SE NOS FUE DE LAS MANOS
La voz aséptica de tu marido te dice que este fin de semana tampoco estará en casa. “Se trata de trabajo”.
Ahora se llama así, irse a pasar el fin de semana con su amante, debe ser un trabajo muy rentable para su ego.
No dices nada, en esos momentos le odias demasiado para contestar.
Estás llorando delante de un programa de cazatalentos, te emocionan los abrazos, el llanto de los concursantes al ser elegidos, el llanto de los concursantes al no ser elegidos.
Mira a tu alrededor, pregúntate por qué en tu vida no hay abrazos.
“¿Por qué en mi vida no hay abrazos?”
Pregúntale a él por qué ya no os abrazáis nunca.
“¿Por qué nunca nos abrazamos?”
No te responde, se limita a mirarte desde su sillón de piel con cara de mocasín caro. Hace rato que está leyendo no sé qué informes de su empresa.
Piensas “Maldita sea, por qué tiene que tomarse tan a la ligera una pregunta que para mí encierra tanta profundidad.”
Sácale la lengua.
Le sacas la lengua. No te ha visto hacerlo, pero has sentido por un momento que rescatabas a la niña pecosa que fuiste una vez.
“Me voy a la cama, mañana trabajo” Te dice con desgana.
Ignora su tono, ignora el hecho de que de repente ya no le guste que tú trabajes en casa.
Hace un tiempo era divertido encontrarte en casa semidesnuda cuando él volvía del trabajo y os revolcabais sobre la moqueta del salón, entonces tenía el detalle de ponerte la almohada grande debajo, para que no te doliese su peso. Era un gesto que te gustaba. Su peso de entonces no es nada comparado con lo que te pesa su ausencia de ahora.
No puedes romperle la cara. Pero puedes romper sus lociones pro-amantes, su antiséptico familiar, su repelente de esposas. Hazlo furtivamente, mientras está en la ducha.
Dale las buenas noches y procura que no note que te duele tanto su indiferencia.
“Buenas noches, cariño, que descanses, miserable reptil, traidor”
Ya está, no ha sido tan difícil, sabes que ha subido la escalera sin escucharte. Oyes cómo entra en el baño, cómo se lava los dientes, cómo hace gárgaras, cómo se inspecciona las nuevas canas que le añaden más estatus a sus sienes, cómo saborea el triunfo que la edad confiere al atractivo de los hombres.
Percibes cómo manda a hacer puñetas tus ganas de estar con él.
No tienes conciencia del momento en que empezaste a convertirte en la simple maquilladora, en la que le compraba las cremas rejuvenecedoras, la que le planchaba, y le mantenía la comida caliente, ni siquiera recuerdas cuándo perdiste la virginidad de tu autoestima, la elegancia de tu dignidad, la originalidad de tu vida.
“Tengo otra reunión de negocios, no me esperes despierta” Otro día de mentiras que compartes con él.
Nunca el sexo se ha reunido tanto como con tu marido.
“Deja de tratarme como una tarada” Piensas.
“No pienses eso, acuérdate de lo que dicen… si piensas que lo eres, terminarás tarada” Te dices a ti misma.
Felicítate por tu dosis diaria de autoayuda. Los libros se han convertido en tus caballeros andantes, los llevas a todas partes contigo, a la cocina, al retrete, a la habitación desierta, al sofá reclinable con vistas al abismo… Lástima que hayas olvidado cómo se lee, sin escuchar la voz de esa conciencia tan insoportable que reverbera en tu cabeza. Tienes que conseguir vaporizarla, acallarla para que te deje leer tranquila.
Hay un mañana. Mejor, hay un ahora. Empieza a cambiar algo diminuto para que todo empiece a cambiar de nuevo. Inventa un efecto dominó para tu vida. Es la última frase que has leído.
No lo leas solamente, dilo en voz alta:
“Voy a empezar a cambiar cosas diminutas para que todo empiece a cambiar de nuevo”
No lo leas solamente, créetelo.
Has suspirado.
4:30 a.m.: Te has despertado sobresaltada. “¿Dónde está la luz?” Te preguntas desorientada. No busques el interruptor. Estás en el sofá, ¿de dónde crees que te viene ese dolor de espalda?
Estás fría. Él duerme arriba en la que era vuestra cama. Qué pena que no te guste dormir allí desde que se ha vuelto un extraño.
