Prólogo
Madrid bullía con la frenética actividad propia de cualquier gran ciudad. Viandantes y conductores se movían impacientes, deseosos de llegar a su destino, en aquella calurosa tarde de Mayo. Muchas personas, muchos cuerpos y ojos que apenas reparaban los unos en los otros. Todos anónimos, todos desconocidos, que no representaban entre ellos más que simples individuos ocupando un reducido espacio vital de aquella gran ciudad. Nadie se fijaba en nadie... o Casi nadie... Porque allí, en un pequeño rincón de la conocida Plaza de España, una joven, de unos veinticinco años, hablaba por teléfono ajena por completo a la escrutadora mirada de alguien. Claro que a ella le resultaría imposible ver a su atento observador, ya que éste permanecía muy lejos, semioculto, tras una de las ventanas más altas del edificio de enfrente. Edificio que antaño fue el Hotel Crowne Plaza, pero que, desde hacía años, se hallaba completamente vacío. Y al cual no se podía acceder desde ninguna parte, pues todas las vías de entrada habían sido selladas para evitar precisamente eso. Aunque por supuesto, para aquél que se hallaba entre las sombras de las vacías entrañas de la mole, la soledad de aquel lugar era lo que le había posibilitado su uso como puesto de observación. Dentro de aquel coloso de hormigón, la oscuridad y el silencio contrastaban poderosamente con la agitada vida que discurría a cientos de metros bajo sus pies... Pero la oscuridad no era algo ajeno para el anónimo observador, sin embargo la vida... ella sí era todo lo contrario de lo que representaba su naturaleza.
La muchacha comenzó a andar de nuevo. Hablaba por el móvil con una dulce sonrisa curvando sus labios, sin embargo él sabía que ella no estaba alegre, ni siquiera contenta. Cualquiera que pasara a su lado podría corroborar aquella impresión al reparar en los ojos vidriosos de la joven o en lo forzado de su expresión. Aunque por supuesto nadie repararía en ello. Todos estaban demasiado ocupados en sus propios micromundos como para fijarse en una desconocida... Tan ocupados como debía de estarlo aquél con quien ella hablaba por teléfono, ya que ni siquiera éste parecía percibir la congoja de su interlocutora, cuyo rostro se cubría por momentos con una expresión de decepción y melancolía que trataba de ocultar forzando aún más su sonrisa y el tono animado de su voz...
-Chica valiente... - susurró para sí mismo.
Admiraba la independencia de la muchacha y la entereza de no buscar la compasión de nadie. Esa forma de actuar le hizo reafirmarse en su decisión: Ella era la elegida. Lo supo la primera vez que la vio, pero ahora estaba seguro. Claro que ella no lo sabía. Ni lo sabría, hasta que llegara el momento de decidir. Sonrió con arrogancia. Si su plan seguía por el camino previsto, ella no tendría la más mínima opción de elegir. Ni ella... ni nadie.
Del confinamiento de los ojos femeninos se escapó una furtiva lágrima, tan pequeña, que la joven no pareció notarla. Desde la ventana, los claros ojos grises de él siguieron con interés el sinuoso sendero de aquella diminuta gota salada, que resbaló por la suave mejilla hasta la barbilla, desde donde se precipitó hasta el escote de la muchacha. El anónimo observador esbozó una sonrisa satisfecha; la lágrima no había aterrizado en la pálida piel del cuello, sino en el plateado colgante que ella lucía sobre el hueco de su garganta. Por supuesto, aquella pequeña gota no iba a estropear ni mucho menos la joya... pero iba a cambiar completamente la vida de su portadora.
La sonrisa del observador pasó de satisfecha a depredadora.
-Empieza el juego... Y yo nunca pierdo.
Capítulo I
Estamos muy cerca de despertar
cuando soñamos que soñamos.
Novalis
El dramaturgo español Calderón de la Barca escribió en el siglo XVII que toda la vida es sueño...
¡Mentira!
O Calderón era un redomado mentiroso, o estaba claro que él nunca había tenido un sueño erótico. Porque entonces, jamás se le habría ocurrido equiparar realidad y sueño... sobre todo, si en sus sueños hubiera experimentado la centésima parte de lo que yo sentía en ese momento, envuelta en la nebulosa onírica en la que me hallaba inmersa.
Era, sin duda, el sueño erótico más intenso, excitante y fantástico de toda mi vida.
Todo estaba oscuro, no veía nada, pero sentía, por todo mi cuerpo, las caricias de un misterioso amante invisible que estaba a punto de llevarme al Paraíso, al Nirvana o a donde fuera que se encontrara aquel colosal orgasmo que, sin duda, estaba a punto de invadirme. Era imposible que existiera en la realidad ningún hombre capaz de conocer tan bien el cuerpo femenino.
