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El Esqueleto del Dragón

El Esqueleto del Dragón

14-08-2013

Ciencia ficción/fantástica novela

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                Astrid está harta de todo. De que las abusonas del cole se metan con ella, de que sus compañeros de clase sólo dejen de ignorarla para reírse en su cara y encima al llegar a casa no le esperan más que broncas. Pero ese día, Astrid cae por accidente a otro mundo, donde el uso de la magia es algo habitual. Allí se encuentra con Kraizent, El Guardián de Secretos,  quien la enviará a buscar la Costilla del Dragón, una espada que le permite viajar entre Universos y, por tanto, volver a casa. Sin embargo Eveïn Axracsé, una poderosa guerrera de más de cuatro mil años de experiencia, también la desea y parece que tiene algo que ver con Kraizent. Por suerte Astrid contará con la ayuda de un joven Colmillos Negros y una Zechnas y recibirá objetos mágicos junto con la habilidad de conjurar hechizos. Astrid, confundida por su nueva situación, no acaba de entender de qué va la cosa pero acepta meterse en semejante lío porqué por fin alguien la trata como a una persona y confía en ella.  Lo que no sabe es que Kraizent la envía a una misión suicida.

Portada dibujada por Mònica Casamor Martinell

ENTREVISTA:

Me han leído de partes de toda España, incluso de México

 

Leer primer capítulo

 

Primer capítulo

EL ESQUELETO DEL DRAGÓN (PRÓLOGO)

 

            La explosión destrozó la gigantesca puerta levantando una nube de polvo. Los dos guardianes agarraron con determinación sus lanzas, preparándose para lo peor; sabían que cualquiera que fuera capaz de entrar a la fuerza en la Cámara de las Armas Prohibidas resultaría un adversario imposible de derrotar.

            La humareda se abrió de repente dejando paso a una mujer de rostro sereno y pálido, ligeramente azulado, labios morados y pelo corto y blanco, con una chaqueta gris estilo militar que le llegaba hasta los tobillos.

            —¡E… Eveïn Axracsé! –gritó uno de los guardianes procurando que no se le notara el temblor en la voz.

            La intrusa, ignorándolos por completo, cruzó por delante de ellos con ritmo pausado y decidido. Más asustados que indignados, los dos guardianes atacaron a Eveïn por la espalda con sus lanzas; antes de que las hojas de metal la alcanzaran, ambos cayeron fulminados en el acto.

            Eveïn, sin ni siquiera detenerse a pestañear, continuó avanzando hacia el fondo de la sala donde se hallaba un escudo tres veces mayor que ella con forma de medio cráneo alargado, rodeado de una columna de luz anaranjada y custodiado por otro guerrero alto y musculoso con un hacha en cada mano que sonreía nervioso:

            —Eres buena. No obstante, te equivocas si crees que conmigo te…

            —Aparta –ordenó la mujer poniendo su mano en el costado de aquel hombre y lanzándolo contra una pared, en la cual se comenta que sigue empotrado.

            Tras eliminar la energía que lo protegía, Eveïn agarró el escudo con suave firmeza. “Una pieza más y habré completado al Dragón”, pensó mientras un gigante gordo y barbudo se le acercaba por detrás.

            —Me alegro que hayáis obtenido lo que buscabais, mi señora –dijo el gigante, pero ella no le hizo mucho caso. No estaría satisfecha hasta que no se apoderara de la última arma. Y sabía en qué planeta se encontraba; sólo era cuestión de tiempo–. Disculpe que la desanime, mi señora, pero he oído que Her Kraizent acaba de trasladarse a ese planeta. Sospecho que no se trata de una mera coincidencia.

            —No importa –soltó sin mostrar ninguna emoción–. Nadie, ni siquiera el Guardián de Secretos, me impedirá resucitar a Nhord-Ghrat.

 

CAPÍTULO 1 (MI NOMBRE ES…)

 

            —¡Eh, tú! ¡Niñata cuatro ojos!

            Sin duda se referían a mí, así que giré la cabeza. Una chica de dos cursos por delante del mío pero cuatro años mayor y con pinta de macarrilla me señalaba con el dedo adoptando una pose amenazadora; la acompañaban tres seguidoras que no tardaron en rodearme.

