1
Érase una vez
La nieve caía blanca, ligera y suave. Conforme descendía en picado a ras de las nubes, el ambiente fue tornándose cada vez más frío. Los copos aterrizaban en la superficie junto con un débil impacto y poco a poco acabaron cubriendo el asfalto de una ciudad durmiente, Minota. Nadie salía a la calle, ni tan siquiera se asomaban a las ventanas. Hacía años que no nevaba de esa manera.
En esos momentos, únicamente me hacía compañía el reflejo de mi propia sombra, dibujada en el tabique gris del orfanato en el que me internaron con apenas unos meses, House Milk. Quizá aquella nevada fuese la señal que predijese el fin de mi estancia en aquella horrible institución, y finalmente una mamá y un papá me llevarían consigo al que sería por siempre mi hogar, ¡lo deseaba con todas mis fuerzas!
El viento procedente del este trajo consigo un pesado aroma a tierra mojada, que despeinó de por sí, mi ya encrespada cabellera, y la hermana Casandra nos llamó a los niños y niñas que jugábamos en el patio, apurándonos a entrar antes de que enfermásemos de una pulmonía. Con la suerte de mi lado, me escondí tras el pequeño santuario donde las hermanas oraban al alba, aguardando la oportunidad de poder escalar el muro que rodeaba el orfanato, solo así podría salir afuera a jugar, ¡a jugar con total libertad!
Los demás entraron en fila india al interior del edificio, entre risas y gritos de euforia, y la hermana Casandra echó un rápido vistazo al patio antes de cerrar la puerta.
La señal perfecta.
Sin más preámbulos, eché a correr hasta un punto en el que el muro tenía una pequeña abertura oculta tras unos arbustos, logrando deslizar mi cuerpo por él sin demasiadas complicaciones.
Una vez en el exterior, continué la carrera en dirección a un parque infantil que se hallaba a unos metros del orfanato. Rara vez las hermanas nos dejaban jugar allí, solo si se presentaban fechas especiales como la Navidad o el cumpleaños de alguno de los niños. Parecía un sueño hecho realidad. El parque era para mí y no tendría que hacer cola o, mucho menos, huir ante un grupo de niños abusones. Me tiré por el tobogán, una e incluso diez veces, me columpié, imaginando que montaba un avión y sobrevolaba los altos escarpes de las montañas, e incluso hice un enorme muñeco de nieve al que llamé Sonrisitas.
Pero entonces… ocurrió.
De pronto, la temperatura descendió bruscamente, dándome la sensación de estar en el polo norte y el sueño en el que me había ensimismado se quebró en mil pedazos, volviendo a reagruparse con la forma de una horrible pesadilla. Me envolví con los brazos, como si de ese modo pudiese protegerme de cualquier peligro oculto, y temblé.
El sonido metálico del columpio al balancearse resultó sobrecogedor y eso no fue lo peor… las luces de las farolas centellearon repetidamente hasta fundirse casi todas y las bombillas del resto estallaron. La otra mitad restante estalló en mil pedacitos, inundando la ciudad de una efímera y brillante lluvia de cristales. La única iluminación que perduró fue la de la luna y las estrellas, que brillaban tranquilamente a través de un hueco entre las nubes, ajenas e indiferentes a cuanto ocurría abajo. Pese a todo, seguía nevando.
Solté un grito y, acto seguido, me refugié bajo la casita colorida del parque, temblando de miedo. Algo no iba bien, incluso la propia tierra temblaba bajo mi cuerpo. Con temor, dirigí la vista al frente, escudriñando a través de la tenue penumbra e intentando averiguar cuál era la verdadera causa de lo que estaba ocurriendo.
¡PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII!
La bocina de un auto resonó con estrépito conforme atravesaba la carretera en zigzag, levantando gravilla en su alocada carrera. Vi en él una esperanza a la que poder aferrarme, sin embargo, ésta se esfumó en el preciso instante en que el auto se estrelló contra una tienda de artículos informáticos, llevándose por delante el escaparate y aplastando las televisiones de plasma que se habían expuesto a la vista de los transeúntes.
¿Qué está pasando? ¿Por qué todo se ha vuelto tan oscuro y frío? ¿Quizás esté soñando y no sea más que un mal sueño? Ojalá que sí…
Lo mejor sería permanecer quieta en mi escondite hasta que las cosas volvieran a ser las de antes. Sí, era un buen plan.
Aunque quizás podría haber alguien en ese coche que necesitase ser socorrido… Tragué saliva y me levanté con lentitud, como si temiese que cualquier paso en falso desencadenase más desastres aún, y entre torpes tambaleos marché hacia el automóvil.
Oh, Dios mío…
Una vez me acerqué, pude comprobar que apenas quedaba constancia de éste, parecía un escarabajo de hierro completamente encogido y el humo que desprendía era tan denso que me impidió saber si en verdad había alguien atrapado allí dentro.
Alcé la voz… y nadie contestó.
Es imposible, nadie puede sobrevivir a eso, pensé con pavor.
Regresé sobre mis pasos hasta tropezar contra un bordillo y perdí el equilibrio, entonces caí de espaldas y el auto explotó. El fuego fue tan impetuoso que eclipsó el mismísimo cielo, ni siquiera la propia nieve logró domarle. No sabría decir por cuánto tiempo permanecí allí parada, contemplando la escena, cuando lo que parecía ser una silueta, de aspecto lechoso y resplandeciente, se asomó colina abajo. Parpadeé confusa, creyendo que se trataba de una alucinación mía. Era una sombra gigantesca, de brazos lánguidos y dos fisuras rojizas y brillantes, de igual color a las de un reptil, parecían ser sus ojos… Aturdida, me pellizqué ambas mejillas. Sin embargo… continué atrapada en el mismo lugar y la sombra se acercó a mi posición.
