Las lágrimas le brotaban tímidamente de los ojos y ella les impedía el paso frotándose con los dedos. No quería llorar, no quería mostrar sumisión ni derrota frente a él, debía quedar como una mujer fuerte y, es más, parecer que era ella quien tomaba la decisión y no él. Sin embargo, no era así, en realidad aquello era un abandono en toda regla, premeditado, doloroso, y Mario lo había preparado para llevar perfectamente la situación y dominar la reacción de Amanda. Con su labia, encanto, actitud dominante, voluntad y personalidad brillante, la chica no sería capaz de enojarse ni montar en cólera, sino que, al contrario, se vería inferiorizada y no podría impedir un llanto de debilidad, quedando fuera de juego y obligada a asentir ante las palabras medidas de Mario, quien encontró nula resistencia ni oposición. Luego, zanjado el asunto, le dio un tierno beso en la frente, de despedida y compasión, y abandonó el camerino en dirección a un nuevo triunfo.
La gente ovacionaba, vitoreaba y aplaudía a su genio, a su escritor favorito, periodista sagaz, amante ejemplar y hombre público habitual de los platós y tertulias televisivas, pero sobre todo multimillonario, y a la gente, le gustan los ricos. Mario Bécquer era el típico hombre brillante a quien todo el mundo ama por ser, simplemente, la encarnación de todo aquello que no son, de todos sus sueños frustrados, y los que sienten desprecio hacia él es por pura envidia, porque se sienten inferiores, y en verdad lo son. Ahora, Mario se disponía a recibir su enésimo reconocimiento por el trabajo realizado en el mundo literario. Sus premios eran numerosos en periodismo, sus galardones por labores intelectuales y sociales bastantes también, pero su literatura, sus novelas, esas tenían más premios que páginas. En efecto Mario era un excelente escritor y con sus éxitos había labrado una inmensa fortuna, en especial con el que le encumbró, Matar por vivir, y con el que presentaba hacía apenas un mes, El síndrome del escritor, volvía a ser premiado por una prestigiosa revista de difusión internacional que ya lo había hecho con él en un par de ocasiones. “Parece que nada se le resiste a este hombre”, así le daba la palabra el presentador a Mario, que entre estruendosos aplausos se veía obligado a pedir silencio para hablar, ¡A pedir un poco menos de halagos! Sin embargo, a las dos primeras frases ya se había ganado al público que lo escuchaba atento y en silencio sepulcral, embriagado con su voz clara y viril e hipnotizado por su elocuencia y arte escénico. Mario se desenvolvió sin problemas, como de costumbre. Primero un par de halagos a tal persona y algún agradecimiento a tales otras, luego un comentario gracioso de autocrítica para ganarse el amor del público, comentarios acerca de su carrera, lo muy importante que es para él recibir este premio y una pequeña reflexión filosófica sobre su libro, sobre su trabajo y sobre el panorama del mundo actual. Con eso, y un par de chistes intercalados, hablando con seguridad y sin engancharse en ninguna palabra, tenga o no sentido lo que se dice, el público estaba sometido y nada más salir del teatro compraría en masa un ejemplar de El síndrome del escritor.
-Lo has clavado, Mario –le felicitaba Fran, su hermano y agente fiel, que le acompañaba y aconsejaba siempre.
-¿No me has notado la voz un poco ronca al principio?
-Ni se ha notado.
-Bien, marchémonos entonces, estoy hasta las narices y quiero hacerme una copa.
-Debes firmar libros, no lo olvides Mario, tienes una cola enorme esperándote.
-¡Ah, es verdad! Que pesados por Dios, venga, hagámoslo rápido y a tomar por culo.
Obviamente, Mario apareció ante sus seguidores con una inmensa sonrisa, dando discretos pero provocativos besos al tumulto de mujeres que luchaban por verle de más cerca, por oler su aroma perfumado, perfumado con gloria. Lo hacía mecánicamente, bolígrafo en mano, iba cogiendo libros y estampándolos con un rallajo, que al ser su supuesta firma convertía aquellos ejemplares en auténticas joyas, y a sus poseedores en superiores. En terminar, agotado y huyendo a tiempo, justo antes de que llegara una nueva masa de lectores, buscó con la mirada a sus ayudantes y con simple gesto hizo saber que había que irse. Dicho y hecho, Mario, Fran y su asesora montaban en el coche por la parte trasera del edificio y se ponían en marcha.
-Es ridículo, este libro no es una obra para mujeres maduras, ¿Por qué estaba repleto de esas marujas el teatro? Yo esperaba ver estudiantes de psicología, aficionados al mundo de la mente y los trastornos de personalidad… en fin, gente vinculada al tema de la obra, y no a esas pesadas.
-También los había Mario –le tranquilizaba la paciente ayudanta, que siempre sabía cómo tratar a su jefe.
