Comienza a leer

Iniciar sesión con Entreescritores

¿Has olvidado tu clave?

Crear una cuenta nueva

Libros publicados

El legado milenario

El legado milenario

02-01-2015

Ciencia ficción/fantástica novela

  • Estrella vacía
  • Estrella vacía
  • Estrella vacía
  • Estrella vacía
  • Estrella vacía
13
  • Estrella llenaEstrella vaciaEstrella vaciaEstrella vaciaEstrella vacia  0
  • Estrella llenaEstrella llenaEstrella vaciaEstrella vaciaEstrella vacia  0
  • Estrella llenaEstrella llenaEstrella llenaEstrella vaciaEstrella vacia  2
  • Estrella llenaEstrella llenaEstrella llenaEstrella llenaEstrella vacia  5
  • Estrella llenaEstrella llenaEstrella llenaEstrella llenaEstrella llena  6

Liz es una chica tímida y con no demasiados amigos que desde su adolescencia fue tachada de “rarita” por el resto de sus conocidos. Un día, tras una serie de acontecimientos relacionados con un sueño que se viene repitiendo una y otra vez, se le aparecerá una extraña joven vestida de blanco que la trasnportará a Ádama, un mundo completamente diferente al suyo, habitado por criaturas sólo presentes en los cuentos de hadas. Allí deberá enfrentarse al malvado rey Rakshasa para liberar al mundo de su tiranía y de la maldición de “los kinays”.

Durante su viaje encontrará en su camino a innumerables personajes, varios de los cuales la acompañarán en su aventura: Rudra, un apuesto joven campesino de ojos dorados; Rudy y Vlad, una pareja de gitanos muy especial con un oscuro pasado; Roth, un misterioso semielfo aprendiz del gran mago Maharshi, y sus compañeros; Seth, un simpático aspirante a novelista que les acompañará por sorpresa; Bagwanda, un enano cazador de dragones; y las devas, espíritus mágicos protectores.

Con el fin de descubrir el propósito de su misión, deberá recolectar los fragmentos del lithoi, una piedra mágica que contiene los recuerdos de la historia de Lilith, la reina blanca, primera en enfrentarse al rey oscuro. Así, Liz y sus compañeros se encaminarán en una encruzijada de aventuras en las distintas regiones de Ádama, en donde deberá a su vez realizar un pacto sagrado con las devas para así poder hacer uso de sus poderes en la batalla.

Leer primer capítulo

 

Primer capítulo

PRÓLOGO

La oscuridad era absoluta. Ni una sola forma podía ser intuida. Sin luz ni sonido o sensación alguna... nada. Intentó avanzar, pero no notaba su cuerpo y, a pesar de todo, no tenía miedo.

Algo perturbó aquel vacío en el que se encontraba.

Una risa infantil hizo eco y súbitamente una cegadora luz inundó el lugar y desapareció en apenas un instante, encontrándose de nuevo asolada en las tinieblas; sin embargo, algo había cambiado.

Allá, a lo lejos, del tamaño de una minúscula mota de polvo, se apreciaba un leve resplandor. Intentó alcanzarlo, pero algo tiró de su cuerpo en dirección contraria, haciéndola caer de espaldas al suelo.

Allí tumbada percibió de pronto una melodía, casi inaudible, suave y armoniosa; y, como llevada por la música, se incorporó, decidida a avanzar de nuevo hacia la luz. Cuando se dispuso a dar el primer paso, sintió la misma fuerza de antes, empujándola hacia atrás a una velocidad vertiginosa.

La música cesó y un estridente sonido la hizo reaccionar.

Entonces se volvió hacia atrás y cayó de bruces contra el suelo.

Capitulo 1: EL SUEÑO

Abrió los ojos y allí estaba de nuevo; las mismas paredes, las sabanas alborotadas, la mesilla de noche y el dichoso despertador: bip biip biiip biiiipp ¡biiiiiiip! Estiró la mano, agarró el aparato y, aunque sintió el impulso de lanzarlo contra la pared, simplemente lo apagó.

Se volvió a recostar mientras trataba de ordenar todo su mundo.

Ya tumbada, oteó el lugar y se dio cuenta de que estaba tirada en mitad de la habitación, junto a la cama, sobre su alfombra lila.

A través del cortinaje entraba la luz de un nuevo día que anunciaba la llegada del verano. Una suave brisa agitaba las cortinas en danza, incitándola a acercarse y unirse al baile. Cogió aire y, muy despacio, se incorporó, se dirigió al alfeizar y se asomó.

