“El afecto crece de manera solapada y, a tu pesar, se enraíza y lo invade todo como la mala hierba. Luego, ya es demasiado tarde: no puedes fumigar al corazón para acabar con la plaga del cariño”.
Marie- Sabine Roger
UNO
A veces, me pregunto si todo lo que recuerdo de aquellos meses de verano de
hace algunos años fue fruto de mi imaginación o, si realmente, llegó a ocurrir
de verdad. Por aquel entonces, yo tenía quince años y mis padres nos habían
enviado a mi hermano y a mí a pasar las vacaciones a casa de mis abuelos.
Ellos intentaban que no se les notara nada delante de nosotros pero el hecho
de que nos pasáramos la mayor parte del tiempo jugando a la videoconsola o
enfrascados en nuestras innumerables rencillas, no significaba que
estuviéramos sordos o ciegos. Los hijos no siempre duermen cuando están
inmóviles en sus camas, ni siempre están absortos, aunque lo parezcan,
cuando están tragando lo que les escupe la televisión.
Nosotros nos dábamos cuenta que mis padres tenían problemas y que,
precisamente, parecía que nos enviaban con nuestros abuelos durante las
vacaciones para intentar arreglar su relación. La mañana que nos dejaron en el
tren, no pensábamos que durante aquel verano fueran a pasarnos tantas
cosas, ni que la vida nos mostraría una cara distinta a la que nos tenía
acostumbrados, que yo dejaría atrás mi adolescencia de forma prematura y
que, pasado ese tiempo, ya no volveríamos a ser los mismos.
Cuando llegamos a la estación, después de un aburrido trayecto, nos
sentimos desolados, aquel lugar estaba en medio de la nada, parecía que nos
hubiéramos trasladado a uno de esos paisajes desérticos de las películas del
oeste. El encargado de la estación nos miró por encima de sus gafas sin
molestarse en levantar su cara de la revista que tenía abierta sobre la mesa.
Éramos los únicos pasajeros de un viaje a la fuerza programado en el último
momento, sin duda para no darnos tiempo a revelarnos. El árido paisaje
parecía haberse metido dentro de mí, nadie nos esperaba, ¿por qué iban a
alegrarse de vernos unos abuelos desconocidos que vivían en un valle perdido
de los mapas? Toqué con mi codo el brazo de mi hermano y le señalé con la
barbilla uno de los bancos vacíos que paradójicamente abundaban en el
exterior. Apenas llevábamos peso, una bolsa de deporte cada uno y sendas
mochilas a nuestras espaldas. Al cabo de unos veinte minutos, vimos aparecer
una camioneta destartalada, de color antiguo y desgastado que iba dejando
detrás de ella una estela de polvo. La vimos acercarse a bastante velocidad,
como si el conductor llevase media hora de retraso, porque ese era el tiempo
que había transcurrido desde nuestra llegada. Paró justo enfrente de nosotros.
La estampa nos hubiera parecido cómica si no hubiésemos formado parte de
ella. Del lado del conductor, se apeó un hombretón enorme, más corpulento
inclusive que nuestro padre y que a mí me recordó a Chewacca, el grandullón
peludo de la guerra de las galaxias, pero sin tenerlas todas conmigo de que
fuera a ser tan amistoso. Por la otra puerta, sin embargo, se bajó una mujer
menuda y muy delgada de aspecto afable y con una enorme trenza gris que le
asomaba por debajo de una pamela que le negaba al sol cualquier acceso a su
cara.
Por supuesto, todo parecía indicar que aquella grotesca pareja eran
nuestros abuelos, a los que apenas recordábamos de haberlos visto en alguna
foto antigua y de alguna conversación telefónica. Darío se refugió detrás de mí
nada más vio al grandullón, supongo que para él, que todavía era más
pequeño de estatura, nuestro abuelo era poco menos que una especie de ogro
gigantesco.
La abuela, que había resultado moverse tan ágil como el viento, ya
estaba a nuestro lado y nos miraba sin dejar de repetir lo mucho que habíamos
crecido. Nos dejamos besar por ella a pesar de rebasar con creces nuestro
cupo de besos permitidos y le estrechamos la mano al gigante con cierto temor
a que nos aplastara los dedos, pero para nuestro asombro, Andrey resultó ser
de gestos suaves y delicados que contrastaban con su vozarrón y su aspecto.
