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INFERNO D.C.

INFERNO D.C.

16-04-2013

Terror novela

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A pesar de que el planeta está sumido en una fuerte crisis desde hace algunos años, algo mucho peor está por llegar. Extraños fenómenos meteorológicos, enajenaciones mentales transitorias que incitan al asesinato, y una insólita epidemia que amenaza con poseer a todo el que respire. La cuenta atrás ha comenzado, y todo parece jugar en contra del planeta Tierra. No hay tiempo para el miedo, no hay tiempo para llorar la pérdida de aquellos que ya se fueron. La salvación no está garantizada para aquellos que no tienen el poder.

Leer primer capítulo

 

Primer capítulo

I

Eran las dos de la mañana, y Sue no lograba conciliar el sueño. Se levantó de la cama retirando furiosa el edredón que cubría su cuerpo, se enfundó en su bata morada de algodón que pendía de uno de los tiradores del armario, y se calzó las zapatillas que a la vez estaban haciendo de colchón para Boots, su gato. 

Con paso firme y ceño fruncido, avanzaba atravesando el angosto pasillo hasta llegar a la cocina. Sacó el agua embotellada de la nevera y vertió el líquido en una taza. Abrió uno de los cajones en los que solía guardar algunas hierbas y especias, que juntas desprendían un aroma sumamente agradable, y al fin, tras recolocar algunos botes que contenían esas almizcladas fragancias, encontró unas bolsitas de tila que parecían llamarla a gritos. Se hizo con una y la introdujo en la taza ayudándose con el dedo, dejando la pequeña etiqueta suspendida por un grácil hilo blanco. Colocó el preparado en el microondas, se encendió un cigarrillo y esperó a que pasaran los eternos dos minutos que la separaban del ansiado elixir que le iba a otorgar el bienestar del sueño. 

Dio una calada al cigarrillo y escupió el humo con tanta ira que Boots, que se acababa de asomar por el umbral de la puerta de la cocina, decidió marcharse por donde había venido. El agudo timbre del microondas indicaba que la taza de leche ya estaba caliente y lista para ser servida. Sue se la llevó, aún humeante, a la sala de estar, donde le aguardaba Boots, quien emitió un leve maullido recostado sobre el chaise longe beige; la miró, volvió a maullar, y estiró sus patas delanteras engarzando sus afiladas uñas en la tela del sofá.

Se sentó a su lado acariciando el suave pelaje del animal, que no dudó en avanzar hasta situarse sobre el regazo de la doctora.

Ésta, mirando al vacío, pensaba en las estadísticas que había estado comprobando una y otra vez desde hacía ya seis meses, aquellas malditas estadísticas que preveían el fin de todo y cuánto conocía; ese fin, que al principio parecía difícil aunque positivamente enmendable, y que sin embargo iba a desencadenarse en tan sólo unos meses con una alta probabilidad de acierto. 

Sue dejó la taza sobre la mesa auxiliar y marcó el teléfono de Edward Palmer, su jefe, mentor y amigo de confianza. Resopló un par de veces al ver que el doctor Palmer tardaba en contestar.

-Vamos, Ed… Cógelo.

-¿Diga? –contestó la inconfundible voz ronca del viejo Edward después de aclararse la garganta. 

 -Ed, soy yo –dijo Sue.

-Sue, ¿qué estás haciendo despierta a estas horas?

-No podía dormir… Verás, he estado pensando y aún nos queda un cartucho por gastar. 

-¿De qué hablas? Sabes tan bien como yo que hemos hecho todo cuánto estaba en nuestra mano, pero…

-Sé que esto puede funcionar. He estado pensando en ello los últimos días y...

-Sue, son las dos de la mañana…

-Por favor, Ed. Hazme caso por una vez en tu vida, ¿de acuerdo? Total, ¿qué tienes que perder?

Se oyó un suspiro al otro lado de la línea telefónica. 

-Nada, supongo… -susurró el anciano-. ¿Qué quieres que haga? –dijo al fin cediendo.

-A las siete de la mañana en el observatorio. 

Sue colgó el teléfono, acabó de beber el poco brebaje que quedaba en la taza, y que esperaba a que le ayudase a dormir unas horas, y decidió acostarse. No obstante, la mente de la joven doctora parecía no estar de acuerdo con su plan, e irremediablemente, estuvo despierta todo lo que quedaba de noche. Hizo un repaso a su vida, desde su nacimiento hacía treinta años en la soleada ciudad de Pasadena, California, hasta aquella misma noche de invierno en Charlottesville, Virginia, acurrucada bajo las sábanas con la única compañía de su gato. 

