Érase una vez, en un Reino muy lejano llamado Älaster, en lo más alto de la más alta montaña se alzaba un viejo molino, y allí vivía una joven de pelo cual sangre derramada. Serafine la bruja, la llamaban las malas lenguas. Una paria social, peor que la peste, el más grande temor de los demás campesinos. Muy pocos la habían visto en persona, tan solo conocían la historia que les habían contado sus padres; que descendía del mismísimo lucifer, engendrada por el diablo y marchitando a toda persona viva que se le acercara, una muchacha peligrosa que se pasaba todo el tiempo enfrascada en grimorios día tras día, conjurando magia oscura.
Sin embargo la verdad era muy distinta, Serafine adoraba la soledad, no iba a negar que le gustara experimentar con animales, ver sus interiores, pero era algo muy distinto a lo que aquellos analfabetos llamaban magia negra. Su padre le había enseñado desde pequeña el pragmatismo de lo que él llamaba Ciencia. Se pasaba sus días inventando artilugios, escribiendo números extraños que había aprendido con los años en sus libros que cada día dejaban menos espacio dentro del pequeño molino. Si pudiera realmente usar la magia, la utilizaría para crear una fuente infinita de sabiduría, pues los libros con el paso del tiempo perecerían, perdiéndose sus trabajos como cartógrafa, sus inventos extraños, las mezclas de flores que a veces hacían pequeñas explosiones y las estrellas del cielo contadas una a una. Todo eso se volvería en humo y ceniza, porque ¿de qué somos sino de ceniza al fin y al cabo?
Durante la segunda luna roja del año, Serafine oyó los cascos de caballos acercándose a una velocidad imperiosa. “Mal fario” pensó Serafine, “la luna roja solo trae mal fario”, subió las escaleras como si la mismísima muerte la persiguiera, quien sabía que querían los jinetes que se acercaban ¿Asesinarla? ¿Quemarla? ¿Violarla? O peor, ¿destruir sus libros?