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Subiendo lentamente por el pasillo Martín Aguirre se encaminó hacia su habitación, ubicada al fondo; entró en ella y lanzó sus cosas sobre la cama. Acababa de llegar del colegio luego de los talleres de la tarde; fuera ya estaba anocheciendo. Se cambió rápidamente el uniforme por ropa más cómoda: unas amplias bermudas de grandes bolsillos, una remera de mangas largas y las infaltables zapatillas. Inmediatamente después de terminar fue a buscarse algo de comer.
La casa era grande y, una vez más, estaba solo.
Fue dejando las luces encendidas a medida que avanzaba por el pasillo y luego por la sala vacía, hasta llegar a la cocina. El año anterior había sufrido una extraña enfermedad que lo había dejado en cama inconsciente por más de una semana y desde entonces, a pesar de sus trece años, le provocaba un secreto espanto la oscuridad.
Sumado ahora a que ni su padre ni su madre ni su hermano Quintín se hallaban presentes, su aprensión se incrementaba.
Martín buscó hasta encontrar algo apetecible en la heladera y se sentó a comer frente al televisor encendido de la sala, sin prestar demasiada atención a lo que veía.
Últimamente, reflexionó, se descubría más atemorizado que de costumbre. Sentía el presentimiento de que fuera a realizarse algo o, más exactamente, como si él tuviera que hacer algo y temiera llevarlo a cabo. Tenía una sensación extraña, como si no estuviera cumpliendo con una misión; y cada mañana despertaba diciéndose “No lo hice”.
Martín tomó un largo sorbo de gaseosa. Aquella era una muy incómoda sensación y luego de considerarla durante días había llegado a la conclusión de que estaría motivada por el colegio: él nunca estudiaba lo suficiente y cada día salía de casa con alguna tarea incompleta.
Martín suspiró. Siendo así, era indudable que tendría que acostumbrarse a vivir por siempre con esa sensación.
Al cabo de un tiempo engulló su último bocado, se puso lentamente de pie y apagó el televisor. Ya habían transcurrido dos horas y nadie más había regresado a casa.
Dejó las luces encendidas y se fue a dormir.
***
La puerta se cerró por detrás y Martín permaneció algunos minutos de pie, apoyado en ella.
Se hallaba, una vez más, de pronto en el Cubículo.
La amplia habitación y el peculiar mobiliario no sufrían ningún cambio: una mesa triangular en el Norte, con una gran cantidad de imágenes; una alta mesa redonda al Sur, sosteniendo un minúsculo mapamundi; una mesa rectangular en el Oeste, con su pecera sobre ella; y la mesa sin forma definida, totalmente vacía, en el rincón del Este. En el centro de la habitación había una mesa común y corriente flanqueada por un par de sillas.
Costaba imaginar que gracias a esas sencillas mesas y objetos y entre esas cuatro paredes, pudieran conjurarse los poderes más extraordinarios.
Martín se alejó de la puerta dando unos pasos hacia el centro de la habitación, lanzando un desconsolado suspiro. No le resultaba fácil permanecer en el cubículo recordando las fantásticas aventuras vividas, extrañando a Gabur, su maestro y amigo, y sintiendo la urgencia por entender la misión de ser el Guardián del Rollo de Barsalnunna, que en ocasiones se volvía imperiosa.
Porque él sabía que como Guardián debía cumplir una gran misión: tenía que acercarse a los Elegidos de todas partes del mundo y de todas las épocas, viajando por el tiempo, para darles a leer el Rollo de Barsalnunna. También debía buscar al Segundo Guardián. Y por último, pero no por eso lo menos interesante, era preciso que aprendiera cuáles eran sus nuevos poderes, los extraordinarios poderes que le confería el Rollo.
Pero para cumplir con sus propósitos le faltaba sólo una cosa, aquello que hasta el día de hoy le resultaba imposible: leer élde una buena vez el Rollo de Barsalnunna.
Para que eso pudiera darse debía forzosamente salir de allí, alejarse de la seguridad del mal o bien iluminado cubículo y sumergirse en la oscuridad abrumadora de la inmensa Biblioteca que lo esperaba atravesando el negro y frío pasillo que mediaba entre ambos, donde encontraría el material necesario para estudiar.
