Crónicas de los Einherjar
Y aconteció que el mundo vio llegar a la que sería la salvadora del hombre, que tendría en sus manos el destino del Reino del Sur, y que sería la guía y el timón de la nave hacia el hogar final. Tiempos difíciles debieron pasar, con la mano divina de la divina Atenea, la de los ojos claros, que guía a la humanidad…
Una paz duradera
Castillo de Helgi. Reino del Sur. Nueva Zelanda. Mediados del siglo XXVII.
La escolta del rey Holger, rey del Reino del Sur, cuya isla era también conocida como Te Waipounamu, se encontraba lista para partir. Eran treinta de los mejores hombres que habían jurado proteger la vida de su soberano como una cuestión de honor. Pero eran mucho más que eso; eran su familia, sus amigos, y sus compañeros en el campo de batalla. Porque cuando se lucha, los vínculos de amistad y de apoyo entre quienes te rodean ayudan a soportar la espera del combate, el fragor de la lucha, y las heridas de guerra.
Pero todo eso, afortunadamente, pertenecía al pasado. Firmado un primer acuerdo con el Reino del Norte, precario pero fundamental para construir una paz duradera, ahora había que establecer lazos más fuertes, más sólidos, más duraderos. La paz es un bien demasiado escaso, y demasiado preciado, como para dejarlo pudrirse en el océano del olvido.
Eran tiempos difíciles, pero tiempos de esperanza también. Los dioses habían sido magnánimos con las cosechas, y las granjas daban leche y miel en abundancia. Pero el carácter de los dioses es complejo y difícil, y lo que un año trae de bueno, seis puede traer de malo. Todos los dioses, excepto la divina Atenea, la de los ojos claros, que velaba por los pueblos de Las Dos Islas.
En el salón de recepciones del castillo de Helgi todo estaba a punto para el viaje, y el rey sujetaba la espada, en el deseo de que la próxima vez que aquella hoja viese la luz del Sol, fuese para aclamar una paz sólida y duradera entre los pueblos.
La reina Eyra se acercó a él, mientras el rey terminaba de colocarse el cinto con la espada.
—Vamos, déjame ayudarte. Creo que la paz se ha instalado en tu cintura últimamente —comentó ella sonriente.
—Es todo fuerza y pasión por ti lo que acumulo —respondió él mientras terminaba de ajustarse la hebilla.
De pronto, el rostro de la reina cambió. La pesadumbre se instauró en su rostro. El rey lo notó enseguida.
—No van a cortarme la cabeza. Es demasiado ancha hasta para la espada más grande y más gruesa.
—No sería la primera vez que la cabeza es lo único que vuelve del norte —susurró ella. Holger la tomó por los hombros.
—Tenemos que ser fuertes en tiempos de guerra. Pero tenemos que ser más fuertes en tiempos de paz, porque la guerra solo supone destrucción y muerte. Pero la paz supone conocer a quien te ha odiado, estrecharle la mano, y olvidar el pasado, para construir un mundo mejor para ambos. Los Reinos del Norte y del Sur llevan luchando desde los tiempos de las crónicas más lejanas en el tiempo. Y antes que ellos, los propios dioses, que quemaron la tierra y el mar, y nos dejaron estas tierras para dar una nueva esperanza a la humanidad. Ellos, y la divina Atenea, que vela por esta paz. Con ella no hemos de temer nada.
La reina Eyra suspiró, alzó los ojos hacia su marido, y acabó sonriendo levemente. Dijo al fin:
—Siempre terminas haciéndome sonreír, incluso ante las peores penas y el mayor dolor.
—Esa es la mayor victoria de mi vida —aseguró el rey Holger. Si no puedo haceros sonreír a ti y a Skadi, ¿qué más me podría quedar en la vida?
—Tu reino —aseguró ella. Él asintió.
—Un reino sin reina. Un rey sin reina. Un mundo sin ti. De qué me sirve vivir y ser rey, si no tengo con quién compartir el dolor que supone luchar por los tuyos…
—Te debes a tu pueblo —aseguró Eyra. El rey asintió de nuevo, y tras unos segundos, respondió:
—Como rey, me debo a mi pueblo. Como hombre, me debo a ti. Y como padre, me debo a Skadi. Soy los tres. Y los tres soy yo. Si uno de ellos se pierde, los otros nunca habrán existido.
—Vete ya. Y procura no estallar debajo de ese cinturón.
—Te burlas de mí porque tengo que irme.
—Me burlo de ti porque tengo miedo a perderte.
—No te preocupes. Parte con Skadi a Piopiotahi. Descansa allá, y pronto la paz será por fin un hecho. Debemos sellar esta paz, Eyra. Debemos contemplar un día donde ambos pueblos vivan en paz, para siempre.
—Ese es mi rey —aseguró ella sonriente—. Vete ya. Y que los dioses y la divina Atenea estén a tu lado.
—Lo estarán, mi reina. Lo estarán.
El rey salió del castillo al patio, donde le esperaba la escolta. Miró a la torre donde se encontraba la reina Eyra, y saludó. Ella saludó a su vez. Luego el rey dio la vuelta, y se dirigió al norte.
Skadi, la hija de ambos, jugaba como siempre, soñando que luchaba en cualquier batalla imaginaria, ignorante de todo cuanto acontecía. El manto de Odín protegía los Dos Reinos, y su poder guardaba la poca vida que quedaba en un mundo devastado y polvoriento. En todas partes, menos en las Dos Islas, donde la vida aún florecía. Y donde se escribiría el futuro de la especie humana…