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El lamento de la noche

El lamento de la noche

04-02-2022

Suspense/thriller novela

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En una iglesia rural del sur de Extremadura se descubre una cripta medieval. La archidiócesis de Badajoz envía un arqueólogo para que se haga cargo del hallazgo, pero este aparece asesinado una mañana junto a la entrada de la cripta. Los guardias civiles Castro y Luque, de la brigada de Patrimonio Histórico de la UCO, serán enviados a Extremadura para hacerse cargo del caso. A medida que avancen en la investigación, Castro y Luque se darán cuenta de que en ese pueblo nada es lo que parece. Asistirán a una lucha encarnizada entre poderosos intereses contrapuestos y deberán enfrentarse al peor de los enemigos: aquel que no se conoce.

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Primer capítulo

1Los hallazgos llegan cuando uno está preparado para entenderlos.Javier SierraFuente del Maestre; martes, 30 de abril de 2019Juan Carrasco, el veterano encargado de obra, atravesó el umbral y salió a la explanada que se abría ante la fachada principal de la iglesia. Se secó con el dorso de una mano algunas gotas de sudor que perlaban su frente e introdujo la otra en un bolsillo cosido a la pechera de su casaca. Sacó el paquete de cigarrillos, extrajo uno y se lo llevó a los labios. Lo encendió, y sintió cómo el humo del tabaco inundaba lentamente sus pulmones.Mientras exhalaba el humo, observó a una anciana que cruzaba la plaza con su paso lento y cadencioso. A primera vista, no parecía que tuviese menos de ochenta años, aunque muchas personas aparentan más edad de la que realmente tienen, en especial, aquellas que no han disfrutado de una vida demasiado sosegada. Enseguida sintió curiosidad por la edad que proyectaría él mismo. Su piel curtida por el sol y su rostro surcado de prematuras arrugas, fruto de una vida de trabajo a la intemperie, no debían conferirle un aspecto demasiado juvenil. Aunque, a aquellas alturas de su existencia, poco podía hacer para evitarlo.Asestó un par de golpecitos al cigarro para desprender la ceniza y se lo llevó de nuevo a los labios. Con la segunda calada, le sobrevino un ataque de tos que le obligó a taparse la boca con el puño. «Debería pensar en dejarlo», concluyó mientras observaba el cigarrillo sujeto entre sus dedos.Era una espléndida mañana de finales de abril, con un cielo luminoso en el que no se atisbaba ni una nube. El encargado estiró el brazo y dejó al descubierto su viejo reloj de pulsera, un regalo de su mujer por su cincuenta y cinco cumpleaños. La esfera estaba salpicada de cemento y lucía una vistosa grieta que la cruzaba de extremo a extremo. También había restos de polvo y suciedad en su interior, que se movían libremente entre las manecillas. En la mayoría de las ocasiones, Carrasco tenía que agudizar su vista fatigada para casi terminar adivinando la hora. Sin embargo, a pesar de su deteriorado aspecto, jamás se quitaba aquel viejo reloj, ni siquiera para dormir. Tampoco se había planteado sustituirlo. Ocho años después de la muerte de su esposa, la seguía echando demasiado en falta, y sentir el roce de aquel deslucido objeto en su muñeca le reconfortaba, como si el tacto de la piel gastada de la correa mitigase un poco su ausencia.Suspiró con ojos acristalados y echó la mirada al cielo, en un desesperado intento por arrancar de su mente una tristeza demasiado enraizada. Luego, dio un par de caladas más al cigarrillo y tiró la colilla al suelo, la pisó y regresó al interior del templo. Dentro la temperatura era más fresca, y el ritmo de trabajo, frenético. La sustitución del viejo pavimento de la iglesia debía estar concluida para mediados de mayo, y una veintena de obreros se afanaban en distintas tareas sobre el suelo desnudo de la nave.Al fondo, junto a las escaleras que daban acceso al presbiterio, había un obrero cuyo rostro evidenciaba la crudeza del trabajo en la obra. Vestía una sucia camiseta verde con publicidad de una marca de cerveza y no quitaba ojo a una hormigonera, que daba vueltas y que se detenía, en una rutinaria y acompasada actividad. Llegado el momento, el hombre hizo girar el volante y comprobó la consistencia de la mezcla. No debió quedar demasiado satisfecho, pues hizo regresar la máquina a la posición inicial y la dejó actuar algunos segundos más.Otro obrero cortaba piezas de granito junto a la puerta norte. Llevaba el rostro cubierto por unas enormes gafas de plástico y una mascarilla blanca que le tapaba la nariz y la boca. De vez en cuando, el trabajador sacaba una pequeña libreta del bolsillo y garabateaba en ella varios números a lápiz. Después, empleaba el mismo lápiz para hacer marcas en el granito antes de pasarlo por la cortadora, produciendo una pequeña nube de polvo al hacerlo.Allí todo parecía discurrir con normalidad. Si acaso, la única nota discordante la daban un par de mocosos que la empresa había tenido que contratar el día anterior, a toda prisa, para cubrir las bajas repentinas de dos de los obreros habituales. Los veinteañeros se hacían llamar Luismi y Cali, y Carrasco solo había necesitado unos minutos para darse cuenta de que aquellos dos no servían para el trabajo en la obra. A decir verdad, tenía