ISAN JUAN1Islote de La Graciosa - 23 de junio de 1946Hacia Famara cabeceaba una barca con un cristalino azul sobre ella. A su alrededor, ingentes riscos, agua salada y arena. Allá en la orilla, casas blancas, calles de tierra, volcanes e infinidad de piedras. Hasta allí no habían llegado los coches ni el humo que estos echaban. Solo falúas, barquitos, bicicletas y algún burro con su carro. Islotes a la vera de la quemada Lanzarote. El Río, una franja de océano entre ellos, lamía al gran acantilado de Famara mientras trazaba el horizonte.Iriome había nacido en aquellos escasos treinta kilómetros cuadrados conformados por mar, playa y roca volcánica. Vivía en el pueblo de Pedro Barba, en el norte de La Graciosa, y ahora que estaba terminando junio, pasaba los días de playa en playa: Lambra, Las Conchas, La Francesa o La Cocina. Y la que más le gustaba era la Playa de la Cocina porque se cobijaba bajo Montaña Amarilla, viejo volcán que no se parecía a otros volcanes de las islas. Tan viejo, que no estaba pintado de rojo ni de negro. El nombre que tenía le venía al dedo. —¡Iri, es hora de volver a Caleta!—¡Sí, abuela!Y allí regresaban a Caleta de Sebo con un balde lleno de pequeñas conchitas. Hoy, a diferencia de otros días, lo hacían mirando la forma en que una columna de humo empañaba la isla grande que se levantaba frente a ellos: Lanzarote con su risco se velaba al soco de la tarde.—¿Qué es ese humo, Lloya?—Hoy es víspera de San Juan.—¿Y qué?—Pues que así se celebra cada veintitrés de junio. La gente enciende hogueras y brinca encima de ellas. Aunque a mí me gusta más entrar en el mar y saltar las olas de espalda. El resto del camino, Iriome no apartó la vista de un acantilado por el que sentía sumo respeto; un acantilado que, si no llega a ser por el mar que había en medio, pisotearía a La Graciosa entera. Por si fuera poco, hoy daba una sensación más terrorífica porque las hogueras que lo quemaban eran una suerte de delirio. Una vez llegaran a Caleta de Sebo, esperarían por papá y marcharían a su casa en Pedro Barba. Y mañana visitaría con la abuela el otro lado de la isla. Primero, hacia Playa Baja del Ganado para ver un rato Montaña Clara. Luego pondrían rumbo a Lambra y Los Arcos para coger conchas de nuevo, revolviendo toda aquella arena rodeada de gigantes rocas negras. Pero eso sería mañana. Hoy tocaba volver a un hogar plantado sobre una tranquilita calle cubierta de arena donde los vecinos se sentaban en la tardecita a ver cómo pasaba el tiempo. Una vivienda muy blanca, de puertas y ventanas muy azules, tanto como el lugar donde se iba a dar el último baño del día. Lo rifaría entre Caleta de Sebo y Pedro Barba.—Hola Iriome. ¿Te lo has pasado bien?—¡Papá! ¡Muy bien! —¿Cómo ha ido el día, Miguel? —Regular, madre.2Susana lo había abandonado hacía poco más de un año. Un extranjero que apareció un buen día por Caleta de Sebo la cegó y, sin darse cuenta siquiera, la embutió en una maldita pasión. Entonces, el cielo añil que techaba la isla se ensombreció quedando tan negro como los acantilados al otro lado de El Río. Tanto amor que le profesaba, tanto que quería formar una familia, y allí lo dejó con un angelito de muy pocos años. Una criatura a la que le gustaba correr por los pedregosos caminos dejándose llevar por el viento; la misma que solía dormirse con el canto de las pardelas. Tanto Miguel como Iriome habían venido al mundo en La Graciosa. Un sitio pequeño, pero suficientemente grande para ser felices una vida entera. Sin embargo, de un momento para otro, esto dejó de ser bastante para Susana. Ella procedía de una isla muchísimo más grande y, al principio, lejos de la vorágine en que se estaba convirtiendo Santa Cruz de Tenerife, el lugar le supuso un remanso de paz. Pero, un día, un forastero alto y rubio le guiñó un ojo desde uno de tantos veleros. Ello provocó que a La Graciosa le aparecieran un buen puñado de defectos, dígase problemas de transporte, problemas de espacio y, el peor de todos, problemas para estirar las piernas. O lo que es lo mismo, la pequeña isla le quedó pequeña. De repente, allí solo había cabida para mocosos que se entretenían tirando piedras, y viejos adormecidos ante la monotonía que tenía tocada la islilla por sombrero. Aquel descolorido diablo vino, y su esposa se encandiló con su estela. Ni marido ni hogar ni descendencia. Lo que en un principio era una idílica casita sobre una ensenada de arena, se convirtió en un lugar maldito, mitad pedregoso mitad enarenado; un lugar que te hacía acumular tensión en músculos y nervios, e imprimía en el ánimo el desconsuelo que daba el interés por la absoluta nada. —Le he prometido a Iriome que mañana iremos a Playa Lambra —indicó Lloya sin mencionar Los Arcos ni Playa Baja del Ganado.