Desde niña había deseado estudiar el universo. Soñaba con una vida de entera dedicación al cosmos y a todo lo relacionado con la creación del mundo que conocía y sus orígenes; de hecho, tras seis arduos años de estudio, lo había conseguido. Sue, o la Doctora Sanders, como era conocida entre sus compañeros de oficio y sus alumnos, se había convertido en toda una institución dentro del campo de la astronomía a pesar de su juventud.

Compaginaba sus clases de astrofísica en la Universidad de Virginia con un proyecto que llevaba entre manos desde hacía aproximadamente cuatro años junto con su gran amigo, el Doctor Palmer. Lo que no sabía era que su sueño se iba a convertir en breve en su peor pesadilla.    

Justo cuando el sueño había vencido a la razón y sus párpados habían decidido cerrarse para adentrarse en los plácidos mundos de Morfeo, la radio despertador dicta que es hora de comenzar la jornada.

“Son las seis de la mañana aquí, en Virginia. Buenos días a todos aquellos que inician hoy una nueva jornada de trabajo, a los estudiantes y por supuesto a los incansables que se levantan temprano para reiniciar su búsqueda de empleo. A todos vosotros, os recomiendo que dejéis en casa vuestros abrigos ya que hace un día excelente; la temperatura hoy en nuestro “viejo dominio” es de diecinueve grados. Y para calentar motores y comenzar con buen pie este precioso viernes veintitrés de marzo, les dejo con todo un himno: The Man Comes Around, del insuperable Johnny Cash.”

 

La canción comenzó a sonar en la radio de Marcus Engel, mientras conducía su vieja camioneta dirección a Charlottesville. Habían pasado más de seis horas desde que salió de Nueva York, y su cuerpo ya comenzaba a percibir el cansancio por haber estado conduciendo durante toda la noche. El agotamiento se podía intuir fácilmente en su rostro, pues bajo aquellos ojos azules había dos surcos morados. Algunos mechones de su cabello rubio, heredado del origen germánico de su padre, se habían escapado de la goma que sujetaba su cabello, y una descuidada barba comenzaba a hacerse visible, pero sin embargo, nada de eso empobrecía su atractivo. 

-Necesitas un café, amigo –se dijo a sí mismo acariciándose el mentón mientras contemplaba su rostro en el espejo retrovisor. 

Vio una pequeño café con cartel luminoso en la avenida Elliewood, cerca de su destino. Pensó que puesto que ya había llegado a Charlottesville, merecía un pequeño descanso, y su estómago hacía rato que había comenzado a quejarse.

Aparcó la camioneta en el parking que había justo en la acera de enfrente, y después de refunfuñar entre dientes por el precio por hora del estacionamiento, entró en la cafetería. 

La camarera, ataviada con un delantal rosa anudado grácilmente en su espalda, acudió en cuanto Marcus tomó asiento en una de las mesas. 

-¿Qué va a tomar, caballero? 

-Café –dijo.

-¿Y algo más? –preguntó la mujer sirviéndole una taza-. ¿Le traigo la carta? 

-No será necesario… Tomaré un emparedado de pollo con queso. Ah, señorita, el café que sea fuerte, por favor. 

La camarera le dirigió una forzada sonrisa. 

Mientras le servían, Marcus contemplaba en silencio el resto de mesas, la mayoría de ellas vacías, pues el país, como el resto del mundo, se hallaba inmerso en una precaria situación económica desde hacía ya tiempo. 

En la barra, una niña de unos ocho años sorbía con su pajita un vaso de leche mientras su abuelo leía las noticias locales de aquel día en el Daily Progress, ajenos a lo que se avecinaba. Pero él no hacía más que pensar en aquel suceso de proporciones catastróficas que iba a tener lugar en unos meses.  El motivo de su visita a la hermosa ciudad en la que se hallaba no era otro que localizar al equipo del doctor Palmer. A través de la página web de una tal doctora Sanders, había podido comprobar que no era el único que trataba de solventar los errores históricos de la humanidad, los cuales no habían hecho otra cosa que condenar al mundo prácticamente a la extinción. En ella pudo leer que su equipo, formado por Edward Palmer, Sue Sanders y Warren Tale, estaba en plena investigación sobre el declive económico en el que estaba sumido el planeta, así como los cambios climatológicos que estaban sitiándolo. 

-Aquí tiene, señor. Su emparedado. ¿Más café? –preguntó la camarera. 

-Sí, gracias –contestó sin mirarla-. Disculpe, estoy buscando a una persona. ¿Conoce a la doctora Sanders?

-¿A Sue? ¡Oh, sí, desde luego! Viene a desayunar a menudo por aquí. 

