No soy de esas personas que tienen la suerte de ser plenamente conscientes de las motivaciones de sus actos. A mi alrededor, una parte de la gente que conozco parece guiarse en su vida por una serie de pautas más o menos sensatas que responden a los objetivos que se han marcado conseguir. En mi caso, sobre todo en estos últimos tiempos, no sólo no parezco haber seguido ningun tipo de pauta razonable en mi relación con mi entorno y mis semejantes, sino que ni siquiera recuerdo que haya existido en el horizonte casi ningun objetivo que alcanzar.
Fuera de esa rutina diaria que, por propia inercia nos lleva a intentar sobrevivir una jornada más, no busco algo más allá de lo que tengo a mi alcance inmediato. Hubo un tiempo en que todo fue distinto. Claro que estaba Irene, y eso sí que fue algo por lo que me hubiera gustado luchar, pero, en el fondo, ni siquiera sé si hubiésemos podido ir muy lejos los dos, si había alguna posibilidad de que las cosas hubiesen salido bien para ambos.
Cuando pienso en las razones que me llevaron a actuar en la forma en que lo hice aquellos días durante los cuales las cosas se terminaron de poner del revés en mi vida, no encuentro justificación alguna ni motivos razonables que respalden mi comportamiento. Sé que a veces hacemos daño a los demás, incluso sin apenas proponérnoslo, pero parece ser que, en lo que se refiere a hacérselo a uno mismo, yo debo de ser un verdadero experto.
¿Cómo y cuándo empezó a complicarse todo, a irse acumulando y a enredarse las causas que me han llevado a la situación actual? Supongo que la cosa viene de muy atrás, de los tiempos en que mi matrimonio con Madeleine comenzó a mostrar síntomas de la farsa en que se convirtió después, pero creo que los incidentes directos que tienen que ver con esta historia no empezaron a manifestarse sino hace cosa de unos dieciocho meses atrás. Pronto les hablaré de Madeleine, ya que ella tiene gran importancia en los acontecimientos que se desarrollaron luego. Antes, déjenme hacer un poco de memoria y recordar aquel día en que mi vida comenzó a caer sin rumbo y sin frenos por una pendiente malsana de cuya existencia entonces no podía aún sospechar.
Aquella mañana yo me encontraba trabajando desde muy temprano en mi despacho de la planta veintiuno del edificio de oficinas de la compañía editorial Bannister Book House, que probablemente les será familiar, ya que se trata de un enorme conglomerado que engloba a no menos de veinte editoriales, además de imprimir un diario matutino y otras tantas publicaciones en forma de revista. Sin duda el mayor grupo editorial del país, y quizá también de los mayores del mundo.
Entonces yo trabajaba como editor jefe al cargo de dos de las más interesantes líneas editoriales de la compañía, lugar al que había llegado después de pasar por diversas ocupaciones dentro de la misma editorial. Había sido lector de manuscritos, corrector de pruebas, redactor de reseñas, maquetador, y dos o tres ocupaciones más nada resaltables. No diré ahora que mi rápida carrera dentro de Bannister fuera debida sólo a mi posible talento. Lo cierto es que debo reconocer que la amistad que mi padre mantuvo durante décadas con el propietario de la compañía editorial, Ambrus Bannister, fue causa esencial para que el propio Ambrus considerase darme empleo en su compañía. Esto, unido a ciertas cualidades mías que me hacían tal vez idóneo para trabajar en una compañía editorial como aquella, propiciaron que pudiese obtener el empleo.
Ya desde antes de entrar en la universidad, yo leía todo aquello que caía en mis manos. Sabía más de los clásicos literarios norteamericanos y europeos de lo que un chico de mi edad razonablemente debía conocer. Mientras los demás muchachos ejercitaban sus mentes y brazos en peleas y juegos callejeros, en ir al cine o en contar chistes procaces acerca de chicas, yo me encerraba con mis libros y discurría por los excitantes panoramas que mentes privilegiadas habían urdido para (o asi me lo parecía a mí) poner en las vidas grises de los demás humanos una pincelada de color y belleza.