—Madre, ya le dicho que no me gusta esa playa.Playa Lambra solo quedaba a unos dos kilómetros de Pedro Barba. Y no es que le disgustara por ser más de medio kilómetro de arena donde el mar se batía con furia y la corriente te arrastraba. Tampoco le tenía inquina porque allí, bajo un puente de roca, existiera un terrorífico hervidero que pulverizaría a cualquiera que osara caer en sus garras. Lo que realmente le molestaba de esa playa era que fue en ella donde se dio cuenta de que había perdido a su esposa. Sobre esa arena rubia, otro abrazaba y besaba a Susana mientras una luz muy grande se le encendía. Ese día, el pequeño territorio de La Graciosa se hizo visible ante el resto del planeta. De una manera cruel, aquella playa le sopló que el amor de su mujer se había ido diluyendo mientras él creía estar encerrado en una existencia perfecta. En Playa Lambra, ella lo miró distinto, y él se dio cuenta de que acababa de pasar su tiempo. Ahora ya no estaba. Había preferido perderse todos esos momentos maravillosos que el fruto de su vientre iba a ofrecerle.—Solo pasearemos. No pisará el agua, Miguel. Después tiramos para Las Conchas —miró a Iriome y, acto seguido, le guiñó un ojo en señal de triunfo porque su padre no había pronunciado un rotundo no—. Solo Iriome, Montaña Clara y la abuela. ¡Ah!, y el mar y el cielo.—¡Y los perenquenes y las lapas, abuela!Enfilando Las Agujas, tiraron para Pedro Barba por la Montaña del Mojón. Montados en el carro, siempre a la vera de El Rio y acompañados por toda una retahíla de huertillos que alegraban con su verde el paisaje. Y debido a un sol que pintarrajeaba de rojo el humo proveniente del Risco de Famara, daba la impresión de que la proa de Lanzarote acariciaba la muerte a manos de cientos hogueras. Una muerte punzante y eterna. Una agonía similar a la que vivía Miguel desde que Susana lo dejó; un Miguel devastado al que, de continuo, se le escapaban las lágrimas. Allá a lo lejos, tocado con un sombrero, un paisano venía caminando. Al llegar a la altura de ellos, quitándoselo, los saludó.—Buenas tardes. ¿Queda mucho para Caleta de Sebo?—Buenas tardes. Unos dos kilómetros. —Vaya —miró sus desmigajadas alpargatas mientras se rascaba la ondulada cabellera roja.—Si me alcanza, le doy unas pesetas.—No puedo, señor. Vengo de vuelta. —Le compro toda la pesca —señaló el par de meros y las langostas.—No está a la venta. Lo siento.Siguieron el camino, quedando aquel hombre allí plantado. No les dirigió una mirada enfadada, pero sí inquietante. Iriome levantó la mano y le dijo adiós mientras Miguel le echaba un último vistazo. Entonces, le pareció que no era una persona. Más bien se trataba de una de aquellas lejanas llamas de la isla grande; una llama avispada que había saltado para este lado sin que el mar consiguiera apagarla. —No quiero que vayan a Lambra —zanjó con rotundidad alzando los ojos al cielo como si el viento le hubiese soplado que esa playa estaba maldita.—¿Por qué?—Porque es muy solitaria y hay gente rara merodeando por todos lados. No quiero que Iriome esté por allá—Miguel, ¿qué quiere decir rara?—Rara.Una nube desprendida del Macizo de Famara empezó a cruzar El Río emprendiendo una chiflada galopada hacia ellos. Al llegar sobre sus cabezas, Miguel pudo observar que apagaba la intensidad de los colores de La Graciosa. El mar, las piedras, el suelo y los volcanes. Fue unos segundos. De inmediato, todo volvió a encenderse mientras la nube desaparecía rumbo al Roque del Oeste, el del Infierno. Entonces, dos halcones los sobrevolaron patrullando la línea de costa. De repente, uno de ellos cayó en picado, para luego hacer un vuelo rasante. Ello provocó que un pobre zarcero saliera en desbandada. Sin la más mínima oportunidad de escape, aquel que había quedado arriba le dio muerte en el acto. —Qué estrecha es la línea que separa la vida de la muerte —murmuró Miguel con un mal auspicio cruzando el cielo de su cabeza.Y volvió a