XI.- La vida da muchas vueltas, pero es que a algunos siempre nos pilla debajo, vuelta tras vuelta, que debe de ser cosa del amaño de algún bergante para que la rueda siempre nos toque en la peor parte que el muy fullero parte y reparte. Que va a ser eso, me he dicho mientras me acerco a la ventana para asomarme a este escenario de asfalto y hormigón por donde la ciudadanía anda improvisando esa obra tan vanguardista y transgresora en la que los protagonistas comen, follan, duermen, trabajan, cagan y se reproducen como en la vida misma que uno, por cierto, ya tiene vista y vivida, en cabeza ajena, entre una muerte antes de nacer y otra muerte después de morir, vuelta tras vuelta, quedándonos sólo en el entretiempo la añagaza de echar mano de la imaginación, dejarse llevar por la imaginación, vivir de la imaginación siempre y cuando no te pases de iluso como ya nos tienen dicho y encomendado.
- Tú lo que tienes es mucha imaginación.
- Sí, es que de pequeño me he masturbado mucho.
Pero ahora será mejor que me calce la sonrisa de más vestir para enmascarar que la única esperanza que nos queda radica en encontrar un lugar en el que nadie te salude por tu nombre. Excepto las mujeres, claro. Aunque quizás no, sabe usted, porque ellas te mirarán primero a los ojos, luego a los zapatos, sumarán, dividirán entre dos y extraerán la puntuación, el algoritmo neperiano del número (e) y el resultado final: «Con éste ni a misa», se dirán, mientras se apartan para que pases. Los hombres no, claro, porque los hombres somos más nobles, menos enrevesados y miramos siempre al mismo sitio. Y desde el primer momento. Aunque tengamos que volvernos por la calle para mirárselo. Somos menos falsos, mucho más sinceros.
Al menos un servidor, desde luego, porque cuando sólo te guareces bajo unas pocas certezas como que te vas a morir, que Dios existe y que la tortilla de patata es con cebolla parece más atinado seguir tachando un día más en el calendario, vuelta tras vuelta, aunque caigas otra vez debajo porque ya sabes que en el desierto no hay atajos y que la dicha solo te la permiten alguna vez, con reparos, cuando estrenas las botas de agua y las metes en todos los charcos; de niño, mayormente, porque de mayor se te encaran malmirados. Y entonces volvemos a donde estábamos; es decir, a aquello tan ordinario de andar uno dándose a la perquisición metafísica sobre si la vida tiene sentido o si después de la muerte viene más muerte. O quién ha sido el que ha convencido a las mujeres de que las leyes físicas quedan suspendidas en el interior de los armarios y que en ellos caben todo lo que ellas quieran meter, que esa es otra, claro, además de todas esas cuestiones de mucha miga y cuantía que te enfoscan, te hartan y te incitan a bajar a la vida, a la calle, por la que poco después camino entre adoquines y bolardos hacia aquella plaza catedralicia que, una vez que he cruzado, me asoma a una de las grandes avenidas con las que la ciudad se encajona con brochazos tendidos de asfalto y empinadas pinceladas de erizado hormigón en el que 600.000 ciudadanos insisten en comer, dormir y cagar, mientras algunos de sus congéneres escriben de ello en verso endecasílabo y lo llaman poesía.
Y he seguido por la acera abriéndome paso entre una concurrencia que viene apretada y ceñuda con sus papeles, sus teléfonos móviles o con los atiborrados carritos de la compra que me obligan a apartarme para seguir mi camino amparado en la hospitalidad de los fraternos consejos de Zara, El Corte Inglés, Cocacola o Vodafone que me amparan filantrópicos de vuelta al piso pues había pensaba visitar a la madre de la que fue mi chica por si sabía algo de ella, pero por el camino me he desdicho de mis propósitos porque de pronto he caído en que es probable que ella ya ni se acuerde de mí, de cuando anduvimos por la localidad de el Argaz y «fuimos lo que fuimos», según he oído cantar al dúo Maldeamores por la ventanilla de ese coche junto al que he pasado, de vuelta a casa, decía, donde sólo me recibe el perro que ladra y mueve la colita mientras me acomodo en el sofá con otra certeza apilada a las que ya amontonan polvo. A saber: que mañana será el mismo día y que quizás sería de más avío cultivar la resignación laica volteriana de trabajar y no pensar como única forma de hacer la vida llevadera mientras te rebozas con un pizca de fútbol, un puñado de trabajo, una miaja de sexo, un pellizco de toros, otra cucharadita de trabajo, un buchito de Lexatin, un toque de playa y una tacita de eutanasia. Y FIN de la cadena de producción animal, con esquela mortuoria que nos hace por fin humanos. Así que uno prefiere la pócima de la poesía del poeta ciezano Aurelio Guirao:
Pero a mí, ¿qué me importa que suban mis despojos
por la savia de un árbol y asomarme en cerezas?