¡Despierta! ¡Despierta, despierta, por favor!
La criatura clavó sus ojos en mí, cuan dardos venenosos, y tuvo que acelerar la marcha cuando eche a correr. El suelo se estremecía con cada uno de sus pesados movimientos. Chillé rogando auxilio, moviendo los brazos. ¿Es que la ciudad entera estaba drogada a base de somníferos? Quizás, si pudiese regresar al orfanato… Pero con aquella sombra pisándome los talones podría poner en peligro al resto de mis compañeros.
Al cabo de unos minutos sentí un dolor punzante en el abdomen, sabiendo que no podría continuar corriendo mucho más tiempo, y tras no obtener tregua alguna por parte de la sombra, opté por esconderme bajo un automóvil amarillo.
Pasa de largo, yo no estoy aquí. ¡Desaparece para siempre!
Me tapé la boca con ambas manos para ahogar el agitado sonido de mi respiración. La sombra, astuta, no cayó en la trampa e hizo volar lejos el automóvil tras arrearle un manotazo, para tenerme nuevamente en su punto de mira. Tragué saliva o al menos eso pretendí, pues mi boca estaba tan seca como si tuviera arena del desierto.
¿Qué había hecho yo para merecer algo así?, ¿qué era esa sombra infernal y por qué no cesaba en su intento de perseguirme?
Ésta mantuvo el brazo en alto y eso solo podía significar una cosa, había llegado mi hora. Temblé de arriba abajo al ver acercárseme aquel brazo negro, que terminaba en unas garras similares a las de un tiranosaurio. Al estar tan próximos pude captar el olor a ceniza y putrefacción que la sombra despedía. Era agotadoramente repulsivo.
No, por favor… Soy una niña…
Casi podía sentir sus garras ciñéndose en mi cuello…
Daría cualquier cosa, la que fuera, por salir sana y salva de esto... ¡Cualquier cosa!, chilló mi cabeza ante la desesperación que me consumía.
¡PAAAAAAAAAAAAAAM!
Un sonido silbante se propagó por cada rincón de la ciudad con eco ensordecedor, y un cuerpo sólido, que misteriosamente apareció de la nada, se presentó frente a mí. El brazo de la sombra se quedó congelado en el aire, como si reconociese al intruso y eso le hiciese plantearse, seriamente, si debía actuar o no.
¿Es un milagro?, ¿acaso mi ángel de la guarda?
Observé atónita su traje oscuro, holgado y de siglo pasado. Sin duda era un ángel (o eso quiso creer mi mente infantil) muy peculiar. A decir verdad me lo habría esperado ataviado de blanco y cargando a las espaldas hermosas alas de algodón. No obstante, carecía por completo de ellas.
¿Qué esperaba hacer?, ¿por qué se quedaba allí plantado? ¡La sombra terminaría aplastándole como a un vulgar insecto!
— ¡Salga de a-aquí, señor…! — exclamé con voz desmayada.
Fue demasiado tarde, la sombra se decidió a atacar y lanzó un golpetazo contra mi ángel, escapándoseme un grito desolador. Era incapaz de mirar una cosa así por lo que me tapé los ojos.
Hubo un golpe seco.
Silencio.
Luego más silencio...
Con el corazón martilleándome en el pecho, abrí un párpado y, cuando ya creía muerto al ángel, supe que el golpe se debía en realidad a un bastón hecho de un material igual de blanquecino que el marfil y en su empuñadora habían tallado la cabeza de un cuervo, que usó a la hora de detener el golpe. La sombra, incansable, arremetió con el otro brazo y el impacto contra el bastón fue tal que todo cuanto se encontraba a nuestro alrededor salió disparado. Incluso yo… Sentí mi propio cuerpo al igual que una simple pluma moviéndose a merced de la ventisca que se había desatado, para acabar descendiendo contra el duro asfalto. Aunque eso no era lo que en realidad me preocupaba, sino las piezas de metal, cristales y otros objetos punzantes que, también, flotaban a mi alrededor. Vociferé cuando la puerta de un auto apareció de la nada y se acercó peligrosamente. Inmediatamente moví frenéticamente los brazos como si eso sirviera de algo y me hiciera cambiar de dirección. Lo mismo hice con las piernas, sin embargo, de nada me sirvió y, con lágrimas en los ojos, asimilé que aquello no me llevaría a ninguna parte. Opté por cerrar los párpados, esperando mi suerte.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco…, canturreé mentalmente.
No sentí dolor alguno.
Seis, siete, ocho, nueve y diez…, continué.
Nada, ni siquiera un pequeño rasguño.
Abrí los ojos de par en par y me encontré en los brazos del ángel. Imposible… ¡no podía ser verdad…! Pestañeé confundida. ¡Él estaba flotando en el aire!, ¡sin precisar de alas! ¡Y yo con él! Con los nervios disparados, pude observarle con mayor detalle. Me di cuenta de que era un hombre joven, ya que no debía sobrepasar los veintiséis años. Su rostro era igual de pálido, hermoso y frío que la nieve que yacía muy por debajo de nuestros pies. Por un instante, me miró a través de unos ojos tan negros como faltos de expresión. Dos pozos eternos que carecían de fondo.
— Dijisteis que daríais cualquier cosa por sobrevivir, ¿cierto? — dijo con voz severa conforme daba un vertiginoso salto en el aire, aún cargando conmigo, hasta repiquetear sus zapatos contra el asfalto. La sombra se encontraba a una corta distancia de nuestra posición, sin desistir en su intento de eliminarnos —. ¿Estaríais dispuesta a ello, pues?
