Hasta hace unos días, el verano no daba cuenta de su real magnitud. El sol simulaba recorrer los días con prudencia, con cautela, teniendo compasión por quienes se encontraban bajo su dominio. Sin embargo, su verdadera careta no tardó en aparecer, trayendo con ello, días de extremo calor, de pieles transpiradas y de ardientes deseos de querer volver a verlo.
Desde mi cuarto, el amanecer llegaba precoz y los rayos luminosos se escabullían por rendijas libres para apuntar directamente a mis párpados que aún cubrían ambos ojos. Desperté mucho antes de que el típico sonido tenue empezara a llegar a mis oídos, como lo hacía todas las mañanas minutos antes de llegar las siete. Una vez que llegaba, me tomaba un tiempo para ponerme de pie. Me gustaba la calma que se sentía cuando era temprano, me encantaba poder escuchar mi respiración y prestarle atención a cada ruido externo que iba reportándose tras despertar de un sueño profundo, uno a uno, con lentitud, con flojera, con fe.
Di la vuelta para acostarme sobre mi lado derecho y en ese trayecto abrí los ojos. Mi típica pared color crema había sido reemplazada por una ventana grande. Definitivamente amanecí en otro lugar. Empecé a preguntarme dónde estaba y la respuesta la encontré al ver a la persona que tenía en frente: Mateo aún dormía en la cama que estaba al lado de la mía. Tenía un semblante muy sosegado, una postura relajada y un color de piel exótico que contrastaba perfectamente con su negra cabellera y con aquella barba dispersa en su simétrico rostro. Un rostro que capturó mi atención el día de playa en que lo conocí:
Enero. Primer mes de un nuevo año. Para muchos, enero es un mes en el que se puede confiar. Un mes con promesas recién estrenadas esperando ser cumplidas algún día del resto del calendario. Enero era, sin lugar a dudas, un punto de referencia para iniciar un camino nuevo, para empezar de cero, con esperanza, con ilusión y con optimismo. Y en ese tiempo me encontraba yo, un día de playa, un día de enero, esperanzada en que pronto tendría noticias suyas, ilusionada por los episodios vividos hasta hace poco pero con una dosis insuficiente de optimismo que no me permitiría seguir esperanzada por mucho tiempo. Así estuve yo, esperando ilusamente una señal, un mensaje, un argumento.
Aquel día de enero, leía un libro al costado de la sombrilla que a lo único que hacía sombra era a la silla que soportaba mis pertenencias. El sonido proveniente del suave y constante golpe de las olas me generó un marco perfecto para aislarme en una burbuja, dándome la posibilidad de abstraerme de la realidad gracias a las páginas que iba pasando una tras otra. Leía una historia de amor, una historia en la que el orgullo y el prejuicio se interponían en la felicidad de los principales personajes. Leía recreando escenarios de una época que no viví hasta que su voz me obligó a detenerme para luego girar y verlo sentado a unos pocos metros a mi izquierda.
- Sería mejor que continuaras leyendo bajo la sombra – lo escuché decir. Su voz fue capaz de reventar la burbuja en la que me encontraba. Un segundo después sentí como si los rayos solares hubiesen estado cayendo directamente sobre mi piel por un amplio espacio de tiempo, sin poder notarlo por mi abstracción literaria.
- Gracias – respondí – Es lo que voy a hacer.
Intercambiamos unas pocas palabras, principalmente porque mi desconfianza y mi poca habilidad para interactuar con desconocidos se ponían de manifiesto en situaciones en las que prefería estar sola. El hombre dueño de aquella voz, notó en breve mi poca disposición por querer ser interrumpida y entonces no volvió a dirigirse hacia mí.
Me mantuve muy concentrada frente a mi libro, pero antes de pasar a un siguiente capítulo, aprovechaba el espacio en blanco de cada hoja como intermedio para abrir mi bolsa, echarme un poco más de bloqueador o cambiar de posición y así poder observarlo un poco más. Todo el rato estuvo muy tranquilo, con un periódico en manos, apenas si se movía. Por ratos pensé que dormía porque cuando no estaba leyendo, permanecía quieto con el rostro apuntando en diagonal hacia el cielo. Sus oscuros lentes me impedían confirmar su estado de conciencia pero sus manos puestas sobre su abdomen me informaban que con el galopar de sus dedos, seguía la melodía de alguna canción imaginaria. La vez en la que se puso de pie tampoco se me pasó por alto. De un momento a otro, guardó los lentes en su mochila, dobló el periódico por la mitad y se dirigió al mar. Me pareció ver un pequeño tatuaje sobre la zona de su omóplato derecho pero no pude distinguir qué era. Aquel hombre era apuesto, tenía un porte atlético y una forma de caminar que seguía el ritmo natural de las olas. Cuando regresó, evité levantar la mirada para evitar cruzarme con la suya pero pude notar que cogió su toalla para secarse un poco y que luego se sentó para seguir leyendo.
Todo este análisis me proporcionó datos que me generaron una buena impresión de él. Observé su fisionomía, su trato, sus movimientos, su respiración y el tipo de comportamiento que tenía con el mundo. Su energía me transmitió serenidad, entonces quise escucharlo y confirmar por su tono de voz, gestos y mirada, qué tipo de persona era en realidad. Poco antes de marcharme, me tomé unos minutos para confirmar mis sospechas y saciar mi curiosidad.
- ¿Vienes seguido por aquí? – le pregunté mientras me alistaba para irme.
- Digamos que mis vacaciones me permiten venir seguido – me respondió muy atento - ¿Y tú?
- No tanto como quisiera.
- ¿Te gusta venir a leer acá?
- Me gusta estar acá, escuchar el mar y sentir el calor sin sentir agonía – contesté. Y sin querer, mi desconfianza se fue reduciendo con cada intervención suya – Me traje este libro porque la persona que me lo regaló, me sugirió que viniese a leerlo aquí.
Enérgica voz, gestos naturales y mirada escondida tras unos lentes oscuros. Supe luego que su nombre era Mateo, que cumplió treinta y dos la primera semana de enero, que le gustaba el mar, y que andaba pensando en un destino donde pasar el resto de sus vacaciones. Cuando llegó mi turno le dije que me llamaba Camila, que cumpliría veintinueve en setiembre, que me gustaba leer pero mucho más escribir y que aquella tarde pasé un buen tramo de la mitad del libro que leía. Al cabo de nuestras respectivas presentaciones, terminé de guardar todas mis cosas y me despedí de él.