El otoño de los dioses.
Lluvia, y viento, de un otoño eterno. Las señales de un decrépito mundo
que ensombrece, tras una era de gloria y poder. Sombras, y lágrimas, que
cubren suavemente los jardines y edificios de una civilización antaño
poderosa, y que ahora yacía en ruinas.
Algunos pájaros aún se atrevían a cantar, siquiera porque incluso los dioses
necesitan de la música para sobrevivir. Y es lo poco que les queda, aparte
de los recuerdos, la melancolía, y un frío y sombrío futuro, lleno de tinieblas
y de oscuridad.
Por el largo pasillo del Palacio que llevaba a la Sala Suprema, el polvo y
hojas secas se entremezclaban con estatuas de antiguos dioses poderosos,
con tantos siglos y siglos en un silencio eterno, solo roto por los pequeños
flecos que dejaba pasar el viento negro de la noche.
Hasta ahora.
Unas pisadas rompieron el silencio sepulcral del Palacio. Pisadas firmes,
serenas, de un poder sin igual. Pisadas que caminaban hacia la Sala
Suprema, sin prisa, pero con determinación. Una presencia poderosa,
firme, segura. Con un largo vestido de seda de un azul celeste, Y unas
zapatillas de oro y plata, que se sujetaban con finas cuerdas de oro y plata.
La diosa Atenea caminaba imperturbable, mientras las estatuas parecían
mirarla con asombro, con reverencia, y aun con miedo. La poderosa figura
que emanaba una fuerza incontenible, estremecía incluso los frescos de las
paredes, rotos por el paso del devenir del tiempo, pero todavía conscientes
de la más poderosa hija del dios más poderoso del Olimpo.
Los portones de la Cámara que daban acceso a la Sala Suprema se abrieron
ante la llegada de la diosa, que vio ante sí el Trono Celestial, envuelto en
blanca luz.
Sentado, cabizbajo y caído, el antes todopoderoso Zeus se mostraba en su
trono, vencido sobre sí mismo, una sombra de una palidez sin límites frente
a lo que había sido en el pasado.
Zeus alzó la vista levemente, mientras Atenea, la de los ojos claros, la
protectora de Atenas, se acercaba, poderosa como siempre, junto a su
amada ave compañera, Athene Noctua, el mochuelo que revoloteaba a su
lado. Atenea caminaba con paso firme, llenando de nuevo de orgullo y
poder aquella estancia. Fue ella la que se inclinó ligeramente, y habló
primero.
—Mi Señor, padre de los dioses, el más grande entre los grandes del
Olimpo, he vuelto a ti... —Zeus miró a su hija, e hizo una mueca de sonrisa,
que no llegó a definirse del todo, en un rostro hundido por los siglos y el
dolor.
—Mi querida Atenea. Tras tantos siglos, has vuelto a mí.
—Sí, padre. He vuelto.
—¿Y por qué sometes a un padre a este dolor? ¿Dónde has estado todo
este tiempo?
—He estado luchando y combatiendo por la humanidad, mi Señor.
Zeus negó levemente con la cabeza antes de contestar.
—Tu obsesión por los mortales humanos sigue presente en tus actos y en
tu mente, hija mía. Aún no has comprendido que son una especie sin
futuro. Sin remedio.
—¿Como nosotros, padre? Vuelvo a nuestro mundo tras todos estos siglos,
y solo encuentro polvo, viento, y soledad. Hasta las paredes del Palacio del
Olimpo parecen llorar los tiempos pasados de gloria. Y mi padre, el dios de
los dioses, palidece en su trono, y ni su rayo resplandece ya. ¿Qué ha sido
de nuestro orgullo, y de nuestro poder, padre eterno? ¿Qué ha sido de
nuestros templos, de nuestros mitos, de nuestros sueños?
Zeus se levantó. ¿Cuánto tiempo llevaba sentado? ¿Décadas? ¿Siglos? Alzó la
mano, y su cetro del poder apareció de nuevo en su mano.
—Mi poder sigue conmigo, mi estimada Atenea, la de los ojos claros. Pero
son esos mortales, esos que tanto aprecias, los que nos han convertido en
una sombra de lo que fuimos. Les ayudamos con sus cosechas. Les trajimos
el fuego. Les enseñamos el cultivo del vino. Y les ayudamos cuando los
Titanes quisieron esclavizarlos. ¿Y qué recibimos a cambio? Olvido.
Desprecio. Humillación. Y la destrucción de nuestros templos. Débiles son
los mortales, porque no solo se olvidan de vivir con los años, sino también
se olvidan de mantener sus recuerdos, y manipulan el pasado, para ser
ellos los seres supremos de toda la Tierra. ¿Y aún sigues preocupándote por
ellos?
Atenea miró a su padre. Con mirada poderosa, pero también amable y de
amor. Eligió las palabras sabiamente, como solo ella podía elegir entre los
dioses.
—La humanidad no nos ha olvidado del todo, padre. Quedan hombres y
mujeres mortales que, incluso ahora, nos recuerdan y veneran. En la misma
Grecia nace de nuevo la chispa poderosa de nuestro culto. Y proclaman a
los cuatro vientos el retorno de su señor Zeus, que ha de librarles de todos
los males, y devolver a las polis griegas el honor y el poder que antaño
vivieron.