No quería reconocerlo pero la absurda postergación de sus obligaciones era producto del miedo que despertaban en él el silencio y la oscuridad de ese pasillo. Aunque bien sabía que llegaría el momento en que ninguna excusa sería suficiente y debería dirigirse inevitablemente hacia allí.
Y ese día ya había llegado.
El muchacho se sentó junto a la mesa cuadrada del centro, inquieto y taciturno, a considerar el asunto.
Había recorrido ese pasillo una vez con el sacerdote Gabur, y lo recordaba largo, profundo y silencioso; en una palabra, tétrico. En aquella oportunidad habían avanzado iluminados por la enorme farola que, actualmente apagada, se encontraba bajo la mesa del Norte. Poseía la farola pero no le entusiasmaba la idea de utilizarla ya que su luz era insuficiente para abarcar algo más allá de dos pasos.
Por supuesto, contaba con los poderes del Rollo de Barsalnunna. Ya se le había ocurrido la posibilidad de usarlos para crear un eficiente y moderno sistema de luces en todo el pasillo y en cada anaquel de la biblioteca. Espantaría las pavorosas sombras y de ser necesario ahuyentaría también el silencio colocando estratégicamente equipos de altavoces que transmitirían música moderna y adecuada.
Transformaría el vetusto y atemorizante edificio en un lugar acogedor y placentero. ¡Y ni qué hablar de la iluminación que haría surgir en el pasillo…!
Eso si pudiera controlar los poderes del dichoso Rollo.
Martín suspiró profundamente una vez más luego de sus cavilaciones y dejó caer la cabeza sobre los antebrazos.
Había gastado tiempo y esfuerzo en crear el sistema de luces. Una vez, intentando encontrar la forma de incrementar la luz, consiguió multiplicar las velas encendidas en el cubículo; iluminaban considerablemente pero casi se había ahogado con el humo y el hedor a cebo. Y Dala, la anciana que cada tanto iba por allí a limpiar el cubículo y cuyo amo era el enigmático dueño que jamás aparecía cuando él estaba presente, se había quejado de la cantidad de cera adherida a las tablas del piso. Otra vez había imaginado el cableado, las bombillas de luz, la música funcional y cuando ya creía que lograría su objetivo surgieron en las paredes guirnaldas navideñas de luces titilantes y musicales. Tardó luego como tres irritantes horas en hacer desaparecer todo aquello.
Sólo quedaba una última prueba y la llevaría a cabo aquel día.
Tomó la pesada farola de hierro y la colocó sobre la mesa. Luego, absolutamente concentrado en lo que deseaba (convertirla en una linterna), apuntó con el Rollo hacia el farol, murmurando unas palabras.
Al principio no sucedió nada. Pero sin desanimarse volvió a repetir su deseo una vez más, elevando la voz. Finalmente, respiró hondo por tercera vez, y pronunció su deseo como un ruego y casi a los gritos.
Martín lanzó una exclamación de triunfo cuando una moderna y reluciente linterna negra apareció donde antes descansaba el enorme farol.
–¡Fantástico! –se entusiasmó con un alarido de triunfo. ¡Lo había logrado! ¡Había conseguido controlar el poder del Rollo! Exultante contempló su proeza y probó que la linterna fuera potente iluminando cada resquicio de la habitación. Era una linterna fabulosa. Claro que luego tendría que devolverle a la farola su forma original porque pertenecía al dueño del Cubículo, y eso lo hizo vacilar unos segundos preguntándose si podría lograrlo; pero descartó sus recelos para más tarde. Ahora sí había llegado el momento de partir. Apagó las innumerables velas que daban luz al cubículo y comprobó una vez más el poder de su linterna. Se acordó entonces sonriendo de su amigo vikingo, Godofredo, conocido en su paso por tierras normandas varios siglos atrás. Godofredo, asombrado y temeroso al principio, había jugado con el rayo de luz que desprendía una linterna similar que creía un artilugio de los dioses. Seguramente ahora Godofredo estaría con el hechicero Olaf. ¿Se acordarían aún de él? Martín sabía por experiencia propia que en los viajes por el tiempo la memoria no resultaba buena compañera.