Luego, en la universidad, mis inquietudes literarias se fueron orientando decididamente hacia ese mundillo. Mis amistades con alumnos que albergaban idénticas preocupaciones, los tratos con profesores que aún conservaban ese afán juvenil por los libros, mi curiosidad devoradora por todo aquello que tuviese que ver con lo escrito sobre papel, cristalizaron en varios relatos cortos muy bien recibidos, diversos artículos y ensayos para la revista universitaria, y en una obra teatral que llegó a ser representada y alabada por aquellos que tuvieron oportunidad de presenciarla o leerla. Finalmente, mi tesis acerca de “Las nuevas voces de la literatura norteamericana del siglo XX” fue muy valorada por el jurado. Todo ello hizo que mi nombre tuviera un cierto eco entre los académicos, y yo no era indiferente al hecho de que aquellas personas bienintencionadas esperaban, una vez terminada mi estancia entre los muros universitarios, grandes cosas de mí. Me dejaba querer, y yo mismo pensaba que, dado mi considerable bagaje lector, mis ampliamente adquiridos conocimientos técnicos sobre el medio, y un notable desarrollo del gusto por la belleza del hecho literario, esto haría que, tarde o temprano, pudiera ingresar en esa nómina restringida de autores cuyas obras sobreviven quizá al paso del tiempo.
Tras mi salida de la universidad, y mientras mi mente daba vueltas a cierto germen de novela que me rondaba la cabeza, consideré la posibilidad de varios empleos, sin decidirme por ninguno. Enseguida, el ofrecimiento de Ambrus de un puesto en su compañía, la editorial más importante del país, me despejó las dudas. Era la mejor manera de mantenerme cerca de mis adorados libros, de estar al tanto de las últimas tendencias, de conocer a los nuevos autores, pero también, por ejemplo, de disfrutar en primera línea de las reediciones de clasicos en volúmenes de exquisita factura y acabado. Mis nuevas ocupaciones me llevaban casi todas las horas del día, y mi novela quedó aparcada.
A pesar de haber conseguido mi empleo en Bannister gracias a la amistad de mi padre con Ambrus, creo que serví muy satisfactoriamente a la editorial. Buena parte de mi prestigio en la compañía me lo fui ganando gracias a lo que se llegó a conocer como un olfato especial que poseía a la hora de intuir las posibilidades tanto literarias como económicas que ciertos manuscritos recibidos por la editorial podían albergar. El mismo Ambrus confiaba plenamente en mí, y más de una vez había influído con su voto de calidad en las reuniones del consejo donde se tomaba la decisión final de lanzarse a la publicación o no de tal o cual libro de un autor novel, orientando su postura siempre en el sentido que yo, con mi opinión particular, hubiese sugerido. Y lo cierto es que nunca había tenido que arrepentirse de ello. Un buen número de estos proyectos habían terminado en libros que se habían vendido por millones, traducidos a numerosas lenguas, y que habían ayudado a la editorial a mantenerse como lider y a crecer en un sector que ahora tenía que comenzar a competir con cierta crudeza con otros tan estimulantes como el cine y la televisión. De modo que, si Ambrus me había hecho un favor, yo pensaba que ya se lo había devuelto hacía tiempo, y con intereses.
Así que aquella mañana de hace dieciocho meses en mi despacho, yo me encontraba examinando un par de manuscritos para valorar su posible publicación, al tiempo que supervisaba los últimos detalles de un bello libro de poemas con el que la editorial pensaba crear una nueva referencia de calidad dentro de los libros de esa temática. Hacia las once de la mañana, las primeras horas de trabajo me habían abierto el apetito, y me disponía a hacer un breve descanso para tomarme al menos un café, cuando sonó el teléfono.
—¿Sí?