-¿Sabe si puedo encontrarla a estas horas en la universidad?

-Creo que no será necesario… Ahí la tiene–dijo señalando con la cabeza hacia la puerta.

Marcus se giró y vio a una joven que estaba teniendo una acalorada conversación con un hombre de unos sesenta años de edad, que a juzgar por el parecido físico que tenía con la fotografía que había visto en la web, debía ser el jefe de equipo de investigación. Sacó la fotografía del bolsillo trasero de sus jeans y comprobó que efectivamente era el mismo Edward Palmer. No obstante, la mujer que lo acompañaba no era ni por asomo como se había imaginado que sería la doctora Sanders. “Demasiado joven para cargar con un estudio de este calibre”, pensó Marcus. 

El castaño cabello de la doctora estaba recogido en un improvisado y desenfadado moño, llevaba gafas de pasta negra que le daban un aspecto realmente encantador y unos tejanos ajustados que estilizaban aún más su torneada silueta. 

-¡Sue, querida! –exclamó la camarera.

-Buenos días, Beatrice –contestó.

-Este caballero pregunta por ti –dijo con tono propio de una experimentada cotilla. 

Marcus tosió nerviosamente y se levantó para saludar cordialmente a la mujer y a su acompañante. 

-Si quiere asistir a mi próxima conferencia, podrá encontrar toda la información en la página web de la universidad.

-No, ese no es el motivo de…

-Ah, lo siento. Es que ya me he encontrado a mucha gente interesada en la materia debido a esas ridículas profecías que no son más que “dimes y diretes” de los medios de comunicación. Lo único que consiguen es atemorizar y desinformar a las masas, ¿sabe? –sonrió-. Dígame, pues, en qué puedo ayudarle. 

¿Cómo podía hablar con tanto énfasis por la mañana? Marcus la encontró extrañamente encantadora.

-Mi nombre es Marcus Engel. Verá, vengo de Nueva York para hablar con usted y el resto de su equipo acerca de sus investigaciones. Para ser sincero, creo que están bien encaminados, pero hay algo que no están teniendo en cuenta… 

Sue se percató que la camarera continuaba allí de pie junto a ellos intentando empaparse de todo. 

-Beatrice, vamos a sentarnos con el señor Engel.

-Claro, bonita –dijo con reticencia-. ¿Lo mismo de siempre?

-Sí, gracias. 

Tomaron asiento en la mesa que había ocupado Marcus al entrar. 

El doctor Palmer aún no había abierto la boca. Era un hombre de pocas palabras y acostumbraba a ser algo distante con los desconocidos, a veces, incluso se mostraba impertinente y huraño. Vivía solo desde hacía catorce años, desde que su mujer falleció de cáncer y su único hijo había decidido marcharse a Australia. Conoció a la doctora Sanders en la Universidad de Virginia, cuando ella era tan sólo una alumna más. Quién le iba a decir que aquella muchacha retraída de California iba a ser su alumna más aventajada, y más tarde, su leal discípula.

A pesar de no ser un hombre demasiado amigable, Sue logró ganarse su confianza durante los años que estuvo con su maestro, y ahora eran inseparables, prácticamente como padre e hija. Edward había depositado todos sus conocimientos en su competente aprendiz, así como sus esperanzas y anhelos, pues aunque podía parecer que detrás de aquel blanco ceño fruncido no podían existir sentimientos humanos, Sue sabía acerca del enorme sentimiento de culpa y frustración con el que cargaba el doctor. Pero si alguien le hubiera preguntado al doctor Palmer acerca de sus reconcomios, éste hubiera puesto el grito en el cielo y el puño en alto. Jamás compartiría con nadie su mundo interior, con nadie más que con Sue. 

Ahora, Edward miraba en silencio al neoyorkino que estaba sentado frente a él.

-Y díganos, señor Engel, ¿qué le trae por Charlottesville? ¿Es tan sólo mera curiosidad por nuestra investigación? –preguntó Sue tomando un trago de su amargo café.

-No es curiosidad. Estuve ojeando la página web de su equipo; en ella hallé justo lo que estaba buscando, ya saben, la pieza que no me encajaba. De modo que puse rumbo a Virginia…

-¿Y de qué pieza está hablando? –preguntó el doctor Palmer con su profunda voz de barítono-. Y no intente irse por la tangente… Sé que sabe más de lo que sus ojos prometen anunciar. 

La expresión de Marcus cambió por completo. Miró a su alrededor para cerciorarse que las entrometidas orejas de la camarera permanecían alejadas, se encogió de hombros y se acercó aún más a los doctores. 

