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Primer capítulo

DIOS EN UNA ESTRELLA FUGAZ

José Ramón Pérez Pérez  

 

A mis padres, que me enseñaron a encontrar respuestas.

Y a mi hermano Jorge, que me enseñó a buscar preguntas.

 

 

"They looked like animals trussed up by children for fun

and they stood waiting for they knew not what

with the voice of the breaker still running in their brains

like the voice of some god come to inhabit them"

 

All The Pretty Horses

CORMAC MCCARTHY

 

 

Ayer llovió, pero hoy será un día soleado. En realidad, todos lo son. Si pudieras elegir, ¿qué elegirías? Yo, las siete de la tarde de un día de verano, descansar a la sombra, el agua que salpica, la brisa, mi corazón palpitando poderoso y las mejillas ardiendo, sudor, juventud, toda una vida por delante. Aquí llega el médico. Hoy viene acompañado.

 

—Sigue igual —dice; apenas me roza con sus dedos para tomarme el pulso—. Esto se acaba.

Con cuidado, deja otra vez mi brazo sobre la sábana, y yo debería sentir el tacto familiar y levemente áspero, el apacible frescor de la ropa limpia. Pero no. Tampoco he sentido su mano sosteniendo la mía. Y, sin embargo, sé que me ha tocado, sé que está aquí. Es una sensación nueva: es como si pudiera conocerlo todo sin tener que experimentarlo. Hoy será un día soleado. El sol siempre brilla, diría una canción; las reacciones atómicas en el núcleo de una estrella siempre producen fotones, diría yo. Y mis alumnos se reirían un curso más con la misma broma gastada. Tan gastada que el primer día de clase todos saben ya que la voy a decir, se advierten unos a otros.

—La belleza no está en la luz del sol: la auténtica belleza está en entender cómo se produce.

Lo dije sin pensarlo mucho hace casi cuarenta años, y desde entonces, haga sol o llueva, siempre he empezado el curso contando esta especie de chiste. Y todos mis alumnos, año tras año, se han reído cuando han tenido que escucharlo. Nadie quiere contrariar a un catedrático, no en el último curso de carrera. La honestidad tiene un límite, incluso a los veinte años. Pero el curso que viene ya no tendrán que reírse. El curso que viene ya no estaré allí para contarlo.

—La mañana está fresca —dice el médico más viejo, que se ha acercado hasta la ventana para contemplar el amanecer; y como el otro, que tampoco es exactamente joven, pone gesto de extrañeza, añade—: Ha llovido toda la noche.

—No he salido a la calle.

—¿Has estado aquí metido desde ayer?

El otro se frota los ojos.

—Ha sido una noche agitada. Ahora iba a marcharme a casa.

Prendido al bolsillo de su bata, el médico más joven lleva un identificador de plástico blanco con letras azules: DR. ARMENTEROS. No encajan con él, ni su apellido ni las letras de molde. Desde que nos conocimos yo siempre lo he llamado Rubén. Su nombre es mucho más adecuado, evoca correctamente la sonrisa limpia, el flequillo rebelde, los ojos ávidos incluso cuando, como hoy, el sueño los empequeñece. Él es quien me ha tratado desde el principio, casi desde el principio. Debe de tener la edad de mi hijo Sebastián, que supongo que sigue cumpliendo años.

—Si sigues así, no aguantarás mucho en esto.

—Sólo ha sido una noche movida —repite Rubén, y hace como si comprobara algunos de los aparatos que hay junto a mi cama.

—No lo digo sólo por el cansancio. Le das demasiadas vueltas. Y, la verdad, en este trabajo no hay tanto que pensar: tratamos con enfermos que van a morirse, y no hay más. —Supongo que yo no debería haber escuchado eso. El médico más viejo se da la vuelta y se pone a hablarle al día que despunta—. Es injusto, es cruel, es triste, bla, bla, bla, es todo lo que quieras, pero no hay nada más.

—Ya lo sé. Ya lo sabía cuando pedí el cambio.

Por la ventana comienza a entrar una luz tan bella que, como si se tratara de un regalo demasiado caro, hace que me sienta culpable por poder contemplarla. No sé si me merezco la belleza de este amanecer, ni el aire transparente que todavía alcanza mis pulmones, a pesar del dolor. Aunque... Un nuevo descubrimiento: ya no siento dolor. Alguien toca en la puerta y la entorna.

