Vías férreas
“Algunos creían que cerrando los ojos despertarían sanos y salvos de la negra pesadilla en que vivíamos”
1.
El camión dejó atrás la última curva y con ella el último punto de luz del día, apenas un destello moribundo en el horizonte dentado de la sierra del Prior. La carretera serpenteaba ahora cuesta abajo, pero a través de una pendiente muy suave, por lo que el vehículo se deslizaba en punto muerto. El paisaje se había convertido en un universo de sombras que sugerían pequeños monstruos allí donde el bosque de pinos y encinas se hacía más espeso.
Dentro de la grasienta cabina del camión, impregnada del aroma del sudor y el gasóleo, el conductor intercambió una rápida mirada con su ayudante y metió de nuevo la marcha para reducir la velocidad.
-Ahí los tenemos –masculló-. Espero que no nos compliquen el trabajo.
Las luces del vehículo alumbraron a media docena de hombres armados que se habían parado en medio de la carretera mientras uno de ellos agitaba una lámpara de petróleo.
El camión se acercó lentamente hasta detenerse a muy pocos metros de la partida. Lino García Sanz paró el motor y apuró los segundos antes de abrir la portezuela y saltar al asfalto. “Así que este es el terrible maquis que ha movilizado a una bandera de la legión”, observó para sí mismo, aunque su ayudante, un sujeto rubio, de apenas 30 años, con el pelo cortado al cepillo, pareció pensar lo mismo.
-Tú baja también, “alemán” –añadió en voz alta-. Se quedarán más tranquilos.
Los dos hombres saltaron del camión con las manos bien visibles. García Sanz lo hizo con una agilidad sorprendente para un tipo más bien rechoncho, que rondaba los 40 años.
-Hola, camaradas –saludó con voz gastada el que aparentaba ser el jefe de los guerrilleros, un sujeto de estatura mediana y con el cabello negro como la misma noche-. ¿Tenéis algo para comer, tabaco, lo que sea…?
García Sanz contempló con amargura aquel ejército de sombras. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra teñida de un gris bilioso que envolvía la débil luz de la lámpara de mano, sólo descubrió un puñado de hombres mal vestidos, sucios, sin afeitar, acribillados por los piojos… algunos protegiéndose del frío de la noche con mantas raídas. Y sobre todo, mal armados: algunos fusiles semiautomáticos, una ametralladora de tambor, dos o tres pistolas al cinto…
-Claro que tenemos alguna cosa, muchachos –respondió García Sanz con la jovialidad de quien ya ha pensado en aquella contingencia-. Lo guardo en la cabina…
-Adelante –autorizó el jefe del grupo, que había cubierto su cabeza con la gorra de los milicianos.
García Sanz subió a la cabina, revolvió tras los asientos y salió de nuevo con un paquete de cigarrillos americanos y una docena de latas. No era poco, pero tampoco era demasiado para levantar sospechas. La desesperación de aquellos hombres había diluido por un instante la desconfianza que les ayudaba a sobrevivir. Los ojos del jefe del grupo lanzaron chispas de agradecimiento y los otros guerrilleros se arremolinaron en torno al tesoro. García Sanz no pudo contar más de una docena. Quizás otros permanecían emboscados a corta distancia, pero concluyó que no debían ser muchos más.
-No quiero tener problemas con la Guardia Civil –advirtió García Sanz bruscamente, y una sombra de tristeza nubló la mirada de aquellos hombres solitarios, ansiosos de escuchar una noticia amable del mundo exterior. La radio no funcionaba desde hacía meses.
-Sí, adelante –respondió resignado el jefe de los insurgentes.
García Sanz sintió una súbita piedad antes de echar el pie en el estribo para subir a la cabina, pero el “alemán” se le anticipó imprudentemente.
-Los rusos han parado a los alemanes en Stalingrado y los americanos avanzan por el norte de África. El fascismo tiene los días contados… Pero no es aquí donde se libra esa batalla, compañeros.
Esas palabras despertaron una ráfaga de inquietud en aquellos hombres desesperados.
-¿Qué lleváis en la caja? –preguntó el jefe de la partida, en un tono de súbita desconfianza.
-Toneles de vinagre –respondió con presteza García Sanz, sin darle apenas importancia pero con un matiz de autoridad que no parecía admitir réplicas.
-Está bien, seguid.
García Sanz puso el motor en marcha en medio de un ronquido agónico y los hombres se echaron a un lado. Luego miró al “alemán” con expresión de alivio y pisó el acelerador. Cuando echó una ojeada por el retrovisor, los hombres habían desaparecido de la carretera. Le pareció ver algunas luces adentrándose en el bosque, pero eran muy tenues y apenas se distinguían.
-Ahora, a ver cuánto tardamos en encontrarnos a los otros.
La carretera siguió zigzagueando por una suave pendiente, en medio de una depresión que se hundía en el altiplano. Tres kilómetros más abajo encontraron un retén de la Guardia Civil que les hizo señas de que se parasen mientras encañonaban el camión con sus fusiles, unos máuser recién estrenados.
García Sanz miró el reloj e hizo una mueca de fastidio. El “alemán” se mostró inexpresivo.