mirar hacia el camino que dejaban atrás, al mismo por el que aún debía andar ese que le ofreció unas pesetas. Sin embargo, del pelirrojo no quedaba ni el resuello. Solo un pasaje desnudo, dos halcones de Eleonora junto a un zarcero en la distancia, muchas aulagas calvas y una tarde anestesiada por el humo de las hogueras. Sin duda, tiempo hacía que Miguel tenía su particular nube encima, una que no era pasajera porque se había echado a dormir sobre él, llenándolo de sombras que apagaban los colores de su vida. Allá al fondo, enmarcado por un virgen paisaje natural, el asentamiento pesquero de Pedro Barba se anunció con sus huertillos verdes, sus casas blancas, sus puertas azules y un formidable macizo montañoso. De toda la vida, el Risco de Famara había pintado el horizonte de un turbio negro. Sin embargo, en esta víspera de San Juan, ya se estaba cociendo una tragedia con un color muy distinto.3Acompañados de los aullidos de un viento que azotaba con fuerza el oriente de las Canarias, cenaron en silencio. Bien entrada la tarde, sobre ellos había empezado a caer una vendimia de arena del Sáhara. Cualquiera diría que no tenían suficiente con los millones de granos que poblaban las islas. Para colmo de males, a ello había que unir el humo. En el más opresivo de los silencios, hasta los grillos parecían confundidos.—¿Por qué no se queda esta noche, madre? Puede dormir en el cuarto de Iriome.—¡Sí! Yo quiero.—No puede ser, cariño. Tengo un barreño de ropa esperándome en casa, y las gallinas estarán muertas de hambre. Mañana me viene mejor. Cuando volvamos de Lambra.—Ya le he dicho que no.—Una vuelta, Miguel.—No.—Con el día lo hablamos con más calma —zanjó arremangándose hasta los codos la blusa, dando un beso en la frente a ambos.Lloya marchó a eso de las ocho. Vivía tres casitas más arriba, y allí todos se conocían. Iriome y Miguel quedaron en la soledad de la joven noche. Iriome, jugando con las caracolas recolectadas en la jornada. Miguel, mirando entre las brumas de una existencia marcada por el abandono al soslaire de la palabra “adulterio”. A todas horas, hundido en funestos presentimientos.424 de junio de 1946Cuando Iriome lo vio, no habían dado las tres de la madrugada. No supo lo que vio, pero lo vio. Una especie de espantajo coloreado sobre una mueca malvada. Entonces, cerró los ojos e intentó recordar lo que papá le decía cada vez que tenía una pesadilla. Y es que después de la marcha de una madre cuyo rostro apenas lograba bosquejar, los sueños malos no permitían su descanso. Había uno que se repetía casi cada noche. Soñaba que intentaba salvar un camino de arena que apenas le dejaba coger para lado alguno. Los pies hundidos en ella, y muchos grillos saltando de acá para allá. Todo sumido en una oscuridad donde grandes rocas de lava se convertían en dilatadas presencias que se frotaban las unas contras las otras en una procesión hacia al mar.—Solo son pesadillas, Iri. Cuando tengas una, intenta tranquilizarte mientras piensas que no es verdad. Estás en casa con papá.Volvió a mirar hacia el hueco donde aquel espanto estaba parado, pero allí había la absoluta nada. Solo una gran quietud descendiendo del techo, envuelto todo en la oscuridad que siempre antecedía al nuevo día; uno al que aún le faltaban unas cuantas horas para llegar. La única luz que iluminaba la casa provenía de una vela medio consumida que proyectaba palpitantes imágenes sobre la pared. Iriome se levantó y caminó lentamente hacia la ventana. Abriendo una de sus puertillas, tras el cristal intuyó el tintineo de las hogueras. De improviso, un ruido a su espalda le indicó que había alguien más entre aquellas paredes blancas, y que bajo el ahumado techo del que colgaba una telaraña, otra araña estaba tejiendo su tela. Entonces, con el alma desalada, corrió hacia la habitación de su padre y, justo en el momento en que alcanzó la puerta, lo volvió a ver. Lo peor, que ahora sí estaba bien despierto y con los ojos muy abiertos; unos ojos, los suyos, que quedaron clavados en el lugar donde estaba plantado alguien con la cabeza embozada en un mejunje rojo; una bestia que sonrió de lado a lado mientras le mostraba una afilada dentadura.—¿A cuánto queda Caleta de Sebo?—No sé —empezó a llorar.