            —Venga, préstame algo –me dijo la líder hurgándome los bolsillos de la chaqueta y de los tejanos–. Bah, eres una pobretona. ¿Es que no llevas ni un céntimo encima o qué?

            —Es que mis padres no me dejan traer dinero –intenté justificarme. Aunque no sabía por qué tenía que hacerlo, sabía que tenía que hacerlo.

            La chica empezó a reírse bien fuerte y las otras la imitaron.

            —¡Menuda criaja! Con tus doce añitos yo ya iba en moto con mi cadenita de plata y tú no luces ni un triste reloj. ¿O es que ya te lo han robado?

            Y siguieron burlándose mientras me daban algún que otro empujón y palmaditas más fuertes que suaves en la nuca. Ya me he acostumbrado a que me avasallen a la salida de la escuela, pero era la primera vez que lo hacían en el patio. Cuando creía que ya habían acabado conmigo, la líder volvió a ponerse seria y me pidió el bocadillo de foagrás que casi colgaba de mi mano. Sin esperarse a que se lo acercara, me lo quitó, lo miró con desprecio y me lo tiró por la cabeza.

            —Das asco, niñata. No tienes de bueno ni el bocata.

            Y se largaron por fin a por otra víctima. Yo me quedé ahí de pie sin saber muy bien cómo reaccionar. En realidad deseaba que alguien se interesara por mí, pero nada. Me acerqué a la fuente y me limpié el cabello, más que pringoso por culpa del paté. Cuando quise darme cuenta, mis compañeros ya se habían ido; la hora del patio se había terminado y ninguno de ellos se molestó en avisarme.

            Al regresar a la clase, la profe me riñó por llegar tarde y hecha un asco y, cogiéndome de un brazo, me arrastró hacia mi mesa llamándome “desastre con patas”; como es natural, los demás se rieron. Y para rematar el día, repartieron las notas del último examen; peor de lo que esperaba, y eso que me esperaba una nota muy mala.

            Aquella tarde no me apetecía volver a casa; con todo lo que me había pasado sólo me faltaba escuchar la bronca de mis padres. Tampoco es que hubiera sido un día muy diferente a los demás, la verdad, pero estaba harta. Así pues, nada más salir del cole, huí caminando en dirección contraria a la habitual con la vista clavada en el suelo.

            Al cabo de un buen rato fui a parar a un barrio que no conocía. Ya anochecía cuando, dentro de un supermercado a oscuras y con la verja cerrada, vi unas sombras que se movían con rapidez de un lado para otro. Por curiosidad, o quizá porqué necesitaba distraerme con algo, me asomé por uno de los ventanales. Unas ocho personas manejaban cables y ordenadores, pero apenas los distinguía debido a que casi no había luz. Al principio creí que rodaban una película ya que hablaban de enviar a no sé quién a otra dimensión, aunque cuchicheaban tan bajito que yo no les entendía muy bien.

            Entonces montaron sobre un carrito de la compra a una persona más pequeña que yo pero con los ojos amarillos y relucientes y lo lanzaron contra otros veinte aparcados. Al chocar, el cuerpo de aquel ser se desvaneció, transformándose en una corriente eléctrica azulada que recorrió los carros hasta desaparecer del todo. Me agaché lo más deprisa que pude. “¿Se han cargado a un extraterrestre o ha sido un efecto especial de esos?”, pensé.

            Mientras le daba vueltas al asunto les oí felicitarse entre sí y recoger los trastos. De repente, y sin darme tiempo a largarme de ahí, abrieron la verja y salieron por la puerta que yo tenía al lado; se trataba de un grupito de chicos de unos quince años. No sabía dónde esconderme, así que me senté pegada a la pared apretando mis piernas contra el pecho convencida de que me iban a pillar. Por suerte siguieron en línea recta para cruzar la calle y yo aproveché para meterme a gatas en el súper antes de que a alguno de ellos se le ocurriera mirar atrás.

            El corazón me latía a mil por hora y no me atrevía ni a pestañear, sentada debajo de la caja registradora. “Tranquila, Astrid”, me dije a mí misma, “seguro que rodaban una peli para el insti o algo así. Además, ya se han ido”. Fue cuando escuché el ruido de uno de ellos acercándose. Contuve la respiración hasta que me di cuenta de que habían bajado la verja; conmigo dentro, claro. “Genial. ¿Y ahora cómo salgo de aquí?”. Tampoco es que tuviera muchas ganas de volver a casa, pero... pero no era plan de tirarme la noche entera ahí, y vaya, que mi estómago ya empezaba a protestar.