— No quiero m-morir… — sollocé con las lágrimas nublando mis ojos y resbalándome por las mejillas, pero a él solo parecía importarle mi respuesta. Me dejó libre —. Por favor, tiene que ayudarme, señor…
El joven se mostraba demasiado tranquilo pese a que la sombra se iba acercando más y más.
— Respondedme entonces con total sinceridad — dijo tras acuclillarse para así estar ambos a la misma altura y acto seguido me ofreció su mano —. ¿Estaríais dispuesta a sellar un pacto conmigo, niña humana?
— ¿Un p-pacto…? ¿Niña h-humana? — repetí confusa.
— Así es, un pacto que quedará sellado una vez estrechéis mi mano — me aclaró el joven que por su forma de hablar y moverse me recordó a aquellos poetas románticos y atormentados de tiempo atrás —. Solo entonces podré acatar vuestra petición y librarme de ese Surux. Ahora es el momento en que debéis comportaros como una verdadera adulta y decidir lo qué hacer. Aunque deberá ser rápido, ya que el tiempo corre en vuestra contra y no en la mía.
¿Quiere decir eso que si no acepto dejará que esa cosa me haga daño? ¿Sería capaz…?
Consumida por el pánico y la desesperación que palpitaban al igual que una melodía macabra bajo mi piel y tensaba hasta el último de mis músculos, terminé estrechando la mano del joven sin pensarlo dos veces. Carne contra carne. Nada más hacerlo un ramalazo de frío se hizo con la palma de mi mano, expandiéndose veloz por cada uno de los dedos. La sensación fue tan extrema que chillé al no sentir la mano, quedándose tan rígida como un palo y pesada como el metal.
¿Qué está pasándome?
— No temáis, tales síntomas son normales al principio — me explicó el joven y dándome la espalda, alzó su brazo como si nada, para mostrarme algo que antes no estaba ahí. Un pequeño símbolo de una rosa relucía en la palma de su mano, como si hubiese sido dibujado a filo de navaja, con un total de trece pétalos. Al mirar mi mano me di cuenta de que yo también tenía otra igual. Tan solo había una pequeña diferencia, él la conservaba en la mano izquierda y yo, por el contrario, en la derecha —.Ya no tendréis de qué preocuparos, ese Surux dejará de seros una molestia y…
— ¿Quién eres tú…? — le interrumpí con labios temblorosos y frotando mis párpados en un intento de que cesasen las lágrimas.
El joven mostró la fina espada que escondía el interior de su bastón y antes de hacer frente a la sombra, volteó ligeramente su cabeza hacia mí.
— Hace tiempo que abandoné mi nombre, pero podéis llamarme Cuervo. Todos lo hacen.
Desde esa noche… no volví a verle nunca más. A la mañana siguiente, me encontraron semiinconsciente y resguardada del frío con una chaqueta oscura a las puertas del orfanato. Tras despertar en enfermería y contar todo cuanto me había sucedido, las hermanas aseguraron que no eran más que fantasías propias de una niña. Que en ningún momento hube salido del orfanato y que había pasado la noche entera dentro de mi habitación. Pregunté por el joven, pero desgraciadamente ellas no habían visto a alguien que cumpliera dichas características. Quizás tuviesen razón y se tratara de una fugaz pesadilla. O eso quise pensar hasta que descubrí aquella rosa aún impresa en mi mano, constatando que Cuervo existía y ambos estábamos unidos por un pacto del que desconocía tanto su significado, como su responsabilidad…
Han pasado ocho largos años desde entonces. Mi nombre es Luna. Luna Graham. Al cumplir los diez años fui adoptada por Sara.
Vivíamos en una granja a unos kilómetros de Minota, en un pueblo llamado Linoa. Gracias a ella aprendí del amor por los animales, tejer, cabalgar, ordeñar a una vaca y hasta cocinar rosquillas. Ese pequeño paraíso supuso los días más felices de mi existencia, por fin tenía un hogar y alguien que esperase mi llegada. Sara era una mujer cuarentona de origen humilde que no podía tener hijos y, que debido a que su esposo había fallecido al poco tiempo de casarse, tomó la decisión de adoptarme para cumplir, por fin, su sueño de ser madre. Tenía un precioso pelo rubio, el cual recogía en un alto moño con dos peinetas de flores y el rostro con forma de corazón. Al sonreír se le formaba un hoyuelo en la mejilla izquierda que siempre me sacaba una sonrisa. Era una mujer robusta y alta que se las apañaba por sí sola para cuidar de la granja, pudiendo incluso domar a un caballo salvaje en un tiempo récord. Pese a su carácter rudo era una madre de lo más atenta y cariñosa.
Tras terminar la enseñanza primaria y secundaria, Sara me ayudó a echar instancia en otros institutos, sin embargo, siempre nos los denegaban. A decir verdad no me sorprendía, pues los centros se encontraban en la ciudad y eran privados. No obstante, la mala racha pronto terminó rompiéndose y una mañana Sara me despertó entre efusivos aplausos, dándome la “gran noticia”. Todo a mi alrededor daría un giro de 360º al aventurarme en un lugar que me era completamente desconocido. Se trataba del centro estudiantil Shakespeare, situado en Minota, el cual se me asemejaba a una jungla salvaje. Una cadena alimenticia en la que los animales grandes se comían a los más pequeños. Los alumnos y alumnas que acudían eran de familias poseedoras de buena fortuna y reputación.