—Es que se me rompieron las alpargatas. —¡Papá!5Pedro Barba y Caleta de Sebo eran dos asentamientos pesqueros. Dos lugares tranquilos dentro de una isla sumida en el sopor que daba ser demasiado pequeña. Y es que toda La Graciosa se presentaba como un sitio sereno. Sin embargo, cierto era que, día tras día, aumentaba la arribada de personas a su costa. Toda una suerte de desconocidos, dícese que en busca de paz y sosiego, que arrastraban sus pies tierra adentro, dejándose caer hacia atrás en un acto de sagrado bautismo con el que parecían querer despojarse de todo el ajetreo de su existencia. Situada al norte de Lanzarote, mirándose de tú a tú con los municipios lanzaroteños de Haría y Teguise, y separada por un brazo de mar al que llamaban El Río, La Graciosa presumía de ser un territorio embutido en dos archipiélagos: el primero, el que conformaba con las siete islas más grandes; el segundo, el que compartía con sus cuatro inseparables islotes. Archipiélagos Canario y Chinijo. Y bajo el mismo cielo que sus hermanas, se presentaba como un manchurrón conformado por estrechos senderos que subían y bajaban. Un lugar al que no le sobraba la vegetación, pero que sonreía vanagloriándose del gran banco de pesca que eran sus limpias aguas. Un magnífico caldo canario al que, en la madrugada de San Juan de 1946, algún malnacido dio un buen hervor. Nadie se enteró de la hora exacta en que sucedieron los hechos ni qué los desencadenó. Todo saltó por los aires en el momento en que unos gritos de desesperación soliviantaron el tranquilo despertar de los vecinos de Pedro Barba. Unos chillidos que hicieron enfilar a Paca Méndez hacia la vivienda que estaba frente a la suya, la misma que había corrido de boca en boca después de que una descerebrada de nombre Susana la abandonara, decían las malas lenguas, que para perseguir a un hombre que no era su marido.—¡Miguel! —gritó en el patio intentando ver algo tras la puerta medio abierta de la casa—. ¡Voy a entrar, Miguel!Lo siguiente que recordaba Paca fue que abría los ojos y estaba acostada en su propia cama. Su hija la abanicaba mientras le ofrecía una taza de tila. Hizo memoria, y poco tardó en tener bandejas colmadas para lo que le quedaba de vida. Y es que, cuando entró en aquella casa, no fue a Miguel a quien vio. Ni siquiera percibió movimiento alguno. Allí, tirado en el suelo, simplemente distinguió un bulto que abrazaba a otro bulto. Dos bultos en el más sonoro de los silencios, como si absolutamente todo se diera por hablado después de tan ingente grito. Y solo cuando resbaló con ella, se percató del mejunje que alfombraba las losas del piso. Aquí y allá, sangre y más sangre, tal se hubiese escobado la casa con ella. Ni lloro ni jadeo ni súplica. Lo único, una desdichada mujer abrazando el cuerpo inerte de su hijo.En el cementerio de La Graciosa, quedó la tumba de Miguel Neira Lantigua. Asesinado en su propio hogar cuando apenas contaba veinticuatro años. Un cementerio que casi estrenó porque era de reciente construcción. Antes de eso, para ir a dar con los huesos a Haría en Lanzarote, se subía el Risco de Famara con el ataúd a cuestas. Por aquel entonces no se sabía si la gente lloraba por la pena del difunto o por la penuria de trepar tremendo peñón. Sin embargo, ahora no tocó, y las gentes se dirigieron al nuevo camposanto. Todo porque, con el objeto de matar y llevarse lo más preciado, alguien se metió en una casa de Pedro Barba. Un malnacido que no dudó en apuñalar salvajemente a un joven padre al que cogió desprevenido. Una noche de cielo turbio, fresca para estar a finales de junio, en la que la luna parecía un sol apagado por tanta calima y tanto humo; una noche silenciosa donde una cruz, una de esas tan torcidas que poblaban el mundo, se llevó lo más grande y sagrado que tenía el ser humano. Una nube roja que robó la estrella más chica de Pedro Barba mientras el pueblo dormía tras los muros que cercaban los patios de sus casas. Un monstruo encarnado que dejó una habitación vacía en la que había una cama con su cuna; una cuna que ya no se utilizaba, pero que servía de barrera para que quien se acostaba en la cama no terminara en el suelo tras una de sus recurrentes pesadillas. También tenía su mesita de noche, su comodín y su mecedora. A partir de tan terrible noche, todo quedó tiznado del color del abandono al que lo sometía la desaparición de una criatura tan chiquita. Sin duda, un cruel destino el de Iriome Neira Heredia.