De camino a casa, debimos dormirnos porque cuando despertamos nos
encontrábamos en la entrada de una casa de piedra sobre una colina. Parecía
muy antigua y lo que más nos llamó la atención fue la torre que tenía adosada,
porque semejaba a la de un castillo medieval.
Cuando nuestros padres nos vendieron aquel viaje como unas
vacaciones en el campo, no imaginé que el campo sería aquello, kilómetros y
kilómetros de hierba con árboles y arbustos diseminados al azar. La casa más
próxima estaba a unos quinientos metros aunque no podíamos verla. Lo más
cerca que yo había estado de un valle había sido como observador
circunstancial de algún documental en la televisión. Yo era un humano cien por
cien urbano y de humor gris como el cemento.
Al bajar de la furgoneta me di cuenta de que el silencio estaba fuera, nos
rodeaba como instalado en una gigantesca e invisible bóveda de campana. La
casa, sus habitantes y ahora nosotros, parecíamos estar envasados al vacío,
flotando en una gravedad distinta a la que estábamos acostumbrados.
Nuestros cuerpos eran más etéreos, menos pesados. Así me sentí, lo recuerdo
perfectamente porque, al mirar al cielo, me sobrecogió una sensación que
jamás había experimentado, la visión de todas aquellas nubes en estado
salvaje en un cielo que, por primera vez, veía en forma de gigantesca cúpula,
me hicieron sentir insignificante y diminuto. Me entró vértigo al percibir la
inmensidad de aquella altura desde tan abajo.
Una chica rubia que aparentaba tener más o menos mi edad, nos abrió
la puerta. Llevaba el pelo corto y alborotado como si se lo hubieran cortado
deprisa con unas tijeras caseras. La miré asombrado porque aquel desorden
en su pelo la hacía especialmente atractiva, podía confundirse con un chico,
por su aspecto y su forma de vestir, pero, sin embargo, su cara era sin lugar a
dudas la de una chica. Ella nos miró como si estuviese evaluándonos y se hizo
a un lado para dejarnos pasar.
—Hola Kara, estos son tus primos, Franc y Darío, han venido a pasar el
verano con nosotros —le dijo el grandullón—. Ella es Kara, la hija de vuestra tía
Laura, la hermana pequeña de vuestro padre.
Darío y yo la saludamos con un gesto. Ella, no hizo ni dijo nada.
Yo ni siquiera sabía qué aspecto tenía nuestra tía Laura y menos que
tuviéramos una prima que se llamara Kara y que fuera de mi edad. Miré a mi
hermano que parecía muy asustado, no sabíamos nada de aquella parte de la
familia, ni de aquel lugar extraño, ni de por qué nuestros padres habían optado
por deshacerse de nosotros para arreglar sus desavenencias en lugar de
contratar a un psicólogo o irse ellos de vacaciones al puto culo del mundo.
De repente, me daba cuenta de que era enfado lo que sentía desde que
habíamos empezamos el viaje, me cabreaba tanto que mis padres hubiesen
decidido a su antojo aniquilar toda mi vida de un plumazo, que tuve que hacer
un esfuerzo por controlar las lágrimas. No podía permitirme llorar delante de
ellos, aunque fuesen como las lágrimas de un guerrero después de haber
perdido una batalla. Por más problemas conyugales que tuviesen nuestros
padres, no pensaba perdonarles el que se hubieran deshecho de nosotros.
Si mis abuelos notaron algo de mi crispación facial o de la rojez de mis
ojos, no dijeron nada, Kara desapareció del mismo modo en que había llegado,
en silencio, como una cortina vistosa que se hubiera llevado el viento. A
nosotros nos condujeron a la que desde ese día iba a ser nuestra habitación,
una buhardilla con el techo en desnivel, en la que reposaban dos camas y un
armario de grandes dimensiones de madera tosca y oscura. Deshicimos
nuestro escaso equipaje y esperamos a que alguien viniera a buscarnos.
Darío, que solía ser un hablador cansino, hacía rato que no decía nada,
le miré de reojo aprovechando que él estaba contemplando el paisaje a través
de la ventana, creo que fue la primera vez que fui consciente de lo pequeño
que era, que nos llevásemos seis años era más que suficiente para delimitar
ese frágil puente que separa el gran abismo entre la infancia y la adolescencia.