—Michael, tienes a la espera una llamada. Es del Pacific Bank. ¿Puedes atenderla ahora?— preguntó la voz de Irene, mi secretaria, al otro lado de la línea.
—Claro. Pásamela. Ah, y si eres tan amable, tráeme cuando puedas una taza de café bien cargado, ¿quieres?
—Enseguida. Te paso la llamada.
Sintiéndome de pronto algo perezoso, me recliné hacia atrás en el amplio sillón de cuero negro, y, mientras estiraba hacia arriba los brazos, procuré mantener junto al oído el auricular ayudado por el hombro. Una voz gutural pero amable me sacó de la desgana.
—¿Señor Fowler?
—Sí, soy yo.
—Señor Fowler, buenos días. Discúlpeme que le moleste, pero necesitábamos ponernos en contacto con usted. Soy Phil Lowe, el director de su sucursal del Pacific Bank, en la calle Mercy.
El rostro ancho y la tez rubicunda de Lowe acudieron vagamente a mi mente. Recordaba haber tenido alguna conversación con él en el pasado, acerca de algun crédito que, finalmente, no llegué a solicitar.
—Bien, señor Lowe; dígame en qué puedo ayudarle.
—Verá, señor Fowler...esto es algo incómodo para mí, usted lo comprenderá, pero no tengo otra opción que comentárselo.La situación bien lo merece...—titubeó Lowe, sin decidirse a continuar.
—Señor Lowe, tal vez si me dice de qué se trata, podría serle de ayuda.
—Sí, claro...el caso es que, señor, tengo que comunicarle que, en estos momentos, en su cuenta con nosotros, en fin, tiene usted un...un descubierto de cerca de mil cien dólares. ¿Comprende lo que quiero decirle?
Ahora fui yo el que vaciló. Números rojos. Bueno, no sé de qué me asombraba. Conocía muy bien que sólo podía haber una razón para ese descubierto, y, sin embargo, aún dejaba que me pillara por sorpresa una cosa así.
—Ya. Lo entiendo perfectamente—conseguí articular, en un tono que no excluía cierta sensación de vergüenza e incomodidad, que esperé no fuese demasiado sencillo de advertir por Lowe. Lo cierto es que me daba perfecta cuenta de que él tenía la sartén por el mango, pero no quería dejárselo entrever demasiado fácilmente. Nunca me ha gustado tratar con los bancos, y creo que es algo a lo que nunca me acostumbraré. Siempre parece que son ellos los que dirigen la conversación, y no te quitas de encima la sensación de que proyectan sobre ti una falsa condescendencia, como si te estuviesen haciendo un favor, a ti, pobre desgraciado, que acudes a ellos para ponerte en sus manos.
—Siento de veras tener que comunicárselo de esta forma, señor Fowler. Por supuesto, ya sabe que es usted un cliente muy querido por nuestra oficina, y que el banco se hará cargo temporalmente de cualquier problema de esta índole, pero hemos pensado que debía saberlo usted cuanto antes para que...bien, en fin, tomase las medidas necesarias para...ya sabe, corregir la situación.
Noté cómo un controlado enojo comenzaba a subirme por todo el cuerpo, mientras el banquero desgranaba su retahíla de excusas y melifluas recomendaciones.
—Comprendo muy bien todo lo que usted dice, señor Lowe. Y le aseguro que más siento yo todo este asunto. Escuche, ¿puede decirme de qué fecha es el descubierto?
—La fecha es de ayer mismo. Hacia las doce del mediodía se realizó un reintegro de dos mil quinientos dólares, con lo que su cuenta quedó con un saldo negativo de mil setenta y dos dólares. Normalmente, no realizamos este tipo de, digamos, favores, pero ya le reitero que, tratándose de un cliente tan apreciado como usted, podemos hacer estas excepciones de...cubrir algun descubierto. Yo lo autoricé personalmente, cuando me fue comunicado por el cajero, y estuve encantado, naturalmente, de servir de ayuda a su encantadora esposa. Pero, como es fácil de comprender, se trata de algo que sólo podemos hacer de manera muy puntual y por brevísimo plazo de tiempo.