“Es verdad” Piensas.
Hoy ha vuelto a amanecer a pesar de todos tus pronósticos de que no va a ser un buen día.
En la cocina él sigue leyendo, parece que todo lo que toca se convierte en interesante, quizás por eso no te toca.
Respira. Haces una inhalación prolongada de aire. Podría pasar por ser una respiración, pero es un suspiro en toda regla.
“¿Qué te pasa?” La pregunta que hace él, va dirigida a ti porque no hay nadie más.
Miéntele “No me pasa nada. Es que he pasado mala noche”. Le dices sin mirarle.
“No me esperes levantada. Vuelvo a tener una larga noche de reuniones”.
Dedícale una sonrisa buena.
Ha sido una sonrisa maliciosa. No importa, él no despega los ojos del periódico.
Has ido a su trabajo, te quedas en el coche toda la tarde, te lo ha dejado una amiga de las buenas, de las que te dejan el coche porque saben que tú lo necesitas más que ella. Nadie te ubica dentro de un Ford Skoda azul metalizado. Nadie te espera detrás de unas gafas de sol con cristales de espejo, ni debajo de un gorro de lana. A nadie se le ocurriría ubicarte en el papel de la esposa detective. Nadie te espera en ese lugar, por tanto, nadie te reconoce.
Vigila. Conoces la mitad del objetivo. Él. Te falta la otra mitad. Ella.
Alguien está discutiendo con alguien por la radio, en la emisora se encargan de eliminar las palabras malsonantes, las disfrazan de un pitido agudo, “qué práctico sería hacer eso en nuestro día a día” “Las palabras envenenan, se clavan como dardos y tienen el mismo efecto que el sol en la memoria de la piel”. Piensas.
20:15h: La parte del objetivo, él, acaba de salir del edificio. No camina como quien le gustaría ganar un premio, sino como quien va a recogerlo.
Entorna los ojos. Puedes ver su premio a tres metros de él. Es condenadamente guapa, ¿verdad? Hasta tú tendrías una aventura con semejante criatura; cabello liso, cabello largo, cabello meditativo…, de repente te das cuenta de que ella es la protagonista de todos esos anuncios que han ido invadiendo todos tus sentidos desde niña.
Ya sabes quién retoza sobre las moquetas caras de los hoteles de ensueño con tu marido. A ti te toca un polvo mediocre de vez en cuando. Él se sacude sobre ti mientras piensa en la otra. Estás harta de los polvos mediocres.
Decides seguirlos. Van en coches separados. Llegáis hasta uno de los hoteles de la cadena Solitary star, ella es la star, tú la solitary. Te sonríes por la poca gracia de tu chiste malo, pero te hace gracia que puedas permitirte el lujo de bromear sobre esto.
La verdad es que hace tiempo que no bromeas por nada. Sueltas una carcajada. En un recóndito y lúgubre rincón de ti misma te estás asomando a un espejo. Puedes cambiar lo que ves. ¿Por qué no? ¿Y si miraras desde dentro del espejo?
Alquilas una habitación continua a la de ellos. No es barata, pero tienes tu propio hidromasaje y un mueble bar bondadoso. Te preguntas si el sexo será mejor en habitaciones caras, en habitaciones donde no tiene cabida la rutina.
Sales a tomar aire a la terraza, ellos están en la de al lado, reconoces la voz casi irreconocible de tu marido, oyes su risa empastada a la de ella. Los vigilas por una de las ranuras. Bailan agarrados, él le está acariciando las nalgas, se las aprieta contra sus caderas. Te entra la tos, no puedes creer lo que estás haciendo, te atragantas con tu propio asombro.
Quisieras matar a ese cabrón, no sólo porque te engaña, sino porque te engaña con clase, gastando el dinero que debería ser para esos viajes que ya no hacéis, para cambiar la cocina que sólo usas tú, para comprarte un vestido bonito que…para algo de todas esas cosas que mereces tener.
Les ves entrar en la habitación, y desde tu escondite no podrás verlos.
Espera, ¿estás preparada para hacer de mujer araña? Por tu forma de moverte es evidente que no lo estás, pero saltas al otro lado. En el intento, la gabardina azul cielo que él te regaló cuando aún te amaba, se engancha en uno de los hierros de la barandilla. Te mueves o al menos lo intentas. El abismo de los veinte pisos que te separan del asfalto te provoca vértigo hasta las nauseas. ¿De quién te despedirías ahora si pudieras? No te viene nadie a la cabeza, qué cosas. ¿Aplastada sobre el asfalto o mejor ahogada con tu propio vómito? Eso sí lo tienes claro, prefieres el asfalto.