Nuestra madre llamó para ver cómo nos había ido el viaje, oí a través de
la puerta entreabierta cómo mi abuela le decía que todo había ido bien y que
estábamos muy crecidos y guapos.
Cuando supe que mi madre estaba al otro lado del cable y sin embargo
tan lejos, sentí una angustia aplastante en el pecho y que las lágrimas volvían a
agolparse en mis ojos, aunque esta vez tenía la certeza de que no eran sólo de
rabia.
—¿Cómo está mi hijo? —estaba preguntando mi abuela en esos
momentos—. ¿Es que no piensa ponerse al teléfono para hablar con su
madre?
Por las preguntas que siguieron a partir de ese momento y los reproches
que encerraba en sus palabras, supe que ahora era mi padre el que estaba al
otro lado del auricular. Pude comprobar con cierto asombro, que también él
tenía una madre que le había criado y cuidado una vez y que, por encima de
todas las cosas que le estaba echando en cara, sólo una sobresalía, la de que
lo echaba enrabiadamente de menos. Al cabo de unos minutos, que me
parecieron interminables, nos llamó para que pudiésemos hablar con ellos.
—Sé fuerte y cuida de tu hermano, ya veréis cómo antes de daros
cuenta, estaréis otra vez de vuelta a casa —me dijo mi madre como si se
estuviese convenciendo a sí misma—. Tu padre os manda un fuerte abrazo.
—Yo había escuchado de fondo la voz de mi padre, no dije nada en alusión a
su abrazo—. Prométeme que no te meterás en problemas y que harás caso a
todo lo que te digan tus abuelos.
—¡Aquí no hay nada, sólo árboles y colinas, algo de ganado, gallinas,
unos viejos que no conocemos y una chica que resulta que es nuestra prima y
que creo que es muda! No creo que pueda meterme en problemas aunque
quisiera, ¿no crees? —le contesté con una voz que delataba toda mi rabia e
impotencia. Por dentro me sentía un crío asustado que deseaba volver
corriendo a su habitación, sus libros, sus amigos, sus cosas, su barrio, sus
noches de botellón y sus partidos de fútbol, pero por fuera me hacía el duro y el
pasota. No me importaba que los demás me hubieran escuchado. No era mi
culpa estar secuestrado.
—Franc, sé que estás muy enfadado por cómo han ido las cosas… —
Ella iba a soltar sus razones encubiertas, disfrazadas del código que usaba
para hablar con sus hijos dando vueltas y rodeos para que la verdad no
resultase tan molesta. No iba a seguir escuchándola, esa decisión me
pertenecía. Y estaba decidido a no ponérselo fácil, por encima de todo quería
herirla, en realidad no conocía otra forma mejor de manejar mi rabia.
—¡Déjame en paz! —la interrumpí levantando la voz—, no hace falta
que malgastes tu tiempo y tu dinero llamando por teléfono, ahora tenéis la casa
para vosotros solos. ¡¡Qué os aproveche!! Darío está aquí —le dije antes de
que pudiese decirme nada más, a la vez que le pasaba el auricular a mi
hermano. La dejé con él, sabiendo que la había apuñalado un poco con mi ira,
sólo un poco, comparado con lo que me hubiese gustado.
Antes de desaparecer hacia el cuarto de baño, pude escuchar la
lastimera voz de mi hermano diciéndole que la queríamos mucho y
preguntándole a mi madre si podríamos regresar a casa antes de que
terminase el verano. Mi hermano todavía me exasperaba más, yo hubiera
preferido un berrinche, un enfado odioso por su parte y, sin embargo, él
reaccionaba a aquella injusta situación diciéndole que la queríamos, era
odiosamente tan bueno que me hacía ser más consciente todavía de lo malo
que era yo.
*******
Durante la cena no hablamos gran cosa, la abuela Julia nos preguntó
sobre el trabajo de nuestros padres y sobre nuestras notas y avances en la
escuela, Andrey se pasó la cena mirando el televisor, ajeno a su familia, Kara
comió sin levantar la cara del plato. Sus padres, si es que existían, no
aparecieron.
Darío contestó a todo muy educadamente, yo con monosílabos y de
mala cara, qué les importaba a ellos en realidad nada de nosotros.
