De cómo Don Quijote y Sancho aparecieron de golpe en tierras extrañas mientras se encontraban en la venta que él creía castillo.
Cuenta Cide Hamete Benengeli que, estando Don Quijote recién levantado, mientras descansaba en la venta que él creía castillo, tras frotarse los ojos un instante se encontró de pronto en mitad de la Gran Vía madrileña, llena de luz y colorido, en plena celebración de la Navidad. Sancho, que estaba a su lado, presto acudió a tocarle, convencido este de que un mal sueño era.
—No dudes Sancho, hijo, que el gran sabio Frestón nos ha puesto en este apuro; que ya te dije yo que este castillo estaba encantado.
—Mire bien vuestra merced lo que se dice, que esto no puede ser sino un mal sueño.
Continuaron andando por las calles mientras observaban a toda la gente pasar, vestidos de forma extraña, con las bocas tapadas y un extraño objeto brillante entre sus manos que les hacía bajar la vista hacia él constantemente. Lo apretaban compulsivamente y no prestaban atención a nada más.
—Sin duda, Sancho, que estas gentes de tierras extrañas se conducen todas como por encantamiento. El sabio Frestón les habrá lanzado algún hechizo. Van todas en silencio y con la mirada triste y apagada. Lo que no alcanzo a entender es qué será esa extraña gema que llevan en sus manos.
—No sé si será por obra de Frestón o Fritón, pero más parece que esta gente se protege de algo y que lo que llevan es un extraño amuleto. O eso o que nosotros hemos pasado de mal sueño a pesadilla.
Siguieron, y al cabo llegaron a una iglesia a cuya puerta estaba el cura repartiendo bolsas de comida a unas familias que hacían fila ordenadamente.
—¡Albricias Sancho! Por fin algo con sentido. Allí están los doce pares de Francia con sus familias, que vienen a presentar sus respetos en esta tan señalada festividad.
—Más parecen gente hambrienta que gente a pares, mi señor.
—Calla, mentecato, y ven conmigo a presentar también nuestros respetos al Obispo.