La fastuosa puerta de roble del cubículo giró suavemente cuando Martín la abrió. Ante su mirada surgió la boca negra del pasillo pero la hirió con su luz y las tinieblas desaparecieron. El pasillo se dirigía desnudo, oscuro y vacío, en forma recta hacia la entrada de la Biblioteca que adivinaba más allá.
Avanzó rápidamente; no se vislumbraba el final pero así como uno no mira al vacío cuando se encuentra a gran altura, él dejó de atormentarse con el inútil intento de horadar la oscuridad y se puso a observar sólo el haz de luz que avanzaba a pocos pasos por delante golpeando las paredes y el suelo. No tardaría en llegar. Comenzó a silbar por lo bajo a fin de mantenerse tranquilo.
De pronto algo llamó poderosamente su atención y se detuvo en seco.
Sólo había recorrido ese pasillo una única vez y no recordaba ninguna otra puerta salvo la del cubículo que acababa de dejar; sin embargo, allí había una.
De roble, enorme, tallada en arabescos. Se quedó junto a ella, absorto, preguntándose qué haría esa puerta allí y evaluando las posibles respuestas. Era probable que cuando caminaba junto al anciano, distraído en la charla o en sus pensamientos recelosos de las sombras, no la notara. Quizás la farola no había llegado a iluminarla; aunque lo dudaba: la puerta era enorme, imposible no percatarse de ella aún con media luz.
De todas maneras, una cosa resultaba evidente: si había una puerta, detrás encontraría algo.
Posiblemente otro pasillo o alguna habitación de la morada del dueño del cubículo. Siempre le había intrigado saber quién era ese hombre desconocido... También era lógico creer que tras esa puerta hallaría respuestas sobre esta extraña misión de ser el Guardián del Rollo de Barsalnunna; y él no podía dejar pasar ninguna oportunidad de develar sus secretos… Además, se moría de curiosidad por saber qué encontraría al traspasarla.
Si tuvo alguna duda, sólo duró una milésima de segundo.
La puerta, al igual que la del cubículo, no tenía picaporte y la cerradura, seguramente oculta entre los dibujos de la madera, no se distinguía. Decidió empujarla con fuerza; quizá no estuviera trabada.
No lo estaba. Al primer golpe se abrió con violencia tomándolo desprevenido y trastabillando llegó hasta el centro de una pequeña habitación, mientras la puerta volvía a cerrarse a sus espaldas.
–¡Eh! –exclamó una voz opaca en las sombras.
Martín recorrió con su luz el minúsculodormitorio que tan bruscamente se había abierto a su paso y descubrió un bulto que se removía bajo las frazadas de la cama. El corazón comenzó a palpitarle aceleradamente.
–¿Es que nadie deja dormir, aquí? –rezongó nuevamente la voz.
–¿Quién eres? –atinó a preguntar Martín.
Un sonido ahogado le confirmó que su pregunta había sorprendido al desconocido. Quien estuviera allí sacudió las cobijas y la cabeza rapada de un muchacho algo mayor que él surgió bajo ellas, los ojos rasgados abiertos en completo asombro.
–¿Quién eres tú? –replicó a su vez el muchacho prontamente.
Martín titubeó. No sabía con quien estaba hablando ni en que época se encontraba. Quizás el muchacho fuera el dueño del cubículo. Había sido una locura abrir esa puerta; más aún, había sido una enorme torpeza salir de la seguridad del cubículo. Intentaría volver rápidamente y desde allí regresaría sin demoras a su tiempo.
Había bajado la linterna al notar que su fuerte resplandor molestaba al desconocido y se hallaban los dos envueltos en la tenue luminosidad del halo de luz que chocaba contra el piso de madera.
–¿Quién eres? –preguntó nuevamente el muchacho.
–Soy Martín. ¿Y tú, eres el dueño del cubículo?
–Yo duermo aquí. ¿Eres uno de los postulantes? No te reconozco.
–Eh, yo...