No hallaré mi sabor en ajena garganta
ni hallará mis paisaje perdidos quien las muerda.
Una poesía que te puede reconfortar mientras viajas hacia la muerte amenizado con esa otra orquesta filarmónica del programa de televisión conocido como Gran Hermano en el que la ciudadanía se encierra en una casa para que sus papatostes vidas sean retransmitidas en directo a los demás mindangos que las miran maravillados desbordando todas las marcas de audiencia bajo el epígrafe de la telerealidad, la cultura popular que siempre hemos exigido a los gobiernos, y que uno no entiende porque no atino a explicar cuál es el cominillo, la inquietud intelectual, por ver a unos medianías que de encontrártelos a tu lado en una mesa de una cafetería les dirías que bajaran la voz, por favor, bajad la voz, porque molestáis con vuestras anodinas vacuidades garbanceras de monos humanos que siguen vivos y encantados de la vida cultivando su jardín, tal y como postulan algunos filósofos o escritores cuando nos acunan con el arrullo de que la vida no tiene porque tener sentido. Cierto, sabe usted, porque viendo a la ciudadanía televisiva de Gran Hermano se acredita el agüero pues estos nenes tampoco le buscan sentido a su existencia: la viven y tan felices en su anodina felicidad animal como la de esos otros papahuevos que procuran siempre encontrarle un sentido al sinsentido para no encontrarse en cueros, y sin tabiques, pues el razonamiento es obvio: si después de la muerte sólo hay más muerte la vida no tiene sentido y habría que plantearse el problema filosófico del suicidio (Camus), por lo que estos cursiprogres de los que se descojonaba Larra porque no creen en Dios al querer aparentar que son hombres de luces, se ven obligados a encontrárselo para justificarla, para que la renumeración esté en esta vida. Y es entonces cuando aparece esa valeriana de que la vida es maravillosa y hay que apurarla hasta el último segundo porque «la vida sabe bien», tal que nos aconsejaba la Cocacola, sabe usted, porque se conoce que no hay forma de razonar con estos gurripatos sin que lleguemos a los publicistas de la Cocacola. Tantas alforjas filosóficas con Aristóteles, Platón, Pascal, Kierkegaard, Heidegger, Nietzsche, Kafka, Camus, Sartre, Beckett y demás tropa cariacontecida, para que por fin arribemos a Itaca: a que el marketing de la Cocacola nos lo explique todo de un brochazo y muy clarito: La vida sabe bien.
- Deberías hacer caso a Woody Allen cuando en Hanna y sus hermanas, se pregunta qué pasa si no existe Dios y sólo vivimos una vez, ¿no te interesa esa experiencia?, ¿no te interesa disfrutar la vida mientras dure?
- Sí, con un matasuegras. Voy ahora mismo a comprármelo.
En un entrever, claro, doctora, pero no me interrumpa que me descarrilo y se me pierde el hilo, el ovillo y hasta las agujas del ganchillo, porque además no es completamente cierto todo esto que digo porque uno si ha visto un atisbo de claridad junto a aquella chica a la que había conocido en el Argaz, cuando acudí a aquel rincón de la región de Murcia, en la entrada del Valle de Ricote, para desenmarañar el enigma de un tesoro que parece que había quedado oculto bajo una Chinica que cayó del monte y aplastó una casa partiéndola por la mitad. Pero eso fue entonces, hace tiempo, porque no había vuelto a saber nada de ella y a la sazón me entretenía tirándole unos cacahuetes a la ciudadanía encerrada en la jaula de Gran Hermano aunque chocaran contra el televisor y no les llegaran. Una lástima, porque hubieran gozado una enormidad con su felicidad animal de no buscarle sentido a la vida porque la vida no tiene porque tenerlo, joer, que mejor le devolvemos al perro la caricia y cambiamos de canal a este otro en el que nos informan de que sigue cundiendo otra enfermedad que es más mortífera que el cáncer (el hambre), sin que la Ciencia haya dado aún con la medicina/mendrugo que la palie.