Otra vez el mismo sueño…

Permaneció allí unos minutos, observando el paisaje. Puesto que su casa estaba a las afueras de la ciudad, disfrutaba de una preciosa vista campestre.

Se habían mudado hacía ya algunos años, y el cambio del pleno centro de la ciudad había sido notable. Por suerte el transporte público era abundante y regular.

Por otra parte, el tamaño de su actual vivienda no se podía comparar al pisito en el que antes vivían; era un chalet de dos plantas con jardín delantero y trasero, piscina y garaje propio. Todavía recordaba aquellos años en los que la palabra ‘privacidad’ no existía en su vocabulario y tenía que compartir un dormitorio minúsculo. Ahora, sin embargo, le encantaba su habitación, pues era la más amplia de la casa y tenía una enorme ventana que daba al jardín trasero, viéndose la montaña de fondo a lo lejos.

Miró hacia abajo y vio al vecino arreglando sus plantas con su sobrero de paja y su mono azulado lleno de manchurrones de barro.

Con los ojos cerrados, respiró hondo, llenando sus pulmones con aquella multitud de fragancias que arrastraba la brisa.

Volvió dentro y abrió su armario decorado con fotos de sus amigos y familiares. Se quedó mirando unos segundos las caras de aquellas personas tan queridas para ella, sonriente, y después cogió su ropa y fue al cuarto de baño, dispuesta a que una buena ducha terminara de despertarla.

Abrió el grifo del agua caliente, se desnudó, se metió en la ducha y cerró los ojos. El calor del agua se extendió por todo su cuerpo, despertando todos sus músculos a su paso mientras el vapor ascendía y se pegaba a los cristales de la habitación. Apoyó su cabeza contra la pared, aún con los ojos cerrados, y permaneció inmóvil, disfrutando del delicado masaje del agua al caer.

Cuando se hubo relajado lo suficiente, cerró el grifo y rodeó su cuerpo con una toalla. Con sus manos recorrió su larga melena, escurriendo el exceso de líquido, y salió de la ducha. Una vez fuera, se paró frente al lavabo y, con cuidado, apartó el vaho que cubría el espejo, dejando al descubierto la imagen que se escondía tras la neblina.

Ahí estaba ella, aún con cara de dormida y dos enormes bolsas amoratadas bajo sus ojos. La falta de sueño empezaba a hacer mella en su rostro.

A pesar de estar mojado, su pelo seguía teniendo ese tono anaranjado tan poco común en su zona. De pequeña, en el barrio la conocían más como “Pipi” que como Liz. Y es que tenía un gran parecido con el famoso personaje de televisión: tez pálida plagada de pecas, pelirroja natural, ojos verdes, labios sonrosados… sumándose el hecho de que de niña era muy delgaducha, pero ahora tenía una buena figura y sus peculiares facciones la hacían destacar del resto. Su madre siempre decía que era la niña más bonita de todo el mundo, claro que eso es lo que dicen siempre las madres.

Se miró fijamente en el espejo.

“Ya van 13 veces este último mes” dijo para sí. “¿Por qué tengo siempre el mismo sueño? ¿Qué significará?”

De pronto la luz se apagó y se encontró sumida en la más profunda oscuridad. Su corazón se aceleró en cuestión de segundos y un ahogo insoportable se apoderó de ella, paralizándola por completo. Con un esfuerzo casi sobrehumano, se abalanzó contra la puerta y, a duras penas, consiguió abrir el pestillo y salir al exterior.

Frente a ella se encontró con lo que, a veces, podía resultar la peor de sus pesadillas.

La miraba de manera burlona, y en su cara se dibujaba una media sonrisa cargada de malicia.

- Te he asustado, ¿a qué sí? – rió el chiquillo – eso te pasa por tardona. La próxima vez date más prisa, que no vives sola, guapa.

Cuando se recuperó del sobresalto, agarró al chico por la camisa y lo arrastró hasta la pared.

- ¡¿Estás loco o qué te pasa?! ¡No vuelvas a pegarme un susto así en tu vida, Miki!

La cara de su hermano cambió de golpe y aquella sonrisilla desapareció para dar paso a una expresión de desconcierto.

- No te pongas así, mujer, que sólo era una broma… - la joven se relajó y lo soltó, dando un paso hacia atrás - ¿te has dado un golpe en la cabeza o algo así?

- Algo así… - balbuceó aún malhumorada - no he dormido muy bien esta noche. Además, me has pegado un susto de muerte – le recriminó de nuevo.
Hermanita, eres muy rara…

Liz sonrió y le dio un empujoncito hacia las escaleras, camino al baño de nuevo, sin olvidarse de encender primero la luz.