–No podías traer una linterna –interrumpió el otro con gesto de reproche–. Además, ¿qué haces en mi habitación? ¿Por qué me despiertas?
–No sabía que estabas aquí. Ya me voy. Si ves a Dala, dile que lo lamento...
–No sé de quién me hablas. ¿Qué te sucede? ¿Dónde está tu habitación? ¿Vas para allá?
–No. Yo... simplemente me voy. Adiós.
–¡Eh! Espera –el muchacho saltó imprevistamente de la cama; Martín se sobresaltó e instintivamente colocó su mano dentro de la mochila, aferrándose al Rollo. El muchacho, en piyamas a lunares verdes y azules, lo encaró y habló en un rápido susurro–. ¿Te vas de aquí? ¿Sabes cómo irte?
Martín observó su rostro ansioso y la mano crispada sujetándole el hombro. Por un momento pensó en salir corriendo. El muchacho era mucho más alto que él, con rasgos orientales y parecía tener más ganas de irse de allí que él mismo.
–¿Realmente sabes cómo irte de aquí? –insistió el oriental.
–¿Por qué lo preguntas...?. –Martín necesitaba saber a dónde lo había transportado el Rollo; temía revelarle al muchacho su desconocimiento pero quizás haciéndolo hablar pudiera darse una idea.
–¡Es que ya no lo soporto! Esto es un verdadero tormento –el muchacho regresó a su cama y entró nuevamente en ella con gesto abatido–. No pensé que fuera tan duro... ¿Tú qué opinas?
–Eh..., ah...; algo así como tú...
–Despertarnos a las cinco de la mañana, vale; como nos obligan a acostarnos a las nueve. ¡Pero tener que hacer ejercicios a esa hora, en el patio... con este frío! ¡Es cosa de locos! Yo me levanto y lo primero que quiero es mi desayuno: cereales con leche, tostadas con manteca y mermelada...; no una hora de ejercicios gimnásticos o de meditación. Para colmo, a mí me tocó ayer la lección de Fortalecimiento. ¡Fortalecimiento, ja! –rezongó con sarcasmo–. ¡Me siento más débil que nunca! ¡Se creen que dejándote en ayunas te fortalecen! ¿Tú qué opinas?
–¿No te dieron de comer?
–¡Té de bergamotas, todo el día! ¿Sabes cuántas veces, desde que me acosté, tuve que levantarme para ir al baño? ¡Y el baño queda cruzando ese espantoso patio... con el frío que hace, y este viento que no para! Yo creo que voy a terminar con neumonía o algo peor si vivo un día más aquí. ¿Tu habitación dónde está, arriba?
–Yo, eh... vengo del fondo del pasillo...
–¿Del fondo del pasillo? –se extrañó el muchacho–. No sabía que hubiera otra habitación por aquí, aparte de la mía... Pero tampoco me adentré más allá, a decir verdad. Qué lugar horrible es este sótano, ¿y tú estás más al fondo? Te compadezco. ¿Cómo hiciste para entrar con la linterna? A mí me quitaron todo lo que traía menos la ropa interior, el peine y el cepillo de dientes. No sé para qué nos permiten quedarnos con el peine, si luego nos dejan rapados... Pero a ti no te han rapado; no es justo... –se quejó.
–¿Y por qué estás aquí? –le preguntó Martín, curioso.
El muchacho lo miró unos segundos y luego su rostro esbozó una simpática sonrisa y el gesto malhumorado de su cara se esfumó.
–Quiero ser un Maestro, por supuesto, ¿tú qué crees? –hubo un instante de silencio entre ambos–. Cuando los Monjes me convocaron, no lo podía creer. ¡Ser un elegido...!
Martín sintió un repentino cosquilleo; de pronto las palabras del joven chino cobraban interés para él. Según su misión como Guardián del Rollo de Barsalnunna, debía hallar a los Elegidos; quizá el oriental tuviera, al fin y al cabo, algo que ver con el Rollo.
–¿Elegido? –repitió con estudiada indiferencia.