-Llevo años estudiando el tema del calentamiento global, de hecho pasé diecisiete meses de mi vida en la Antártida, concretamente en la base Admusen-Scott. Mis análisis, como los de mis compañeros de profesión, contribuyeron positivamente a que se instaurara el Protocolo de Kioto, precisamente para evitar esta jodida mierda. Así que al ver el trabajo que está realizando su equipo, creo que de poco sirvió el tratado, ni tampoco mis investigaciones climatológicas –suspiró para intentar calmar sus nervios. 

El doctor Palmer y Sue lo miraban atentamente en silencio. 

-Incluso mi equipo colaboró en numerosas ocasiones con la ESA –dirigió una mirada a Edward-, ya sabe, la Agencia Espacial Europea…

-Sé perfectamente qué es la ESA, señor Engel -refunfuñó-. Lo que no sé aún qué narices hace aquí y porqué intenta contactar con mi equipo con todo ese currículum que carga a sus espaldas… Al fin y al cabo, la señorita Sanders y yo no somos más que dos científicos catastrofistas y amargados -ironizó-. De modo que si no le importa, tenemos cosas mucho más interesantes que hacer que escuchar sus batallitas. 

-Vamos, hombre… No he hecho un viaje de casi siete horas para irme a casa con las manos vacías… Sé que precisan de mi ayuda. Créame, es algo realmente importante lo que tienen ustedes entre manos…

-Le diré una cosa, ¿de acuerdo? Andamos muy justos de tiempo en estos momentos… Acaba de comenzar el año académico y Sue está tremendamente ocupada con sus clases, ¿verdad que sí? –le preguntó a la doctora, y sin dar lugar a respuesta prosiguió-. Y yo estoy muy ocupado intentando hacer mi vida un poco más monótona y sin sentido cada minuto que pasa, así que me voy raudo y veloz a casa, que si me disculpa, tengo plantas que regar.

El doctor se levantó indignado, dejó veinte dólares en la barra y lanzó una mirada poco amigable a su compañera la cual aún estaba sentada frente a Marcus.

-Le invito al emparedado, Engel. Vamos, Sue. Tenemos una conversación pendiente, ¿recuerdas? 

-Creo que el señor Engel debería acompañarnos –el doctor hizo una mueca de desaprobación-. Verás, creo que su amplia experiencia en el campo de la climatología podría ilustrar perfectamente lo que pretendía explicarte. 

-Estarás bromeando...

-No, Ed… Creo que tampoco tenemos muchas más opciones. Él es un experimentado científico, lo cual podría aportar mucho a nuestra investigación. Además, como bien has dicho, tenemos poco tiempo…

-Cada vez me cae mejor, doctora –le dijo Marcus sonriente-. Y eso que creía que iba a encontrarme con una de esas mujeres pedantes y frígidas que sobrepasan los cincuenta, pierden su atractivo y culpan a los hombres por ello. 

-Usted calle, no es nada personal, lo hago simple y llanamente para intentar garantizar la supervivencia de nuestra especie –contestó tajante para luego volver a dirigir una mirada de persuasión a su compañero de equipo-. ¿Qué me dices, Ed?  

-Haz lo que te venga en gana. Al fin y al cabo acabas haciendo siempre lo que quieres… 

Palmer salió del local renegando, seguido por Marcus y la joven doctora. 

-Muy bien. ¿Cuál es el plan? –preguntó el neoyorkino.

-Vamos al observatorio de la universidad. Será más fácil explicar mi teoría allí. Tenemos todo lo necesario para trabajar. Había quedado allí con Edward pero nos hemos encontrado por el camino. Suele pasar cuando vives pared con pared, ¿sabe?

-¿Son vecinos? 

-Bueno, es una forma de hablar, pero sí, vivimos en la misma calle… ¿Y usted en qué zona de Nueva York vive, señor Engel?

-Por favor, llámeme Marcus. Lo cierto es que no vivo en Nueva York, tan sólo fui allí para ver a un amigo. Se podría decir que soy un nómada de estos tiempos. ¿Cómo piensan ir hasta la universidad?

-A pie…

-Tengo mi camioneta aparcada justo aquí, si quieren. Es algo vieja, pero nunca me ha dejado tirado en la cuneta –bromeó.

 

Marcus llevó a los doctores hasta el observatorio, donde en un principio se habían citado. El laboratorio de la universidad era una preciosa cúpula. La puerta de entrada estaba bordeada por un arco de piedra que daba nombre en relieve al gran observatorio de McCormick. Alrededor de la cúpula había metros y metros de césped, quedando ésta aislada del mundanal ruido. Palmer, que guardaba las llaves en su bolsillo, abrió la puerta e indicó que entraran. 

