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La espera se retrasa

La espera se retrasa

27-11-2014

Contemporánea novela

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“La dicha de la vida consiste en tener siempre algo que hacer, alguien a quien amar y alguna cosa que esperar”, según nos recordaba Thomas Chalmers.  Y a esa esperanza se aferra  el  arquitecto protagonista  de la novela cuando tacha los días en el calendario con la ilusión de que llegue pronto  eso que espera para ser feliz,  aunque no sepa qué es. Y mientras  aguarda va tachando los días en el almanaque  y  tiene que afrontar la  aparición del cadáver de una mujer emparedada en el edifico que reforma, que pudo ser asesinada,  y que se oponía al proyecto pues quería mantener el espíritu del creador. Los demás vecinos no se ponen de acuerdo en cómo se han de colocar los nuevos tabiques, discrepan, mientras el  arquitecto proyecta una y otra vez su nueva ubicación aun sabiendo que el edifico, como el mundo, se puede mejorar pero  sin poder tocar los pilares y los muros de carga, es decir, la libertad del ser humano.

Al protagonista  se le complica más la vida cuando lo acosa  una chica sumisa que quiere  dominarlo  y se ve además obligado a investigar  la muerte de varias personas en una peligrosa curva, incluido su mejor amigo, que la policía  achaca a  una “viuda negra”. Y mientras lo hace se queda prendado de otra compañera que lo seduce pero que tiene un vicio, confesable,  que lo puede llevar a la perdición. Pero él   sigue cambiando tabiques  del edificio  en un tejer y destejer    que lo mantiene preso, como  Sísifo, en una obra sin fin, mientras sigue tachando con ansiedad todos los días en el calendario  para acelerar que llegue eso que   debe hacerlo feliz.

Quizás sea la chica que quiere ser ‘suya’ o la compañera con un vicio muy confesable que lo hace ‘suyo’. O la tremebunda sospecha de que en realidad eso que tiene que llegar para ser feliz es lo que ya han conocido los suicidas y por eso se quitan la vida pues ya saben que  lo que se espera no merece la pena, no merece la vida.  Pero el protagonista, por fin, deja de tachar   los días en el calendario.

La novela trata con ironía y mordacidad el existencialismo humano, los pecados capitales o la entrega por amor mientras un daltónico suele discutir con un amigo sobre el color de un semáforo y suenan  reiteradamente las campanas de una iglesia llamando a misa.

Leer primer capítulo

 

Primer capítulo

Limpiarte los zapatos aun sabiendo que va a llover, es la actitud más sensata para  mantener la serenidad cuando  a tu lado la razón desbarra. Qué remedio, se piensa Roberto  mientras guarda los aperos de limpieza y tacha la fecha  en el calendario, tal y como hacía ávido  todos los días a primera hora de la mañana, como si quisiera tirar de la soga para que llegara cuanto antes  eso  que  esperaba  que ocurriera, aunque no sabía qué.

Peo que tenía que llegar, seguro, porque si no   nada  tendría sentido, se decía  mientras  tachaba un nuevo día en el calendario con la paciencia del que va esculpiendo la piedra de una catedral que  sabe que jamás verá terminada. No le importaba, ni le importa, porque incluso se alegra si algún día se le olvida tacharlo  pues al  siguiente  tiene un día extra  para tachar. O  dos.  Y al emborronar varios días seguidos  sentía como si adelantara la espera y que  lo que tenía que ocurrir llegaría antes.

«La felicidad consiste en  tener siempre algo que hacer, alguien a quien amar y alguna cosa que esperar», había leído en un cartel de un comercio. Fue cuando se cercioró  de  que había alguien en el mundo que le daba la razón. Luego averiguó que la cita no era de la cajera, sino de Thomas Chalmers, pero coincidía con él (y con la cajera). Él  lo esperaba desde siempre, desde  que en la adolescencia   comenzó a tachar los  días en el calendario  con el ánimo de que ocurriera aquello que aún no sabía qué era. Tenía los sueños en lata, quizás en aceite de oliva, quizás en escabeche, pero   le daba igual. Porque algo tenía que ocurrir aunque no supiera qué.

Habían  pasado algunas cosas, es cierto, no podemos ser superficiales y no reconocer que algo  había ocurrido  porque Roberto Alberola de la Viña había terminado la carrera de arquitectura, se había echado novia, se había peleado, se había comprado  un coche, había dispuesto el despacho, había tenido otras novias, se había entrampado en una hipoteca, vivía relativamente bien y todavía tachaba todos los días  con la esperanza de que cada día  le quedaba menos para el advenimiento de eso que no sabía  que era pero que tenía que ocurrir. Era lógico que así fuera.  Lo decía Chalmers (y la cajera).

No recordaba la última vez que había sido feliz. Me pilla lejos, solía decir   para excusar que todavía anduviera sin emparejar en el padrón, porque  aunque el horóscopo llevara   años advirtiéndole que si no tenía pareja, esa semana sería la propicia para encontrarla, él  ya había dado con ella y salía con Elena, aunque  sin plantearse   llegar a mirar los muebles del Ikea. Había leído que para ser feliz era imprescindible encontrar a una chica que compartiera unos valores comunes, y era cierto, pero dónde encontraba él una chica adicta al sexo, le solía contestar al que se inmiscuía en su vida privada.

Salía con Elena sólo cuando les apetecía, sin compromiso, porque su más perentoria urgencia era tachar todos los días en el calendario  para acelerar la llegada de eso que esperaba con la ansiedad con la que  los   presidarios tachan los días  para  ir eliminándolos y acercarse más a la libertad.