–Quiero prepararme para ser el mejor Maestro. Pero no creí que tuviera que pasar por tantos sacrificios... –suspiró el muchacho con desconsuelo–. Cuando me llamaron para ingresar al Claustro y me explicaron las Lecciones creí sinceramente que podría lograrlo; pero me encuentro desanimado. Por ejemplo, ahora no deberíamos estar charlando, pero no soporto estar tanto tiempo en silencio... ¡Hace dos días que no hablo ni para pedir el pan en la mesa! ¡Y la comida es otro sufrimiento! Jamás tomé sopa, me repugna la sopa, ¿por qué a mí, únicamente a mí, me dan sopa? ¿A ti qué te dan de comer? ¿Tú qué opinas? Bueno, tú tampoco serás un buen Maestro –agregó con una sonrisa socarrona–. ¿No recuerdas las reglas, acaso? No debes salir de tu habitación hasta que no llegue a buscarte tu Consejero. No debes hablar. No debes poseer bienes materiales salvo aquellos que te proporciona el Claustro.
“¿Realmente quieres escaparte? –inquirió súbitamente–. ¿Cómo piensas hacerlo?”
Martín abrió la boca para contestar pero un hálito de viento helado golpeó su espalda estremeciéndolo, y giró la cabeza instintivamente.
Una alta figura espectral de larga túnica y rostro en sombras, tenuemente iluminada, se hallaba encuadrada en el marco de la puerta y ahora avanzaba con lentitud desde las tinieblas del pasillo hacia él, extendiendo su mano.
Martín lanzó un prolongado alarido de terror al ver la aparición. Su grito retumbó en las paredes del pequeño dormitorio y se sintió su eco en las rocas del corredor durante varios segundos.
Ni el muchacho oriental ni la figura encapuchada se inmutaron en lo más mínimo. El recién llegado terminó lentamente de entrar y cerró la puerta. Luego se bajó la capucha sobre la espalda. El rostro redondo de un anciano afable de cabeza rapada surgió bajo ella. Llevaba colgando del cuello una burbuja de vidrio con una pequeña vela encendida con la que se iluminaba sin necesidad de tener que utilizar sus manos portando un candelabro o un farol. Al ver la linterna de Martín apagó su luz de un soplido. Sus ojos rasgados y su boca se reían en silencio del susto que había provocado.
–Consejero. –El muchacho en piyamas fue el primero en hablar; volvió a ponerse de pie y lo reverenció.
El monje aparentó no hacer caso de la presencia de Martín y le respondió largamente al joven aprendiz. Martín no entendió palabra de lo que decía. El corazón le latía locamente. Aquella situación resultaba de lo más extraña y él se encontraba muy incómodo. Así pasaron varios minutos.
El muchacho en piyamas se mantuvo inclinado frente al recién llegado mientras éste le hablaba extensa y pausadamente. El gesto del monje era inexpresivo, por lo que Martín no supo deducir si lo sermoneaba por no cumplir las Reglas del Claustro, o qué.
La habitación resultaba demasiado pequeña para los tres. Martín, para retirarse (cosa que ansiaba poderosamente hacer), debía pedirle al monje que le diera espacio pero le cohibía la idea de interrumpirlo. Éste continuaba hablando en un idioma irreconocible, lo cual no dejaba de sorprenderlo: desde que poseyera el Documento los diversos idiomas ya no guardaban secretos para él y podía entender a cualquiera que le dirigiera la palabra. Pero esto que decía el monje era absolutamente incomprensible.
El muchacho oriental comenzó a sentir los efectos de la incómoda postura en la que se encontraba y sus piernas empezaron a traicionarlo. Cuando ya estaba a punto de desfallecer, el encapuchado dio sorpresivamente la media vuelta y se retiró.
Los dos muchachos al unísono dejaron escapar una exhalación de profundo alivio cuando vieron la puerta cerrarse tras él. El aprendiz de monje se dejó caer una vez más sobre la cama y golpeó sus muslos acalambrados. Martín, cuyo corazón latía violentamente, se sentó junto a él.
Volvieron a suspirar los dos, mentalmente extenuados.
–¿Qué te dijo? –quiso saber Martín.
