BIP BIP
En lo hondo del desierto de Arizona,
que plancha el sol a golpes de martillo,
surcado por burbujas en que explota
la hirviente soledad del escorpión,
allí donde los cactus avarientos
se alarman al mirar su propia sombra
y aguzan las espinas, por si intenta
catar en su despensa de verdor,
libró madre coyote su camada
y supo preservarla del ojeo
siniestro del cernícalo y las mañas
silentes de la aviesa cascabel.
Crecieron los cachorros, masticaron
las fibras de la seca musaraña,
hundieron el hocico en las umbrías
en pos de un terrón fresco que lamer.
Cubrieron a sus hembras, amasijos
de huesos y piel tensa, obedeciendo
los códigos del celo y perforaron
la luna con las flechas de su voz;
y alguna vez el astro, complaciente,
colmó sus ambiciones de coyote
nimbando su angulosa silueta
aullante en la cimera de un peñón.
Pero uno, el más delgado y rabilargo,
un día de verano en que la brisa
rodaba matas secas sin destino,
cegada por los dardos de la luz,
halló al correcaminos que cruzaba
el límpido horizonte, recortando
como una azul centella su carrera
sobre un fondo de cielo aún más azul.
Juró ser el primero en atraparlo.
Los otros, entre risas, le invitaron
a helar el mediodía del desierto
o atar el viento indómito a un nopal.
No quiso oír las voces; en sus ojos
bailaba la llamita de quien sabe
que no descansará mientras la meta
no apague la agonía del afán.
Cavó zanjas profundas, alfombradas
de estacas puntiagudas, juntó rocas
en pilas destinadas a afondarse
al paso de la azul exhalación.
Fracaso tras fracaso, chamuscado,
mudado en chicle pardo, a cada intento
oía aquel bip bip que no expresaba
chacota, sino despreocupación.
Fue escarnio de los otros animales,
vergüenza de los suyos, fieras serias
temidas por sus presas, cuya especie
cargaba con la cruz de la irrisión.
Ajeno a los reproches y a las mofas
siguió con sus celadas, sin más norte
que aquel tropel de plumas fugitivas
y el surco de su tránsito a reacción.
Un día la vejez, que en esos yermos,
como el atardecer, se abate a plomo,
truncó sus fuerzas ralas; pudo apenas
trepar a su atalaya y aguardó
las astas del creciente para aullarles,
mudado en un plañido tan doliente
su canto cavernoso que la luna
la faz de plata inerte conmovió.
Queriendo confortarlo en la bisagra
que engrana vida y muerte, el astro dijo:
“Has sido singular entre tu especie,
rebelde a la presión del medio hostil.
Tu vida ha sido intensa, sazonada
de ingenio y de peligro, y la derrota,
cosida a tu pellejo de canela,
jamás logró templar tu ansia febril;
igual que una saeta que en el blanco
que yerra encuentra siempre un arco nuevo
que vuelve a propulsarla, sin que mellen
los golpes el rigor del aguijón.
Y al cabo, ¿qué era el éxito? Unas plumas
dispersas y sangrientas y un bocado
insípido y fugaz, que no pagaba
el precio de tu anhelo cazador.”
Subió desde la roca la respuesta
en tono tan profundo y tan sereno
que el astro, enternecido por la fiera,
un rayo le pasó por la testuz:
“A punto de partir, yo no lamento
mi empeño, que fundió la vida entera
en pos de un imposible, ni me hieren
las burlas que cobró mi ineptitud.
Tampoco siento ya los traumatismos
de tantas costaladas por las trampas
que al paso de la rauda polvareda
mil veces mi inventiva proyectó.
Tan sólo que, después de tantos años,
de tantas añagazas y reveses,
ajena a mi obsesión y a mi amenaza
el ave ni siquiera me miró.”
Así dijo el coyote. Un fogonazo
de lástima albeó por un momento
el halo de la luna. Luego el astro,
repuesto, prosiguió su traslación.
Para los aficionados a los conocimientos absolutamente inútiles, el verdadero nombre del Correcaminos es Geococcyx Californianus. Pertenece a la especie de las aves cuculiformes, que no parece algo de lo que uno deba sentirse orgulloso, suele tener el plumaje gris y alcanza los treinta y tantos kilómetros por hora.
Como alternativa a hacer conversar al pobre coyote con la luna habría cabido plantearse una charla entre el pájaro y su cazador, privado ya de fuerzas para mantener el empeño. Además de indagar hacia dónde corría sin descanso, si es que él mismo lo sabía, habría sido interesante conocer la opinión del Correcaminos -¿alguna vez llegó a tener miedo? ¿Fingía indiferencia para mortificar al acosador? ¿No admiró nunca el ingenio que éste acreditaba con sus trampas, admirables para proceder de un carnívoro cuadrúpedo, aunque nunca cumpliesen su finalidad?- Pero se trata de un ave realmente tonta, que en la vida real ni siquiera sabe decir bip bip. En cambio la luna es sabia y aprecia la veneración que le profesan los coyotes. Lástima que, ante una situación tan penosa como la de nuestro protagonista, resulte algo fría.