—Piénsatelo: quizás deberías volver a Oncología. Al servicio regular, quiero decir. Allí, al menos, darle vueltas a las cosas puede servir de algo.

Rubén asiente mientras me mira. Tiene los ojos rojos. El cansancio, sin embargo, no le da un aspecto enfermizo; más bien le confiere una clase de belleza que mueve a la piedad. Parece un niño somnoliento, con el pelo negro revuelto y los labios entreabiertos, con los dedos largos y huesudos pulsando botones como si jugara con ellos. Yo tengo dos hijos: María Beatriz y Sebastián. Sebastián Lasalle, como yo. Todavía no sé por qué le pusimos mi nombre. Supongo que en algún momento de mi vida me sentí tan orgulloso de mí mismo que me pareció una buena idea dejar en el mundo a otra persona idéntica a mí. O tal vez sucedió todo lo contrario, y lo que pretendí fue simplemente darme una segunda oportunidad. Lo que es seguro, eso lo descubrí mucho tiempo después, es que no se me ocurrió que él podría preferir ser otro.

Rubén comprueba de nuevo los monitores y anota algo en el cuaderno que está sobre uno de ellos. El otro médico sigue mirando por la ventana. Cuando termina de escribir, Rubén también se dirige hacia allí y ahora los dos contemplan las primeras luces del día. La levedad del verano lo acaricia todo. Mientras, otro médico, una mujer, ha entrado en la habitación y se reúne con ellos. Lleva las gafas colgadas de un cordón, sobre el pecho. Hablan. Ella le enseña unos papeles al médico más viejo y después los dos caminan hacia la puerta. Antes de irse, le da una palmada en la espalda a Rubén.

—Creo que hoy volverá a hacer calor —le dice éste.

—Eso parece. Ayer llovió, pero hoy será un día soleado.

Así que aquí estamos otra vez. El sol siempre brilla. En el principio tenemos hidrógeno, y helio, y entonces dos núcleos de helio se combinan y forman un núcleo de berilio-8, inestable, que normalmente vuelve a descomponerse, pero que a veces capta otro núcleo más de helio y entonces ya tenemos un núcleo de carbono-12, que es radioactivo y emite un fotón y se convierte en carbono normal, y eso es el comienzo de todo. A partir de ahí llega el nitrógeno, el oxígeno, y la luz, todas las gotas de agua de un mar en calma, la gravedad, los osos polares, el It’s all right de Sam Cooke en el Harlem Square Club, los neutrinos sin masa, los diamantes engarzados, los relámpagos, el Bosón de Higgs, los amantes que lloran por las noches, el universo completo. Las reacciones se disparan y tenemos galaxias, estrellas, planetas, materia que aparece y desaparece, tenemos la Tierra llena de carbono proveniente de alguna estrella remota, y tenemos cadenas y cadenas de esos átomos de carbono que se llaman araña, perro, magnolia, gaviota, Sebastián Lasalle Outeiro, hijo de Paulino y Luisa. Merece la pena pararse a pensar esto: en la reacción crítica, en la reacción donde empieza todo, donde empezó todo hace miles de millones de años, si la energía del núcleo de carbono-12 fuera sólo 0,05 MeV mayor, el berilio nunca podría alcanzarla, y siempre se descompondría de nuevo en dos núcleos de helio, y el Universo sería sólo una enorme nube de núcleos de hidrógeno y helio combinándose y destruyéndose en una eterna rueda que jamás se detendría y que jamás llegaría a ningún lugar. No existiría nada más. Nuestra vida, nuestra ambición, nuestro orgullo, nuestra muerte, todo existe gracias a que el núcleo del carbono-12 no tiene 0,05 MeV más de energía. ¿Cuánto es eso? Nada. Menos que nada, menos que un soplo de energía. Millones de veces menos que la energía que se consume en un parpadeo. Sería más o menos así: abre los ojos. Ciérralos. Ábrelos otra vez. Ciérralos de nuevo. Abre. Cierra. Y ahora no los abras. Ya está. El Universo no existe.

Pero, gracias a eso, hoy será un día soleado.

—Eso es todo, amigo mío.

Rubén ha vuelto junto a mí y me mira. Estamos solos. Me gustaría decirle que no me encuentro mal, que hoy también yo puedo dejarme llevar por la dulzura del amanecer, en esta especie de estado amniótico en el que me he despertado.