—No eres muy hablador —me recriminó Andrey—, ya verás como
acabarás acostumbrándote a esto.
—¡No, no creo que termine acostumbrándome a esto! —le grité
enfurecido—. ¡Ni falta que me hace! —seguí diciendo demasiado alto, como si
con su comentario hubiese abierto el tapón de mi desagüe—, ¡pasaré dos
putos meses, me joderé sin poder hacer nada por evitarlo! y en septiembre no
tendré que aguantar a nadie, ni a vosotros ni a sus estupideces y sus peleas,
¡porque ni siquiera me verán el pelo!
—Pero muchacho, ¿cómo puedes albergar tanta rabia?, aquí puedes
sacarla con nosotros, si eso te vacía de algún modo —dijo la abuela sin
cambiar la calma de la expresión de su cara—, ¿verdad, Andrey?
—Claro que sí, zagal. A todo conejo le amarga que le quiten la hierba
fresca. —Y después de esa alusión metafórica de su mundo rural, continuó
comiéndose la sopa sin más comentarios.
—¡Hay que ser imbécil de remate! —exclamó Kara mirándome como si
yo fuese un excremento sentado a la mesa.
—¡Tú sí que eres imbécil! —salté yo de inmediato.
—Jovencitos, será mejor que no entremos en el campo de los insultos
cruzados. En esta casa se respeta el estado de ánimo de cada uno, pero no se
admiten los insultos, ni la violencia física. No volveré a repetirlo, quienes no
cumplan estas normas de convivencia irán a los establos a vivir con las vacas y
creedme, las pulgas no dudarán en dejaros el trasero como un bonito colador.
—Lo siento, abuelo —se disculpó Kara, volviendo a concentrarse el
resto del tiempo en contemplar su plato.
Yo no me disculpé, pero me quedó claro que aquel grandullón hablaba
muy en serio, vivir allí no me apetecía nada, pero no era tan gilipollas para
pensar que sobreviviría por mucho tiempo en el exterior de la casa. Además,
me había quedado claro, podía odiarlos a todos, pero sin insultos.
Esa noche me costó dormirme a pesar de lo cansado que estaba. En
casa disponía de una habitación para mí sólo y el hecho de escuchar la
respiración de mi hermano dormido en la cama de al lado se me hacía extraño.
Sentía que de algún modo mis padres me habían colgado el rol de protector de
mi hermano pequeño y eso no podía consentirlo, estaba tan furioso que veía a
Darío como un estorbo, un fardo que me habían colocado en el equipaje y del
que tuviera que rendir cuentas si lo extraviaba o le pasaba algo.
Me prometí que a la mañana siguiente hablaría con él y le dejaría las
cosas claras, yo ya tenía suficiente trabajo de preocuparme por mis problemas,
que no eran pocos. Aunque mirándolo tan desvalido y pequeño podía hacerme
una idea de la situación de desamparo en la que debía encontrarse mi
hermano. Todavía no era suficiente maduro para ponerme en su lugar, de
momento ganaba el Franc inmaduro y egoísta que pensaba: “Qué espabile él
solito, que yo ya tengo bastante con lo mío”.
*******
No hablé con él al día siguiente, ni los días que siguieron a ese.
Sencillamente no hablaba con nadie. Pero una noche pasó algo que me
arrancó de mi agrio aletargamiento. Cuando me disponía a apagar la luz de la
mesilla, me llamó la atención un ruido que provenía del exterior, me asomé por
la ventana y vi a un hombre con traje negro, me llamó la atención porque no
sintonizaba en aquel lugar, parecía de la ciudad y quizás se había perdido. No
era muy alto, tenía una pequeña perilla en la barbilla y bastantes entradas, era
moreno. El hombre había bajado de un todoterreno y se detuvo en medio de la
era que quedaba en la parte posterior de la casa. Si nuestra habitación hubiera
dado a la parte de la fachada, posiblemente no hubiera podido oír ni ver que un
coche se había aproximado hasta allí. Cuando iba a asomarme para
preguntarle si se había perdido, reconocí a mi prima que se dirigía hacia él y,
sin que se dijeran ni hicieran nada más que un gesto de inclinación de la
cabeza a modo de saludo, ella le pasó algo del tamaño de un paquete de café
que acababa de sacarse de un bolsillo de la chaqueta. El hombre, a quien yo
no podía verle la cara por la oscuridad lo retuvo un momento en sus manos
antes de meterlo en el bolso que llevaba colgando. Luego se separaron al
escuchar los ladridos de un perro, parecía que tenían miedo de que pudiesen
verles. Él se subió rápidamente al coche que alguien acababa de poner en
marcha. Kara se quedó unos minutos como inmovilizada allí de pie en la era,
aunque el coche ya había desaparecido loma abajo.