Cuando Miki hubo bajado un par de peldaños, se volvió hacia ella.

- Por cierto, el desayuno ya está en la mesa. Date prisa o papá y mamá se irán antes de que bajes – se giró y desapareció.

 

Al bajar al comedor se encontró con una imagen que, aunque conocida, no se producía con demasiada frecuencia.

La mesa estaba rebosante de comida y toda la familia se encontraba reunida a su alrededor. Hacía tiempo que no estaban todos juntos.

Su padre acababa de regresar de uno de sus tantos viajes de trabajo, mientras que su madre y Miki habían vuelto hacía un par de días del campamento de invierno en la estación de esquí. Tenía que reconocer que la casa había estado demasiado tranquila las últimas semanas; prefería un poco más de ajetreo a su alrededor.

- Buenos días, cariño – saludó su madre - ¿qué quieres desayunar?
- Buenos días, mamá – Liz le dedicó la mejor de sus sonrisas - ¿qué se celebra? ¿Es que hoy es el cumpleaños de alguno y se me ha olvidado?
- No, tesoro. Es que hace mucho que no estamos todos juntos y me apetecía hacer algo para festejarlo. ¿Quieres que te prepare algo? – Liz oteó la mesa.
- No gracias, creo que ya hay bastante donde elegir.
- ¿Café o té?
- ¿Batido?
- Un batido marchando – rió.

Mientras le ponía la bebida y se iba de nuevo a su asiento, Liz se sentó a la mesa y, en silencio, observó la escena.

Su madre estaba a su derecha con su té verde y sus galletas integrales. El tiempo en la montaña había dejado huella en ella; su piel, normalmente muy clara, había adquirido un tono tostado que, en contraste con sus cabellos rubios y sus ojos azules, resaltaba más, con la característica marca blanca alrededor de sus ojos producida por las gafas.

Frente a ella, Miki no paraba de hablar y reír. Tenía el pelo alborotado y aún llevaba puesto el pijama. En él, el sol había sido menos considerado y su piel se había tornado casi negruzca. En su cara se podían ver varios arañazos, al parecer producto de un par de caídas en la nieve.

Su padre, sin embargo, no tenía un aspecto muy diferente al habitual: vestía su típica camisa de franela con sus pantalones grises e iba repeinado hacia atrás con gomina. Acababa de pasar tres meses en Rusia supervisando un par de proyectos para su empresa.

Miki cotorreaba sin parar de lo divertido que era esquiar y de las ganas que tenía de que pasara rápido el año para repetir la excursión. Su madre, por su parte, comentaba que, aunque le gustaran ese tipo de excursiones, cada vez le costaba más seguir el ritmo de los jóvenes.

Trabajaba en el instituto de su hijo dando clases de biología, y casi todos los años le tocaba participar en la mayoría de los viajes que se organizaban, principalmente debido a su dificultad para decir que no a la gente.

Su padre apenas comentó algo de su estancia en el extranjero, como de costumbre.

Después de desayunar, cada uno se fue a sus respectivos destinos: sus padres se marcharon a trabajar, Miki se fue a la ducha y Liz a su habitación para prepararse.

Justo cuando bajaba por las escaleras, sonó el timbre de la puerta. Miki ni se molestó en moverse y se quedó pegado a la televisión viendo el canal de deportes.

Tan rápido como pudo, Liz recogió todas sus cosas, pasó por la cocina para coger algo de fruta y abrió la puerta, encontrando a su mejor amiga, Sue, en la entrada con una enorme sonrisa. Se despidió de su hermano y salió a la calle.

 

Así, como cada mañana, las dos amigas marcharon en dirección a la facultad.

Éste era su primer año. Liz estudiaba Psicología mientras que Sue hacía Derecho. Ambas se conocieron en la guardería y desde entonces habían estado siempre juntas. Compartieron colegio y clase, y además, tenían la ventaja de vivir en la misma calle, a unas manzanas de distancia.

Aunque eran muy diferentes, siempre habían congeniado de maravilla. Liz era una chica callada y tímida a primera vista. Se podía decir que las relaciones sociales no eran su fuerte. Por el contrario, Sue era muy extrovertida, y allá donde iba era el alma de la fiesta. Simpática, divertida y algo alocada, era capaz de entablar conversación con cualquier persona, y si se trataba de chicos guapos, mejor.