- Eres deliciosa... Estoy deseando saborearte entre las piernas.
Aquella pecaminosa voz masculina me susurraba al oído, haciendo que me excitara (¡aún más!) con su cálido aliento rozando la sensible piel tras mi oreja y sus dientes mordisqueándome el lóbulo. Aquello no era una voz masculina... ¡Era sexo puro! (otro tanto para mi calenturienta imaginación onírica) Su tono era sensual, profundo y con un toque de diversión pícara que me hacía estremecer.
Gemí mientras frotaba mis muslos desnudos, sentía mi cuerpo vibrar por la necesidad y la excitación, pero mi amante imaginario se tomaba su tiempo, atormentando mis pechos y besando mi cuello.
-Por favor... -gemí más fuerte.
-¿Quieres que te toque entre las piernas?
-Sí, sí...
-¿Con los dedos o... con la lengua?
Jadeé de pura expectación. Mis caderas se sacudieron ajenas a mi voluntad cuando una de sus manos comenzó a descender sinuosa desde mis costillas hasta mi vientre...
-Síííí, por favor...
-Mmmm – sus dedos jugueteaban con los rizos de mi pubis, tironeando suavemente – aún no me has respondido. ¿Dedos... o lengua?
Me daba igual ¡lo que fuera! Estaba más que segura de que bastaría una simple caricia sobre el húmedo núcleo de mi cuerpo para hacerme caer hacia un devastador clímax casi de inmediato.
- Tal vez necesites que te haga una demostración para decidirte... - se intuía cierta diversión en la erótica voz.
Su mano descendió un poco más sobre mi ingle, pellizcando suavemente la cara interna de mi muslo. Elevé las caderas con un gemido de súplica desesperada, al tiempo que separaba las rodillas. El aire acarició mi intimidad, que casi ardía de necesidad. Un dedo se coló muy despacio entre mis sensibles pliegues, apartándolos suavemente y jugueteando a la entrada de mi cuerpo.
-Por favor – mi tono salió como una queja ahogada.
Se oyó una risa baja y gutural de satisfacción masculina y entonces aquel juguetón dedo se coló en mí. Me estremecí por completo y la cabeza comenzó a darme vueltas. Y casi la pierdo, cuando el dedo empezó a moverse dentro y fuera con agónica lentitud. Se metía en mi interior, giraba y luego salía frotando suavemente, muy suavemente, prolongando aquella exquisita tortura.
-Estás muy húmeda y prieta. Me encanta.
Mis caderas se movían cada vez más desesperadas, pero él mantenía el mismo ritmo deliciosamente contenido.
-Más rápido – supliqué entre jadeos.
Su dedo comenzó a moverse con mayor intensidad... Gemí mientras movía las caderas, estaba a punto... y entonces las caricias cesaron de repente.
-Por favor...
-Ése era mi dedo... Ahora voy a demostrarte lo que puede hacer mi lengua.
Algo húmedo me abrasó el pezón derecho. Un lametón... Luego otro... Y otro...
Me arqueé desesperada hacia aquella boca, al tiempo que levantaba las manos hasta enterrarlas en el pelo de mi amante imaginario, quien, para ser producto de mi imaginación, tenía un pelo maravillosamente suave y espeso. Sus labios atraparon mi pezón, succionándolo suavemente y girando la lengua alrededor. Luego su cabeza se movió. Sentí el peso de su cuerpo, mientras recorría con besos la distancia que separaba mis pechos para dedicarle a mi otro pezón las mismas atenciones que al primero.
Su mano volvió a moverse sobre mi sexo y separé aún más las rodillas para recibir sus caricias que continuaron lentas y profundas. Su boca abandonó mis pechos y comenzó a bajar deliciosamente por mi cuerpo. Volví a sentir su lengua, que se alternaba con besos y mordiscos que deberían ser considerados ilegales por lo que eran capaces de provocar en una mujer. Al llegar a mi ombligo, su juguetona lengua se introdujo en él y casi grité, sobre todo cuando noté una mayor presión sobre mi sexo, que me indicaba que ahora eran dos, los dedos que me martirizaban entrando y saliendo, arrastrándome a cotas imposibles de placer. El colchón se movió. Mi amante se colocaba entre mis piernas, no le veía, pero intuía que su cuerpo estaba sobre el mío con sus dedos aún en mi interior. Dedos que, para terrible desesperación mía, volvieron a detenerse.
-¿Dedos o lengua? – se intuía una sonrisa pícara en su tono.
-Yo...