Te coges fuerte de la barandilla y en un intento desesperado por saltar al otro lado, te quitas la gabardina que cae al vacío con las mangas extendidas, abrazando las múltiples variables de tu existencia que todavía no se han manifestado.
La gabardina baja como un paracaídas con brazos de fantasma. Se desliza sobre la masa caliente del aire contaminado y tú sientes que dejas marchar algo con ella. Quizás sea ese sentimiento de él cuando te la regaló y que aún tenías incrustado en tu garganta.
Por fin lo has conseguido, estás en la terraza donde minutos antes ellos estaban bailando. Miras a través de la gran ventana que da al dormitorio, ellos no pueden verte. La rubia está acostada boca arriba, no reconoces las nalgas de tu marido, ni sus movimientos rítmicos y repetidos. Nunca lo habías visto desde ese ángulo. Te parece ridículo, grotesco, lamentable.
Cuesta hacerse a la idea de que a tan sólo unos kilómetros de allí, debías estar sola, en tu casa, utilizando tu autoestima de felpudo, mientras te imaginas lo que está haciendo tu marido. Cuesta darse cuenta de que no es él quien te engaña, sino alguien más cercano a ti. Di, ¿cuándo empezaste a engañarte a ti misma? No sabes, no contestas.
No puede ser verdad que estés en una habitación tan cara y que hayas saltado por la barandilla de una terraza para ver a tu marido retozando con su amante.
No puede estar pasando, pero sí, son cosas que a veces pasan. Como perder al perro de la vecina que estás cuidando y encontrarlo en el momento que coincides con ella en la calle, o perder el avión y enterarte una hora más tarde de que lo han secuestrado cinco piratas aéreos.
Te llama la atención algo que te deja boquiabierta, la bella y provocativa rubia lo está estrangulando tirando de la corbata que tu marido luce en el cuello. Es la que le regalaste para uno de sus cumpleaños, aunque ya no recuerdas si en esta ocasión todavía te amaba. Lo está estrangulando mientras cabalga enloquecida. No haces nada. Él gime y se arquea con el cuello hacia atrás, mientras ella consigue que todos los orgasmos del mundo parezcan pequeños y ridículos al lado del suyo.
Han terminado. La mujer se dirige hacia una puerta que supones es el baño, él se ha quedado en la cama, ridículamente vestido con su corbata para la ocasión. Sabes que está muerto porque al levantarse ella, el cuerpo desnudo de tu marido ha resbalado hasta quedarse desparramado sobre la moqueta, tiene las venas del cuello hinchadas, llenas de sangre colapsada.
Nunca te ha parecido una corbata un complemento tan poco elegante. Reconoces su cuerpo, pero tú te sientes una extraña en el tuyo. Los ojos que se le han quedado excesivamente abiertos, se cruzan con los tuyos, te miran como espantados de descubrirte allí, como si pudieran verte por primera vez después de tanto tiempo.
La rubia amante sale del baño, todavía medio sonríe, pero se tapa la boca con ambas manos, vuelve a emitir sonidos guturales que ahora son distintos.
No dices nada.
Vuelves a saltar la barandilla que separa una terraza de la otra. Esta vez sin problemas. Tú cabeza está ocupada en otras cosas.
Te metes en la cama y buscas el canal de La tienda en casa. No te termina de convencer lo de los cepillos quita pelusa, las alarmas maravillosas o los cuchillos que cortan metales.
Hora: amanecer de un nuevo día.
La policía ha encontrado tu gabardina, la recepcionista te ha reconocido. Parece que en el registro de la habitación continua no figuraba el nombre de otra mujer, nadie se fijó en ella y eso que era preciosa.
Te traen un café. El interrogatorio será largo.
Piensas en la habitación cara, en el sexo de primera, en esa otra mujer capaz de perder el control por un placer inexplicable para ti.
Y entonces, cuando todos están preparados para usar sus estrategias, cuando ya se han repartido los respectivos papeles de polis buenos y de polis malos. Escuchas tu propia voz, decidida, firme, segura.
“Se nos fue de las manos”.