¡Me quedé a cuadros cuando mamá me dio la noticia! ¿Qué pintaba yo en un lugar como ése? ¿Por qué me habrían elegido? ¿Acaso mi inscripción se coló por pura casualidad? Lo único que conseguiría sería hacer el mayor de los ridículos. A diferencia de mí, Sara estaba tan contenta como nunca antes la había visto. Y es por ello que me dio reparo mostrar mi verdadera opinión respecto al tema. Ante todo no quería desilusionarla.
Las clases comenzarían el 15 de septiembre y la noche anterior padecí, en el estómago, continuos nervios que se unieron hasta forjar un vertiginoso torbellino. ¿Cómo se presentaría el día de mañana? ¿Me arrepentiría? Cerré los párpados deseando que el sueño se apoderara de mí cuanto antes. Pero no siempre se cumple lo que uno desea.
Tras una noche incansable, de tilas y bruscos despertares, bañada por un pegajoso sudor, llegó la hora de la verdad. Me duché, desayuné, simplemente un tazón de leche ya que temía vomitar por el camino, y recibí un montón de abrazos y ánimos por parte de mamá antes de coger el autobús. A lo largo del trayecto tuve la fatal sensación de desmayarme de un momento a otro y ese horror crecía conforme me iba acercando a mi destino.
Coloqué firmemente los zapatos contra el asfalto, concienciándome que no se trataba de ningún sueño, cuando una campana zumbó por los alrededores de un edificio de piedra granate. Los estudiantes corrieron apresurados hacia su interior pese a quedar quince largos minutos para dar comienzo las clases.
El centro era muy grande, tanto que parecía tocar el mismísimo cielo, quedando éste insignificante ante él. Los cristales de las ventanas, con forma circular, permanecían relucientes, ya que ni una mota de polvo se atrevía a enturbiarlos, la azotea del edificio (rodeada por una verja como medida de protección) estaba expuesta al aire libre. Abundantes y verdosos jardines embellecían los patios, con bancos y mesas esparcidos en ellos, dando la oportunidad a los estudiantes de poder leer o estudiar al aire libre. También había fuentes con figuras de mármol, algunas eran ángeles y otras imitaciones de esculturas famosas a lo largo de la historia: el Pensador de Rodin, Discóbolo, Venus de Milo...) Parpadeé ante una cafetería con el nombre de Exquisitá, cuyas paredes de cristal estaban decoradas a base de cruasanes y demás productos de bollería. Ajeno al resto, había una inmensa pista de fútbol con sus respectivas porterías y un hombre, que creí entrenador por su indumentaria deportiva, apoyaba la espalda en una de ellas mientras apuntaba algo en su libreta. En la puerta principal de rejas finas y vertiginosas descansaban unas letras doradas que formaban en conjunto: Shakespeare.
Comencé a caminar pese a que mis piernas parecían hechas de gelatina caducada, mezclándome entre la multitud de alumnos. Sin embargo, algo me detuvo en seco, incluso el latir de mi propio corazón dejó de oprimirme el pecho tras avistar a lo lejos un cuervo de plumaje negruzco, posado como alma en pena sobre el tejado. Tuve la fatal sensación de que sus pupilas solo me miraban a mí.
Así se llamaba el chico que me salvó…, me vino rápidamente a la mente.
Muy asustada agaché la cabeza.
— G-genial, una buena señal — farfullé incómoda.
Sin ser Luna consciente, otra figura se colocó al lado del ave abismal.
— No debemos perderla de vista — murmuró y cuando un grupo de alumnos alzaron la cabeza, este incógnito personaje se hizo invisible.
Llegué sin problemas hasta secretaría.
Todo saldrá bien, pensé lo más entusiasmada que pude pese a no estar convencida de ello ni por asomo.
Entonces abrí tímidamente la puerta. Una mujer con gafas de media luna se situaba tras la extensa mesa de escritorio, absorta en una revista que parecía ser del corazón. En la portada mostraba a una actriz famosa con vestido rojo chillón y sonrisa de infarto, abrazada a un chico bastante guapo. Al percatarse de mi presencia, la mujer mostró una sonrisa en su redondeado rostro, haciendo resaltar con mayor nitidez los mofletes sonrosados.
— Hola, jovencita. ¿En qué puedo ayudarte? — preguntó, no mostró reparo por su actividad y guardó la revista en un cajón como si nada hubiera ocurrido. Luego se ajustó las gafas con incrustaciones de brillantes y de manera cómplice me guiñó un ojo —. Tú no vistes nada.
— Soy la nueva alumna... necesito saber a qué aula me han asignado.
Ella se levantó del asiento junto con un respingo, creando un sonoro «plof » y con el mayor de los descaros me contempló de pies a cabeza. Me sentí como un maniquí expuesto tras un escaparate invisible.
— Oh, claro. Entonces debes ser Luna, ¡la chica granjera! Aquí ya eres toda una celebridad. Ji, ji, ji… Créeme, has tomado una buena decisión, la enseñanza es lo primero. Espera... — dijo mientras se entretenía en abrir otro cajón y rebuscaba en una variada cantidad de papeles. Tras un rato logró dar con mi inscripción y comenzó a leerla con suma curiosidad —: Luna Graham, quince años... — rió divertida —. Escucha con atención, tu aula es la 202. Sube hasta la tercera planta y al girar a la izquierda la verás sin problemas. ¡Suerte!, seguro que haces muchos amigos.
— Segurísimo... — añadí con apatía.