-Responde -Su voz autoritaria hizo que me excitara aún más – no te dejaré terminar hasta que me respondas.
-Yo... yo no sé...
A estas alturas mis gemidos eran casi como sollozos desesperados. Me pedía que hablara cuando yo no me acordaba ni de cuál era mi nombre...
Volví a sentir su lengua sobre mi vientre, bajo mi ombligo. Seguía llena con sus dedos mientras sus labios y sus dientes saboreaban la cara interna de mis muslos. Sentí el erótico latigazo de su lengua sobre mi sexo y grité arqueándome.
-¿Te has decidido? – su aliento me acarició sensualmente, como una brisa fresca.
-¡Lengua!
Retiró los dedos y me sentí vacía de repente. Pero antes de que lamentara mi decisión me sujetó por las nalgas y comenzó a acariciarme con la lengua. Gemí más fuerte. Él me agarraba con fuerza impidiendo que me moviera, por lo que yo sólo podía arquear el torso hacia arriba, mientras su lengua y sus labios me martirizaban con extrema suavidad, como el aleteo de una mariposa, sin presionar demasiado, por lo que me mantenía al borde del abismo. Estaba al límite. Tenía los pechos hinchados y pesados. El cuerpo me vibraba de necesidad y la creciente presión en mi vientre anunciaba que sólo faltaban segundos para alcanzar el Orgasmo (¡sí, sí, con mayúscula!). O para que me matara, porque dada la manera en que aquel placer se intensificaba, empezó a embargarme la duda de si yo no acabaría rota en mil pedazos. Sentí los primeros espasmos, mi vientre se contraía con el roce de aquella mágica lengua que asaltaba mi intimidad.
-Estás a punto...
-Síiii – me aferré con fuerza a las sábanas.
-Pero te sientes vacía - Jadeé al sentir un dedo abriéndome, pero sólo era la yema -¿lo quieres dentro de ti?
Por toda respuesta, sacudí la cadera. Aquello ya empezaba a ser casi doloroso, de la tensión que acumulaba cada fibra de mi ser (Iba a tener que plantearme si yo tenía una vena masoquista oculta que me hacía tener ese tipo de sueños). El dedo se coló en mí, pero se quedó quieto.
-Por favor.
-Por favor ¿qué? – susurraba sensualmente sobre mi vientre – dime lo que quieres.
-Quiero... quiero que no paaares...
Su lengua comenzó a lamerme con lánguidas pasadas mientras deslizaba otro dedo en mi interior. Dedos que comenzaron ahora a moverse de forma implacable. La presión de su boca aumentaba al ritmo que se incrementaban los movimientos de su mano. Mi vientre empezó a contraerse, aferrándose a sus dedos, exigiéndole sin palabras que pusieran fin a mi exquisito tormento.
-Déjate ir, gatita...
La vibración de su profunda voz fue como una descarga que se enroscó en la parte baja de mi espalda, pero apreté los dientes y los puños resistiéndome a sucumbir al éxtasis. Mi cuerpo necesitaba terminar, ¡enseguida! Pero lo que de verdad yo quería es que aquel sueño no acabara nunca. Y sabía que se acabaría en el mismo segundo en que rozara la cúspide del placer. Siempre me pasaba lo mismo: salía del sueño justo un segundo antes de alcanzar el orgasmo sin darme tiempo a disfrutar de...
¡Un momento!...
Normalmente, la gente que tiene un sueño no es consciente de que está soñando...
-Vamos, gatita... Quiero oírte gritar de placer.
De repente me invadió el pánico.
Me senté de golpe y busqué a tientas el interruptor sobre la mesilla de noche. Las luces del techo se encendieron... Y observé entre mis piernas una cabeza de pelo rubio con una sonrisa demoledora y unos ojos turquesa que me observaban juguetones y hambrientos.
-¿Prefieres ver como te doy placer? - ladeó la cabeza - Por mí perfecto.
-Es un sueño – dije como para mí misma.
Aquella sonrisa se hizo más amplia mientras clavaba sus ojos en los míos.
-Por supuesto, gatita. La vida es sueño.
Salí de la cama a toda prisa, alejándome de aquel desconocido todo lo que pude. De un salto me coloqué en la otra punta de la habitación, hasta que mi espalda chocó contra el armario. Traté de cubrir con las manos mi desnudez, mientras me sonrojaba completamente.
-Venga... no vas a esconder nada que no haya visto ya. O mejor dicho – arqueó una ceja sin perder la sonrisa - no vas a esconder nada que no haya saboreado.