Rubén rodea la cama para poder cogerme la mano que tengo libre de tubos y agujas, y la estrecha con cuidado. Parece una despedida, creo que es una despedida. Se pasa la otra mano por el pelo y se lo revuelve todavía más. Debería buscarse una buena chica. Se lo he dicho muchas veces, y él se quejaba de que sonaba cursi.

—Es hora de descubrir quién hacía ruido en el desván —dice, y me parece que sonríe un poco. Me tranquiliza ver que puede sonreír—. Volveré mañana. Si no me llaman antes, será una buena señal.

La muerte debería llegar de una manera más solemne. Un día te levantas con un hormigueo en la mano, y piensas que se te ha dormido el brazo. Como el hormigueo no se va, esperas un par de días y acudes al médico. Te dicen que ya se pasará. Vas a clase, corriges exámenes, compras latas de atún, hablas por teléfono. Pero es incómodo porque no se pasa. Te recetan unas pastillas, dos o tres tipos distintos, ahora sí que se va a pasar. Tienes la reunión mensual del departamento, das un par de seminarios, recibes a algunos alumnos para que no digan que eres un catedrático inaccesible, acudes al cumpleaños de tu hija. No se pasa. Haremos radiografías, vuelva dentro de una semana. Las radiografías van escalando por tu cuerpo: la mano, el codo, el hombro, el cuello, la cabeza. No parece una buena señal. Ya habían pasado más de dos meses, ya casi me había acostumbrado a tener la mano dormida. No me resultó difícil: antes ya me había tenido que acostumbrar a comer sin sal, a dejar de remar en el embalse, a ir al baño veinte veces, a no alcanzar a rascarme la espalda, a subir los peldaños de uno en uno. Con el paso de los años uno se acostumbra a tener que acostumbrarse. Me acostumbré a vivir sin ti. Miento: no me acostumbré a vivir sin ti. Me reconforta pensar que lo he conseguido, pero la verdad es que sigo hablando contigo. No es que espere que vayas a contestarme, es sólo que después de tantos años ya sé lo que responderías a cualquiera de mis preguntas. Así que te cuento cosas, y me imagino tus comentarios. No, no me he acostumbrado a vivir sin ti. Pero podría haberme acostumbrado a vivir con una mano dormida.

Rubén ya no está conmigo, y sin embargo yo sé, por algún mecanismo que todavía estoy descubriendo, que ha bajado a la planta principal y se está tomando un café apoyado en la máquina. Aunque yo sigo en mi habitación, de eso no tengo ninguna duda. Es algo portentoso: tengo la sensación de que puedo saberlo todo. Pero todavía no lo controlo. Ya digo, lo estoy descubriendo. Me pregunto si será un efecto provocado por la morfina, o si será el tumor el que produce estos pensamientos extraños, que sin embargo son tan míos como cualesquiera otros. Porque el tumor es una parte de mí, a pesar de que Rubén siempre habla de él como si fuera un meteorito que se hubiera incrustado en mi cabeza. Son mis células, tienen mi código genético, son tan mías como mis propias neuronas, como el corazón que les bombea la sangre que necesitan para seguir creciendo. También han salido del carbono-12.

Todo está relacionado. Hasta los más pequeños detalles tienen un sentido global. No me refiero sólo a la Física y a la materia; es algo en lo que he pensado mucho últimamente, por ejemplo, al darme cuenta de que el dolor hace imposible dormir. Y la falta de sueño hace tan insoportable todo, la vida, el aire, todo. De esa manera, el dolor nos lleva a un estado de vigilia permanente, en el que la vida resulta cada vez más cruel, hasta que llega un instante en el que la muerte nos parece algo piadoso, una especie de recompensa. Pero mientras pienso esto, tengo la convicción de que si pudiera quedarme dormido ahora y despertarme después de ocho horas de sueño profundo, me levantaría con un ansia de vida tal que me aferraría a todas las agujas y cables que me rodean, y volvería a querer ser eterno, sobrevivir a cualquier desgracia, mantenerme vivo.