La doctora Sanders, después de vestirse con la reglamentaria bata blanca, sacó un dosier repleto de notas y apuntes, de los cuales los más antiguos databan de hacía cuatro años, justo cuando inició su indagación con Palmer. Aquel grueso dosier, símbolo de arduos años de cálculos e hipótesis, mostraban entre otras cosas una serie de fotografías tomadas desde varios satélites de la ESA y la NASA. Marcus ya había visto en alguna ocasión algunas de aquellas fotografías debido a su colaboración con la primera asociación mencionada, pero se limitó a observarlas de nuevo sin hacer ninguna acotación al respecto. 

-Como puede comprobar, señor Engel, mis primeras anotaciones no son muy antiguas, pero eso no significa que no tengamos nada… Verá –dijo extrayendo un folio extremadamente subrayado con lápiz fluorescente de su dosier-, hace un par de años se dio el índice más álgido en cuanto a calor de la historia desde 1880. Es por eso que el satélite Cryosat-2 justificó, entre el 2010 y el 2011, un importante deshielo en el Ártico y en las superficies de Groenlandia y la Antártida. Todo viene a ser lo mismo, es decir, los cambios climáticos que desde hace años están asolando el planeta tienen como una de sus principales consecuencias el calentamiento global. 

-Era consciente de ello… La ESA nos informó cuando el Cryosat-2 fue lanzado. En el mismo informe que nos llegó, aparecía un apunte, era como una pequeña nota a pie de página acerca de la NASA y sus cálculos obtenidos gracias a uno de sus satélites.

-¿El Icesat? –preguntó el doctor Palmer.

-Así es. El Icesat reveló que la capa de hielo del polo sur estaba disminuyendo considerablemente gracias al aumento de las aguas en el Océano Ártico. Las aguas de este océano son cada vez más cálidas y con un mayor nivel de acidez, de modo que devoran cual pirañas las capas de hielo. Ambas agencias, tanto la europea como la americana, coinciden en que este deshielo incrementará año tras año. Entonces se había calculado que estaban despareciendo siete metros de hielo por año. El Envisat, otro satélite de la ESA, dio los mismos resultados acerca del tema…

-Es realmente alarmante, lo sé. Pero espere a ver esto, pues sin embargo, no es solamente de calor de lo que estamos hablando, sino también de todo lo contrario. Escuche con atención:

Los cambios climáticos a los que nos enfrentamos tienen mucho que ver con la baja actividad solar. Debido a que el sol va a iniciar en breve un ciclo de actividad reducida, este nuevo ciclo, similar al acaecido entre los inicios del siglo XIV hasta mediados del XIX, que fue conocido como "La Pequeña Edad de Hielo”, traerá consigo bajas temperaturas, numerosas precipitaciones e incluso monzones. Debemos esperar lo peor”.”

-Esto me lo envió por email a principios de año una importante meteoróloga de la Universidad de Colorado. ¿Lo ve, señor Engel? No es tan sencillo como parece. Frío, calor… cada cual más destructivo. 

-¿Adónde pretendes llegar, Sue? –preguntó Edward.

-Algunos científicos hablan de que la Tierra se encamina a una nueva edad de hielo, ¿cierto? Sin embargo ya has escuchado en numerosas ocasiones lo que le estaba comentando antes al señor Engel acerca del derretimiento de los polos. Lo que pretendo exponer, es que por muchos cálculos y premisas que tengamos y que consigan los mejores científicos del mundo, ya sean climatólogos, geólogos o astrónomos, hay algo que se nos continúa escapando. Hay algo oculto…

-Era justo lo que pretendía comentaros... Algo se os escapa.

-¿El qué? He revisado todo, y no queda nada por estudiar.

-Veamos, experta en climatología –dijo el doctor Palmer con un molesto soniquete-, ¿para qué si no ha venido el señor Engel? Tú lo has traído aquí para que intentara hacer encajar la pieza que se nos escapa, ¿no es así? ¡Pues deja que el gran doctor Engel nos ilustre con sus erudiciones! –dijo con sarcasmo.

-Les explicaré qué ocurre con toda la controversia formada acerca de la Nueva Era Glacial que dicen que se avecina, pero antes, doctor Palmer, ¿qué tal si deja sus ironías y cesa de poner en entredicho mis conocimientos al menos hasta que hayamos llegado a una conclusión lógica?

Miró al doctor con el ceño fruncido y éste le devolvió la misma mirada de desaire.

