Prólogo
La capital del reino se hallaba enclavada entre dos montañas, las mismas montañas donde estaban las minas de diamantes, principal materia prima y fuente de ingresos del reino.
Aquella mañana del primer día de invierno, el Rey Gerhard IV tuvo en sus brazos a su primogénito. El parto fue difícil. La Reina Sofía II pujó, pujó y pujó durante horas hasta que su cuerpo, delgado y ceniciento, no pudo más. Con su último aliento de vida expulsó al bebé que llevaba en sus entrañas.
El bebé lloró, lloró y lloró. Día y noche. Noche y día.
En el décimo día recibió su nombre en el Trono de Cristal, ante los duques, barones y señores que componían el reino. La sala era amplia. Anchos ventanales habían sido adornados con tapetes color púrpura y una alfombra carmesí cubría el suelo de piedra. Los telares estaban bordados con oro y una mesa circular había sido dispuesta en el centro de aquel recinto.
Sobre la mesa, el bebé reposaba sobre una cesta de mimbre. También lloró durante toda la ceremonia.
-¡Este es mi hijo!- Exclamó el Rey Gerhard IV con potente voz, aún compungido por la muerte de su esposa -¡Él es el heredero de este reino y vuestro futuro príncipe! ¡Su nombre es Vladimir V!-.
-¡Salve Vladimir V! ¡Príncipe protector del reino y nuestro futuro rey!- Respondieron las voces de los asistentes al unísono.
De ahora en adelante, Vladimir tenía una alta responsabilidad por delante.