27 de enero de 1922
A pesar de que he indicado al hotel
con toda exactitud mi nombre,
y a pesar de que ellos ya me han
escrito dos veces sin ningún error,
en el registro ponen Josef K.
¿He de advertirles, o dejo que ellos me adviertan a mí?
Franz Kafka
1
Su ojo sangraba.
No podía ver nada entre la oscuridad. Sus movimientos eran tan rápidos, tan acelerados que su ojo sangrante no terminaba de acostumbrarse a la iridiscencia lunar que penetraba escasamente por entre las rendijas de las ventanas.
Quería detenerse y tratar de observar algo en ese total negro que lo invadía. Pero el pánico que lo sepultaba era enorme, no podía estar un segundo en calma. Si quería sobrevivir a ello tendría que moverse lo más rápido posible.
Escuchó unos vidrios rotos en el pasillo.
Quiso gritar del sobresalto, pero el miedo le ahogó el llanto y se tapó la boca con el puño. Volteó a la derecha y aceleró la velocidad. Se estrelló con los muebles a su paso y los aventó sin percatarse de sus acciones.
No lo soportaba, su ritmo cardíaco se aceleraba cada vez con más fuerza y su respiración se debilitaba.
La sangre de su ojo se mezclaba con el sudor de su frente. La vista se nublaba aún más.
Y los gritos empezaron.
Un estallido de lamentos y chillidos se disgregaron por la habitación.
Y su miedo se volvió terror.
Él estaba detrás de él, lo sabía. Creyó que lo había perdido, pero era inútil. El hombre, el monstruo que lo perseguía iba a darle alcance y todos sus temores se transformarían en realidad. Esperaba lo peor, pero sabía que la criatura a sus pies era más cruel de lo que su pequeña mente pudiere pensar jamás.
“Oh, Dios”, murmuró.
Y corrió a la puerta abriéndola de un golpe. Se encontró con las escaleras a su paso y rodó por los escalones azotándose el cuerpo fuertemente.
El golpe final casi le reventó el oído, pero sólo se quejó un poco.
Alzó la cabeza vertiginosamente y observó la silueta negra que se agitaba como un demonio en el cielo.
Creyó que iba a morir.
Su dolor era intenso, le sangraba el ojo, la respiración seca y las piernas casi incendiándose del dolor. Aún así se levantó empujado por el odio y aceleró velozmente hacia su cuarto.
Entró y azotó los muebles en su camino. Lo primero que hizo fue prender la luz, ya no soportaba la escasa iluminación que le atrofiaba la vista. Era desesperante. Odiaba la noche, con la poca luz su casa parecía un laberinto, una casona condicionada por el demonio.
Observó el escritorio cerca de la mesa y corrió hacia él golpeándose no menos de cinco veces con los muebles en su camino. Llegó ante el escritorio y pisó los platos rotos de su última cena. No le importó la vajilla destruida a sus pies. Sólo deseaba buscar algo, algo que lo ayudara a defenderse de la criatura. Se acercó al pupitre y aventó la gran cantidad de libros que le estorbaban. Libros que días antes eran sagrados para él pero que en ese momento le importaban menos que el estiércol. Volaron por los aires.
Abrió los cajones aceleradamente, trató de no escuchar los lamentos que se pronunciaban cerca del cuarto.
Sacó una pistola.
—Brunswick—lo llamó una voz.
El foco principal de la habitación reventó en pedazos.
Y Brunswick, sin poder ver bien por el ojo sangrante, volteó precipitadamente y disparó el arma a la altura de su cabeza. Pero la silueta no estaba ahí.
—Déjame en paz—gritó—. No quise hacerlo, por favor.
Pero no escuchó nada.
Brunswick volteó a todos lados, apuntaba con la pistola. La sangre del ojo se introdujo en su boca y era cuestión de tiempo para que se desmayara del miedo.
Una figura negra entró a la habitación, caminaba lentamente.
Brunswick levantó al arma y disparó una vez más gritando.
Un cuadro reventó de un balazo, así como el foco del techo y el marco de la puerta.
Cuando Brunswick abrió los ojos para ver lo que creyó sería el cadáver a sus pies, miró el rostro del monstruo frente a sus ojos.
El pánico lo sepultó.
Después de eso, nada.
A Herr Brunswick jamás se le volvió a ver con vida.