-¡Pero yo solo los quería a ellos, y a posibles contactos para hacer negocios con la próxima, no a aquel populacho irrumpiendo en el acto!
-Estás condenado a tenerlas ahí desde que presentaste Menopausia y sexo: la reconciliación –decía sarcástico Fran, para risa del autor. Ahí va otra cualidad de Mario, saber reírse de sí mismo y ser consciente de la baja calidad de algunos de sus títulos, que no obstante le aportaron cuantiosas sumas por el simple hecho de poner su nombre en la portada. El mundo es hipócrita, pero lo aceptaba y se beneficiaba de ello.
Se dirigían al restaurante Miramonte, el favorito de Mario, quien habituaba a acudir en busca de sus platos de cocina innovadora, con la cual se podía experimentar con sabores de lo más extravagantes –aunque escasos-, a saber, bichos e inmundicias varias que jamás se han comido, y mucho menos pagado a los desorbitados precios del Miramonte. El chef estaba encantado de tener allí a Mario Bécquer y su equipo, buenos y adinerados comensales que dejaban billetes en la caja y prestigio en el local. Mario y sus dos acompañantes se sentaron en una mesa redonda, amplia y junto a la pecera. A Mario le gustaban las peceras. De inmediato les recibió un camarero que con maestría apuntó todos y cada uno de los platos y vinos que tomarían los comensales, y les aseguró rapidez. A Mario le gustaban las cosas aquí y ahora. Como no, un hombre de su prestigio era fácil de reconocer, en especial cuando vendes exclusivas a revistas del corazón y sus portadas se decoran con tu cara, por lo pronto fue parte de la rutina que una mujer se acercara al ilustre escritor.
-Disculpe, no querría interrumpirles pero… -decía una voz femenina y dulce al tiempo que nuestro protagonista preparaba ya una sonrisa para darse la vuelta y conversar sobre sus polémicas en la prensa rosa, pues normalmente la gente se le acercaba por eso, más que para hablar de sus éxitos literarios o su vieja carrera periodística- ¿Es usted Mario Bécquer?
Aquella no era una mujer madura aficionada al corazón, era una chica joven con aspecto inteligente y mirada sagaz, analítica y deductiva, implacable e incluso intimidatoria; iba vestida discretamente, pelo recogido , morena y de ojos marrones, nada de rubias flamantes, y con la pose de una persona de despacho. ¿Puede que fuera secretaria o asesora, o representante de algún tipo? No, demasiado bajo para tal mujer… Quizá mejor, abogada, periodista, o incluso una escritora novel que deseaba ver a su ídolo en persona… Ahora lo sabría, en cuanto centrara su mente y apartara su mirada de la figura de la joven, bajo cuya ropa oscura y sencilla, con blusa y falda, nada de vestidos provocativos, ocultaba un cuerpo de lo más atractivo.
-Si no me confundo… sí- dijo con una simpática sonrisa.
-Es un placer –seguía la chica sin mutar la sonrisa blanca y natural que ya traía de antemano- soy una gran admiradora de su libros, en especial de El caso Romanov, señor Bécquer.
¿El caso Romanov? Que extraño, a juzgar por su primera impresión jamás hubiera pensado que su célebre obra sobre juicios e intrigas legales fuera la favorita de una joven. Más bien le hubiera pegado alguna obra de amor y sexo indecente, como a la mayoría de jóvenes lectores con los que había hablado.
-Vaya, ¿En serio?
-Sí, no soy la típica chica que admire Enamorada en Afganistán, creo que ese título es el peor que ha escrito, sinceramente –hablaba con total naturalidad, para risas disimuladas de Fran y perplejidad de Mario- pero no se ofenda, todos los escritores tienen sus altibajos.
-Vaya… -se limitó a decir Mario, atónito- no será usted periodista, porque la veo muy informada, en efecto, ese es mi peor libro –perfecto, se había salido con la suya. Si te critican en algo, critica eso mismo tú también con aún más fuerza. Si no puedes contra ellos, únete a ellos.
-Pues sí, soy periodista, Olga Prats, encantada.
-Lo mismo digo, señorita Prats, ¿O debo decir, muy a mi pesar, señora?
-Ninguna de las dos, llámeme Olga –respondió sin rebajar su amplia sonrisa.
-Perfecto, tú llámame Mario, en tal caso.