Me pregunté en qué rollos andaría metida mi prima, quizás vendía droga
a los clientes adinerados que llegaban a media noche a aquel lugar para que
nadie pudiera sorprenderlos. Pero pronto deseché aquella idea, se suponía que
la droga podía darte muchos beneficios económicos y aquella casa era, sin
embargo, de lo más lúgubre y austera, además, yo consideraba a aquella parte
desconocida de mi familia, pueblerinos en el sentido peyorativo de la palabra,
nada que ver con los mafiosos de las películas. Al poco rato me olvidé del
hombre de negro, del paquete y de mi prima Kara y me dormí como un bendito,
aunque soñé que mis padres vendían ovejas a un hombre muy serio que tenía
cara de malvado. Nosotros les suplicábamos que las dejara estar allí tranquilas,
pero mis padres se limitaban a contar los fajos de billetes que habían obtenido
por ellas.
No me gustó despertarme con la sensación de aquel sueño. Eran las
cinco de la madrugada pero ya no tenía ninguna probabilidad de volver a
dormirme, así que abrí los ojos y miré la cama de mi hermano y vi con gran
asombro que estaba vacía, entonces decidí levantarme y buscarlo por toda la
casa, ya que dada la hora que era no me pareció conveniente llamarlo a gritos.
La claridad que emitía la luna me permitió bajar la escalera sin tener que
encender la luz, aunque no me hubiera resultado fácil ya que no vi ningún
interruptor por ninguna parte.
No hube bien andado cuatro pasos por el salón cuando lo vi de pie
frente a un ventanal, al principio creí que hablaba con alguien, pero luego me di
cuenta de que lo que yo había confundido con una persona en batín, no era
más que el antiguo vestidor en forma de cuerpo de mujer que mi abuela usaba
para cortar y coser sus vestidos. Sin embargo, mi hermano parecía llevar una
conversación coherente y animada con algún interlocutor invisible e inaudible,
al menos para mí. Me quedé paralizado y sin saber qué hacer, a parte de
intentar descubrir de qué iba todo aquello.
—No, no me dan miedo los muertos —estaba diciendo mi hermano con
una voz que era la suya aunque algo más aguda—, pero tú pareces viva.
—….
—¿Y vives aquí en esta casa desde entonces? ¿Nunca has tenido
ganas de marcharte? —Oí que preguntaba.
—…..
—Mi hermano puede ayudarnos, es…, bueno, se hace el duro, pero me
quiere mucho. Él no tiene miedo de nada. Es el más fuerte de su clase y muy
buen deportista.
Yo me quedé un poco asombrado de aquel alarde de admiración que
acababa de descubrir de mi hermano hacia mí. Pero sobre todo de que supiera
que yo le quería a pesar de lo mal que lo trataba. Luego continuó su
conversación con ese supuesto nadie. Porque a menos que tuviera unos
auriculares puestos en las orejas conectado a una especie de megáfono, se lo
estaba inventando todo, entonces se me pasó por la cabeza la idea de que
bien pudiera ser que Darío escuchase voces y aquello me asustó mucho más
que si hubiese visto al mismísimo Freddy Krueger. Estaba preparado para
hacer frente a la existencia de un espíritu en aquella casa milenaria, pero no a
tener un hermano loco o desquiciado.
—No iré contigo. Tengo miedo de no poder regresar, está muy oscuro
—dijo antes de empezar a gimotear y a respirar aceleradamente. Entonces,
decidí abalanzarme sobre él para preguntarle qué demonios estaba haciendo,
pero en ese instante, una mano me agarró por el brazo y me sujetó con fuerza
dándome un susto de muerte. Me giré sobresaltado y vi la cara de mi abuelo
que me indicaba con su dedo sobre los labios que permaneciese en silencio.
Entonces se acercó a Darío y le puso su mano muy suavemente sobre
el hombro.