Ah, sí, los ruidos del desván. Aparte de mi esposa, creo que Rubén es el único que ha escuchado esa historia, y por lo tanto a partir de ahora será la única persona viva que sabrá de ella. Debo aclarar, para que se entienda su significado, que yo también fui un niño. Sí, y un adolescente, y después un hombre joven. Es más: yo no iba a ser viejo nunca. Yo iba a ser siempre joven, como era, así, joven e inmortal. Pero en algún momento sucedió algo, no sé cuándo, y hoy tengo setenta y dos años, y estoy viejo, soy viejo. No sé cuándo sucedió. El caso es que cuando era niño solía ir a pasar los veranos con mis abuelos. Hablo de dos personas que nacieron en el siglo XIX, que no es cualquier cosa. Tenían una casa enorme, de fachada recta y severa, sin recovecos ni salientes, una casa de pueblo con altas paredes de piedra, ventanas pequeñas, y tejado de pizarra. El único ornamento permitido se hallaba sobre la puerta y era un escudo en relieve, el mismo escudo que adornaba algunas sábanas de mi madre, y también la cubertería que se mantenía permanentemente expuesta en la vitrina del salón. Mi abuelo Baltasar era un hombre serio, digno, un ser tan enorme como la casa en la que vivía, con unas manos rudas y grandes que envolvían las mías por completo cada vez que me llevaba a misa. No hablaba mucho, pero eso no le hacía parecer huraño. Todo lo contrario: recuerdo siempre su cara con una cierta sonrisa que nunca terminaba de asomar, un punto de cinismo permanente, un gesto que no era simpático pero que de alguna manera me transmitía certeza, una profunda y absoluta sensación de seguridad. Recuerdo ahora, no sé por qué, que el abuelo Baltasar solía recitar un poema: “y sólo el placer de ver pasar las horas, el único placer, el placer supremo; por mí, el mundo podría terminarse en aquella curva”. Es posible que esto último no formara parte del poema, o tal vez sí, pero en cualquier caso el abuelo Baltasar lo recitaba siempre igual, siempre con esas palabras.

Cuando yo era un niño, pensaba que mi abuelo era una buena persona. Con el tiempo me enteré de que había sido un borracho y un jugador, pero nadie supo decirme nunca si realmente había sido o no una buena persona. Había hecho fortuna en Norteamérica, y después había perdido en el juego todo el dinero que trajo. Lo salvó mi madre, su hija, cuando se casó. Mi padre provenía de una familia donde los borrachos y los jugadores, simplemente, no existían. Y así, mi abuelo se convirtió a la virtud, al menos en la fachada. Tampoco le pidieron más. “Dios habita en el silencio”, me decía cuando yo le pedía que me contara alguna historia de América, o insistía en que respondiera a alguna de mis preguntas. No sé si lo decía en serio o en broma, si era algo que había aprendido antes o después de su caída y su obligada redención. Yo lo conocí así.

Durante aquellos veranos yo dormía en el último piso, en una estancia diáfana situada justo debajo del tejado que durante el resto del año, cuando llovía sin parar, mi abuela utilizaba para tender la ropa. En verano, allí arriba, el calor era asfixiante. Por la noche, el contraste de temperaturas provocaba una procesión de ruidos y quejidos. Crujían las vigas de madera, las juntas, la pizarra del tejado. A mí me daban miedo aquellos sonidos siniestros e imprevisibles, y sólo conseguía dormirme cuando el agotamiento me vencía. Si le preguntaba a mi abuelo Baltasar por el origen de los misteriosos ruidos, él me contestaba: “Los hace Dios”. No me convencía la respuesta. ¿Acaso no era Dios el que habitaba en el silencio?

—Precisamente: con esos ruidos nos recuerda que está siempre vigilándonos. —Y como veía que tampoco ese razonamiento me dejaba tranquilo, añadía—: Pregúntale a tu abuela si no me crees. O mejor todavía: pregúntale a tus otros abuelos, que por lo visto conocen a Dios personalmente.

Así que un día le pregunté al profesor del colegio. Yo tendría unos diez años, menos incluso. Me dijo que los ruidos eran producto del frío, del contraste entre el fresco de la noche y el calor intenso del día.

—¿El frío hace ruido? —insistí.

—Más o menos —me concedió el profesor—. Tienes que seguir estudiando para entenderlo mejor.