la firme convicción de que no servían para trabajo alguno.Como no sabía muy bien qué hacer con ellos, los había mandado a cambiar de sitio algunas losas de granito que alguien había dejado en el lugar equivocado. El encargado los observó trabajar durante unos minutos, viendo cómo agarraban una losa de más de cuarenta kilos entre ambos, asiéndola cada uno por un extremo y bajándola con cuidado del montón. Después, para darse la vuelta, ejecutaron una torpe maniobra que a punto estuvo de acabar con la pieza en el suelo. Prefirió no seguir viendo aquel lamentable espectáculo y encaminó sus pasos de nuevo hacia la plaza, preguntándose si había hecho bien en confiar el trabajo a aquellos dos inútiles.Cuando regresó al exterior, el sol daba de lleno en la portada sur y aconsejaba buscar algún sitio con sombra. Necesitaba hacer una llamada, de manera que rodeó el muro a su derecha hasta llegar a la puerta del Perdón, un lugar angosto fuera del alcance de aquel sol implacable. Allí sacó su teléfono móvil y marcó el número de un almacén de materiales de construcción. Se estaban quedando sin cemento. Con el teléfono pegado a la oreja, el encargado escuchaba los tonos de llamada cuando vio al obrero de la cortadora en medio de la plaza, llamándole a gritos. Se había quitado las gafas y la mascarilla, y parecía bastante nervioso. Enseguida cortó la llamada.—¡¡Estoy aquí, Antonio!! —vociferó.El obrero corrió hacia él y Carrasco sintió una ligera presión en el pecho, temeroso de que hubiera ocurrido un accidente.—¡¡Tienes que venir!! —le dijo cogiéndole del brazo, casi sin aliento—. Uno de los chavales…No necesitó escuchar nada más para salir disparado. El encargado tuvo que abrirse paso entre el tupido bosque de brazos que formaban sus trabajadores, arremolinados en mitad de la nave. Tras ellos pudo ver a Cali tendido en el suelo. El chaval gritaba desconsolado y se llevaba la mano al tobillo.Carrasco levantó la cabeza y miró a uno de los oficiales en busca de una explicación. El hombre no abrió la boca. Se limitó a apuntar con el dedo en una dirección y el encargado comprendió enseguida lo que había sucedido. A pocos metros de donde yacía Cali, había un enorme agujero abierto en el piso y varios trozos de granito esparcidos a su alrededor. Era evidente que la tierra había cedido, engullendo al chaval y haciendo que la losa se hiciese añicos.—Tiene que verte un médico —dijo Carrasco tras bajarle el calcetín y comprobar el mal aspecto que presentaba su tobillo—. ¿Serás capaz de incorporarte?—Creo que sí —respondió el joven entre ostensibles gestos de dolor.Dos de los obreros más fuertes se acercaron y le ayudaron a levantarse. Después, lo condujeron a la pata coja hasta un coche que aguardaba en el exterior.—Llevadlo a urgencias —les ordenó Carrasco mientras terminaban de acomodar al chaval en los asientos traseros—. Yo iré enseguida, en cuanto le eche un vistazo a ese maldito agujero.El encargado observó cómo el coche desaparecía tras una esquina y regresó al interior de la iglesia. Una vez dentro, se dirigió lentamente hacia el hoyo, tratando de acercarse con pasos cortos e inseguros. Desconocía el grado de estabilidad que podía tener el suelo y no quería correr la misma suerte que Cali. Cuando creyó estar a una distancia prudencial, se detuvo, estiró el cuello e intentó atisbar el interior, pero no pudo ver nada. Necesitaba acercarse un poco más. Conteniendo la respiración, avanzó centímetro a centímetro hasta casi alcanzar el filo. Entonces creyó ver algo que llamó su atención.—Qué demonios… —murmuró.Sacó su teléfono móvil, activó la linterna y apuntó hacia el agujero. Lo que vio lo dejó atónito.Como accionado por un resorte, se giró y caminó hasta una caja de herramientas cercana, de la que cogió una escardilla.Regresó al hoyo, se arrodilló y empezó a retirar tierra con la herramienta, hasta que pudo ver con claridad los restos astillados de una vieja escotilla. El madero se había podrido hasta casi descomponerse, y por eso no había soportado el peso de Cali y de la losa que este sostenía. Sin embargo, no era aquel viejo tablón lo que le había dejado sin palabras, sino lo que había debajo de él. Volvió a alumbrar con la linterna y observó los escalones de ladrillo que bajaban y que se perdían en la oscuridad. En ese instante, Carrasco sintió una mano sobre su hombro, se giró y vio la figura alargada del padre Antonio, el cura titular de aquella iglesia.—¿Qué ha pasado aquí, Juan? —le preguntó el cura con gesto de perplejidad.El encargado se puso en pie y se sacudió el polvo de los pantalones. Mientras lo hacía, empezó a contarle lo del hundimiento del chico y que se lo habían llevado para que lo viese un médico.—Su tobillo no tenía buena pinta —aventuró.El cura, que conocía bien a Cali, no pudo ocultar su preocupación. Sus padres solían asistir a sus homilías dominicales y participaban en muchas de las actividades de la iglesia. Al joven, en cambio, no parecía interesarle demasiado lo que ocurría entre aquellas cuatro paredes.—También he visto unas escaleras ahí abajo —añadió Carrasco, apuntando con su dedo hacia el agujero.—¿Unas escaleras?—Sí, unas escaleras de ladrillo. Y parecen muy antiguas. Me pregunto hacia dónde conducirán…

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