—Darío, despierta. Tu hermano Franc quiere hablar contigo —le
susurró muy bajito al oído. Mi hermano no pareció escucharle pero dejó de
gimotear, y esta vez con un tono de voz más enérgico le volvió a decir que
despertara porque yo le estaba buscando.
Darío se despertó, yo estaba muy perplejo, no sabía que había estado
dormido mientras hablaba allí plantado en el salón de espaldas a nosotros,
pero lo más curioso es que aquella conversación tan real y coherente no me
había parecido producto de un sueño.
—¡Franc! —le escuché que me llamaba—, ¿qué ha pasado?
Yo me acerqué y le puse el brazo por encima de los hombros, tuve la
sensación de que estaba temblando y noté que tenía el cuerpo bastante frío. Lo
cubrí con una especie de tela que había sobre el sofá e hice que se sentara en
él. El abuelo permanecía a nuestro lado y nos miraba.
—Estabas soñando. ¡Ha sido una pasada, tío!, porque hablabas con
alguien que parecía real y sólo era un sueño —le dije intentando que no se
notara mi preocupación inicial.
—¿No sabías que tu hermano es sonámbulo? —me preguntó Andrey,
haciéndome sentir un poco estúpido.
—Mi hermano no es... —empecé a decirle incrédulo— ¡nos hubiéramos
dado cuenta! —exclamé. Yo sabía lo que era un sonámbulo y nunca había
visto a Darío paseándose dormido por nuestra casa.
—A nosotros nos lo dijeron vuestros padres, pero pensábamos que tú lo
sabías y que como estabais en la misma habitación, tomarías precauciones. —
Andrey me miraba con los ojos entornados como si quisiera descubrir si yo le
decía la verdad.
—¿Precauciones? —pregunté notando que me ponía rojo por quedar
como un ignorante o como un mentiroso. “¿Por qué nunca nos habían
mencionado nada? ¿Qué tipo de padres pueden ser tan tontos de no advertir
de algo así a sus hijos?” Pensé contrariado.
—Sí, hombre —continuó Andrey con total naturalidad—, no dejar objetos
peligrosos a su alcance con los que se pueda tropezar o herir de algún modo,
cerrar la puerta por dentro con llave y luego esconderla, claro. Porque el
sonámbulo no es consciente de lo que hace o dice, pero tiene memoria visual
de las cosas que acontecen en su vida cuando está despierto.
Mi abuelo debió adivinar todo lo que estaba pasando por mi cabeza en
esos momentos porque me puso su enorme mano sobre el hombro y escuché
sus palabras.
—Venga muchacho, ahora ya lo sabes y ya está. Tomaremos medidas,
y recuerda que, pase lo que pase, nunca se debe despertar a un sonámbulo
bruscamente. ¿Te has dado cuenta cómo lo he despertado? He buscado algo
que es importante y seguro para él, algo que le ha hecho reaccionar y
despertarse.
Asentí con la cabeza pensando en lo bien que me sentía al saber que mi
abuelo creía que yo era algo importante y seguro para Darío. Entonces me di la
vuelta porque algo había captado mi atención. Kara nos miraba desde la puerta
del salón. Tenía una expresión neutra pero se acercó a mi hermano y lo
miró a los ojos como si quisiera encontrar el vestigio de su sueño en ellos.
—¿Quieres un vaso de agua? —le preguntó— te sentará bien algo
fresco.
Entonces caí en la cuenta de que era la primera vez que oía su voz, al
menos de esa forma tan calmada, y me dio la sensación de que me resultaba
familiar y cercana.
La miré un momento de reojo, le estaba apartando un mechón de pelo
de la frente a Darío. Había visto aquel gesto miles de veces en nuestra madre,
¿era posible que aquella tonta sintiese cariño hacia mi hermano?
En los sucesivos días, me entrené en observarla cuando ella no se daba
cuenta, mientras hacía como que leía o desde la ventana y también a mi
hermano, y me di cuenta de que sí que era cierto, aquellos dos estaban
construyendo un pequeño reducto exclusivo de gestos y miradas que les
mantenía comunicados todo el tiempo. Ella parecía encantada con él y él la
buscaba, le preguntaba cosas sobre los animales y las plantas y ambos
desaparecían para el resto, sumergidos en un mundo que compartían.