CLAUDIA

A
La primera vez que te sacude una explosión en combate es una sensación de estremecimiento que ya jamás se podrá olvidar. Raramente viene sola y la secuencia de acontecimientos vertiginosos hace que, en ese momento, sea un factor más para que se desborde un torrente de adrenalina que, al instante, llega hasta la última extensión nerviosa del cuerpo y hasta todas ellas a la vez. Viene a ser el eco interiorizado de lo que ocurre en el exterior. En ese momento se agradecen las horas de entrenamiento que te acercan a estar preparada y ser capaz de generar unos automatismos que superen el miedo y te permitan actuar como se espera de un soldado profesional.
Para Claudia Izco, aquel momento resulta tan lejano en el tiempo físico como cercano en el ánimo y en el recuerdo. Los noticiarios televisivos cada vez dan menos cobertura de una campaña (encubierta bajo el eufemismo de misión de paz) lejana en la distancia y donde las noticias son el día a día de una fuerzas internacionales que soportan estoicamente las adversidades en un territorio hostil, mientras sus dirigentes van asumiendo la imposibilidad de revertir siglos y siglos de ingobernabilidad en un vasto espacio de tierra tan ruda y árida como las gentes que lo habitan.
Ahora las apariciones, fuera de una posible visita del ministro de turno, solo son para comunicar alguna baja –con nombre y apellidos- que levemente hace sacar del letargo a la opinión pública. Afortunadamente la impactante explosión que acaba de ver en la pantalla no ha causado bajas para las fuerzas internacionales y, por insensible que parezca, los tres muertos ocasionados en la población civil no son impedimento para que Claudia continúe masticando la ensalada de berros y rúcula que se acaba de preparar para cenar mientras ve el noticiario en el pequeño salón-cocina-comedor de su apartamento. El único amargor del momento lo proporciona el vinagre de Módena que ha usado en el aliño junto al aceite de oliva.
El presentador acaba de cometer un error habitual a pesar de tratarse de profesionales de la comunicación, que son quienes mejor deberían usar el lenguaje, al decir: “…estén preparados y atentos al momento en que la bomba explota…”.
Rápidamente le viene a la mente su instructor el sargento primero Boria cuando les decía mezclando su deje sureño con el gracejo de un leve seseo y con una voz grave acostumbrada a mandar e instruir: “…las bombas no explotan, explosionan. Explotar explotan los chulos a las putas y ahora yo a vosotros”.
La leve sacudida de su móvil acelera la vuelta al presente. Es un mensaje de Luis que una vez completado con todas las vocales elípticas omitidas viene a decirle que quiere verla y “aclarar las cosas” porque sigue sintiendo algo por ella cuando la ve por la calle o al entrar en el bar de su madre. Compendiar con 43 signos ortográficos, de los cuales 8 son k, tanta información y sentimiento podrían haber hecho que Bécquer, Larra o Espronceda volvieran de la tumba para reivindicar la poesía romántica del siglo XIX.
Obviamente los comienzos del XXI no se caracterizan por la sublimación de los sentimientos y Luis es miembro por propio derecho de esta sociedad consumista y hedonista que puebla el llamado primer mundo por lo que la idea se transmite nítida, sin circunloquios ni rimas.
Tampoco Claudia, mujer resuelta y de acción, pero al fin y al cabo mujer, es muy dada a sensiblerías. Su profesión castrense históricamente reservada a los hombres, en cierta manera, se transmite a su manera de sentir. Probablemente si no hubiera firmado aquella solicitud de ingreso en las Fuerzas Armadas y hubiera buscado trabajo en alguna fábrica como hicieron algunas compañeras de formación profesional, su receptibilidad hacia el whatsApp de Luis hubiera sido distinta. Tal vez incluso lo estuviera contestando para aceptar la cita. No más de 10 caracteres y muchas menos k.
Un diminuto tarrito de plástico blanco con impactantes colores publicitarios deja marcados sus labios con un cremoso sello blanco por un corto instante hasta que la servilleta de papel lo borra de su rostro. Espera que el líquido vertido en su estómago cumpla alguna de las expectativas que los creativos de marketing recrean con mini soldaditos o bomberos que limpian el organismo de gérmenes, bacterias y colesteroles. De alguna forma su cuerpo se siente tonificado y culmina su cena reafirmándose en su convicción de no contestar el mensaje de Luis.
No le guardaba rencor por haber roto una relación o noviazgo de más de dos años cuando ella estaba en lejano oriente. Los miles de kilómetros habían supuesto ya antes un distanciamiento que los lazos creados en una amistad que derivó en sexo y afecto (o tal vez primero fuera afecto y luego sexo, no logra precisar, realmente da igual) no lograron vencer.
Un chico como Luis, alto y apuesto, que desde mozo ayudaba en el bar de Rosa, su madre, en la plaza de la pequeña población cercana a la capital donde residen, le hacía ser muy popular y centro de la atención de las mujeres. Ese hecho que no pasó inadvertido a Claudia sirvió para traspasar el umbral del buen compañero por algo más íntimo. Ese atractivo tampoco le era ajeno al resto de la población femenina que frecuentaba el establecimiento y no estaba un año entero seguido en el último confín del mundo.
El valor actual de una promesa cotiza muy a la baja en nuestra sociedad por mucho que en el momento que se diga se pueda pensar sincera.
-No estamos en la Edad Media para guardar ausencias con cinturones de castidad imaginarios, le había llegado a decir Luis en un momento de discusión acalorada intentando autojustificarse.
-Si ahora vais mujeres a hacer las cruzadas yo no me veo como Dª Úrsula encerrada en su torreón-. Se refería a un personaje local que según contaban se enclaustró en el famoso torreón, al que cedió su nombre, cuando su esposo, caballero y vasallo de Alfonso VIII desapareció tras la batalla de las Navas de Tolosa. Dª Úrsula decidió esperarle confinada y célibe hasta que D. Alvar volviera o ella muriese. Que aconteciera lo segundo le aseguró la entrada en la historia local con nombre y torreón propio.