LA MUERTE DE DON QUIJOTE
Imagínense, un hombre normal, bajito y rechoncho, casado, con hijos, campesino pobre pero honrado, y además cristiano viejo vive Dios. Trabajador por necesidad pero holgazán vocacional pues no hay mayor paraíso para mí que una gran siesta al lado de una buena lumbre, calentito y con el estómago lleno, como manda Dios pues ya les he dicho que soy cristiano viejo. Mi nombre es Sancho y como ven vuestras mercedes, soy un hombre normal.
No ha mucho tiempo aconteció que me fui a correr aventuras con un caballero andante, parecía sacado de una novela, y me fui con él como digo en busca de poder y de gloria aprovechando así para salir de mi monotonía. Se llamaba este buen hombre Alonso Quijano el Bueno, valga la redundancia, para más gloria Don Quijote De La Mancha, pues La Mancha era su patria.
El caso es que este caballero ya hace unos días que está muerto y enterrado, para descanso de su alma y de mis costillas, pues con él sólo recibí palos y más palos, que como bien dicen por ahí a falta de poder y de gloria buenas son tortas. No puedo negar que a raíz de su muerte mi estado físico a mejorado sensiblemente, ya no tengo moratones ni costillas rotas, la gente no me persigue ni me insulta y hasta he engordado gracias a los cocidos de mi mujer. Pero algo martillea mi conciencia todos los días, y son sus palabras el día de su muerte, las cuáles me gustaría compartir con ustedes pues algo me dice que si no lo hago el mundo perderá un tesoro.
Sí señor, me acuerdo como si fuera ayer, estaba tendido en una vieja cama, en una habitación oscura, solo, cansado, delgado y demacrado. Se respiraba tristeza por todas partes, y allí estaba yo sentado a su lado, en un pequeño taburete viendo cómo aquel hombre amargado daba su último suspiro.
- Sancho, Sancho- comenzó- ¿viste en que estado me encuentro?
- Sí, mi Señor. Pero no se preocupe usted, que en peores plazas ya hemos toreado.
- Te equivocas Sancho. Como tú bien dices, mal lo hemos pasado, pero esta vez se acabó. Ni quiero ni puedo levantarme de esta cama más. ¿Ves a qué me ha conducido todo? ¿y de qué me sirve? Salí en busca de fama y en verdad te digo que allá por donde pasé, amor y odio provoqué, mas nunca indiferencia. Y sin embargo, nadie se acuerda ya de mí. Defendí y luché por causas perdidas, y efectivamente las perdí. ¿Romanticismo? ¿Locura? Llámalo más bien ingenuidad o tontería. Pura tontería. Ya ves, me enfrenté yo solo contra gigantes que al final no resultaron sino simples molinos de viento, pero ¡qué más da! si yo pensaba que lo importante era luchar, y en el fondo nunca iba solo, siempre me acompañaba en mi pensamiento mi bella Dulcinea. ¡Ah! Dulcinea, Dulcinea. Y tú dices que es una fulana con dedos de labradora, y probablemente tengas razón como en tantas otras cosas, y sin embargo, ¿has amado alguna vez a una mujer en silencio? Porque yo amé, Sancho, a pesar de no haberla tocado nunca ni uno solo de esos dedos que tú dices de labradora pero que para mí eran más delicados que los de cualquier princesa. ¿Y no era princesa, dices? pero ¡qué más da! Lo importante es que yo así lo creía y eso me dio fuerzas para cometer, encomendándome a su nombre y al de Dios, los actos más valerosos jamás hechos por un hombre. Actos que al final se quedaron en simples tonterías, pero que para mí eran la razón de mi existir. Y digo tonterías, Sancho, porque a quién le importa hoy día defender la justicia y el honor, ya ves de que me sirvió a mí.
¿Fama y gloria? ¡No! Cuando hablan de Don Quijote, si es que todavía no he pasado al olvido, hablan de un loco, pues de locos es luchar por lo que no ves, soñar con tesoros que no existen, querer sin ser querido... o también de un incomprendido, por defender valores que la gente no entiende, amargado, desesperado, triste y cansado por pasarme toda la vida apostando siempre al mismo número, al número perdedor.
Ya me ves Sancho, vuelve con tu mujer y con tu vida, cultiva tus cebollas y tus nabos, nunca digas una palabra más alta que otra y muérete tranquilo. Y pasarás por esta vida como yo, sin que nadie te recuerde, con la diferencia de que tú disfrutaras de las cosas de este mundo y ni siquiera tendrás que preocuparte por entenderlas. Sí, Sancho, vive y muere tranquilo y olvídate de mí...
Y así fue, que no sé si iba a continuar hablando, pero el caso es que ipso facto la espichó "in situ" y de repente, como si Dios le hubiese dicho "déjate de rollos y sube ya", y ahí me quedé yo pensativo pues. Amargura, soledad, engaños y desengaños, amores y desamores, anonimato, causas perdidas y al final de todo, morir a oscuras en una habitación más vieja que Matusalén. Pensé en mi vida, en mi mujer, mi casa, mis hijos... todo me dio vueltas y de todo dudé, mas al final sólo una cosa tuve clara: yo quería ser como él.