No llegaremos a la edad de nuestros abuelos

16-04-2013
Contemporánea novela
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16-04-2013
Contemporánea novela
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Pablo M sale contento de la vistosa y cara tienda de zapatillas que hay cerca del Mercado de Fuencarral. Lleva puestas las Nike Air que se acaba de comprar. Le quedan realmente bien. Se encaprichó de ellas según las vio, y entró directo a comprarlas. Ciento veinte pavos. Los tipos de la tienda le han dado una bolsa para que pueda meter sus viejas y mugrientas Converse que su ex novia tanto odiaba que se pusiera. Por unos instantes duda si merece la pena guardarlas o directamente deshacerse de las destrozadas bambas. “Seguro que ahora no me daría el coñazo”, piensa justo antes de arrojar las zapatillas a un contenedor lleno de escombros. Después, sediento de cerveza, comienza a caminar en dirección al Palentino, “Un bar en la calle del Pez, casposo y viejo-que-te-cagas que mucha gente considera guay y que Siniestro Total menciona en una de sus canciones, porque ya era famoso en los años de la movida. Ahora solo van modernos, modernas, amas de casa, directores de cine, más modernos, más modernas, gafaspasta, diseñadores gráficos, crápulas, y algún gilipollas que otro. Y todos ríen. Si te fijas, todos los de allí dentro, sonríen. Todo dios sonríe”.
Pablo M saca doscientos euros del cajero que hay enfrente del Palentino y sin ganas, echa a andar calle abajo. Justo al lado del Palentino, pared con pared, hay otro bar que a Pablo M le parece igual de cutre, pero cuando pasa por delante de dicho bar, comprueba que apenas hay gente. “¿Qué es lo que falla? ¿Por qué esa diferencia entre uno y otro? Las personas nos volvemos auténticos gilipollas en cuanto algo se pone de moda”. En el otro bar solo hay ancianos jugando a las cartas sin nada que hacer. Unos juegan y otros, con las manos a la espalda y con las caras rojas por los licores, simplemente miran a los que juegan.
“¿Qué tal Pablo?”, oye detrás de él mientras nota como una mano se posa en su hombro y otra, que aparece delante de su cara, le ofrece un porro, apartándolo de sus reflexiones. Pablo M se gira y ve a su vecino Manuel, que trabaja de técnico de iluminación en el teatro que hay cerca de los dos bares.
“Hombre Manolito, muchacho, esto sí que es una sorpresa”, dice sonriente Pablo M mientras coge el porro.
“Toma, todo tuyo, que yo me piro cagando leches al teatro, que empieza la segunda función”, dice Manuel con prisa, sin detenerse.
“Gracias. Oye, dame un toque cuando salgas, que estaré por aquí y nos tomamos unas cañas”.
“No sé qué hare, pero si decido liarme, te doy un telefonazo. Chao”. Manuel desaparece por la puerta del teatro y Pablo M da unos pasos hasta la entrada de otro bar donde los abuelos ya han terminado la partida y lentamente empiezan a abandonar el local. Un par de siniestros acaban de entrar y piden unas cervezas mientras miran de reojo la mesa que los abuelos están desalojando. Pablo M, sediento a más no poder, echa un vistazo al Palentino que está a rebosar. Sigue sin entender por qué la gente prefiere el Palentino: tan cutre, tan feo, tan lleno de humo y atestado de gente, cuando el bar de al lado está siempre tan vacío, tan tranquilo, “con abuelos que tiran con mala leche cartas sobre un tapete verde mientras beben anís en copas pequeñas. En fin, la puta paz”. En la barra del Palentino, cerca de la entrada, al lado de la máquina del tabaco y debajo de la tele, están sentados los zombis habituales del barrio; tipos siniestros con tatuajes emborronados en las manos, amas de casa que, a Pablo M, delgado en extremo, “soy un tirillas”, le parecen terriblemente gordas y feas, y yonkis desdentados de mirada loca.
“Y digo yo, que para qué me molesto en usar condones cuando me cepillo a alguna periquita si luego bebo en el mismo vaso que ha bebido toda esa gente asquerosa”. Un marica con un chándal Adidas blanco y un pañuelo palestino al cuello, que camina muy estirado y apretando el culo, pasa cerca de él, a propósito. Lleva sujeto por una correa a un perrillo diminuto que no deja de tiritar y de dar saltitos muerto de frío, y Pablo M se ríe del pobre perro, aunque siente cierta lástima por él. El marica lo mira con ojos golosos y Pablo M, con su rostro demasiado juvenil, casi sin barba y con su pelo tan rubio, casi dorado, y al que le pone nervioso que le miren los hombres de clara orientación homosexual, gira perturbado la cabeza, apartando la vista a la vez que finge estar esperando a alguien. Cuando termina con la chusta del porro, ya no tiene sed, ahora siente un hambre atroz, le suenan las tripas, y siente verdadera ansia por comer, por engullir, todo por culpa del porro. Al final, pasa de entrar a ninguno de los dos bares. Va directo camino del Kebab.