-Doctora Sanders, estoy de acuerdo con usted –prosiguió-. Hay algo que se nos escapa, pero no tiene nada que ver con su teoría del deshielo y la opuesta era glacial. Verá, estas dos conjeturas no son tan contrarias como pueden parecer en un principio. El calentamiento global está llevando a un deshielo de los polos, ¿no es así? –Sue afirmó con la cabeza-. Pues bien, esta agua helada afectaría al chorro del Golfo y causaría un considerable descenso de las temperaturas en zonas de clima templado, como puede ser Europa y el Noreste de Estados Unidos, junto con el Reino Unido y Escandinavia. De modo que, como puede comprobar, estas dos teorías, estas dos verdades demostradas y que ya son un hecho hoy día, no son contrapuestas, más bien, estaríamos hablando de causa-efecto. 

-Obviamente sé a qué es debido todo esto… Llevo estudiando la teoría del calentamiento global desde hace años –afirmó la doctora-, pero creo que algo se halla latente, como encriptado, Marcus, y es eso lo que pretendía exponer a mi testarudo compañero y a usted, ahora que se encuentra aquí.

-¿Y qué es lo que cree?

-Que todo esto no es más que una tapadera, que la verdadera causa del caos no parte de la naturaleza, como quieren hacernos creer.  

-Fue precisamente su hipótesis, que a priori puede parecer una locura acerca de los Illuminati o movimientos tales como el Nuevo Orden, lo que me trajo hasta aquí. En su página web parecía tan segura de que lo que el mundo vive en este momento está siendo desencadenado e incluso conducido por alguien… Tan sólo esta conjetura acerca de lo que se encuentra oculto en toda la crisis mundial, fue suficiente para hacer que quisiera saber más sobre su investigación y el equipo que la rige. Lo que leí en su página me trajo hasta Virginia; necesitaba hablar con su equipo, señorita Sanders, y necesitaba contrastar su información con algo que me llegó hace un par de semanas por correo. 

Marcus abrió la cremallera de su inseparable mochila y sacó un sobre algo roto por los bordes. De él, extrajo lo que parecía ser una carta bastante arrugada.

-Esta carta me la envió un amigo mío desde Nueva York. Fuimos compañeros de expedición en la Antártida y es con el único que no he perdido el contacto. Antes de venir a Virginia fui a verle; tenía su dirección, de modo que me presenté en su casa sin previo aviso. No fue él quien me abrió la puerta, fue su padre.

 

 

Agachó la cabeza y sus ojos azules se inundaron de lágrimas, unas lágrimas que luchaba por contener.

-El hombre estaba desolado –continuó-. Me dijo que estaba aprovechando para recoger todas sus pertenencias. Yo le pregunté si es que Mike se había mudado, la cual cosa me parecía algo extraña porque únicamente dos semanas antes había recibido esta carta y en el membrete aparecía esa misma dirección. Alguien lo había asesinado hacía tan sólo cinco días al salir del laboratorio en el que trabajaba. 

-Lo siento muchísimo –dijo Sue realmente afligida. 

-No pasa nada –suspiró-. ¿Saben? Me pareció muy extraño que tras saber lo que Mike había descubierto… Me vengo a referir que no creo que su muerte fuera una maldita casualidad. Mike sabía algo, algo que obviamente no puede ser desvelado. La policía dijo que se trataba de un intento de robo y que supuestamente opuso resistencia. Lo apuñalaron en el abdomen, y lo dejaron tirado en un puto callejón, hasta que se desangró. Estoy seguro de que el cabrón que mató a mi amigo no era más que un peón, un sicario. Estoy completamente seguro… 

Marcus agachó la cabeza e intentó tranquilizarse sin éxito.

-¡Joder! –rugió golpeando la mesa camilla. 

-Tranquilícese, Engel -dijo Palmer-, y cuéntenos qué demonios le contaba su amigo en esa carta.

-En esta carta –dijo Marcus mostrándola- Mike volcó valiosa información. Eso es lo que pude interpretar leyendo el único folio que llegó a mis manos.

-¿Quiere decir que exclusivamente tiene una parte de la carta de su amigo? ¿Alguien la interceptó por el camino?

-Así es. Las mismas personas que pocos días más tarde acabaron con su vida. Escuchen:

“Como ya has podido comprobar, toda esta mierda se les ha ido de las manos. Cuando supe lo que estaba ocurriendo realmente pensé: “¿pero cómo pueden ocultar toda esta información a la gente?” Pero la respuesta es sencilla, hermano: esta panda de hijos de puta, con trajes de tres mil dólares, les importa una mierda su pueblo.