Mi encantadora esposa, que gastaba un dinero que no teníamos, y me ponía en el aprieto de tener que soportar las explicaciones de Lowe y de tener, además, que darle la razón.
—Naturalmente, señor Lowe—podía notar ese tipo de orgullo estirado formando como una pajarita pulcra en el cuello del señor Lowe, un banquero tan justo y comprensivo.— Le gradezco mucho su llamada, y le aseguro que, probablemente hoy mismo, tendré cubierto de nuevo el saldo de la cuenta.
—Eso sería magnífico, señor Fowler. Así nos evitaríamos cualquier tipo de...en fin, de dificultad añadida.
—Gracias entonces. Tendrá noticias mías en breve.
—Gracias a usted por dedicarme su tiempo, señor Fowler, y por su amabilidad y comprensión.
Colgué, casi dejándole con la palabra en la boca. Estaba ya un poco harto de su remilgada cortesía y sus suaves pero amenazadoras maneras de hombre de banca. Me quedé con la mano sobre el auricular, mirando sin ver, pensando nebulosamente, sintiéndome de pronto tremendamente cansado y sin ganas de nada.
Madeleine. ¿Qué sería esta vez? ¿Imprevistos gastos del exclusivo club de tenis? ¿Una renovada decoración para la casa o para el jardín? ¿Facturas exorbitantes del club de hípica, de los cuidadores de su caballo, o tal vez flamantes y caros vestidos que ponerse en las fiestas a las que acudía con implacable asiduidad? ¿Acaso un nuevo, costoso y largo viaje por Europa con su amiga Velma?
Mi enojo se iba convirtiendo en ira a medida que era consciente del pesado lastre en que Madeleine había ido convirtiendo el transcurrir de mis días. Casi sin darme cuenta de lo que hacía, así el teléfono con fuerza, lo alcé y lo apreté hasta que mi mano casi se quedó blanca, sin circulación, y no faltó mucho para que lo estrellase contra la pared. Afortunadamente, en aquel momento, se abrió la puerta de mi despacho y entró Irene, sujetando un platillo y una taza blanca entre sus manos, de la que emanaba un delicioso olor a café recién hecho. Al verme con el teléfono en la mano, sujetándolo en el aire, se detuvo un instante, arqueó un poco las cejas, y una leve sonrisa le iluminó el rostro.
—Caramba, Michael, ¿Qué haces? ¿Inventando un nuevo deporte, o algo así?
Mientras Irene se acercaba a mi mesa y depositaba con cuidado la taza y el plato, emití un suspiro, bajé el teléfono y lo devolví a su lugar entre las carpetas, libros y folios que llenaban mi mesa de trabajo.
—No es nada, Irene...cosas mías. Me...ayuda a pensar.
—Pues cualquiera diría que ibas a lanzar el teléfono contra el suelo. Bueno, tómate el café antes de que pierda el calor. Luego, si tienes un rato, estaría bien que terminases de dictarme esas dos cartas que teníamos pendientes.
—Claro, déjame que termine un par de cosas que quiero dejar aclaradas y nos quitamos esas cartas de encima, ¿vale?
—Perfecto. Hasta ahora, entonces.
Antes de que Irene saliera y cerrase la puerta, me encontré contemplándola concentradamente durante unos segundos, y me resultó inevitable admirar, como hacía últimamente, sus hermosos contornos, el gracioso andar, su fácil desenvoltura y esa sinceridad de movimientos, llenos de frescura y naturalidad a la hora de mirar y hablar, que tanto me habían dado qué pensar desde hacía un tiempo
Inevitable me resultaba ver con aquellos ojos a Irene, como inevitable me resultaba ver a Madeleine desde la perspectiva inquietante en que la veía ahora. Cómo de diferentes podían ser ambas mujeres, y cómo de equivocado había yo llegado a estar respecto a mis sentimientos por mi esposa Madeleine.