–No lo sé –el otro se encogió de hombros–; jamás le entendí. Yo creo que estuvo tantos años sin hablar con alguien que ya ni recuerda cómo se hace. No dice frases coherentes, ni siquiera palabras... Inventa cualquier sonido y se cree que eso es hablar.
Martín asintió; siendo así se explicaba porqué no había logrado entenderlo.
–Estos monjes están chiflados –declaró en voz alta.
–Apuesto a que sí –coincidió el otro con convicción.
No terminaba de decirlo que nuevamente la puerta se abrió de golpe y ambos se sobresaltaron. El Consejero había regresado. El muchacho oriental se incorporó de un salto e inclinándose murmuró con reverencia:
–Consejero.
El recién llegado avanzó y luego permaneció en silencio. Ahora contemplaba fijamente a Martín quien, transpirando de inquietud mientras permanecía sentado en la cama, no sabía si debía ponerse de pie e inclinarse ante el monje, o mejor aún, desaparecer prontamente de allí. La mano sobre el Rollo era una tentación; con sólo pensar dónde quería estar, sería transportado hacia allí sin demoras.
–No lo hagas –exclamó el monje moviendo casi imperceptiblemente su cabeza.
Martín lo miró boquiabierto. ¿Respondía acaso a su duda interior o estaba tan trastornado que decía cualquier cosa sin motivo?
–Bienvenido seas, Guardián del Rollo de Barsalnunna –habló nuevamente el monje, saludando con las manos juntas a la altura del pecho e inclinando su cabeza ante Martín.
–¡Eh! ¿Cómo sabe...? ¿Cómo se dio cuenta...? –exclamó Martín estupefacto, poniéndose de pie tan de prisa que corrió el riesgo de dar un empellón al otro muchacho.
–Es un honor que hayas llegado hasta nosotros –el monje volvió a juntar sus manos y se inclinó nuevamente ante él.
–Sí, bueno... gracias. Pero cómo...
–Que los espíritus reconforten tu alma y premien con el éxito tu sagrada misión –y por tercera vez el monje saludó con sus manos unidas.
Martín se sintió obligado a responder de alguna manera y se inclinó desmañadamente juntando las manos. Luego encaró al encapuchado.
–Por favor, explíqueme qué sucede; cómo sabe quién soy...
El monje lo miró con sus ojillos risueños. El muchacho en piyamas aún continuaba inclinado junto a ellos aunque había ladeado su cabeza en un ángulo forzado para ver qué estaba sucediendo. Sus ojos expresaban toda la extrañeza que sentía, aunque no se atrevía a pronunciar palabra. El Consejero lo tocó en el hombro.
–Ya, ya; ya es suficiente, puedes sentarte. Siéntate tú también, Martín.
Los dos muchachos se sentaron uno junto al otro sobre la estrecha cama, en completo y asombrado silencio, aunque cada uno por motivos diferentes. El monje quedó de pie frente a ellos.
–Te hemos estado esperando, Guardián del Rollo de Barsalnunna. Kukuno Chao-chi necesita de tus palabras.
–¿Qué yo necesito qué? –interrumpió el de los piyamas con gesto confundido–. ¿De qué cuernos está hablando?
–No blasfemes, Chao-chi –le recriminó el monje. Luego continuó:–Ambos se han encontrado pues su destino señalaba que cruzarían hoy sus caminos. Pronto comprenderán la misión que juntos llevarán a cabo y todas sus dudas e inquietudes se esfumarán. La claridad de la verdad se hará presente en sus corazones y en sus mentes brillará el entendimiento –hizo una ligera pausa–. Chao-chi debe sumergirse en la fuente de la Sabiduría y Martín el Guardián crecerá en ciencia y poder.
Martín abría la boca en gesto de estupor y comprobó que Chao-chi se hallaba igualmente consternado. Pasaron algunos segundos.
–Chao-chi debe leer el Rollo –aclaró el monje.
–¡Ah! ¿Él es uno de los Elegidos? –preguntó Martín señalando a Chao-chi con el pulgar.
–Así es, Guardián.
–¿Debo mostrarle una de las hojas del Documento? –continuó Martín, dubitativo. ¡Chao-chi sería su primer Elegido y no quería cometer errores!
