– ¿Me colgaste? Muy mal…muy mal.
– Ah, nada…tenía ganas de escuchar tu voz – tras una breve pausa, se escuchó una especie de suspiro – Bueno sí, quería contarte algo, pero tiene que ser en persona. ¿Haces algo luego?
– Sí. A y media estoy ahí. Te paso a buscar.
– Er…no. – susurré, comido por la vergüenza y sin levantar la cabeza. Mantuve la mirada fija en mis zapatos y los adoquines.
Y supe que sonreía, porque no pude evitar mirarla. Bajo aquella oscura y húmeda noche y la penumbra que facilitaba la farola, me pareció ver unos ojos brillantes, llenos de vida y de un color miel intenso. Era una mirada llena de inocencia. Jamás me habían mirado así. Por un momento me cruzó el pensamiento de que esas miradas sólo existían en los libros, en los cuentos de hadas, o de ángeles. Nadie podía tener una mirada tan profunda y tierna a la vez. Y su voz. Su voz era como si el mundo se parara y nada más tuviera importancia que el escucharla. Tenía un ligero toque enigmático aunque desde luego totalmente cautivadora. La voz de una sirena, imaginé.
Sin que me diera cuenta Joanne se levantó y me tendió la mano, para ayudarme a hacer lo mismo. En aquél momento no me paré a pensar en la poca temperatura de aquella pequeña y delicada mano, ahora, tras todo aquél tiempo, es cuando me viene a la memoria ese pequeño detalle. Ella siempre estaba helada, como si estuviera enferma, pero era así. Joanne tenía la piel suave como la seda. Perfecta.Y fría.
En apenas un abrir y cerrar de ojos estaba de pie. Algo raro, pues estando borracho como creía estar, no se tienen esos reflejos, y ella no podía tener la fuerza suficiente para levantarme de aquella manera. Fue un acto tan rápido que no tuve apenas tiempo a pensar más en ello, cuando Joanne me propuso:
– Vivo apenas a unos metros de aquí. ¿Qué te parece si entramos en casa y te pones ropa seca y limpia? Creo que tengo algo de café, te vendrá bien.
Ante mi perplejidad, Joanne subió al coche y en un instante el motor rugió como si estuviera poseído por el mismísimo demonio. Ella se abalanzó sobre el asiento del copiloto y, tras bajar la ventanilla unos centímetros, me preguntó:
– ¿Vienes o qué? No tenemos todo el día.
<span style="\"letter-spacing:" 0.0px\"="">Sin todavía dar crédito a mis ojos, subí al coche, y acto seguido salimos dejando atrás una estela de humo, el eco de un chirriar de neumáticos y varios yuppies estupefactos ante la situación.