Cerré la puerta tras de mí y corrí apurada hacia la gama de peldaños, rezando porque el profesor aún no hubiese llegado al aula, para poder colarme a hurtadillas como si nada. Al parecer se había corrido como la pólvora el rumor de que una chica de pueblo había sido aceptada en un lugar tan prestigioso como Shakespeare. Seguí al pie de la letra las indicaciones de la secretaria y en la tercera planta giré a la izquierda, pudiendo divisar fácilmente junto a una de las puertas un pequeño cartel en el que ponía con resaltada pintura negra: 202. Cautelosamente, me asomé por los cristales de la puerta, los estudiantes permanecían a su aire, algunos hablaban animadamente y sin embargo, otros estudiaban absortos con las cabezas metidas en los libros. Mis pies no cedieron a moverse, entre tambaleos logré apoyarme contra la pared antes de perder el equilibrio. El corazón me latía violentamente contra el pecho mientras mantenía las mandíbulas tan apretadas que parecían estar pegadas con pegamento ultra potente.
¿Y ahora qué?
Inesperadamente, oí como uno de los alumnos exclamaba en alto:
— ¡Ey, chicos!, ¿dónde está la nueva?
— ¡Eso, eso! — chilló otra adolescente, aplaudiendo con cierta mofa —, ¿cómo será una chica de granja?
— ¿Una pobre aquí?, no puedo creerlo. ¡Puaj!, espero que no se presente apestando a vaca — resopló otra indignada, ocultándose la nariz con un pañuelo de tela rosa.
Me mordisqueé el labio.
Callaos, no sabéis nada de mí. ¡Basta, he dicho que basta!
El aula se convirtió en un mar de murmullos y me tapé los oídos. Sin poderlo aguantarlo por mucho más tiempo, salí despavorida. Observé con ojos vidriosos mis propios zapatos moverse a gran velocidad llegando a resultar demasiado borrosos, cómo para distinguir su color azul marino.
Lo sabía, ¡nunca encajaré en un lugar como éste! Lo siento, mamá. Lo siento…
Estaba tan absorta en mis lúgubres pensamientos que, nada más cruzar la esquina que conducía a las escaleras, choqué de bruces contra algo sólido. De inmediato caí de costado contra las baldosas de madera, lo mismo ocurrió con mi mochila, abriéndose la cremallera y haciendo que los libros volasen por todas direcciones.
Con gesto dolorido me froté la cabeza.
— ¿Te encuentras bien? — me preguntó una voz masculina.
Unos ojos azules me estaban observando, tan embelesadores como las cristalinas aguas de una playa desértica, era una mirada que hipnotizaba y atrapaba con un simple parpadeo. El adolescente no había tenido la misma suerte que yo y extendió una mano como muestra de ayuda. Poseía una piel albina y una poblada mata de pelo rubio, ondulado con varios mechones cayéndole a ambos laterales de la frente. El uniforme escolar lo lucía de una manera más personal, el polo blanco se encontraba por fuera del pantalón, con todos los botones del cuello desabrochados, dejando visible un firme cuello y el jersey carmesí con forma de chaleco había sido descartado del atuendo, al igual que la corbata. Había sustituido los zapatos por unas zapatillas de deporte, creando un gran contraste con el pantalón oscuro.
Es tan luminoso… tan luminoso…
Al ver que no reaccionaba, con gesto divertido cogió cada uno de mis libros y los colocó encima de mis manos.
— Debes mirar bien por donde pisas. Esta vez no ha sido nada, pero la próxima podrías abrirte la cabeza, y a nadie le gustaría tener que limpiar semejante estropicio — su negro sentido del humor me dejó sin aliento. Por unos instantes me estudió silenciosamente y a fondo —. Veo que los rumores estaban en lo cierto, finalmente te has dejado caer por aquí — esbozó una media sonrisa —. Perdona, no lo decía con mala intención... ¿Puede ser que te hayas perdido? Es comprensible, a todos los nuevos les ocurre, resulta casi una tradición. Dime, ¿a qué clase te han asignado? — se había colocado a mi altura, de cuclillas y depositando sus fuertes brazos contra las rodillas.
Me llamó la atención que sus palabras tuviesen cierto acento italiano.
— A-a-a la 202... Yo y-ya sé donde e-está — balbuceé a trompicones, sintiéndome tan tonta como ridícula.
Aquella sonrisa amable no desapareció de su cara pese a que sus ojos se mostraban fríos y astutos. O eso me pareció a mí.
? Entonces, ¿se puede saber qué hacías corriendo así por los pasillos? ¿Intentabas escaparte? De ser así tendré que comunicárselo de inmediato a la directora ? rió al son que zarandeaba la mano con aire despreocupado ?. Mi nombre es Carlos o señorito Galliano, para los profesores, aquí los adultos nunca se dirigirán a ti por el nombre de pila. Supongo que te debo una por este pequeño infortunio — entonces se encogió de hombros —, así que te acompañaré hasta tu aula.
Sobresaltada, di tal respingo que logré ponerme en pie a la primera.
? ¡No es necesario! Yo... ? metí torpemente los libros en la mochila, debido a su constante mirada clavada en mi cara ?.Yo... decidí no ir.
El joven arqueó las cejas ante mi respuesta.
? ¿Tienes miedo? ? se encogió de hombros ?. Bueno, supongo que si yo fuese tú también lo tendría. Ya sabes, novata, tímida y de otra clase social. Recalco que esto último en mi opinión es irrelevante — ¿Intenta animarme o desquiciarme?, ¡porque está consiguiendo desquiciarme! —. Disculpa, te estoy hablando con demasiada confianza y apenas nos conocemos ? se excusó, aunque yo no sabía si realmente era así ?. Eres tú quien debe decidir qué hacer, yo no soy tu padre ni tú una niña pequeña.