El Consejero asintió levemente y retrocedió hasta la puerta.
–Chao-chi, que el Gran Espíritu te ilumine –lo bendijo desde allí–. Esperaré afuera.
Al retirarse el Consejero, Martín extrajo el Documento, separó una de las hojas y se la mostró al extrañado muchacho que lo acompañaba.
Pero éste no estaba en condiciones de prestarle atención.
–¿Qué está sucediendo? –exclamó Chao-chi con recelo. Se había puesto de pie y agitaba los largos brazos, enardecido–. ¿Ahora resulta que tú eres qué cosa...? ¡Y estabas en complicidad con los monjes, además! –acusó, señalándolo enérgicamente con un dedo.
Martín sacudió la cabeza con un gesto y volvió a adelantar el Rollo hacia él.
–Escucha, Chao-chi –intentó solemnemente explicarle–, en esta hoja encontrarás la respuesta a las incógnitas de tu vida. Aquello que más deseas saber, te será revelado. Todas tus preguntas tendrán respuesta. Lee.
–... Y el monje habla, además –continuaba Chao-chi con alteración creciente–. Se ha estado burlando de mí todo este tiempo. ¿Por qué no me habló normalmente desde un principio? ¿Y qué es lo que tengo que leer? ¿Cómo es que tú me dices que las respuestas que busco están en ese papel? ¿Qué es ese Rollo? ¿Qué sabes tú...?
Martín, por toda respuesta iluminó con la linterna el pergamino ante los ojos estupefactos de Chao-chi.
–Léelo –musitó.
Chao-chi lo miró ceñudo y receloso un par de segundos y Martín sostuvo su mirada con calma. El joven chino, finalmente, posó la vista en el Documento.
Durante un par de minutos ninguno dijo una sola palabra. La expresión del oriental era indescifrable por lo que Martín no lograba deducir si el muchacho entendía algo de lo que leía o no.
Finalmente Chao-chi apartó los ojos del papel y miró a Martín con sorpresa.
–No puedo creerlo –exclamó
Releyó el Enigma una, dos, varias veces más. Sus labios se movían sin articular palabra. Finalmente se detuvo. Su semblante, al incorporarse, reflejaba una gran serenidad.
–... Gracias.
Martín enrolló las hojas con gesto ceremonioso y guardó el Documento. Estaba tentado de preguntarle qué había leído pero el Consejero ingresó nuevamente en ese momento, con premura.
–Vengan conmigo.
Los dos muchachos lo siguieron fuera de la pequeña habitación. Martín no reconoció ni la puerta ni el pasillo que recorrían, si bien éste era oscuro y húmedo como aquel que comunicaba con el cubículo. Por lo visto era cierto que se había transportado a otro lugar al entrar a la habitación del estudiante.
Cruzaron un amplio patio que los separaba del edificio lindante. Era de noche y hacía mucho frío. Los tres tiritaron.
El Consejero los condujo a un salón acogedor, con una estufa encendida y almohadones en el suelo. Éstos eran el único mobiliario.
Se sentaron sobre los almohadones y el Consejero comenzó a hablarles pausadamente.
–Kukuno Chao-chi, eres un doblemente elegido. Has sido llamado a esta Casa por tus dones y talentos y por la herencia que llevas en tu sangre. Eres hijo de una familia noble bendecida por los dioses y encarnas el espíritu de uno de los cinco Emperadores Celestes, fundadores de la Gran China.
–¿De qué cuer... de qué me está hablando? –se inquietó el joven chino.
–Escúchame, Chao-chi. En una época antiquísima perdida en la bruma de los tiempos, cuando los valles del Hoang-Ho y del Yang-tsé-Kiang se formaron y fueron la cuna del hombre, cinco Emperadores Celestes se reunieron para dar nacimiento a nuestra civilización. Ellos inventaron las cinco artes del hombre: las Artes Literarias y de la Pintura, el Arte de la Música y el Canto, el Arte de la Agricultura y relación con la Naturaleza, las Artes Políticas y Militares, y el Arte de Sanar y de la Medicina. A partir de éstas, todo pudo ser creado.
