de pato y gambas (una especie de lasaña de mar y montaña, ya que todos sabemos que el pato es un animal de montaña…). La comida iba muy bien, por primera vez en bastante tiempo volvió a salir el tema de los hijos y por primera vez Jeff no se estresó e intentó cambiar de tema. No era nada habitual. Marjorie se disculpó para ir al baño y su marido siguió con la mirada su recorrido hasta el servicio con una sonrisa de enamorado bobalicón en su cara. No sólo la quería; si no que era con diferencia la mujer más bonita del local. Jeff bebió un poco de agua mientras miraba a una pareja con hijos que había a un par de mesas de él. Sonó el móvil de Marjorie (era un mensaje) y Jeff sin pararse a pensar en lo que hacía, y como si fuera un acto reflejo, lo cogió y lo leyó. El mensaje decía: “Espero que a tu marido le haya gustado el Impala; ¿Quedamos mañana? Trae el conjunto que te regalé”. Jeff dejó de sonreír al instante. El mensaje era de parte de un hijo de puta llamado Lewis. Lewis… Lewis… de donde le sonaba ese nombre, era alguien que conocía. Jeff pensó durante unos instantes. Y finalmente se acordó. Lewis era un tipo que trabajaba en la empresa de Marjorie. Un personaje del que su mujer siempre había hablado despectivamente. Alguien a quien habían estado a punto de echar del trabajo varias veces ya que se decía que era cleptómano y que robaba cosas a sus compañeros de oficina. Un tipo despreciable que tenía un Impala del sesenta y siete. Jeff se planteó si quizás su nuevo regalo había sido antes propiedad de Lewis. No sólo se había estado follando a su mujer si no que también había mancillado el otro objeto más preciado para él. Marjorie estaba a punto de sentarse a la mesa pero antes abrazó a Jeff desde detrás y le dio un beso en la mejilla. Él seguía petrificado y esperó a que su esposa se sentara a la mesa antes de preguntar nada. No habló, simplemente le alargó el móvil para que ella viera el mensaje. No hizo falta nada más. Al leer el mensaje, el rostro de su esposa cambió de expresión: pasó de una genuina sonrisa a una terrible mueca, una cara de pena e incluso vergüenza y antes de que ella pudiera explicarse Jeff se levantó y se fue de allí. No quería verla nunca más.
Empezó a caminar sin un rumbo fijo mientras intentaba entender como había podido pasar aquello; no comprendía ni cómo, ni cuándo, ni por qué su esposa lo había hecho y aunque quizá no estuvieran pasando por su mejor momento, aquella traición (Impala incluido) le parecía desmesurada. Jeff llegó caminando hasta su casa y vio de nuevo el Impala. Por un momento pensó en destrozarlo y canalizar así su ira, pero realmente el coche no tenía ninguna culpa. Entró en casa, cogió una bufanda y un abrigo grueso y siguió su camino. Hizo algo que había hecho algún tiempo atrás: ir a la sala de recién nacidos del hospital más cercano y quedarse mirando a esos pequeños mientras dormían o lloraban en sus primeros días de vida. Por extraño que parezca, allí Jeff podía pensar con más claridad. Recordó como conoció a Marjorie y que fue ella quien se acercó para hablar con él. También estuvo pensando en el día que le pidió la mano ya hacía doce ¡doce! años; fue en el mismo restaurante italiano en el que hoy todo había acabado y también rememoró lo nervioso que estaba ese día. Había nuevos padres mirando a los recién nacidos, señalando cual era el suyo, con mucho orgullo, a sus parientes más cercanos. Jeff también pensó que él tampoco había sido siempre un santo, varias veces había estado a punto de ponerle los cuernos a Marjorie (al final eran ellas las que decidían que mejor no involucrarse con un tipo casado) y además durante los dos primeros años de casados tuvo un problema con el juego; incluido aquel verano que no pudieron irse a los Hamptons porque Jeff perdió todo el dinero del depósito después que Michael Jordan metiera el tiro decisivo en el sexto partido de las finales contra los Jazz. Su esposa nunca se quejó por ese error que les costó estar durante un caluroso verano en la ciudad. Además le ayudó a dejar su adicción al juego llevándolo a reuniones siempre que éste lo necesitó. Después de un par de horas allí, Jeff se levantó y se fue, todavía sin un rumbo fijo. Su móvil no dejaba de recibir llamadas de Marjorie, que quería hablar con su esposo el día de su duodécimo aniversario. Jeff no respondió a ninguna de esas llamadas y siguió su camino ensimismado. Caminando, caminando acabó sin darse cuenta en el parque, donde unas cuantas horas antes había estado con su mujer. Las circunstancias habían cambiado mucho en esas pocas horas pero el lugar era el mismo. Vio a una pareja sentada en la hierba, ella con la cabeza apoyada en el estómago de él mientras éste le acariciaba el pelo y ambos miraban el cielo y las curiosas formas de las nubes. Un tiempo atrás él también había pasado horas en situaciones similares con Marjorie, compartiendo las horas, las caricias y el silencio el uno con el otro. Y hoy se había vuelto a sentir así durante gran parte de la velada, hasta el fatídico incidente del mensaje. Y quería seguir sintiéndose así. Jeff dio media vuelta y se dirigió hacia el Hotel Plaza. Aún tenían la habitación reservada. Pensó que todo lo que había descubierto en las últimas horas podía ser desplazado hacía las horas del Plaza y no volver a hablar jamás de ello (igual que hacían con las otras diabluras que compartían en esa habitación). Quizá el vestido de monja y el capirote aún podían ser útiles... Jeff se fue directo al hotel, dispuesto a esperarla allí; confiaba en que ella haría lo mismo. Entró en el hall del hotel y pidió la llave de su habitación. El recepcionista le comunicó que no le podía dar la llave ya que la tenía su esposa; que se encontraba en la habitación. Jeff cogió el ascensor más cercano marcó el botón del séptimo y esperó ansioso a que éste ascendiera los siete pisos que lo separaban de Marjorie. Al llegar a la planta en cuestión y justo cuando empezaban a abrirse las puertas metálicas Jeff salió disparado camino de la habitación 731. En su cara había una enorme sonrisa y corría a una velocidad que le recordó porque debía dejar el tabaco y volver a ponerse en forma. Llegó a la puerta y empezó a llamar enérgicamente. Estaba sin aliento y cerca de desfallecer pero no le importaba. Marjorie abrió la puerta y al ver a su marido se alegró enormemente. Antes de que ninguno de los dos pudiese decir nada se abrazaron. Un abrazo que duró varios segundos y en los que ambos estuvieron en silencio absoluto (sólo se oía la respiración entrecortada de Jeff que poco a poco se parecía cada vez más a su respiración normal). Aquel momento se pareció a los silencios que habían compartido años antes y durante ese instante de paz y felicidad Jeff se dio cuenta de que se las arreglarían.