Ambos se miraban fijamente, la una, impresionada por tener delante al gran genio, y no obstante descubrir que era algo estúpido y pretendía coquetear con ella, sin conocer la fama de su mortales críticas; el otro, la miraba con un sentimiento más simple: estupefacción y el presentimiento de que aquello podía ser un reto para él. Mario era excéntrico, un total y absoluto excéntrico, muchos lo tachaban además de arrogante, de egocéntrico y de elitista, pero él siempre respondía: no soy arrogante, tengo autoestima; no soy egocéntrico, solamente me preocupo de mis asuntos y no pierdo el tiempo ayudando a ingratos; y en cuanto a lo del elitismo, bien, lo admito, me junto con gente de mi talla, porque a la escoria ya la he aguantado suficiente. Y así, con estas palabras, dejó sin palabras a cierto entrevistador un día, y con estas palabras se ganó, sorprendentemente, el amor de mucha gente; o quizá no fuera tan sorprendente, porque a la plebe le gustan los excéntricos, los ama, y cualquiera puede ser un imbécil y caer bien a millones de personas.
Él lo sabía, Mario era consciente de que siendo estúpido, ganaba, así que se metió en su papel y, entonces, se levantó, lo hizo lentamente y con elegancia, a continuación, ignorando los platos que servían en la mesa, se acercó a ella, pero se mantuvo a una distancia discreta, coherente, suficiente para hablar con ella en voz baja, casi susurrando, y entonces, llegó su momento…
…
“¡No, no, no, esto no vale nada!” Exclamó Gustavo en medio de la habitación, llevándose las manos a la cabeza, en plena noche, aunque ya clareaba y desde la ventana se veía el sol acechando y anunciando un nuevo día, y él sin dormir. Había tenido una buena noche, en el aspecto de que fue productiva y avanzó considerablemente en su nueva novela, así que ya estaba bien por ahora. Borró las últimas líneas, tan malas e infames, y se quedó con lo anterior, el cual examinó y aprobó mentalmente. “Es perfecto”, se dijo, y es ahí donde pecaba Gus, en su pésima autocrítica, que siempre resultaba maravillosa. En fin, fuera como fuera, tenía que ir a hablar con su viejo conocido editor, Dámaso Vives, con lo que la novela podía esperar a más tarde y, de paso, también a que Gus se echara una siesta para recuperar una hora de las ocho que en teoría, debe dormir una persona cada noche. Él ignoraba tal cosa, menuda estupidez, pasarse la noche entera durmiendo en lugar de escribir, ¿Porque no hay luz? No habrá sol pero flexos sí, y con eso y su ordenador viejo y destartalado, le bastaban. Así que se dio una ducha rápida, se vistió y, ligeramente presentable, dentro de la elegancia y presencia que podía tener él, se puso en camino hacia la editorial Atenea, conduciendo su viejo y feo coche por las calles abarrotadas y contaminadas, con tráfico, masas de viandantes, hacinamiento, ruido… Maldecía a los motoristas y ciclistas, insultaba a los conductores, se burlaba de los peatones que, resignados, corrían al trabajo. Todo era asqueroso, todo cuanto le rodeaba le producía pena y a la vez ira, todo era odio en un su cabeza ahora mismo, y solo quería regresar a su piso pequeño y sucio perdido en una calle oscura y poco soleada, una más en medio de la ciudad, sentarse en su silla de ejecutivo recogida de la basura años atrás y aporrear las teclas de su ordenador, en su estudio pésimo y pequeño. Sin embargo, ¿Soñaba con otro mejor? No, ¿Para qué un despacho en una casa grande y espaciosa, en medio del campo, tranquila y lejos de la horrible civilización? Él poseía algo llamado imaginación, y con concentrarse mínimamente, olvidaba la decadencia en que escribía y las palabras le fluían por sus dedos a través del teclado. No necesitaba nada más, aunque no le importaría que todos sus vecinos, paletos y escandalosos, fueran exterminados y le dejaran todo el edificio en silencio y sin pelos de sus mascotas. Eso sí lo deseaba, la muerte de todos los animales domésticos, aberrantes perros y gatos, los odiaba.
Así, inmerso en sus pensamientos lunáticos, llegó frente al edificio, alto y majestuoso, donde se encontraba la sede de la editorial, entre tantas otras empresas y clínicas privadas, donde a veces veía entrar a personas resentidas con sus físicos a intentar mejorarse, y luego salir con aspecto alienígena. ¡Fracasados! Se decía a sí mismo. Anduvo por la amplia entrada, toda de mármol, blanca y austera; hizo cola junto a otras diez personas para subir en el ascensor, y en el último momento, al verse rodeado de tantos seres en un espacio tan reducido, todos desprendiendo su respectivo olor, respirando, rozándose unos a otros… al verse en tal situación salió del ascensor y subió a pie las veinticuatro plantas hasta el lugar de la sede. Como de costumbre, la secretaria le hizo esperar diez minutos en el vestíbulo, pues el señor Vives estaba ocupado o reunido, o no recordaba ya qué diantres le había dicho aquella furcia mentirosa. En fin, tocaba aguantar, por lo que aguantó y gorroneó un café. Al menos, algo se podía llevar de sus esperas, pesadas y a menudo infructuosas, ya que escribir algo del agrado de Dámaso, y aún más conseguir que lo publique, era tarea imposible para Gus y para cualquier escritor que no tuviera ya un reconocido nombre. Ojalá fuera Mario, él sería capaz de rifarse editoriales para publicar un libro sobre el cultivo de garbanzos.
