Acababa de empezar mi segundo curso en la universidad y, pese a estar ya casi acabando septiembre, aún hacía bastante calor. Empecé a sudar camino de la Plaza Cataluña mientras repasaba mentalmente mis quehaceres para aquella tarde, pero una voz interrumpió el hilo de mis pensamientos.
—¿Qué? —pregunté distraídamente.
—Digo si nos veremos luego —dijo Pol.
—No creo, tengo que estudiar e ir al gimnasio.
—Pero si estás perfecta, no entiendo por qué le dedicas tanto tiempo.
—No me importa estar atractiva, sólo quiero estar en forma.
—Por un día que no vayas no pasará nada —dijo, algo dolido.
—Bueno, luego te llamo —zanjé sin comprometerme.
Pol me dio un rápido beso y sonrió antes de dirigirse hacia el metro. Continué el camino hacia los ferrocarriles mientras volvía a mis planes. Eran las tres, y aún tenía que comer, mi sesión diaria de ejercicio y estudiar un poco. Además, quizá papá querría que pasara por el Santuario. Era su teatral forma de llamar a las oficinas de su organización, ARPA. Desde que entré en el negocio familiar, hacía ya casi un año, tenía que dedicar tiempo a aprender lo que hacían y su funcionamiento, además de realizar los cursos que mi padre imponía de primeros auxilios, defensa y demás habilidades que pudieran sernos útiles. Era muy difícil dividir el tiempo libre que tenía entre todo.
Mi móvil vibró en el bolsillo. Era un WhatsApp de mi mejor amiga, Helena.
“A las 5 estoy en tu casa, ya que no te dejas ver por las buenas.”
“Hoy no puedo.” Contesté.
Por si no tuviera suficiente. Tenía que reconocer que era verdad que la tenía abandonada, como también a mi otro gran amigo Didac. Y encima me había echado novio —aunque no me gustara llamarlo así. Prefería decir que “salía con él”—.
Después de mi complicado viaje de inicio, había pasado unas semanas en coma. Cuando por fin pude empezar la universidad ya llevaba retraso y Pol se ofreció a ayudarme para que me pudiera poner al día lo antes posible. Todos sabían quién era mi padre y, por lo tanto, quién era yo. El rumor de mi “accidente” había corrido como la pólvora, y no pude soportar la mirada de lástima que me echó cuando hablamos por primera vez. Al final, reconocí la necesidad de apuntes y algunas explicaciones y le pregunté si su oferta seguía en pie, pero al poco tiempo se invirtió el asunto y era él quien necesitaba mi ayuda. En el primer curso se estudiaban los periodos más antiguos, y Pol era un apasionado de la Historia Contemporánea. Tenía muchas dificultades con asignaturas como Prehistoria. Para Navidades ya estábamos saliendo, aunque no puedo decir —y menos en voz alta— que esté enamoradísima de él. Aquello era una espina clavada para mí, porque Pol era un chico excelente. Era listo, trabajador, bueno y cariñoso. Y, pese a eso, no podía evitar pensar que lo que yo sentía no podía ser lo que se conoce por amor. Si lo era, las películas mentían. No era para nada el sentimiento espectacular que había esperado; el nudo en el pecho, las mariposas en el estómago, la respiración acelerada, el pensar en él a toda hora. Definitivamente no era mi caso. Le tenía muchísimo cariño, y físicamente era innegable que provocaba reacciones en mí —sino, no me hubiera dejado convencer para perder la virginidad con él—, pero seguía esperando a que esos sentimientos afloraran con el tiempo.
Cuando llegué a la puerta de mi casa, otro conocido me sobresaltó.
—¿Sabes algo de tu hermano?
—¡Mierda, Sam! ¡Que susto!
—Lo siento mucho.
—¿Sabe tu novia que siempre me estás acechando?
—¿Sabes algo de Alex? —repitió, ignorando mi pregunta.
—Aún no. ¿Por qué te importa tanto mi hermano de repente?
—Curiosidad —contestó.
—Mientes. —Lo conocía lo suficiente como para saberlo. Había sido receptora de gran parte de sus mentiras.
—Avísame si hay noticias, ¿Vale?
—No —contesté, entrando en mi casa y cerrándole la puerta en las narices.