Madeleine. Déjenme que les hable ahora un momento acerca de Madeleine.
Había sido en la fiesta de navidad organizada por la editorial, tras unos años de estancia en ella, cuando conocí a Madeleine. Era la hija de un buen amigo de los Bannister, y fue el mismo Ambrus quien me la presentó. Puedo decir, ahora con gran sonrojo visto lo sucedido después, que, tras echarle la primera mirada, no tuve ojos para nadie más en aquella fiesta. No fui el único, desde luego. Su figura esbelta y rotunda, con aquella melena rubia ondulante, enmarcando un óvalo de cara dolorosamente perfecto, de pómulos altos y cincelados con decisión, y labios delineados con deleite, a lo que había que añadir aquellos océanos color esmeralda que tenía por ojos, no podía dejar indiferente a nadie. Así que, cuando comprobé que ella también se fijaba en mí, que no sólo me prestaba una convencional atención sino que parecía buscar mi compañía por entre los invitados, algun cable dentro de mí hizo cortocircuito y ya no fui, durante la velada, más que un simple muñeco en sus manos. Resulta desconcertante lo que la belleza femenina puede conseguir en los hombres. Puede arrasarlos por completo, triturar su voluntad, destruír sus vidas e incluso causar estragos en su salud anímica. Y yo no fui ajeno a todo ello durante aquella fatal fiesta en la que conocí a Madeleine.
Luego supe que, aquella misma noche, alguien le había dicho que yo era el editor más joven y con mayor proyección que había en la editorial. Un joven talentoso, escritor en ciernes, favorito del viejo Ambrus, y con un porvenir maravilloso por delante. Claro que quizás exagerasen un poco, pero, en cualquier caso, ello no hizo sino aumentar infantilmente mi ego, supongo, y hacerme mirar un tanto por encima del hombro a todos aquellos infelices que no tenían la suerte de haber conquistado a tal belleza. Cautivado por su hermosura y su magnetismo, no tardé en concretar una nueva cita con ella al día siguiente. Entonces, casi sin preámbulos, conocí su cuerpo; sin disimulos, sin reservas, se dio por entero. Ella era así, y yo no quise ver entonces que si había sido todo tan fácil y repentino conmigo, sin duda lo habría sido también con otros hombres a quienes ella había conocido antes. Pero yo estaba chiflado por ella, por su risa alocada, por el olor de su piel, por la fuerza y el descaro con que afrontaba y perseguía sus deseos, y, me doy cuenta ahora, no podía pensar con claridad.
En medio de un tórrido idilio, en el que todo parecía maravilloso, contrajimos matrimonio tan sólo un mes más tarde.
Luego...todo cambió.
Apenas cerca de dos años después, la mujer que yo había creído amar en un principio, se fue descubriendo como una criatura voluble, caprichosa y hostil, tanto que nuestro matrimonio naufragaba en todos sus aspectos y convertía mi día a día, y los retornos a casa tras el trabajo, en un auténtico sufrimiento. Madeleine, luego de ese fugaz noviazgo en el que nada hacía pensar que la situación degeneraría de tal manera, se había revelado como una persona de carácter infantil, irritable, despótico a veces, que parecía soportar únicamente mi presencia por mi posición y mi nivel económico. Mi vida se iba hundiendo en el caos y la amargura, y lo único que yo podía hacer era dejar que, al menos, todo ello no repercutiera negativamente en el trabajo, al que seguía dedicándome con toda mi voluntad, en la esperanza de que ello me mantendría a flote.