“En estos tiempos se ha cumplido el largo ciclo del principio de nuestra civilización. Nuestras artes serán polvo en la historia de la humanidad si no perduramos y crecemos. Así como el infante que ha nacido deja de ser infante para ser niño y así como se extingue el niño para transformarse en hombre, la Gran China debe seguir creciendo, o desaparecerá para siempre si los cinco Emperadores no vuelven a renacerla. Y esa es tu misión, Chao-chi. Es la misión de los Emperadores Celestes desde el inicio de los tiempos y por toda la eternidad. Los Emperadores Celestes son quienes resguardan los ciclos de nuestra historia. Sólo ustedes dan posibilidad a la vida. Es hora de que despiertes y te reconozcas. Por eso te hemos llamado a nuestro Claustro, para prepararte. Los tiempos se acortan.
“El Guardián del Rollo de Barsalnunna ha llegado hasta ti en respuesta a nuestras oraciones y te ha hecho poseedor de una Sabiduría que desplaza todos tus anteriores y errados conocimientos. Doblemente elegido eres, Chao-chi, gran Sabio y Emperador”.
–Maestro, creo que no entiendo en absoluto lo que me dice –murmuró atónito Chao-chi.
–Tu misión es encontrar a los otros Emperadores –explicó el Consejero–. Deberán reunirse bajo el Emblema y renacer la China. Todos los Emperadores Celestes han vuelto a la vida en los hijos de los hijos de sus hijos y tú debes reunirlos a todos. Búscalos a todos, a cada uno de los otros cuatro Emperadores. Juntos cumplirán la sagrada misión.
“Y tú, Martín el Guardián, irás con él”
–¿Yo? ¿Y yo qué tengo que ver con todo esto? –replicó Martín consternado.
–Uno de los Emperadores Celestes es el Segundo Guardián. Tu misión es buscarlo y encontrarlo.
–¡Oh!
Hubo algunos minutos de silencio hasta que Chao-chi habló nuevamente.
–¿Y dónde los busco, maestro? ¿Dónde encontraré a estos Emperadores? ¿Quiénes son? ¿Y qué es exactamente lo que tendremos que hacer?
Por toda respuesta el monje bajó la mirada y comenzó a hablar, pero ahora sus palabras resultaban incomprensibles. Parecía estar repitiendo los sonidos que pronunciara en la habitación de su discípulo poco antes. Chao-chi y Martín lo contemplaron aturdidos.
–¿Qué está diciendo? –musitó Martín al oído del joven chino al cabo de un tiempo. Pensó que, tal vez, habiendo leído ya el Rollo, Chao-chi ahora entendería sus palabras.
Pero estaba equivocado.
–No lo sé –le respondió en un murmullo el muchacho. Luego gritó–. ¡Eh, Maestro! ¡No comprendemos qué nos dice!
El monje no manifestó haberlo escuchado y continuó pausadamente con su hermético balbuceo.
–¿Estará en trance o algo así? –comentó Martín preocupado.
–Quizás está totalmente loco y nos hizo un cuento chino... –se encogió de hombros Chao-chi.
–¿Te parece?
Pasaron un par de minutos más, la monótona voz del monje murmurando palabras ininteligibles y los dos muchachos escuchando con gran incomodidad, sin alcanzar a comprender ni saber qué hacer.
Martín entornó los ojos. La voz acompasada del monje le producía sopor. Pero con los ojos cerrados lo escuchaba más nítidamente aún y al cabo de unos minutos comenzó a repetir maquinalmente los mismos extraños sonidos.
Se trataba de una oración, lo supo casi de inmediato. Una oración inmemorial en un dialecto chino aún más antiguo que el que pudiera registrarse históricamente. Era el lenguaje de los Fundadores, aquellos cinco Emperadores Celestes que dieron nacimiento a la civilización china. Antes de ellos solo existía la Nada. Estas eran las palabras pronunciadas por los Emperadores al momento de la Creación.
Martín escuchó vagamente que ahora también Chao-chi las murmuraba, con una devoción propia de un verdadero Emperador Celeste.
Las voces de los tres, pausadas y profundas, se confundieron en su adormecimiento.