Con el tiempo, claro, aprendí que no era el frío el que causaba los ruidos. En realidad, lo que ocurría era que el calor dilataba los materiales, y el frío los contraía, y esos movimientos minúsculos producían los chirridos y los quejidos. Quise saber entonces por qué el frío contraía las cosas y el calor las dilataba. Y así aprendí que la materia no es, en realidad, la sustancia compacta y continua que observamos, sino una increíble amalgama de partículas diminutas llamadas moléculas, compuestas a su vez de otras partículas virtualmente invisibles llamadas átomos. Seguí estudiando. No es que haya dedicado toda mi vida a entender cuál era el origen de los ruidos en la casa de mi abuelo. O quizás sí lo he hecho aunque no me haya dado cuenta. El caso es que después de conocer los átomos estudié la física subatómica, los núcleos y los electrones, la movilidad de las partículas y su relación con los niveles de energía ligados, por ejemplo, a la temperatura. La causa de los ruidos parecía encontrarse siempre a una pregunta de distancia. Descendí un nivel tras otro: aprendí que las partículas no eran en realidad partículas, sino ondas, y que éstas no eran en realidad ondas, sino partículas. El frío quitaba energía a las partículas, que vibraban menos y reducían así el espacio que ocupaban. Billones de partículas ocupando menos espacio provocaban una contracción de la materia que, al producirse, agitaba el aire y daba como resultado uno de aquellos misteriosos ruidos. Pero, ¿por qué las partículas son ondas y vibran menos con el frío? Estudié los leptones, los quarks. El Modelo Estándar, la Teoría de Cuerdas, las branas. ¿Por qué las partículas tienen dimensiones? ¿Por qué vibran? ¿Qué las hace vibrar? ¿Quién las hace vibrar?

“Las hace vibrar Dios”. Al final, todavía hoy, eso es lo que escucho en mi cabeza, con la voz ronca y la sonrisa cínica de mi abuelo Baltasar. Y cuando sepa por qué vibran, tendré que preguntarme qué o quién produce esa causa que las hace vibrar. Un viejo jugador borracho sabía eso antes incluso de que yo naciera. Vuelvo a tener diez años. Me pregunto si alguna vez he dejado de tenerlos. Por supuesto, soy capaz de responder a ésta y a otras muchas preguntas ridículas en cuanto me miro a un espejo.

Pero es cierto que, de alguna manera, en eso ha consistido mi vida: en perseguir respuestas que siempre se han mantenido a una pregunta de distancia. Voy a morir porque tengo un tumor. ¿Por qué tengo un tumor? Porque un grupo de células crece sin control. ¿Por qué crece sin control? Porque no “saben” morirse, porque hay un defecto en su programa genético que no detiene su crecimiento, porque las moléculas que componen ese código genético se han descontrolado, porque los átomos de esas moléculas han alterado sus estados normales, porque las partículas de esos átomos vibran según ciertas probabilidades cuánticas. ¿Por qué vibran? ¿Quién las hace vibrar? ¿Por qué la energía del carbono-12 no es 0,05 MeV mayor? Me encuentro al final de mi vida con las mismas preguntas que descubrí cuando tenía diez años, las mismas que me han acompañado día tras día, con distintas formas, pero siempre las mismas preguntas. Y reconozco que, al pasar el tiempo, el aburrimiento de llegar inevitablemente a esas mismas preguntas se me ha hecho insoportable. Creo que por eso nunca dejé de ir a misa contigo y con María Beatriz, supongo que intentaba dejar una puerta abierta. Y creo que también fue por eso por lo que nunca conseguí ser un buen padre. Tal vez al principio, cuando los niños eran pequeños y a mí me divertía contemplar una etapa de la vida que ya casi no recordaba. Pero a medida que fueron creciendo, reconocí cada vez más momentos ya vividos, caminos que yo mismo había transitado y que eran los mismos, modernizados, sí, con teléfonos móviles en lugar de papel manila, más bonitos o más tristes, según quién los mire, pero los mismos caminos al fin y al cabo. Y sin darme cuenta me fui apartando de ellos. No por falta de amor, o por egoísmo. Por aburrimiento.

Un momento: creo haber notado un eco de dolor, una punzada lejana. No quiero más dolor. Prefiero permanecer en este nuevo estado en el que el universo entero parece entretejerse con mi propia mente. Una enfermera entra en la habitación. Seguro que uno de esos maravillosos aparatos la ha avisado de mi punzada, y ella ha traído un repuesto y lo conecta a mi brazo, y regula la llave hasta que las gotas vuelven a caer rítmicamente hacia mis venas arrugadas. Más morfina, por favor. Más, más, más, más morfina. Por favor. Por. Favor.