-¡Gustavo Diocleciano! Que alegría verte por aquí, ¿Qué puedo ofrecerte o, qué me puedes ofrecer tú? Siéntate, siéntate –le dijo con fingido entusiasmo y sincero sarcasmo el tal Dámaso Vives. Odiaba que le llamaran por su segundo nombre, Diocleciano, y es que le había guardado un profundo rencor a su padre toda la vida por ponerle el nombre de aquel emperador romano, haciendo honor a su afición a las civilizaciones antiguas y demás cosas muertas. Su padre era uno de esos hombres con gustos extraños que tenía que hacer pagar a los demás sus resentimientos, por ejemplo, el no llamarse Octavio Augusto, o no haber matado bárbaros junto a las legiones del César. Gus no entendía el porqué de esa afición a cosas que cayeron y desaparecieron hace siglos, ¿No será porque no valían nada? Se preguntaba. Pero su madre tampoco se libraba, pues el nombre de Gustavo fue idea suya, y por su culpa y la papada que lucía en sus años de niño corpulento, el apodo de “la rana Gustavo” le acompañó durante la infancia. El caso es que se veía obligado a soportar al resto de seres humanos y sus extravagancias y extrañezas, y entre ellos figuraba Dámaso y su actitud pedante y burlesca con los escritores poco exitosos como él, que le buscaban y besaban los pies por tal de conseguir un contrato.
-Te quería preguntar que te pareció lo último que te mandé,-dijo con intencionada aspereza- te he llamado varias veces pero, debías estar ocupado.
-Oh, no lo sabes tú bien, tengo muchísimo trabajo, y por eso no he podido más que ojear por encima tu novela.
-¿Y bien?
-Oye, Gus, eres bueno, tienes calidad y confío en ti, pero… -al tiempo que hablaba, nuestro protagonista permanecía como un pasmarote, asintiendo con la cabeza y pensando: “Si confías en mí, publícame algo, cabrón”- Creo que todavía no has encontrado tu camino.
¿Qué? ¿Qué significaba eso de encontrar el camino? Ahora resultaba que ese editor extravagante se había vuelto ascético, y seguro que leyendo un panfleto de los mormones vio esa frase.
-¿A qué te refieres?
-Gustavo, nos conocemos y sabes que puedes hacer algo mejor que esto, aún estoy esperando que me vengas aquí con un título a la altura de Hombres y gusanos.
Esa era por el momento la única obra que Dámaso le había publicado a Gus, y la verdad es que tuvo cierto éxito entre las críticas, aunque las ventas fueron muy modestas y un importante porcentaje se lo llevó aquel infame que hablaba desde el otro lado del escritorio, y que para risa de Gus no se dio cuenta nunca de que Hombres y gusanos era una parodia de seres humanos precisamente como él. Era la canalización hacia la literatura de todas las cosas que odiaba en las personas, y aquello lo escribió con veinte años, por lo que ahora, a sus treinta, con más experiencia en el trato con imbéciles, podría ampliarla y hacerla mucho más mordaz.
-Estoy trabajando en un nuevo libro que puede ser bueno, es de los que te gustan a ti, Dámaso.
-Bien, bien, pues ya sabes, ¡A escribir como un loco! Y quizá nos lleguemos a entender, pues fíjate en lo que te digo Gustavo, ayer mismo cerré un trato con un joven de veintipocos años, y lo que le vamos a publicar será un bombazo, –Gus iba a explicarle lo poco que le importaba tal información- ¡Y tú eres mil veces mejor que él! Pero te falta chispa, justo lo que el derrocha, y por eso triunfará, Gus, amigo mío.
-Si le has publicado a tal simplón, significa que yo lo tendré fácil, ¿No?
-Ya veremos, Gustavo, ya veremos… y ahora, si no te importa, tengo una reunión y en fín, cosas de hombres ocupados, ya sabes…
Gus se despidió y salió de allí resistiendo a duras penas, deseando cuanto antes borrar la sonrisa de su cara y escupir, maldecir un poco a Dámaso Vives, a la secretaria que lo miraba con compasión, y de quemar aquel asqueroso edificio de donde no salía con más que desgracias. Ya estaba acostumbrado a ser rechazado o a que, como en ese caso, sus obras ni siquiera fueran leídas. Por ahora mejor era volver a su hogar, caótico hogar, y continuar con el único sentido de su vida, sumergirse en un mundo mejor que él creaba y donde él ponía las reglas.