Y es que era toda una belleza: metro setenta de estatura, pelo negro y liso que le llegaba hasta la cintura, ojos azules, labios carnosos, cuerpo escultural y una sonrisa deslumbrante. Cada mes aparecía colgada del brazo de algún nuevo guaperas, cada cual mejor. Pero, por alguna razón, nunca duraba demasiado con ninguno.

Liz, por su parte, no mostraba demasiado interés en los chicos de su edad. No había llegado a encontrar a ninguno que despertara su interés o por lo menos no le resultara infantil o superficial.

 

Tras un largo camino llegaron a su destino entre risas y charletas, despidiéndose la una de la otra.

El día pasó muy rápido, sin ninguna novedad, más de lo mismo: apuntes, más apuntes, un alto en la cafetería, clases de nuevo… otro día corriente en la universidad.

A la salida, quedaron en el parque para ir a comer. Justo cuando se disponían a marcharse, alguien surgió de entre los árboles y se abalanzó sobre ellas.

- ¡¡¡AAAAHHHHHHH!!! – saltaron hacia atrás, soltando un grito.

Después de recuperarse del susto, Sue se adelantó.

- Yoyo, ¡eres un imbécil! – y de muy mala gana, empujó al joven que se encontraba frente a ellas.
- Anda tonta, no te pongas así – rió - tendríais que haber visto vuestras caras, ¡ha sido genial!
- Te parecerá bonito atacar a dos jóvenes indefensas – bromeó Liz.
- Indefensa ¿Sue? Ja, eso sí que tiene gracia – el chico le dio una palmadita en el hombro.
¿Qué  insinúas, listo? -  gruñó mientras le asestaba una buena colleja en la coronilla – ¿te parece gracioso ahora, señor risitas?

Los dos comenzaron a correr por el parque, lanzándose todo lo que encontraban a su paso. Liz se sentó entre carcajadas en un banco para observar la divertida escena. No sabía si reír o sentir vergüenza al ver a sus dos amigos, ya creciditos, correteando como perros en la arena, igual que cuando eran pequeños. Por un instante volvieron a su mente los recuerdos de aquellos años que pasaron juntos en el colegio de primaria.

Conocieron a Yoyo con 8 años, cuando sus padres se trasladaron de Ecuador, y desde entonces habían sido como los tres mosqueteros: inseparables y sedientos de aventuras. Todos habían cambiado con el tiempo, pero ninguno tanto como él, que había pasado de ser un niño escualiducho y pequeñajo, a un fuerte y apuesto joven.

Al cabo de un rato, se marcharon juntos a comer y, tras una animada tarde, se encaminaron a la estación. Allí se despidieron de Yoyo y ambas regresaron a su barrio juntas.

La primera en llegar a su casa fue Liz.

- Entonces, ¿nos vemos esta noche en la cena?
- ¿De verdad tengo que ir?
- ¡No seas así, Liz! Seguro que a todos les hace ilusión que vengas, y ya sabes que si tú no vas, yo tampoco.
- Vale, vale – abrió la puerta de su casa – nos vemos en la cena - y se perdió en el interior.

En realidad, no tenía ninguna gana de reencontrarse con todos sus antiguos compañeros de instituto. No guardaba muy buenos recuerdos de esos años ni de esas personas, pero Sue había sido clara. Si Liz no iba, ella tampoco iría, y sabía que se moría de ganas por ir, así que poco podía decir al respecto.

Alicaída, subió a su habitación y rebuscó entre su ropa algo decente que ponerse. Si quería empezar con buen pie, tenía que ir vestida para la ocasión.

Cogió su blusa rosada, combinada con una falda negra por encima de las rodillas y unas sandalias de tacón; se arregló el pelo, dejándolo suelto hasta la mitad de la espalda, y usó algo de maquillaje. No le gustaba utilizar potingues en la cara, pero aquella noche debía mezclarse con el resto de chicas, ser una de ellas… ser normal.

Al cabo de algo más o menos una hora ya estaba lista.

Antes de salir, se echó un poco de perfume en el cuello y las muñecas, embadurnó sus labios en gloss y se marchó.

Cuando llegó a la estación se percató de que Sue aún no había llegado, lo cual tampoco la sorprendió. Era algo normal en ella. En más de una ocasión había tenido que mentirla con respecto a la hora en la que habían quedado, asegurándole haber quedado antes de la hora prevista y, aún así, siempre le tocaba esperar.

Después de casi media hora, su amiga apareció en el andén, pidiendo mil disculpas, y  cogieron el tren hacia el centro.

A medida que se iban acercando a su destino el nerviosismo se iba apoderando de Liz. Empezaba a pensar que, tal vez, no había sido buena idea acceder a las súplicas de Sue; al fin y al cabo, nunca había llegado a intimar con nadie de su clase.

