La única luz en la habitación provenía de una lámpara de escritorio iluminando una figura desganada, inclinada sobre los
libros; la cabeza ya pesaba sobre la mano.
Martín Aguirre dejó el libro a un costado y lanzó un suspiro lleno de amargura. Jamás memorizaría tantos nombres de ríos, montañas
y lagos en tan poco tiempo. Aquello resultaba algo absolutamente imposible de lograr.
Sabía que tendría que haberse puesto a estudiar desde el viernes pero eso hubiera arruinado indefectiblemente su fin de semana.
Aunque, si es que debía ser sincero, no habrían cambiado mucho las cosas: realmente se había aburrido aquellos dos días sin tener nada
interesante que hacer.
Hastiado de su encierro Martín arrastró la silla hacia atrás, se puso de pie y salió desperezándose de la habitación dispuesto a tomarse unos breves minutos de recreo.
La puerta de su dormitorio se abría al final del pasillo, el cual era el acceso obligado hacia el resto de la casa. Al pasar junto a la
puerta vecina la encontró abierta y curioseó a través de ella. Divisó a su padre recostado sobre la cama, mirando absorto un programa de preguntas y respuestas por televisión. Estaba solo. Su madre al parecer se hallaba en la cocina. Desde allí llegaba gran estrépito de cucharas y cacerolas y Martín no pudo evitar una mueca socarrona: aquel ruido era un vano intento por simular que cocinaba, cuando seguramente cenarían hamburguesas congeladas como casi todas las noches.
Avanzó unos metros más. La habitación de su hermano Quintín estaba cerrada. Se hallaba confinado voluntariamente allí desde la mañana y hasta el momento no había hecho acto de presencia. Martín se detuvo junto a la puerta, escuchando; pero no percibió ningún ruido. Seguramente su hermano mayor dormía. Mejor así; Quintín a veces era muy molesto.
Continuó su camino.
–¡Martiiiiín!
El grito penetrante y agudo de su madre lo sobresaltó. Odiaba esa manera en que su madre lo llamaba. Ahora bien, la señora Aguirre tenía por costumbre encargarlo de las tareas más fastidiosas que puedan imaginarse y Martín no estaba con ánimo de ocuparse de nada más: el estudio había acabado con todas sus fuerzas. Lentamente volvió sobre sus pasos regresando con sigilo hacia su cuarto; fingiría no haberla escuchado.
–¡Martín! ¡Martiiiiín!
Si la dejaban, su madre podía permanecer por horas gritando de esa manera.
–¡Martiiiiín!
Martín, ya casi cruzando el umbral hacia su cuarto, terminó girando sobre sus talones sin ocultar su irritación y se encaminó a la cocina mascullando su bronca. Al pasar nuevamente junto a la habitación de su hermano la puerta se abrió con brusquedad y asomó una cabeza ensortijada, absolutamente despeinada.
Los dos hermanos tenían un gran parecido: los mismos rasgos en la nariz y el mentón, y el mismo hoyuelo sobre la mejilla al sonreír; los ojos castaños eran similares, así como el cabello rubio oscuro. Sólo que Quintín lucía una cabellera abundante en rulos, mientras que el pelo de Martín caía completamente lacio sobre su nuca y su frente. La otra gran diferencia consistía en los treinta centímetros que separaban a uno del otro y de los cuales Quintín sacaba continua ventaja.
–¿¡Por qué me despiertan!? –tronó la voz de Quintín. Vio a Martín cerca y sospechándolo culpable le propinó un puntapié que el muchacho esquivó ágilmente; luego Quintín volvió a encerrarse en su habitación tras dar un portazo, haciendo caso omiso de la mueca espantosa de burla que le dirigía su hermano menor.
–Y es así, amigos, que el monstruo de cabellera de serpientes regresa a su húmeda, espantosa y maloliente caverna –comenzó a narrar Martín entre dientes reiniciando su camino. De alguna manera la pequeña escaramuza con Quintín le había levantado el ánimo; aunque quizás, de haber llegado el puntapié a destino, hubiera sentido diferente–. Ahora nuestro valiente héroe, salvándose de su zarpazo mortífero, se encamina victorioso hacia su futuro...
–¡Martiiiiín!
–… Donde lo esperan nuevas y pavorosas aventuras por vivir... –concluyó resignado.
–¿Qué estás murmurando? –preguntó la señora Aguirre al verlo ingresar en la cocina y dándole inmediatamente una fuente llena de hamburguesas en pan–. Lleva esto a papi.
–Nada –respondió tontamente Martín; su madre ya no lo escuchaba–. ¿Puedo yo también comer alguna?
Al rato se encontraba nuevamente en su habitación con una hamburguesa en cada mano. Se sentó sobre la cama comiendo a dentelladas y miró a su alrededor. No tenía computadora ni equipo de música en su cuarto, ni siquiera un mísero televisor. En una repisa acumulaban polvo unas miniaturas de dinosaurio y unos alienígenas fosforescentes que encontraba en los paquetes de papas fritas que compraba en el kiosco del colegio. Sobre el escritorio se apilaban desordenadamente los libros de estudio y en la mesita de luz guardaba dos de aventuras releídos incontables veces. Los miró y recordó que sus padres, cada vez que salía el tema en alguna reunión, comentaban lo mucho que él leía y se enorgullecían de eso; sin embargo, jamás se les había ocurrido la posibilidad de comprarle algún otro libro para sumarlo a aquellos dos que ya tenía.