            Cuando reuní el suficiente valor como para levantarme y echar un vistazo fuera, ya no se veía ni un alma. “Soy tonta. En cuanto abran el súper mañana y me descubran aquí, me va a caer una buena. Eso sin contar con el discursito que me van a pegar papá y mamá; sobre todo papá.”

            Los ojos en seguida se me acostumbraron a la oscuridad y me lié a buscar el modo de salir de allí. Nada; todas las puertas me las encontraba cerradas y bien cerradas. Y por culpa de la verja, romper el cristal sería una pérdida de tiempo.

            Me rendí y me cogí un par de bolsas de patatas fritas. “Al menos de hambre no me voy a morir”. Cuando ya me acababa la segunda, me fijé en los carritos de la compra que habían utilizado aquellos chicos para... para lo que fuera; todavía brillaban con un resplandor azulado. Caminé poco a poco hacia ellos y sentía como si me atrajesen de alguna manera; de hecho mis cabellos se movían hacia delante sin que hubiera ninguna corriente de aire. “Esto es absurdo”, me repetía a mí misma acercándome cada vez más, “si sigo así lo único que voy a conseguir es un calambrazo de los buenos”. Sin embargo no lo podía evitar. Dejé caer la bolsa de patatas al suelo y agarré con las dos manos la barra del mismo carrito que usaron los chicos para su experimento. Al instante noté una fuerza que me arrastraba hacia la nada y un impulso eléctrico tan potente que perdí el conocimiento.

            No sé si transcurrieron unos segundos o unas horas. El caso es que, al abrir los ojos, me vi tumbada boca abajo en medio de un prado rodeado de árboles enanos, de mi altura más o menos, y además era de día.

            —Pero... ¿pero dónde... dónde diablos...? –balbuceé como si alguien me fuera a contestar.

            No tuve tiempo de nada más, ya que se me plantó justo en mis narices una araña roja más grande que mi cabeza pero con boca de rata y dos patas que parecían guantes de boxeo. Paralizada por el susto, yo no sabía cómo reaccionar ante una cosa tan rara que danzaba de un lado para otro enseñándome los dientes.

            Entonces me di cuenta de que había algo debajo de mi barriga que se retorcía queriendo salir. Me aparté hacia un lado y un ser de un palmo de longitud con cuerpo de lagartija y cabeza de cobra se me encaró furioso. ¡Encima eso!

            Intenté retroceder medio-sentada, vigilando a los dos bichos que me acorralaban cada uno por un lado mientras el cuerpo me temblaba sin parar. De repente la lagartija-cobra saltó hacia mí y me llevé los brazos a la cara. Como no pasaba nada, los bajé con cuidado y vi una mano humana metida en un guante negro con un símbolo bordado en forma de ciudad flotante rodeada por dos aspas; había agarrado al animal, el cual se retorcía luchando por liberarse.

            Levanté la mirada poco a poco. Aquella mano pertenecía a una persona normal, aunque más alta y corpulenta de lo que yo estaba acostumbrada a ver; vestía un uniforme militar azul oscuro, con pantalones lisos y chaqueta con medallas, en cuya gorra se dibujaba el mismo emblema que en los guantes. No fue hasta que empezó a hablar que supe que se trataba de una mujer:

            —Te esperaba –dijo lanzando a aquella bestia bien lejos–. Sin embargo, no calculé que fueras tan pequeña.

            —Ah, v-v-v-vale –respondí sin tener ni idea de qué iba la cosa; pero claro, todavía quedaba la pedazo de araña acosándome–. Le... ¿le importaría apartarme también esa... esa boca con patas?

            —No te preocupes. Las arañas boxeadoras no son venenosas. Si no la molestas te dejará en paz –me comentó ayudándome a levantar–. Soy Arben Naira, General del Ejército de la Gran Ciudad. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?

            Primero me sorprendí que me lo preguntara; luego sonreí después de mucho tiempo que no lo hacía.

            —Mi nombre es… Astrid.


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