—Demasiada fe pones en ellos —sentenció Zeus—. Ese tal Odiseo, que
debía de haberse hundido en el mar por la voluntad de Poseidón, quien
nunca te perdonó ganar el beneplácito y el amor de la polis de Atenas.
—Poseidón fue y es un loco —aseguró Atenea—. Y un soñador que quiso
atreverse a enfrentarse a mí. Ese fue su error. Como error fue el de Ares,
por intentar forzarme. Ambos pagaron sus osadías.
—Y ambos siguen sin perdonarte por ello —afirmó Zeus—. Ten cuidado con
ellos, mi amada hija. Son mi hermano e hijo; pero tú eres Atenea, parte de
mí.
—Lo tendré, padre. Pero seguiré la senda de los mortales. Y ni Ares, ni
Poseidón, ni los mismos Titanes, han de arrebatarme mi voluntad de luchar
a favor de esos mortales.
Zeus asintió levemente. Su hija no parecía afectada por los siglos de desidia
y olvido de la especie humana. Él sí lo estaba. Aunque tratase de negarlo.
Dijo al fin:
—Sea así, mi querida hija —contestó Zeus, en un gesto de clara
conformidad, que denotaba rendición ante la voluntad firme de su hija—. Si
ese ha de ser tu destino, que yo lo vea para que pueda apreciarlo. Mientras
tanto, seguiré repudiando a esos mortales. Pero presiento que tu presencia
aquí tiene un motivo concreto, pues concretas son siempre tus ideas, y tus
peticiones. —Atenea sonrió.
—Así es, padre. Tengo que volver al pasado. Necesito hablar con un mortal
ya muerto.
—¿Y no es posible que lo llames desde el Hades? Hermes puede darte
audiencia.
—El Hades transforma a los mortales, padre. Les hace vivir en un sueño
eterno. Realidad y fantasía se entremezclan. Ese mortal no podría decirme
lo que necesito saber. Mezclaría el mundo real con el de los sueños. Debo
verle aún con vida. Por ello, debo viajar al pasado.
Zeus se sentó de nuevo en su trono. Preguntó:
—¿Y quién es ese mortal con el que deseas hablar?
—Se llama Fidias. Fue el constructor de mi estatua en el Partenón, como ya
sabes, además de muchas otras grandes obras, incluida otra estatua de mi
señor, Padre de los dioses. —Zeus asintió.
—Un gran artista, siempre agradecido a los dioses. Pero, para eso, debes
hablar con Chronos. Solo él puede autorizar un viaje así.
—Ya lo he hecho. Se ha negado insistentemente. Y yo no puedo hacer nada.
Necesito su ayuda, que me niega.
Zeus suspiró en su trono. Entonces se levantó, y pareció de nuevo tan
poderoso como antaño. Golpeó el suelo con el cetro de fuego.
Al momento apareció su fiel mensajero, Hermes, quien miró de reojo a
Atenea. Esta le reprendió:
—Hermano, no veo manzanas en esta ocasión.
—No las verás de momento, diosa de los ojos claros. El infortunio que traen
no es de mi interés.
Habló entonces Zeus con estas divinas palabras:
—Hermes, mi fiel mensajero, hijo mío, llevarás un mensaje a Chronos, para
que envíe a Atenea al lugar en el tiempo que ella le ha requerido, y él le ha
negado. Y no impondrá condición alguna, por cuanto hacerlo supondría
desagradar y enfrentar al padre de los dioses. —Hermes se inclinó
levemente, y respondió:
—Mi Señor Zeus, Chronos es conocido por no admitir órdenes, incluso del
mismísimo Zeus. ¿Qué he de hacer si, aún así, ignora las órdenes del dios
de los dioses?
Zeus invocó entonces a una serpiente. Era de tres cabezas, y tres colas. Se
la dio a Hermes, y respondió:
—Si Chronos osa desafiar mi poder, liberarás a esta cobra negra en su
pecho desnudo. Él es tres veces serpiente. Esta cobra absorberá tres veces
su poder eterno. Su picadura le confundirá la mente y las ideas, y él mismo
quedará atrapado en las redes del tiempo; pasado, presente, y futuro, por
toda la eternidad. Y yo tomaré su poder, para que se cumpla mi voluntad.
Hermes asintió, y tomó la serpiente, que se escondió inmediatamente en el
casco dorado del dios. Partió entonces, sin más demora, y sin decir palabra.
—Ve ahora, mi amada Atenea. Pues Chronos, poderoso en su palacio del
tiempo, no osará enfrentarse a mi poder.
—Padre, Chronos no aceptará una imposición. Su poder es el tiempo, que
es el mar donde merodean mortales e inmortales. —Zeus asintió, y
contestó:
—Y mi poder es dar sentido al tiempo. Sin Chronos, el tiempo es caos. Sin
mí, ni siquiera el caos es real. Ve pues, porque Chronos accederá. O habrá
un nuevo dios para los eventos del pasado, del presente, y del futuro, en el
universo...
Atenea sonrió a su amado padre, el cual sonrió a su vez, mientras la figura
de Atenea se desvanecía en el aire. El mensaje había surtido efecto. Porque
cuando Zeus despertaba, ni el mayor titán podría soñar con derrotar su
poder eterno...
Un extraño reencuentro. Atenas,