Levantó los dedos índice y corazón de la mano derecha y se los metió en la boca con evidente delectación a la par que sus ojos recorrían descaradamente mi cuerpo de arriba abajo. El rojo de mi cara debía de estar a un tono del escarlata profundo, más aún bajo la mirada abrasadora de aquel desconocido que yacía plácidamente en mi cama, recostado de lado y apoyado sobre un codo con una actitud de total despreocupación.
Y si sólo fuera su actitud.
¡Estaba desnudo!
Corrección: ¡Estaba gloriosamente desnudo! No se podía definir de otra forma el cuerpo de aquel hombre. Era ancho de hombros y no había nada en su cuerpo que no sugiriera que había sido esculpido por el mismísimo cincel de Miguel Ángel, con aquel torso de ensueño, brazos fuertes y vientre firme que serían la envidia de cualquier escultura clásica. Aunque su piel no se parecía en nada al mármol, sino al bronce, ya que lucía un espectacular tono dorado, muy mediterráneo, sin ninguna marca que estropeara aquel color que tan bien combinaba con su pelo rubio oscuro y que contrastaba de una manera casi hipnótica con el turquesa profundo de sus ojos. Hasta la forma en la que se le había alborotado el pelo tenía un toque de perfección imposible.
Verlo tan sobrecogedoramente guapo hizo que me embargara de nuevo la idea de que todo aquello era un sueño. Uno muy real (demasiado) pero sueño al fin y al cabo. No había otra explicación posible a cómo es que había un completo desconocido sobre mi cama de hotel.
Desconocido que, para colmo, había estado haciéndome cosas que prefería ni siquiera evocar, no fuera a ser que me flaquearan las rodillas, que ya estaban de por sí bastante temblorosas (y no sólo del susto).
-Es un sueño – sentencié convencida.
-¿Entonces por qué no te pellizcas? – rió entre dientes -¿O prefieres que lo haga yo? – sonrió ¿Lo que se le formaba en la mejilla izquierda era un hoyuelo? - Antes te encantó cuando te pellizqué los pez...
-¡Calla!
Si seguía mirándome así iba a conseguir que me desmayara. O que ardiera por combustión espontánea si me ponía más colorada.
-Venga, gatita - dio una palmadita en el colchón a su lado.
-¡No me llames gatita! – el pánico empezó a dar paso a la furia.
-A mí me gusta. Y te pega, sobre todo por cómo gimes y contoneas las caderas como una gatita en celo.
¡Maldito cerdo!
Abrí la boca para insultarle, pero volví a reparar en que estaba desnuda. Agarré el albornoz que había a los pies de la cama, me di la vuelta y me lo puse enseguida, cerrando con fuerza (tal vez con demasiada) el cinturón.
Oí un largo suspiro de exasperación e, inmediatamente, sentí la presencia del extraño a mi espalda, en el momento preciso en que me daba la vuelta, por lo que reculé instintivamente, chocando otra vez con el armario. ¡Era altísimo! Yo medía uno setenta y aún así, necesitaba doblar el cuello hacia atrás para poder mirarle a los ojos. Colocó las manos a ambos lados de mis hombros, apresándome contra el armario y su enorme y escultural cuerpo. Se inclinó un poco, hasta colocar nuestros ojos a la misma altura, con nuestras narices a escasos centímetros.
-No tienes nada que temer – susurró con una cadencia erótica que me erizó la piel.
En ese momento, para mi gran asombro, me di cuenta de que en vez de estar asustada... empezaba a excitarme otra vez. Cosa que de alguna manera él debió percibir, porque justo entonces esbozó una gran sonrisa satisfecha, tras la que apareció su lengua delineando y humedeciendo aquellos sensuales labios carnosos.
-¿Me dejarás que termine lo que empezamos?
-Yo... yo... eeeh...
-Hum... Veo que no eres de muchas palabras.
¿¡Qué palabras!? ¡Pero si ni siquiera era capaz de recordar cuál era mi idioma materno con sus ojos mirándome así!
Su cara descendió y yo tragué saliva cuando sus labios se posaron en mi cuello. De mis labios se escapó un suave suspiro y cerré los ojos extasiada.
¿Por qué yo no reaccionaba apartándolo a un lado y salía pitando de la habitación?
¿Por qué le permitía besarme de aquella forma tan indecente?
¿¡Dónde estaban mis neuronas!?
¡Ah ya!... La respuesta era muy sencilla: mis hormonas habían masacrado a las susodichas neuronas en masa y habían dado un golpe de estado dentro de mi cuerpo, haciendo que éste no se planteara nada más que dejarse llevar por las caricias de aquel desconocido, por sus labios que descendían por el escote de mi albornoz y por su mano que se colaba entre...