Por desgracia, ya era demasiado tarde para echarse atrás, por lo que sólo le quedaba mantener la compostura y tratar de no mostrar su histeria interior. El ser Yoyo la primera persona en ver al llegar la tranquilizó, aunque su calma duraría poco.

 

No imaginaba que tantísima gente se reuniría aquella noche; casi la totalidad de sus compañeros de curso estaba allí, incluso había gente de otras clases.

Cogió aire y trató de relajarse. “Tú puedes hacerlo Liz” se repetía una y otra vez “ya no estás en el instituto, eres adulta”. Pero de poco la servía.

Todos los presentes se fueron saludando los unos a los otros, entre risas y abrazos. Sue se lanzó a los brazos de Alexa y Liz supo que pronto llegaría su turno. Primero fue su compañera y después su novio Chris. Al instante, un cúmulo de gente se apelotonó a su alrededor para saludar a su animada amiga, viéndose también ella rodeada y sin escapatoria. Para su sorpresa, el encuentro no fue del todo mal y nadie pareció molestarse por su presencia ni hubo malas miradas. “¡Prueba superada!” se felicitó. Lo peor había pasado, o eso creía.

Al cabo de un rato, cada uno fue ocupando un lugar en la mesa y los platos hicieron entrada. Liz se encontraba junto a Sue y Yoyo, enfrente de Alexa, Chris y otros compañeros.

Todo iba viento en popa y pronto llegarían las bebidas. Liz no era muy dada al alcohol, pero esa era una noche especial, así que no iba a ser la única sin beber.

En cuanto los licores fueron servidos, todos se desperdigaron por el lugar, mezclándose los unos con los otros.

Fue sorprendente la manera en la que se integró con la gente, si se lo hubieran dicho tiempo atrás no lo habría creído; definitivamente, aquellos años de pesadilla habían quedado enterrados en el pasado.

Después de la segunda copa, ya empezaba a notar los efectos del Bayles. Necesitaba refrescarse, así que decidió hacer una visita a los servicios.

Tras salir de la sala, comenzó a vagar por el lugar en busca de los aseos, sin encontrarlos. Dio varias vueltas, asomándose por diferentes habitaciones sin éxito, y cuando por fin atisbó el cartelito, a su espalda escuchó una risa. Se volvió, esperando encontrar a alguna de sus compañeras, pero no había nadie por los alrededores. Se giró de vuelta hacia los servicios, pero al primer paso escuchó de nuevo aquella risa infantil que, por alguna extraña razón, le resultaba familiar.

Se volteó y, como llevada por la carcajada, se encaminó hacia la sala de la que procedía. Desde la entrada todo se veía oscuro y solitario. Se asomó desde la puerta.

- ¿Hola? – no obtuvo respuesta - ¿hay alguien ahí?

Estaba ya volviéndose cuando sintió movimiento en el interior, acompañado por aquella risa. Volvió a llamar, pero nadie contestó. Podía sentir como su pulso acelerado martilleaba sus sienes al tiempo que su respiración se hacía más pesada. Una vez consiguió reunir el valor suficiente, se internó en el salón.

Se arrastró junto a la pared, palpando todo en su avance en busca del interruptor, guiada por la poca luz que entraba por el hueco de la puerta. Cuando se encontraba casi al otro extremo de la sala, tropezó con algo, lo que desvió su atención de la entrada, momento en el que la puerta se cerró de golpe y se sumió en la más absoluta oscuridad.

A punto estuvo de salir disparada, pero en ese momento escuchó de nuevo aquella risa justo detrás de ella, dejándola totalmente paralizada. Sentía como si el corazón se le fuese a salir por la boca y su cuerpo temblaba sin parar. Su respiración era tan intensa que hacía eco en la sala entera.

Buscó en su bolso como pudo el móvil y, cuando lo encontró, apretó una de las teclas para tener algo de luz, aunque de poco le sirvió, pues apenas alumbraba escasos centímetros a su alrededor.

Dio varias vueltas sobre sí misma, alumbrando con su teléfono hacia todos lados, sin demasiada visibilidad. Entonces la luz volvió, y aún desconcertada se encontró inmersa en lo que perfectamente podría ser una escena en una película de terror. Con espanto vio frente a ella, reflejada en el espejo, una joven vestida de blanco en el lugar exacto donde debería encontrarse ella. Con un fuerte grito saltó hacia atrás y tropezó, cayendo de espaldas al suelo. Al caer, se golpeó la cabeza y perdió el conocimiento.


Comentarios