Yo nunca conocí a mi abuelo…
Nunca llegué a conocer a mi abuelo paterno. Había muerto muchos años antes de que yo naciera y siempre he creído que ese hecho ha marcado de alguna manera mi vida.
De mis abuelos maternos sí que pude disfrutar, al menos hasta mi adolescencia. Murieron muy seguidos, con solo un año de separación, cuando yo acababa de llegar a la mayoría de edad.
Pero la falta de mi abuelo paterno me dejó un vacío que nunca he sabido, ni podido, ni, muchas veces creo, querido llenar. ¿Qué hace que una niña de pocos años encuentre tanto a faltar a alguien al que no ha llegado a conocer? Me lo he estado preguntando durante toda mi vida. Y aún hoy me atormento muchas noches de soledad rememorando aquella infancia que no fue, aquellos cuentos que nunca me explicaron, aquellas confidencias que enmudecieron en mi interior. Noches de envidia, noches de desazón y lágrimas.
Nunca conocí a mi abuelo… Y esa falta ha esculpido mi personalidad, haciéndome una mujer difícil, complicada, inaccesible.
Yo nunca conocí a mi abuelo… Pero el dolor amargo por esa falta se clava salvajemente en mis entrañas cuando pienso que mi padre tampoco lo conoció…
Mi padre nació huérfano en una época difícil, y yo, años después, nacería huérfana de abuelo. Y esa orfandad compartida es la que nos ha hecho, a mi padre y a mí, tan parecidos, tan distintos, tan próximos, tan distantes…
Yo no llegué a conocer a mi abuelo, pero acabé modelando su imagen con el barro de los recuerdos de mi abuela. Ella me iba dando la materia prima, y yo, cual meticulosa alfarera, iba creando en mi cabeza y en mi corazón mi propio mito.
Una vez escuché a alguien comentar que nosotros vivimos los sueños de nuestros abuelos. Y que nuestros nietos vivirán aquello que nosotros soñemos, aquello por lo que luchemos. Y yo sabía que mi abuelo había sido un luchador, un idealista, un defensor de las causas en las que creía. Y sabía que su lucha, como la de tantos otros en aquella época difícil y convulsa, me ha permitido a mí y a vosotros vivir en las condiciones actuales.
Soy una mujer de vacíos. Al vacío que me produjo tomar conciencia de que no conocería a mi abuelo, he ido añadiendo otros a lo largo de mi existencia. Esa oquedad primigenia se ha ido haciendo mayor conforme me pasaban por encima los años. Y ahora, sobrepasada la cincuentena, he llegado a un punto en el que no creo que pueda continuar acumulándolos. Estoy segura de que dentro de mí ya no hay órganos, ni vísceras. Soy solo una carcasa exterior. Una piel que envuelve una nebulosa. Y ya no puedo más. No necesito un psiquiatra. Ninguna terapia ha podido nunca curarme. Si quiero seguir adelante debo actuar conmigo misma como un taxidermista. Necesito rellenarme, aunque sea con resina, y dar volumen al espacio etéreo que he ido notando crecer en mi interior.
Nunca conocí a mi abuelo… Y ese fue el primer vacío. Y ojalá hubiera sido el último… Pero no. He tenido la curiosa virtud de hacer de mi vida un cúmulo de desatinos. Algunos por culpa mía, la mayoría; otros no buscados, pero igual de dolorosos.
Por eso me he decidido a escribir todo lo que descubrí hace ahora diez años. El ansia por saber me hizo adentrarme en una búsqueda sin norte. Mi anhelo por conocer a mi abuelo me llevó a percutir en un pasado que tal vez hubiera estado bien dejarlo como estaba. Mi deseo por llenar mis vacíos me llevó a donde nunca querría haber estado.
Pero no me arrepiento de nada, antes al contrario. Lo necesitaba y, ahora lo comprendo, el dolor me ayudó a curar las heridas. Porque hay verdades que duelen…, pero que acaban sanando y rehabilitando el alma.
La ausencia de mi abuelo me había acompañado desde que de niña tomé consciencia de la añoranza que me ahogaba. La ausencia de mi abuelo fue aquella calcomanía que una niña se puso un día en el brazo y que se acabó convirtiendo en tatuaje.
La muerte de mi abuelo, ahora sé que falaz y mentirosa, siempre me hizo compañía. Pero ahora soy yo, con todo lo que llegué a descubrir, quien hace compañía a la muerte de mi abuelo. Y desde entonces no hay semana en que no relea aquella Elegía primera que mi adorado Miguel Hernández dedicó al Lorca asesinado.
Por hacer a tu muerte compañía,
vienen poblando todos los rincones
del cielo y de la tierra bandadas de armonía,
relámpagos de azules vibraciones.
Crótalos granizados a montones,
batallones de flautas, panderos y gitanos,
ráfagas de abejorros y violines,
tormentas de guitarras y pianos,
irrupciones de trompas y clarines.
Pero el silencio puede más que tanto instrumento.
Silencioso, desierto, polvoriento
en la muerte desierta,
parece que tu lengua, que tu aliento,
los ha cerrado el golpe de una puerta.
Como si paseara con tu sombra,
paseo con la mía
por una tierra que el silencio alfombra,
que el ciprés apetece más sombría.