Y entonces, en el entretiempo, apagaremos la televisión, correremos el telón, abriremos la cama y rezaremos otra oración más oportuna que aquélla otra de cuatro angelitos tiene mi cama. Veamos:
No dejar sentimientos entrañables,
importantes legados culturales,
desconsolados pésames,
ni recuerdos imborrables.
Amén.
Y ahora dormir; quizás ensoñarte con aquella chica del pasado para revivir cuando anduviste con ella por el hotel de Las Delicias del Argaz en el que solías quedarte embobalicado de su peculiar atractivo con el pelo cortito a lo chico que te gustaba lavarle y secarle, para llevarla luego en brazos a la cama donde le ponías la música de Leavin’ on Your Mind de Patsy Cline, antes de sentarte a su lado para peinárselo con los dedos y olérselo hasta lo más profundo del mar. Y decirle que la querías, que ese día, hoy, se te ha olvidado decirle que la quieres, y mucho, mientras le besas la nuca y las mejillas, y le sigues acariciando su pelo negro cortito para seguir soñando que no amanece, aunque algunos se empecinen en que mañana puede ser otro día.
Igual que este, por cierto, porque al despertarte adviertes que te han echado otro día más al costillar y que, como siempre, no será ni bueno ni malo: sólo otra calcomanía del anterior en la que tendrás que acudir al trabajo para ocupar la misma mesa frente al mismo cuadro, si no tienes que acudir a entrevistar a los vecinos de un joven que ha muerto en accidente de tráfico para que te digan aquello de que era una bellísima persona, un chico muy trabajador y amigo de sus amigos, que quería mucho a su madre, que estaba al corriente de las cuotas del partido y que estaba ahorrando para casarse con su novia de toda la vida. Una historia conmovedora, como la vida misma, que suele gustar mucho por este solar en el que un día te pondrán el aire acondicionado y meses después te lo quitarán. Otro día mirarás para la ventana y verás pasar a la banda de música que loa al Patrón. Otro día verás desfilar a los niños que cantan villancicos y días después pasarán las bandas de tambores y cornetas que pregonan la Semana Santa, antes de que enciendan otra vez el aire acondicionado y de que meses después te lo vuelvan a quitar porque tenemos que limpiar el panteón por lo de Todos los Santos. Luego adelantarán la hora. Y meses después la atrasarán.
Van como locos.
¡Luz, más luz!, pedía Goethe en su lecho de muerte; pero mientras nos llega el candil, en el entretiempo, habrá que esconder las botellas de whisky por la cisterna del váter o quizás llevarlas a casa para dejarlas bajo la cama y que cuando despiertes y te acucien los temblores, puedas calmarte en la farmacia de guardia y empezar de nuevo el círculo vicioso, aunque sin vicio, que te llevará a la realidad de unas calles por las que todavía lucen las farolas, según ves cuando has bajado a desayunar en el primer bar que encuentres abierto y que suele localizarse por las afueras, por las estaciones de servicio que abren antes para atender a los trabajadores que madrugan, si la ansiedad y los temblores de las manos no te han precipitado y tienes incluso que esperar a que las abran aquí mismo, apoyado en la pared, mientras esa jovencita tan guapetona que pasa cargada con cubos de la limpieza te mira fijamente sin que te sonrojes por su ojeada porque ya sabes que no se fija en ti porque seas guapo, porque estés muy bueno o porque quiera tener un hijo tuyo, sino que te mira porque es probable que lleves la bragueta abierta.
Y bajas la cabeza.
Y sí, llevas la bragueta abierta, qué contrariedad, mientras oyes el estrépito al subir la persiana y entras al bar para tomártela de un trago, sí, gracias, póngame otra, por favor, que he de acudir sereno al trabajo donde me sentaré frente a la ventana, miraré el reloj, maldita sea, porque todavía falta para bajar de nuevo al bar y tendré que roncear con los papeles, mirar el reloj y ver que todavía falta para bajar, joder, joder, mientras sigo traslapando carpetas indiferente al tute que se traen los demás, sabe usted, porque cuando te esfuerzas en seguir vivo, en el entretiempo, no reparas en el aguachirle de cómo se han de distribuir las revistas en esta sala de espera a la que llaman vida y en la que aguardas el trasbordo hacia la muerte, puerta a puerta, mientras trabajas para comprarte una cama mejor en la que descansar más para trabajar más y ganar más para poder ahorrar más y comprarte una cama mejor en la que morir descansado y cumplido.
- O sea, que no somos nadie.
- Sí, más o menos, porque como decía Juan Carmelo del Carmelo, la verdad está en cagar en cuclillas en el campo y en limpiarse el culo con un piedra.