Suspiré ruidosamente al cargarme la mochila al hombro.
? N-n-n-o sé si podré...
? Estaré contigo el primer día. Nadie te molestará si eso es lo que te preocupa — se ofreció cortés.
Tan luminoso, tan caballeroso…
— ¿De veras harías eso por mí? Eres muy a-amable — respondí con un atisbo de alivio en la voz.
— Es mi trabajo — dijo. Sin más dilación, Carlos curvó los labios hasta formar una confiable sonrisa encima de su barbilla cuadrada.
No comprendía el por qué de su amabilidad, pero consiguió que mis nervios y los demonios internos se esfumasen en solo cuestión de segundos. No me di cuenta que, al contemplarle sin habla, un intenso rubor había aparecido en mis carrillos. Por muy extraño que sonase, era la primera persona del género opuesto con quien había hablado. Siempre había sido demasiado tímida con todo el mundo y en la escuela primaria lo máximo que había conseguido en cuanto a socialización masculina, fue agradecer al que fue uno de mis compañeros, el prestarme un simple bolígrafo mordisqueado.
Carlos dio varios pasos y luego se volteó hacia mí.
? ¿Necesitas otra invitación? ? exclamó con una ceja enarcada.
Oh…
Rápidamente acompasé mis pasos a su ritmo, si el destino quiso que se topara en mi camino sería por alguna razón.
Las cosas siempre suceden por algo.
? Por poco no llego a tiempo para la primera clase, supongo que es uno de los tantos inconvenientes de tener un amigo igual de dormilón que una marmota con dardos tranquilizantes en el trasero — me comentó como si nos conociéramos de toda la vida.
Tan luminoso, tan caballeroso, tan considerado…
Le dediqué una sutil sonrisa a lo que me miró de reojo. Había llegado el momento. Otra vez. No pude despegarme de su lado por mucho que lo intentase tras tener frente a frente la puerta del aula, llegando al extremo de no poder respirar con completa normalidad.
Oh, oh…
? ¡Avanti! ? me instó sin titubear al poner la mano sobre el pomo.
El tiempo pareció adormilarse y funcionar de un modo irregular, y sentó como si traspasara la entrada a otra dimensión. No era consciente que caminaba tan cerca suyo, por poco le pisaba los talones y tuve que pestañear una serie de veces para intentar recuperar la compostura. Los estudiantes enmudecieron inmediatamente y pude notar sin problemas como las chicas me lanzaron miradas rebosantes de envidia. No logré entender el por qué hasta mucho más tarde, ya que aquel chico que me acompañaba era popular tanto por sus excelentes notas académicas como por ser el capitán del equipo de fútbol.
— Buongiorno a todos.
— ¡Buenos días, Carlos! — exclamaron las chicas melosamente mientras mostraban su perfecta dentadura de piano recién comprado.
Él las guiñó un ojo y rieron entusiasmadas ante un gesto tan insignificante. Carlos parecía ser simpático y agradable con todo el mundo. Sus compañeras le hacían constantes radiografías, sin embargo, él lo ignoraba o quizás no era consciente del detalle. Por otra parte, los chicos le admiraban y respetaban. Algunos en secreto querían llegar a ser como él. Me quedé estupefacta al sentir su tibia mano encima de uno de mis hombros mientras anunciaba alto y claro a la clase:
— Escuchadme, ella es... — Carlos silenció de golpe y ladeó la cabeza con aire interrogante —. Que descuido por mi parte, ni siquiera pregunté por tu nombre.
Me está tocando…
— Luna... — respondí con increíble rapidez, como si así fuera a acabar antes el bochorno.
— Así que Luna, ¿eh? — repitió Carlos antes de proseguir —: Ya han oído, Luna es la chica nueva, hagamos que se sienta lo más a gusto posible. Ottenuto che, gente?
La clase entera clavó sus pupilas en mí, e incluso los estudiantes que desde un principio no se habían percatado de mi presencia. Carlos tiró de mi brazo con gran delicadeza y me hizo sentar en un pupitre que se encontraba al lado del que ocupó él. Entonces entendí que tanta generosidad por su parte se debía en realidad a que ambos estábamos en la misma clase e irremediablemente tendríamos que pasar juntos la mayor parte del tiempo. Y pensar que Carlos pudo sentir empatía por mí… ¡Que ilusa podía llegar a ser! De pronto, una chica con mechas rosas en su abundante melena rubia se acercó a Carlos y sin ningún permiso se sentó encima de su pupitre.
— Carlos, ¿no crees que eres demasiado amable con la plebe? — hizo una enorme pompa con el chicle y escrudiñó mi figura —. ¿Tu uniforme es de segunda mano, no? — se mofó, a lo que su grupo de amigas rieron como viles hienas.
Uno de los chicos exclamó en voz alta:
— ¿No será que estás celosa, Lucía?
Ella se mordisqueó el labio en forma de reproche, como si así pretendiese acallar las muchas de palabras que tenía preparadas, y Carlos volvió a mirarme en silencio. Sentí que aquellas luminosas perlas me quitaban el aliento en contra de mi voluntad. No di crédito ante el rápido latido de mi corazón, pues Carlos conseguía cautivarte con cada gesto, por muy insignificante que éste fuese. Y pese a acabar de conocernos, yo caí presa de todos y cada uno de sus encantos… pues había logrado derruir mi fortaleza.