-¡Bajad del camión¡ -ordenó el suboficial al mando en tono agrió cuando García Sanz comenzaba a bajar trabajosamente el cristal de la ventanilla- ¡Y quiero ver los papeles¡
García Sanz rebuscó en la guantera y recogió media docena de papeles amarillentos.
El jefe de los guardias –hasta un total de seis, según pudo ver García Sanz- estudió con atención los papeles mientras uno de los números lo alumbraba con una lámpara de mano. García Sanz se mantuvo en un tenso silencio. Sabía que unas gotas de conversación aflojarían los dedos crispados que envolvían los gatillos de las armas, pero lo paralizaba una pereza infinita, una especie de sosegada repulsión moral. Además, en ocasiones los uniformados respondían mal a su amable campechanía.
-Vosotros dos –dijo el suboficial tras levantar la vista de los papeles y señalar a dos guardias con el dedo índice-: inspeccionad la carga.
Mientras los guardias se encaramaban a la caja del camión y trasteaban entre los toneles, el suboficial escudriñó con renovada desconfianza a García Sanz.
-A ver, Ángel Burgos y el ayudante…
-José Antón –precisó García Sanz, consciente de que la letra del funcionario que había rellenado el salvoconducto apenas se entendía.
-Aquí pone que tenéis que dejar la carga en El Coblent –continuó el suboficial-. ¿En la cooperativa?
-Allí me lo dirán.
García Sanz observaba distraídamente a los guardias para hacerse una idea más precisa de su equipamiento. Le interesaba especialmente saber si disponían de radio. Sin embargo, dos de los números permanecían fuera de la carretera, protegidos por la sombra y apoyados sobre sus fusiles, sin nada a su alrededor. En general parecían ligeros de equipaje.
García Sanz supuso que los guardias procedían de una nueva casa cuartel adscrita a la localidad de El Coblent. Ese cuartel se encontraba en el fondo de un valle, en un antiguo molino de grandes dimensiones que suministraba energía eléctrica a la comarca. El valle se adentraba en la sierra del Prior hasta morir ante un farallón de roca lamida por las aguas de un riachuelo que se despeñaba desde el altiplano, 300 metros más arriba. Desde el nuevo cuartel era posible llegar en poco más de media hora al cerro a través de unos senderos que ascendían montaña arriba. Las sinuosas carreteras, en cambio, exigían mucho más tiempo para cubrir los interminables kilómetros de curvas.
-Así que quince toneles de vinagre… -murmuró el sargento como si sólo hablara consigo mismo-. Lo compráis a diez –añadió sin ocultar un implícito reproche- y lo vendéis a veinte. ¿No es así?
-Todo legal –respondió García Sanz sin transparentar la menor emoción-. Todo está en los papeles.
-Si, todo legal…
“Para eso hicimos la guerra, ¿no?”, parecía recordar el chófer, con una mirada inquisitiva.
-Lo que no entiendo –dijo lentamente el suboficial, entre suspicaz y malhumorado- es qué hacéis en esta carretera. Si venís de la Cartuja, ¿por qué no habéis tomado la 704, o la 242, que bajan directamente a la Capital del Campo?
A García Sanz se le empezaban a enfriar los pies. El “alemán”, en cambio, permanecía quieto y mudo como una estatua de sal.
-Esta carretera es la más corta para llegar a El Coblent -precisó García Sanz, antes de añadir con una voz tan suave que parecía esconder un hilo de ironía-: ¿Qué me aconseja?
Por un momento, el suboficial pareció desarmado.
-Por aquí no se puede circular –respondió torpemente.
García Sanz lo entendió a la primera, pero no le pareció conveniente evidenciarlo. Carreteras cortadas, la sierra cercada, una operación relámpago…
-La 704 está llena de curvas y pendientes muy fuertes –explicó con descarnada paciencia-. No quería quedarme sin frenos. Llevó mucha carga para este camión.
-Todas las carreteras son difíciles- repuso el mando-. La 704 tiene un tramo muy malo. Pero luego, desde la Capital del Campo, la carretera es muy llana. Recuperarán el tiempo perdido.
-Tiene razón, sargento –respondió García Sanz, esforzándose por ser amable-. Lo importante es recuperar el tiempo perdido.
Por un momento pareció que la atmósfera se había distendido. Incluso la oscuridad, a la luz de las pupilas dilatadas, se había suavizado levemente.
-¿Han visto a alguien por ahí arriba? –preguntó entonces el sargento, como si inquiriese por el tiempo que iba a hacer al día siguiente.
-Sólo a algún pastor –contestó García Sanz, con el mismo aire indiferente.
-¿Nada más? –insistió el guardia.
-La gente se recoge pronto en esta época.
García Sanz dibujó una amplia sonrisa que adquirió la fisonomía de una mueca maligna a la luz de la lámpara de mano.
El sargento le devolvió los papeles con gesto adusto. Entretanto, los dos números habían acabado de hurgar entre la carga del camión y ahora trasteaban por la cabina. Finalmente, saltaron al suelo con cierta tosquedad y se cuadraron ante el suboficial: “Todo en orden, mi sargento”.
-Sigan, pues.