Una vez mi abuelo Baltasar me dio un libro. Yo nunca lo había visto leyendo, y en la casa sólo había unos pocos volúmenes alineados en un estante sobre la chimenea, viejos y ahumados. No más de una docena. Pero un día, supongo que para intentar mantenerme callado, me dio una novela: “De la Tierra a la Luna”. Yo todavía leía muy despacio, y tardé varios días en terminarlo. No es que me fascinara, ni mucho menos, y de hecho apenas lo recuerdo. Pero desde que lo leí, todas las noches me metía en la cama imaginando que entraba en una cápsula espacial, y que viajaba en ella de un lugar a otro, atravesando el cielo. Seguí soñando eso mucho tiempo, incluso cuando ya no era un niño. Muchas noches, ansioso o desbordado, me metía en la cama y me esforzaba por no pensar en nada, y para conseguirlo me veía a mí mismo en mi cápsula espacial, flotando en el vacío, sin comunicación ni noticias de nadie. Yo solo, cruzando el espacio, las estrellas a lo lejos. Silencio, inmensidad, lo eterno.

Me encuentro mejor. He regresado a ese estado omnisciente, de alguna manera vuelvo a saberlo todo. Veo a Rubén saliendo a la calle, con la bata desabrochada pero todavía sin cambiar. Está junto a la puerta de Urgencias, con las manos en los bolsillos y un cigarrillo apagado en la boca. Fuma mucho y duerme poco. Tiene razón el médico más viejo: debería pensar menos. También tengo razón yo: debería buscarse una buena chica.

Últimamente he vuelto a visitar mi nave. Ya no es una pequeña cápsula: los tiempos han cambiado. Pero sí, cuando el dolor apretaba, combinaba la morfina con un paseo espacial, y volvía a encontrarme en mitad del universo contemplando maravillas que después ni siquiera recuerdo. Y eso es lo que voy a hacer también ahora. ¿Qué día es hoy? Esta noche se podrán ver las Perseidas. Después de tantos años viéndolas desde aquí abajo, hoy las contemplaré desde mi nave, allí arriba. Cuarenta, cincuenta años mirando las Perseidas cada mes de agosto. Quiero hacer el viaje desde el principio. Quiero ver cómo mi nave despega, cómo las cosas se van haciendo más pequeñas mientras yo subo y subo, hasta el cielo, más allá. Subo y subo. La aceleración es muy fuerte, pero podría girar la cabeza y mirar lo que dejo atrás. No veo muchas cosas, sin embargo. Mi nave asciende, y yo todavía distingo algunos edificios, la línea de la costa, incluso las crestas blancas de las olas más grandes. ¿Qué es lo que dejo atrás? Hay una mujer en la playa, casi sola a estas horas tan tempranas, los brazos cruzados abrazándose a sí misma, el agua lamiéndole los pies. Mi pequeña María Beatriz. Hay otra mujer que duerme y que pronto se tendrá que despertar. Hay un hombre tirado en el suelo, y otro que se mira en el espejo y dice: soy un instrumento de Dios.

Ya salgo de la atmósfera y comienzo a orbitar. Supongo que no tardaré en ver las motas suspendidas en el vacío que esta noche tendrán su momento de gloria, precipitándose hacia el suelo y refulgiendo como nunca habrían podido imaginar. Incandescentes durante unos segundos, después de miles de millones de años vagando por el espacio, esperando a que no pase nada. Floto en mi nave enorme y vacía, con pasillos interminables. La pilotaré hasta acercarme a mundos helados azotados por el viento, y los cruzaré a ras de suelo, esquivando colinas y enfilando valles de aristas recién cortadas. A gran velocidad, mi nave me llevará de un planeta a otro, grandes océanos de metano líquido surtidos por ríos de color magenta. Todo un universo creado por una fracción de un parpadeo. Vuelvo a estar en mi nave, en el vacío. Flotando. Aquí está mi nave otra vez. Tan nueva como el primer día. Quiero visitar un planeta cenital. Quiero enfilar un atardecer de fuego, el suelo atropellándose a mis pies, un planeta que nadie podrá encontrar porque esta es mi nave, y el universo soy yo.


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