Tras entrar nuestra tutora, la señorita Little, todos ocuparon sus asientos rápidamente. Era una mujer torpe, que acostumbraba a llevar largas faldas y gafas grandes. Era tan miope que algunos niños de primaria le habían gastado alguna que otra broma. Nos saludó con un cariñoso “buenos días” y se dirigió hacia su escritorio, dejando colgado el bolso con coloridas flores en el respaldo de la silla. No sé si debió advertir que no tenía demasiada intención de ello, pues en vez de ser yo la voz cantante fue ella quien me presentó ante todos mis compañeros y compañeras. Tras dedicarme unas cuantas palabras de ánimo, nos hizo abrir el libro de matemáticas. Miré el reloj de la pared, teniendo el horrible presentimiento de que el día se me haría demasiado largo.
El timbre anunció el final de las clases, así que recogí mis cosas y marché decidida hacia la parada del autobús. Sin embargo, no pude evitar frenar estrepitosamente al reparar en Carlos, inmóvil junto a la puerta y con mirada perdida. Pese a estar allí, su mente parecía viajar a kilómetros del instituto.
Di algo ingenioso… y no te pongas nerviosa. Es solo un chico… Puf…, suspiré profundamente. Ahí está el problema.
— Hey… — fue lo máximo que pude articular. Genial, te has lucido señorita doña perfecta —. Yo... debería agradecerte lo que hiciste hoy por mí... — solté con embarazo.
— No tienes por qué agradecerme nada — contestó Carlos al salir del trance y girar hasta mirarme directamente a los ojos —, Luna — su vocablo se volvió encantador al pronunciar mi nombre. Sonreí de oreja a oreja, como una auténtica tonta, aunque a él pareció agradarle —. Yo tendría que felicitarte a ti, has logrado sobrevivir a tu primer día de instituto. Es toda una hazaña digna para contar algún día a tus nietos.
— Bueno, menos la caída de antes — solté una risita.
— Mira el lado positivo, de no ser por ella quizás no nos hubiésemos dirigido la palabra — respondió Carlos conforme se encogía de hombros —. Si no tienes ningún inconveniente puedo acercarte a la parada del autobús — se ofreció al percatarse del abono transporte que sobresalía de uno de los bolsillos de la mochila —. Temo que en vez de mi persona la próxima desgracia que se te presente se trate de un camión a doscientos kilómetros por hora.
Jesús, él y su odioso humor negro.
— Oh, todo un detalle — murmuré.
Carlos esbozó una sonrisa.
— Ser el presidente del Comité de Estudiantes me obliga a velar por la seguridad de todos y cada uno de los estudiantes de este centro — comentó con profunda adultez —. A propósito, ¿tendrías algún inconveniente con el vehículo?
Hasta ese momento desconocía que a excepción de los impecables coches que el resto de estudiantes tenían en su poder, Carlos había venido en su preciada bicicleta California. Pese a que sus padres ya le habían comprado un coche, siendo más exactos un Audi de último modelo, si no podía venir en su bicicleta (que según él le daba suerte) prefería incluso hacer uso del transporte público.
— No creo que eso sea necesario — negué con varios movimientos de cabeza —, necesito pensar sola lo vivido hasta hoy.
Pese a mi rechazo, Carlos no se mostró desilusionado.
Quizás lo dijo por obligación…
— Debí haberlo supuesto, está bien. Supongo que te veré mañana. ¡Hasta luego! — me dedicó una última sonrisa y se fue, perdiéndose de vista entre los pasillos atestados de adolescentes y profesores.
Sí, supongo.
Al comprobar que no me dejaba nada encima del pupitre o dentro de la cajonera, anduve por las escaleras sin ser consciente de la jugarreta que mis nuevas compañeras de clase me tenían preparada. Cuando quise actuar resultó ser demasiado tarde. Lucía y su pandilla me habían acorralado como a un cervatillo malherido y sin tiempo que perder, me empujaron en dirección a los baños. Sus risas y mofas retumbaban en mis oídos sin descanso como si de taladros se tratasen. Parecían disfrutar de aquella fatídica situación en la que me encontraba presa en contra de mis deseos. Finalmente, optaron por encerrarme en uno de los retretes, estampando la puerta delante de mis narices.
Lucía, la cabecilla del grupo, vociferó con tono cantarín:
— ¡Apestas!, ¡apestas! ¡Regresa a tu querido estercolero con tus amigos los cerdos, las gallinas y las ovejaaaas! ¡Beeee, beeee!
Las chicas carcajearon ante las palabras de su líder.
— Y ni se te ocurra acercarte a Carlos. ¿Crees que por ser nueva tienes más derecho que el resto? ¿Qué pasa contigo? — prosiguió, ahora con un tono muy, muy severo —. ¡Enseñémosle quienes mandan aquí, chicas! — sin ningún titubeo aporrearon bruscamente la puerta, queriendo desparramar desde lo alto el incógnito contenido de… un cubo.
Sin embargo, el repentino graznido de un ave posada en el poyete de la ventana las asustó tantísimo que salieron por patas. Aun así, el cubo cayó, igualmente, en mi cabeza y acto seguido desparramó su contenido por todo mi cuerpo, parecía ser... puré de pescado. Encima estaba congelado. Temblé de inmediato, pues pronto me caló el uniforme hasta alcanzarme la piel.
Ag… apesto…
Con cierta debilidad me derrumbé sobre el inodoro, permaneciendo en esa postura fetal a lo largo de varios minutos. Estaba en un profundo estado de shock, aún no lograba asimilar demasiado bien lo que había sucedido.
— No… ¿Por qué me han hecho esto? Ni siquiera me conocen… — reaccioné tras un rato, escondiendo el rostro entre las rodillas e, irremediablemente, el llanto se apoderó de mí. Sabía que no era mi sitio, que tonta fui. Había comenzado demasiado bonito —. No es justo… yo no hice nada malo… Soy una buena chica… — tartamudeé —. ¡Yo no hi-ce na-da ma-lo pa-ra me-re-cer es-to!