Eso sí, seguro que sus familias y amantes ya tendrán un sitio seguro en el que resguardarse cuando esto llegue; porque llegará, tío, y muy pronto. Ahora ya sabes a qué atenerte. Avisa a tu madre, a Shawn, a Debbie y a todo aquél que te importe, pero no hables de esto con nadie hasta que nos veamos. No sé de qué serían capaces estos capullos. Seguro que nos tienen pinchados los teléfonos y han puesto cámaras en todas las casas de este maldito planeta o algo así. De modo que ven en cuanto recibas esto, hermano, aunque me temo que no hay mucho que podamos hacer. Mike.”

-Por todos los demonios… -exclamó el doctor Palmer-. Lo siento mucho, chico.

-¿Pero cómo sabremos qué es lo que había descubierto su amigo? –preguntó Sue.

-No lo sé, doctora. Pero de lo que estoy seguro es que removeré cielo y tierra para averiguarlo antes de que sea demasiado tarde…

-Por primera vez estoy de acuerdo con usted, pero me temo que no será hoy. Los chicos de bioquímica tienen clase aquí dentro de cinco minutos. Debemos ir abandonando el observatorio, aunque si le parece bien, señor Engel, podemos quedar aquí esta misma noche –dijo el doctor.

-Por mí, perfecto.

-¿A las siete le va bien?

-A las siete, entonces. 

Los tres salieron de inmediato. Los abrasadores rayos de sol en aquel mes de marzo eran impresionantes. Marcus subió a su vieja camioneta e invitó a los doctores a acercarlos a sus respectivas casas. Durante el corto trayecto fueron en silencio; el único murmullo era el del programa radiofónico de la mañana, un monótono debate sobre la calidad de vida en América y cómo era ésta respecto a la europea. La pequeña camioneta de Marcus tenía tan sólo tres plazas delanteras, pues la parte trasera estaba tan sólo destinada a la carga de objetos, de modo que el doctor y su joven y dispuesta ayudante iban algo apretados durante el trayecto. 

Pasaron por la calle 14 de Northwest y llegaron a casa del viejo Edward, en la Avenida Gordon.     

-¿No tenía hoy clase, señorita Sanders? –preguntó arrancando el vehículo de nuevo tras dejar a Palmer en su casa.

-Lo cierto es que Ed le estaba tomando el pelo… -rió-. Estoy segura de que lo que quería era librarse de usted cuanto antes. Cuando no conoce a la gente es bastante arisco y desconfiado, pero es una de las mejores personas que he conocido, créame, Engel. Hoy es mi día libre.

-Llámeme Marcus, ya se lo he dicho –sonrió-. Engel es demasiado serio, ¿no cree?

-¿Y usted por qué me llama doctora Sanders? ¿No es acaso aún más distante? –esbozó una media sonrisa.

-Tiene razón. Si le parece bien, Sue, la invito a almorzar y me acaba de explicar sus conjeturas.

-¿Me está pidiendo una cita, Marcus?

-Considérelo una comida de negocios, ¿qué le parece? 

-En tal caso me parece correcto. 

El móvil de Marcus comenzó a vibrar en su bolsillo, de modo que puso el manos-libres mientras buscaba aparcamiento en la misma Avenida Gordon. 

-¿Papá? –una vocecilla sonó por el aparato. 

Sue quedó sorprendida.

-¡Shawn, hijo! ¿Cómo está mi campeón? –exclamó.

-¡Papá! Acabo de venir de los entrenamientos… Estoy muy cansado y ahora tengo clase. Mamá está conduciendo. Ah, ¿sabes qué?

-¿Qué? ¡Cuéntame!

-El sábado tenemos partido, ¿vas a venir?

-¿El sábado? Eso es mañana, chico. Me muero de ganas de ir, lo sabes… ¡Tengo ganas de verte en acción! Pero no va a poder ser esta semana, hijo… 

El silencio al otro lado de la línea telefónica incomodó realmente a Sue, que permanecía callada escuchando la conversación.

-Shawn, lo siento… Estoy muy lejos de casa y papá tiene mucho trabajo.

-Marcus, soy Debbie –dijo una voz de mujer.

-Debbie, ¿qué tal estás? Verás, perdonadme por faltar esta vez, pero tengo algo realmente importante…

-¿Esta vez? ¿Esta vez, Marcus? –la mujer estaba realmente enfadada-. Dime cuánto tiempo hace que no ves a Shawn. No, te lo diré yo: tres meses. Tres malditos meses, Marcus.

-De veras, Debbie, iría si no estuviera metido en toda esta mierda. ¡Estoy atado de pies y manos! No puedo hacer nada, ¿no lo entiendes?