Pero él estaba libre y seguía aguardando porque hasta ahora su vida   se podía resumir    en  unos escuetos pies de foto. La  última chica que amé de verdad se fue y ni me di cuenta, había comentado a sus amigos cuando   le preguntaban porque no tenía una novia formal, reglamentaria. No me gusta el matrimonio porque  para follar prefiero a las mujeres solteras, añadía socarrón   para que lo dejaran en paz porque él no tenía nada contra el matrimonio, lo respetaba mucho y prueba de ello es que   todavía no se había casado. Eso decía ufano.

Podríamos decir entonces que Roberto Alberola de la Viña vivía relativamente tranquilo en un chalet de una urbanización en las afueras; una vivienda de planta baja y principal con jardín y piscina rodeada de pinos que él mismo había plantado y que  ya daban buena sombra y algunos piñones. Él cocinaba, lavaba, planchaba y hacía todas la labores domésticas porque su madre lo había educado así y creía como ella,  que no hay que   asignar roles estancos a los niños y las niñas.

Es lo que pensaban también los expertos pedagogos  con los que él suele coincidir porque  considera absurdo regalarle a una niña una Barbie y a un niño un Scalextric. A mí de pequeño me gustaban  muchísimo las muñecas, solía decirles a sus amigos.

- Pues eso es raro -le reprochaba alguno.

- Pues yo   me divertía una barbaridad jugando con las muñecas. Las ataba a un paracaídas y las tiraba desde la terraza.

- Muy divertido.

- Sí, fue cuando constaté que Newton tenía razón,  que   la aceleración que origina la gravedad es de 9,8 m/seg y que si me tiraba a tiempo de la terraza, caería antes de que la tata se percatara de que me había comido la tarta.   Fue también cuando mi madre me llevo al psiquiatra. Por primera vez. Por  jugar con muñecas, no por lo de la tarta.

 

Roberto se solía  tomar las cosas a chunga, cuando podía,  porque los demás ya se encargaban de joderlas, según solía decir. Y en este chalecito de las afueras se levantaba todos los días y antes de desayunar tachaba la fecha  en el calendario  como si quisiera arrearle a los días para que se sucedieran con más velocidad y llegara eso que no sabía qué era, pero que tenía que ocurrir.  Eso que tenía que suceder y que  quizás, tal vez,  pudo llegar  aquella mañana cuando   fue a visitar el edificio de cuatro  plantas y entresuelo que estaba reformando y le informaron de la aparición de una  una mujer emparedada tras un tabique. Un obrero   que tiró un tabique en el sótano,   junto a la zona de las calderas, la encontró entre ellos.

Se  trataba de un antiguo edifico de  cuatro plantas y entresuelo,  que todavía tenía buena facha, buena pinta, pese a que  hacía ya muchos años que lo habían construido. Los  diez propietarios habían decidido reformarlo completamente respetando sólo los cimientos y el encofrado, y le habían encomendado a Roberto Alberola  una reforma integral, tirando tabiques, reordenando los espacios y respetando tan sólo los muros de carga y los pilares de hormigón pues era un edifico declarado Bien de Interés Cultural y no se podía tocar los cimientos, ni la estructura.

 Roberto cree que por mucho que se reforme y se mejore el edificio, como el Mundo, seguirá siendo el mismo porque no se pueden tocar los muros de carga, su estructura, ni la condición humana y su libertad. Pero se calló,  no les dijo nada y siguió con la reforma como si anduviera preso como Sísifo,  porque llevaba  más de seis meses enfrascado en las reformas pues cada propietario quería colocar los tabiques y los espacios comunes de una forma diferente y además existían algunos inconvenientes pues una propietaria  se negaba a reformar la distribución  porque argüía que  el arquitecto que lo había diseñado y construido hacía años,   lo había querido así, era su obra y ellos no eran nadie para cambiarla, para rectificarla.

Un criterio que no era compartido por los demás  vecinos que querían  tirar tabiques y ampliar espacio, suprimiendo además  parte de la terraza con el fin de mejorar la habitabilidad, eso decían, pero en realidad querían darle  más valor al edificio. El edifico lo habitamos nosotros, solían decir,  y se puede reformar porque queremos  hacerlo más moderno y solidario, más justo y proporcional en su distribución, aunque no se puedan tocar los cimientos. Es  cierto, les había comentado él, pero por mucho que se cambien los tabiques, el edificio seguirá siempre siendo el mismo porque sólo puedo hacer lo que está en mis  manos  y es técnicamente posible,  pues ya quisiera yo gobernar las leyes de la física, pero no me dejan. Eso les decía una y otra vez a los propietarios,  dándoles su opinión, aunque ellos no la consideraran ya que no se ponían de acuerdo  en qué   había que hacer para mejorarlo, ni en lo que era más correcto y moderno. Y así llevaban ocho meses. 

Roberto comentaba a veces que estaba reformando la torre de Babel porque no había forma de que los vecinos se entendieran entre ellos, pero para él las lenguas no eran un problema, eso decía ufano a sus amigos,  porque  en la cama no solía hablar mucho, excepto para advertirle a ella que no fingiera tan fuerte porque los podían oír los vecinos.

El edificio andaba pues en obras y entre pleitos vecinales cuando Roberto lo visitó después de que el aparejador lo hubiera llamado porque tras  tirar un tabique había parecido el  cadáver de una mujer que parecía que había sido emparedada. No pudo saber más en aquel momento porque  la policía precintó el lugar para que  pudieran trabajar los peritos de la Científica.


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