Súbitamente, alguien intentó abrir la puerta. Quizás porque había formado demasiado escándalo, tal vez el olor del puré se había propagado hasta el pasillo o simplemente ese alguien necesitaba, urgentemente, el retrete.
— Ocupado… — dije con voz débil.
No obstante, quien quiera que fuese no cesó en su intento, obligándome a hacer presión contra la puerta. A estas alturas sería demasiado que me encontrasen con semejante pinta. Entonces el forcejeo cesó. Parpadeé ante las incansables gotas que me resbalaban del cabello, escapándoseme un estornudo y, acto seguido, me froté la nariz.
— Luna, ¿qué te ha pasado? — me sobresaltó la voz de Carlos justo por encima de mí.
¿Cómo puede ser posible…?
Alcé la cabeza a la velocidad de la luz, encontrándome a Carlos subido en el retrete vecino y asomando la cabeza a través de la rendija alta, de la pared de madera, que otorgaba cierta intimidad entre unos y otros.
¡Oh, Dios mío!
— ¡Este es el baño de c-c-chicas, yo debería preguntarte a ti que es lo que estás haciendo aquí! — exclamé sobresaltada.
— Te oí gritar desde el pasillo, pensé que te estaba dando un ataque o algo así — tan pronto reparó en el cubo, el olor y mi uniforme mojado, ató cabos rápidamente, dejando sus bromas para otro momento —: Acompáñame al gimnasio, allí podrás asearte y tendrás prendas secas que ponerte.
Esto es demasiado bochornoso…
— No quiero hacer eso… Déjame sola, no es asunto tuyo… — susurré y algunas gotas de mi cabello se estamparon contra mis zapatos en un frágil chapoteo.
Carlos lanzó un suspiro.
— Tienes razón, no es asunto mío. ¿En qué estaría pensando, ofreciendo mi ayuda y desperdiciando mi tiempo en alguien como tú? — dijo secamente, sin una palabra más, dio un salto hacia atrás y, pese a no verle, escuché como el rumor de sus pasos se fue haciendo menos audible conforme se alejaba hasta cesar por completo, una vez se abrió la puerta. Supuse que se habría marchado.
Demasiado luminoso… ¡y metomentodo!
Escurrí el bajo de mi falda de cuadros rojos y azules, haciendo que se formase un pequeño charco sobre las baldosas color crema y luego hice lo mismo con el chaleco. Un molesto cosquilleo en las fosas nasales me obligó a estornudar.
Menos mal que no tengo alergia al pescado…
No queriendo que nadie más me encontrase así, me asomé con precaución por la rejilla de la puerta, con el propósito de comprobar que ninguna otra chica se encontraba dentro. Hasta que no estuve segura del todo no me decidí a salir de mi escondite. Tan solo había dado cuatro pasos, contados, cuando una voz, que a esas alturas ya me era demasiado conocida, irrumpió el completo silencio de los baños.
— Tarde o temprano los conejos salen de sus madrigueras. Es cuestión de tiempo y paciencia. Principalmente por comida, a menos claro está que quisieras alimentarte a base de papel higiénico.
— ¿Me estás comparando con un conejo? — le repliqué a Carlos con los carrillos llenos de aire.
Pese a la cercanía de ambos, Carlos tuvo la decencia de no arrugar la nariz a causa del olor que me acompañaba.
— Vamos, tranquilízate. Ni que tuviera yo la culpa de que parezcas un besugo recién sacado del agua — dijo él a la defensiva.
¿Acaso no hubo otro ejemplo que ése?
— Muy considerable por tu parte, he pasado de ser un conejo a un besugo — fruncí el entrecejo —. No puedo tranquilizarme demasiado, han sido tus propias compañeras quienes me han hecho esto — gruñí junto con otro estornudo, en esa ocasión me hizo sacudir la cabeza al igual que esos muñequitos que se ponían en los coches —. ¿Qué clase de personas sois las que venís aquí?, ¿acaso no tenéis conciencia? La Biblia dice que hay que tratar al prójimo como te gustaría que hicieran contigo.
— Amén — Carlos se despojó de su cazadora vaquera y aún a sabiendas que quedaría manchada, la dejó caer gentilmente sobre mis hombros —. Mira, siento que hayas tenido que soportar esto. De haber estado aquí no lo hubiese permitido. Por favor, sígueme. ¿O acaso quieres pillar una pulmonía?
¿Una pulmonía, dices?
— Estaría bien, así mañana tendría la excusa perfecta para no presentarme por este lugar — farfullé con la cabeza gacha —. Ni siquiera sé si puedo fiarme de ti, ¿y si ahora tienes intención de llevarme hasta el escenario de otra de vuestras bromitas pesadas?
Nunca imaginé que un rostro tan sonriente como el de Carlos se volviese de golpe tan sombrío. Es más, parecía ofendido.
Yo… yo…
No tenía tiempo, razón ni cuerpo de permanecer allí. Con los ánimos muy por debajo del suelo, salí corriendo de los baños sin tan siquiera reparar en que aún llevaba puesta su cazadora. Oí a lo lejos que Carlos chilló mi nombre. Pero lo ignoré, tanta solidaridad por su parte no podía ser real. No caería de nuevo en la trampa. Carlos no era ningún caballero de armadura reluciente que rescataba a doncellas en apuros como yo, pues al fin y al cabo… no era la protagonista de ninguna novela romántica.