Tuve que esperar un minuto para serenarme. Sam sí provocaba en mí las reacciones que no conseguía sentir con Pol, pero por todo lo opuesto. Él era mi archienemigo. Crucé el jardín en dirección al edificio principal y entré en el salón. Saludé a mi hermana pequeña Sofía, que estaba terminando de comer, y me senté a su lado mientras Elvira, nuestra asistenta, traía otro plato para mí.
—Gracias, Elvi —le dije, empezando antes de que tocara la mesa.
—Dios mío, Casandra. Comes como un animal.
—Según algunos profesores de antropología, lo soy —mascullé con la boca llena. Tragué y me dirigí a Sofía—. ¿Alex ha dado señales de vida?
—Todavía no —contestó.
Asentí, intentando disimular mi preocupación. Ella no sabía nada de la vida secreta de la familia, y yo tenía que morderme mucho la lengua para no meter la pata y contarle algo indebido. Era una estúpida norma que tenían mis padres. A los dieciocho años hacíamos un viaje de iniciación donde averiguábamos todo. En mi caso, fue un cursillo acelerado y por las malas. Mi madre llegó a casa cuando estaba a punto de recoger el plato y subir a mi habitación.
—El suelo no es sitio para dejar la mochila, Casandra —saludó.
—Hola a ti también, mamá. El día ha ido bien, gracias.
Mi relación con mi madre nunca había sido muy buena. En gran medida porque no me parecía normal que mirara con más amor a las vitrinas de los museos que a sus propios hijos.
Vacié las cosas de la universidad sobre mi cama y preparé la bolsa del gimnasio antes de ponerme ropa de deporte y volver a salir. Iría a pie para bajar un poco la comida de camino.
—Sofía, si viene Helena por aquí, dile que ya la llamaré —la avisé.
—No me hagas hablar con ella, por favor —imploró.
Poca gente la soportaba, aunque había que admitir que se lo ganaba a pulso.
Una vez subida a la cinta de correr, me puse los auriculares del mp4 y le di al play. No llevaba música, sino audiolibros. Bueno, más bien las lecturas de clase con un simulador de voz. Dani, uno de los chicos del Santuario con el que había hecho buenas migas en la India, me lo había conseguido y, de esa forma, era capaz de optimizar mucho mejor el tiempo. Escuché un tostón sobre los Cátaros durante las dos horas que estuve haciendo ejercicio y, por fin, a eso de las seis de la tarde estaba duchada y lista para volver a casa. Saqué las cosas de la taquilla y miré el móvil, que había dejado en silencio. Llamadas perdidas y mensajes de Helena y de Pol. Tenía intención de llamarles, pero Helena se me adelantó. Estaba en la puerta, esperándome. Sofía debía haberle dicho dónde estaba.
—¿Por eso no puedes verme? Podría pasar que me dejaras plantada por esos pedruscos que tanto te fascinan, e incluso por el pánfilo de tu novio, pero no para matarte en el gimnasio como una aspirante a tronista de Mujeres y Hombres y Viceversa —espetó.
—Helena, por favor. Sabes que el coma me dejó tocada y debo mantenerme en forma —suspiré.
—No, sé que eso es lo que me dices, pero yo creo que pasó algo más en ese viaje y tienes miedo de que se repita y te pille poco preparada.
Helena parecía tener alguna clase de super poder para leer la mente. Evidentemente, todo eran suposiciones suyas. Ni ella, ni nadie al margen de mi familia, la gente de ARPA y los del bando de Sam sabían la verdad.
El teléfono sonó en ese momento y volví a suspirar.
—Espera, será Pol. Parece que soy muy popular y todos sentís la necesidad de estar conmigo —mascullé.
El número de teléfono no era el del “chico con el que salía”, sino de papá.
—Hola, dime —contesté.
—Hola cariño, ¿puedes venir al Santuario? —Suspiré por tercera vez seguida.
—Claro, voy directa desde el gimnasio.
—Perfecto. Hasta ahora. —Mi padre sonaba anormalmente serio.
Colgué el teléfono con un mal presentimiento.
—He de irme —le dije a Helena.
—Voy contigo —contestó.
—Ya sabes que no puedes. Cosas secretas de la vida paralela de mi familia —repliqué en tono de broma, aunque fuera verdad.