-No se trata de mí, se trata de tu hijo. Shawn necesita ver a su padre y tú no dejas de ponerle escusas… -suspiró hondo-. Dios... Y dime, Marcus, ¿cuál es el asunto que te traes entre manos? ¿Es tan importante como para perder a tu hijo?

-No es momento para hablar de esto. Te llamaré esta noche y te lo explicaré todo.

-Bien. Pues hasta esta noche, Marcus –el tono de decepción en la voz de la mujer era más que evidente. 

La mujer colgó y un molesto pitido inundó todo el vehículo hasta que Marcus desconectó el teléfono. 

Éste estaba verdaderamente avergonzado por la conversación que la doctora había tenido que presenciar. El hombre resopló. Estaba molesto, apesadumbrado e inquieto por el diálogo con Debbie, pero no se lo podía permitir; no cuando estaba intentando salvar el destino de toda la humanidad. 

Al fin llegaron a una pequeña casa de paredes blancas y una pequeña escalinata que subía hacia la puerta entrada. 

-Es aquí –dijo Sue con un susurro indicándole dónde vivía-. ¿Qué le parece si posponemos la comida de negocios para otro día, Marcus? Tengo comida en la nevera y tal vez le vendría bien relajarse un poco…

-Me parece perfecto, doctora. Siento mucho que haya tenido que escuchar la conversación. Yo…

-No tiene porqué disculparse, Marcus. Pase –le dijo abriendo la puerta e invitándole a entrar-. No es gran cosa pero es todo lo que tengo. 

-Es acogedor… -le aseguró quitándose la chaqueta de cuero marrón que ya comenzaba a estorbarle debido a las incomprensible y más que elevadas temperaturas.

La entrada de la casa daba directamente a un salón-comedor decorado con muy buen gusto, en el que dejaba plasmado su gusto por el estilo indoamericano, como un precioso cuadro al óleo con dos hermosos lobos aullando a la luna o un enorme cazasueños que pendía del techo.

Los pocos y sencillos muebles que habitaban la casa de la doctora eran de madera natural sin tratar, la cual cosa hacía que pareciese que se hallaban dentro de una cabaña india. 

Boots se aproximaba con un tenue maullido hacia su ama, enredando su aterciopelada cola en las piernas de ésta.

-Éste es Boots –dijo la doctora-. Boots, saluda a nuestro nuevo amigo, el señor Engel.

El gato maulló cuando el hombre se acuclilló para acariciar su cabeza. Sue puso la televisión para que hiciera ruido de fondo mientras preparaba unos sándwiches, pero una tremenda noticia, justo con el consecuente aviso de alarma de Marcus, hizo que saliera de la cocina de inmediato para prestar atención a la que decía la reportera del noticiario.

“…y siguen aumentando los extraños casos de asesinato. ¡Es verdaderamente escalofriante! En lo que llevamos de semana ya son más de dos mil casos en nuestro país y la cifra asciende a casi medio millón en todo el mundo. El último ha tenido lugar en Harrisburg, Pensilvania, donde un hombre ha asesinado de la manera más cruel y sanguinaria a todos los miembros de su familia: a sus dos hijos, de dieciocho y quince años, a su esposa y a la madre de ésta, enferma de Alzheimer. Los cuerpos han sido hallados sin vida dentro de la casa. Los vecinos fueron los encargados de alertar a las autoridades al oír numerosos gritos y golpes. John Morgan, el asesino, permaneció junto a los cadáveres de sus hijos hasta que llegó el cuerpo policial; estaba sumido en un estado de shock, con numerosas lesiones y cortes en todo su cuerpo que al parecer fueron autoinfligidos, preso de un estado de cólera…”

-Esto es increíble… -susurró Sue-. Qué horror…

-¿Qué cojones le está pasando al mundo? –dijo Marcus.

“Ayer se tomó declaración a Melvin Persson, el asesino de Estocolmo, que degolló a su novia Evelina Lindberg y a la hermana menor de ésta. El joven, de tan sólo diecisiete años de edad, fue detenido por la policía cuando iba camino a su casa. Persson llevaba las ropas completamente ensangrentadas y caminaba con paso acompasado y la mirada perdida. 

-Parecía tranquilo –decía uno de los policías que lo arrestaron-, y no dejaba de repetir: “Tengo que matar a mis padres, ustedes no lo entienden… Ellos tienen que morir”. Si no hubiésemos llegado a tiempo, el chaval hubiera matado también a sus padres. 

Hoy, en las declaraciones que ha hecho al cuerpo de policía sueco, se ha mantenido fiel a su declaración en base a los asesinatos de las hermanas Lindberg: 

-Era su destino –decía el muchacho en un archivo de audio grabado por las autoridades-. Las dos merecían morir”.

 


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