Pensé en todo ello cuando Irene salió del despacho, y mientras saboreaba el café humeante que ella me había traído, conseguí que mi cabeza volviese lentamente a pensamientos más prácticos. El descubierto. Tenía que hacer algo al respecto. Era una situación difícil. Afortunadamente, nadie, excepto el señor Lowe y quizás algun empleado de la sucursal, conocían mi situación, de modo que tenía un margen para arreglarlo todo y dejarlo como estaba. No deseaba que este asunto de los números rojos trascendiera a nadie más. Bastante problemático era llevarlo así, entre bambalinas, como para tener que soportar preguntas y miradas de reojo entre los demás compañeros de la editorial. Por no mencionar al propio Ambrus, quien seguramente se extrañaría bastante al saber que uno de sus empleados más cuidados, a quien gratificaba con un sueldo más que considerable, tenía dificultades para mantener sus finanzas equilibradas.
Degusté el último sorbo del café, relamiéndome de gusto por el poso empalagoso del azúcar, y cogí el auricular del teléfono. Marqué una extensión.
—¿Sí?
La voz de Bill Graham, el jefe de personal de la editorial, sonaba agradable y tranquila.
—Bill, soy Michael.
—¡Michael! Sí, dime...
—Oye, necesito...un favor. Necesitaría que me consiguieses un adelanto del sueldo.
Hubo un silencio que se me hizo más prolongado de lo normal.
—¿Un adelanto..? Bien, Michael, pero, no sé si...
—No es mucho, Bill, tan sólo unos ochocientos dólares—recordé que tenía algo de dinero guardado en casa, y no quería pedir sino lo mínimo— Me lo puedes ir quitando del sueldo en los próximos meses. En dos o tres pagos estaremos en paz.
—Lo sé, Michael, lo sé...Es sólo que...bueno, ya es el segundo adelanto que me pides en poco tiempo...¿Tienes algun problema..? No sé, ¿deudas de juego, carreras de caballos o algo así?
—No, no es nada de eso...Sólo unos gastos médicos imprevistos, Bill— mentí.
—Caramba, muchacho, espero que no sea nada. ¿Está bien Madeleine?
—Sí, ella está bien, Bill. No es nada de lo que preocuparse, pero ya sabes, estos médicos, no descansan a la hora de hacerte pruebas y más pruebas, y luego la factura se alarga como la de un restaurante en una boda.
—Sí, tienes razón, Michael —rió Bill— De acuerdo, muchacho, pero, mira, la decisión sobre tu adelanto...bien, yo la tomo, y la asumo, por eso no hay problema; pero tendrá que llegar a oídos del superjefe, ¿vale? Tenemos la obligación, en el caso de reiterados adelantos a los empleados, de comunicárselo al gran padre. Ya sabes cómo se preocupa por el bienestar de todos sus polluelos.
—Sí...Bill, De acuerdo. Dime, ¿Cuándo crees que podrás..?
—¿Tenerlo preparado? No te preocupes, tendrás el cheque sobre tu mesa esta misma mañana, al mediodía a más tardar.
—Gracias, Bill, realmente lo necesito cuanto antes.
—Sin problemas, muchacho. Y, oye, dale recuerdos a Madeleine, ¿quieres? Por cierto, que hace tiempo que no quedamos para tomar unas copas. Mi mujer también os echa de menos, ya sabes cómo os aprecia. Tal vez podríamos quedar una noche de éstas, si os viene bien.
—Sí, claro, Bill. Lo consultaré con Madeleine y lo hablamos. Hasta luego, entonces.
—Adios, muchacho. Y cuídate.
Bien, al menos, aquel asunto parecía momentáneamente arreglado. Claro que aquello no era sino una pequeña batalla en medio de una campaña enormemente penosa. Si no conseguía hacer entrar en razón a Madeleine, complicaciones como aquella se repetirían de nuevo, y no siempre podría contar con tener a mano a Bill para que me las sacase de encima. Tenía que hacer algo, y pronto. Pero sabía bien lo difícil que era tratar con Madeleine, conocía sus miradas despectivas y frías cuando le mencionaba el tema económico, y casi temía o me hastiaba volver a plantearle la cuestión.
Inmerso en un mar de dudas, apreté el interruptor del comunicador interno, y pedí a Irene que entrase para dictarle las cartas.