Helena dio media vuelta y se marchó sin despedirse. Estaba enfadada, pero ya se le pasaría. Tenía que comprender que no porque ella tuviera una vida ociosa, los demás también la teníamos. Había empezado la carrera de psicología, pero a los dos meses dijo, textualmente, que ninguno de aquellos profesores podía enseñarle nada que no supiera sobre las gilipolleces de la gente —y, en parte, era cierto que calaba a todos a la primera y acertaba—, así que lo había dejado y no hacía nada en todo el día. Tenía dinero como para vivir diez vidas a todo tren; era una chica de diecinueve años que ya estaba aburrida de todo.
Llamé a Pol para decirle que mi padre había reclamado mi presencia y me dirigí de nuevo al ferrocarril en dirección a Paseo de Gracia, donde teníamos la oficina. Sonó disconforme, pero no podía exigirme que pasara de la familia por él. De todas formas, no lo hubiera hecho.
Cuando entré, me recibió un grito.
—¡Cada día te pareces más a Madonna! —exclamó Dani—. Rubia, millonaria y vigoréxica. Podrías ser su hija.
—¿Pero que os pasa a todos hoy con que haga ejercicio? ¡Dejadme en paz! —En el caso de Dani, lo dije riendo. Él era de los pocos que no parecían tener nada en contra de mi estilo de vida.
—Casandra, papá está en el despacho, será mejor que vayas. —Mi hermana mayor, Penélope, apareció detrás de Dani con semblante aún más serio de lo habitual en ella. Empecé a preocuparme de verdad.
—¿Le ha pasado algo a Alex?
Mi hermano se había ido hacía varias semanas a una misión encargada por mi padre y hacía días que no sabíamos nada de él. Yo estaba más inquieta que nadie porque había estado presente el verano anterior cuando murió atacado por un autómata durante mi viaje y permaneció varias horas en el otro lado —sea cual sea ese, ya que nunca hablaba del tema— hasta que lo traje de vuelta, provocando con ello mi célebre coma. Desde entonces, y aunque parecía el mismo, había notado sutiles cambios en él. Recordé el momento de la despedida antes de marcharse para esa misión. Me abrazó y me dijo adiós con una sonrisa, ambas cosas igual de vacías. A veces parecía que hubiera perdido el alma; la calidez que lo caracterizaba. Por supuesto, sabía que eso era una estupidez. Era más probable que sufriera algún tipo de trauma a niveles que yo no era capaz de comprender, pero él no quería ver a ningún especialista. Se había mostrado tajante en eso.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando entré en el moderno despacho y me encontré la última persona que esperaba: Héctor, mi otro hermano.
—¿Qué haces tú aquí?
—Y luego dice de mamá. Anda que no es borde ella también —dijo Héctor a papá. Mi padre lo amonestó por el comentario, aunque no le quitó la razón.
—Casandra, discúlpate con tu hermano —ordenó.
—Lo siento, Héctor. Te daría un abrazo de bienvenida, pero estoy recién duchada.
Él sonrió burlón, inmune a mis comentarios.
—Basta, niños. Casandra, siéntate. Tengo malas noticias, así que iré directo al grano. Alex ha desaparecido. —A Héctor se le borró su estúpida sonrisa de la cara, aunque yo ya llevaba días temiéndome algo como aquello—. Sé que ha sido un inconveniente para ti venir hasta aquí a mitad de tu investigación —le dijo antes de dirigirse a mí—. Y a ti, cariño, quería evitar enviarte a ninguna parte hasta que estuvieses mejor preparada, pero esta vez será diferente. Solo necesito que le sigáis la pista y me mantengáis informado de cada paso. Después, podré mandar un equipo y tú podrás volver a Barcelona.
—¿Y Héctor? —pregunté, molesta porque me apartaran de la misión aún antes de haberla empezado.
—Él tiene mucha más experiencia, estarás a salvo —contestó mi padre, malinterpretando mi pregunta accidental o deliberadamente.
—¿Qué buscaba Alex? —preguntó Héctor.
—Un tesoro celta. Debe estar en algún lugar al norte de Europa, pero perdí el contacto con él antes de que me dijera a dónde se dirigía a continuación. —Hizo una pausa antes de continuar y nos miró fijamente—. ¿Estáis los dos de acuerdo en ir a buscarlo?
—Por supuesto —contestamos Héctor y yo al unísono.